DOS MOSQUETEROS

I

 

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legó hasta mis oídos que me estuvo usted buscando en París. Que incluso llegó a pasar por la Maison Dorée, para desafiarme a una partida de billar.

Estratégicamente situado en una esquina desde la que se controlaba la totalidad del Salón de Embajadores del Real Alcázar, donde horas después tendría lugar la boda de su amiga y aun más que amiga, de la niña Isabel, de su reina, de la augusta e irrepetible Isabel II, José de Salamanca no quiso dar crédito a la música que llegaba a sus oídos: el acento, la voz de barítono, la referencia a la Maison Dorée... Le habían dicho que era posible acudiese a la boda como parte del séquito francés, pero tras tantos años queriendo conocerlo no podía creer que, por fin, el día hubiera llegado. Y que hubiese sido él quien se acercase a saludarle, y no al revés, como siempre había imaginado. Se giró despacio, incrédulo todavía pero paladeando ya la posibilidad de que el creador de Los tres mosqueteros, en persona, fuese quien le estaba hablando.

—¡Alejandro Dumas!

—El mismo que viste y calza, y le advierto que en mi caso lo de calzarse tiene su importancia. Si el tiempo de un hombre ocupado veinticinco horas al día no puede comprarse ni con oro, entonces debo admitir que gasto cada mañana una fortuna en calzarme estas botas.

—Dumas, en persona. ¡Qué regalo!

Salamanca sonreía como un niño, los ojos brillantes y sin parar de moverse, explorando al gigante que tenía enfrente; gigante incluso en comparación con él, que era un hombre alto.

—Entonces, ¿es usted el español que me buscaba para desafiarme a una partida de billar? Tuvo suerte de no encontrarme. Pero no soy de los que rehúyen un duelo, me quedaré en Madrid unos días después de la boda a la que asisto como invitado de mi gran amigo el duque de Orleans.

Pronunció las palabras «duque de Orleans» bajando la voz, casi en un susurro, al modo en el que un brujo realiza un conjuro mágico. A Salamanca se le iluminó la expresión, nadie más que el hombre que tenía enfrente —alguien capaz de convertir en materia de misterio narrativo hasta el nombre de un duque— podría haber creado a los Tres Mosqueteros, a los inmortales Aramis, Athos, D'Artagnan y Porthos; sobre todo a Porthos.

—Me voy a permitir decirle, señor Salamanca, que me he estado informando y, aunque las mesas no son tan buenas como las de la Maison Dorée, en el café del Príncipe de su ciudad, también se juega algo al billar. Lleve a su padrino, que yo llevaré al mío, y nos apostaremos alguna cosa, para darle enjundia al juego, aún no sé el qué...

Jugar dinero no me atrae, preferiría ofrecerle algún envite más acorde con nuestra imaginación y posición social. ¿Qué le parecería apostar su chistera contra mi elegantísimo sombrero?

—Me parece que ya debo dar por perdida mi chistera, pero naturalmente acepto el reto. En el café del Príncipe, y con nuestros respectivos padrinos, nos veremos, señor Dumas. Palabra de mosquetero.

II

 

S

e casaba Isabel II. Se casaba quien había sido más que su amiga, la mujer que había tenido entre los brazos cuando ya era reina pero aún no había tenido tiempo de olvidar sus días de infancia. Y se casaba con un «merluzo», como le había calificado Ramón María Narváez con su tosca y característica impiedad.

El «merluzo» al menos era un noble. Un duque. El duque de Cádiz. Para mayor endogamia, y menor romanticismo, la reina Isabel II y el duque de Cádiz eran primos. Aunque las malas lenguas aseguraban que más correcto sería haber dicho que eran «primas», pues a Francisco de Asís el bello sexo ni le parecía tan bello ni lo frecuentaba, excepto cuando se veía obligado.

Y obligado se había visto Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, a aceptar una boda concertada, en bien de su país y su familia. Y de sí mismo, pues sentarse en el trono de España es algo que a cualquier noble le ha estado siempre permitido soñar.

—¿Qué más le da a un hombre una mujer que otra, Francisco? Luego, una vez que os hayáis casado, cada uno que haga de su capa un sayo. Pero España os necesita. El matrimonio de la niña con un noble de raíces monárquicas garantizará la paz que tanto pide el país. Vamos de guerra en guerra, y nos quedamos cada vez más atrás respecto a Europa.

Con las sílabas cambiadas, y las frases recortadas o ampliadas, escuchó durante muchos meses y de muchas bocas, Francisco de Asís de Borbón, esas palabras: sacrificio, bienestar, nación, matrimonio.

Y también las escuchó Isabel, Isabel II, de boca de su madre, María Cristina, de la de su padrastro, el duque de Riánsares, y sobre todo de quien más había influido durante su todavía corta vida en las más importantes y cruciales decisiones, de facto: la mujer que decidía por ella, la condesa de Espoz y Mina, su aya y hada particular; o al menos eso creyó siempre Isabel hasta que se hizo realmente mayor y tuvo que admitir ante sí misma que las hadas no existen, que las crea el candor de la imaginación.

Faltaba un mes y medio para su mayoría de edad oficial, para que cumpliese los dieciséis años, y como opinaba su madre, pero también —y primero— la llamada monja de las llagas, sor Patrocinio, mentora espiritual de María Cristina, no convenía demorar el matrimonio. Faltaba un mes y medio y era de noche y era agosto. Hacía calor. A la reina de quince años le gustaba más la noche que el día y muchas veces convocaba a sus ministros, sobre todo en verano, cuando ya había caído la tarde.

Era de noche, y también el principio de una noche privada y casi eterna para Isabel II, pues sólo ella llegaría a conocer cuán oscura y larga iba a ser. A diferencia del Borbón ella no tenía ningún trono que ganar, pues ya estaba sentada en él. El sacrificio caía, caería, ante todo sobre sus hombros apenas formados por completo.

—He decidido aceptar la petición de mi primo Paquito, el duque de Cádiz. Así que les ordeno a ustedes den los pasos oportunos para que se celebre el matrimonio.

—¿Y ha pensado alguna fecha su majestad?

—¿El 10 de octubre les parecería a ustedes bien?

—El 10 de octubre es el día de su cumpleaños, alteza.

—¿Y qué, señor Pacheco?

—Que hacer coincidir ambas fiestas, no sé qué ventajas tiene.

—¿No sabe qué ventajas tiene? Yo se lo diré. Como mínimo dos. Ahorrarle a ustedes, y a la nobleza, regalos, pues de un golpe matan dos compromisos. Y que, si algún día me arrepiento de haberme casado con Paqui... to, nadie dirá que ya no celebro el aniversario de bodas, porque lo que no pienso dejar de festejar nunca es mi propio cumpleaños. ¿Entendido?

—Se hará como usted disponga, majestad.

III

 

T

res habían sido los pretendientes de Isabel II.

 

¡Tres, eran tres;

pero qué perillanes!

Tres eran tres,

los novios galanes.

 

Al poeta García Tejero le costó veinte mil reales la multa que le impuso el fiscal de imprenta por publicar con el título El turrón de la boda el poema que empezaba con los versos anteriores.

A los que quedaron fuera de la contienda, los dos otros galanes, los dos otros alegres perillanes, los descartaron sin que la niña tuviera nada que opinar al respecto. Uno, el primero, era el conde de Águila y Trápani, don Fernando de Coburgo. Y el otro, el segundo perillán descartado, el conde de Montemolín, de la casa de Orleans. Esto último bastó para eliminarle de la rifa por el sillón del trono español, pues a la reina Victoria de Inglaterra no le hacía ninguna ilusión que emparentasen los reyes españoles con la casa de Orleans. Y la reina de Inglaterra, la férrea y afortunada Victoria, era la dueña de toda Europa en 1846.

Pobre Isabel, la pequeña Isabel, la libertina Isabel, que corría sin ropa por los jardines de la Granja perseguida por un hombre que le duplicaba, de largo, la edad, y que se llamaba José. Jo-sé.

La boda tuvo lugar, según lo previsto y acordado, el día 10 de octubre de 1846.

—Feliz cumpleaños, su alteza.

—Feliz cumpleaños, querida hermana.

—Feliz cumpleaños, mi niña.

—Feliz cumpleaños, hija mía.

Sí, feliz cumpleaños. Y cumpleaños feliz.

IV

 

L

as fiestas, que siempre han sabido encontrar su hueco en el sur de Europa, la piel de toro bendecida por un clima benigno y que invitaba, e invita, a disfrutar de la vida, se sucedieron sin parar.

Rejoneadores y toros en la plaza Mayor.

Gran despliegue de fuegos artificiales en la explanada de la Cibeles y el parterre del Retiro.

Y, por supuesto, un gran banquete en palacio al que sólo pudieron asistir los elegidos.

Entre los elegidos, naturalmente, estaba José de Salamanca, a la sazón, y desde un año antes, gentilhombre vitalicio de la cámara. Tuvo que hacer algunas maniobras, «comprar» al jefe de protocolo de la Casa Real, para conseguir que a su derecha no estuviese sentado ningún ministro o alto mando del ejército, sino su amigo más reciente, el escritor Alejandro Dumas.

—El matrimonio de su reina habría servido perfectamente como base para el argumento de una de mis novelas. Cuánta intriga, y cuán poco amor. Pobre niña, que no tiene un espadachín que defienda su derecho a la felicidad. Mis mosqueteros nunca lo habrían permitido.

—No, señor Dumas, sus mosqueteros jamás habrían permitido que se celebrase semejante matrimonio.

Pero José de Salamanca, sí. El matrimonio de su pequeña amante con un hombre al que no le interesaba ejercer como tal le permitiría seguir influyendo en Isabel, utilizándola en beneficio propio; aunque como cualquier mortal Salamanca se engañaba a sí mismo y se decía, hasta lograr convencerse, que su objetivo no era la propia riqueza sino el crecimiento del país que le había visto nacer, el crecimiento de la capital de un reino que aún tenía que mejorar y crecer mucho, muchísimo, para ponerse a la altura de las grandes ciudades europeas. Madrid. Que nunca llegaría a ser grande si no la ayudaba José de Salamanca; él.

V

 

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e dijo la reina a su aya que la noche de bodas tuvo que hacer esfuerzos para contener la risa, pues al parecer el señor duque de Cádiz llevaba una ropa interior con más puntillas que la suya.

—A mí me han contado que, cuando está entre amigos, se refiere a él como «Paquita».

—La noche de bodas fue un desastre absoluto. A los criados no les dio tiempo, tan ocupados estaban con los actos de Madrid, a llegar al palacio de La Granja antes que los recién casados. Las camas estaban sin hacer, y no había sábanas. O al menos Isabel y Francisco no pudieron encontrarlas.

—Se arroparon con las cortinas.

A Salamanca le dolían los oídos de escuchar tanta vulgaridad, las lenguas viperinas de los mediocres ensañándose con una ceremonia cuyos motivos escapaban de sus cortas entendederas. El matrimonio no siempre es cuestión de amor, y menos entre reyes y príncipes.

Isabel había hecho un sacrificio, y como la quería y conocía en todos los sentidos, se dolía por ella. Pero tampoco era desdeñable, a pesar del premio del trono, el sacrificio de Francisco de Asís de Borbón, quien probablemente, y si sólo se hubiese guiado por su propio gusto, habría permanecido soltero hasta el fin de sus días, pues sin duda detestaba muchos de los matices implícitos en el papel que —en beneficio de su familia y en beneficio del reino— se le iba a obligar a interpretar.

Salamanca ya había decidido que, hasta donde llegasen su poder y mano, protegería y ayudaría al rey Francisco de Asís de Borbón. Él, desde su adolescencia malagueña, había conocido a muchos «paquitas», y en su opinión, aunque alguno salía malo y retorcido, en general eran una delicia: la sal prohibida de la tierra.

VI

 

-L

e advertí que le ganaría.

Salamanca dejó el taco de billar a un lado e hizo una reverencia al gigante mulato de ojos azules y rizos rubios, en reconocimiento de su victoria.

—Si no hubiese sido un buen jugador de billar, probablemente aún estaría muerto de asco en el pueblecito donde le di el disgusto a mi madre de verme nacer, Villers-Cotterêts. Menudo nombre, ¿no le parece, señor Salamanca? Hasta para mí es difícil de recordar. Pero en una partida de billar le gané a un comerciante, que se las daba de gran maestro de la bola y el taco, un viaje a París. Y allí empezó todo. Tiene usted que venir a mi casa cuando pase por Francia. Le enseñaré cómo lo tengo organizado para escribir. Más de veinte escribanos están a mi servicio. Y para no confundirme he inventado la literatura industrial: las novelas las escribo en papel azul, en rosa redacto mis artículos, y los poemas, por supuesto, siempre sobre papel amarillo. ¿Qué le parece?

—Será un inconmensurable placer para mí conocer la casa, y el taller, de mi autor predilecto. En la primera ocasión que se presente puede dar por hecho que iré a visitarlo. Apenas nos hemos tratado hasta la fecha pero ya le siento cercano como a un viejo amigo. Y aquí, delante de mi D'Artagnan personal y particular, a quien he traído como padrino de nuestro duelo, y cuyo nombre le recuerdo es Manuel Galán y cuyos servicios he puesto a su disposición cada vez que pueda necesitarlos, voy a permitirme una pregunta, que espero no le molestará responder.

—Usted dirá, si conozco la solución a su acertijo o enigma le aseguro que responderé tan bien como sepa o pueda.

—Es una pregunta de lector.

—Desenvaine, mosquetero. Estoy en guardia.

—Si Porthos era el mosquetero más brillante, el más genial, el que más se parecía, ahora que le he conocido, a usted, ¿por qué le dejó morir en la última novela?

Se demoró Alejandro Dumas larguísimos segundos en responder, mirándose las manos grandísimas, grandes como grande era todo en él; mirándolas con gesto y aire culpable, como miraría un padre las manos del hombre que hubiese acabado con la vida de su hijo primogénito.

Y al final levantó sus ojos azules, abrió los labios y con voz trémula, deformada por la tristeza o la emoción, respondió a José de Salamanca.

—Se lo voy a contar, porque lo intenté, pero no pude evitarlo. No encontré el modo de salvarlo. Sabe usted que los Mosqueteros se publicaban por entregas en un periódico. Y sin apenas apercibirme de ello, o fiándome de que mis recursos como escritor eran prácticamente ilimitados, puse al bueno de Porthos en una situación en la que la única salida, el único camino posible, era —me di cuenta cuando ya era inevitable— dejarlo morir. Lo admito. Sí, le fallé a mi personaje. Y tuve que matarlo. Tuve que matarlo.

Y para sorpresa y conmoción de José de Salamanca, el grande y gran Alejandro Dumas se derrumbó sobre sus hombros y rompió a llorar.

—Tuve que matarlo. Pero una parte de mí se fue para siempre con él. Como escritor sé que no me equivoqué, pero como persona, como ser humano, probablemente cometí el error más grave de mi vida. Y aunque mantengo la fachada, y sigo siendo el autor más leído de Francia, quizá de toda Europa, desde que dejé morir a Porthos, desde que lo maté, ya no me satisfacen como antaño ni el éxito ni el dinero. Daría un baúl lleno de monedas de oro para poder resucitarlo. Hasta hablé con el editor cuando la novela se publicó con todas las entregas en un solo libro. «Hágalo si quiere, señor Dumas. Devuelva la vida a Porthos». Y lo intenté. Pero era inútil. Quizá haya quien sepa cómo se logra resucitar a un personaje, pero yo no. Yo no sé.