QUERIDO ENEMIGO

I

 

A

Narváez nunca le había preocupado la distancia, opinaba que el espíritu no necesita de un cuerpo; lo importante era la energía que se pusiera en los proyectos, y eso le permitía estar a la vez en múltiples lugares y sitios. Pero Salamanca no podía probarlo. No podía probar que fuese él quien, en abril de 1854 pusiese en marcha la campaña de desprestigio más terrible que hubiese sufrido desde su acoso y derribo ante las Cortes seis años antes.

 

Salamanca es el prototipo de la inmoralidad. No estamos conformes con los que sostienen que es preciso hacer grandes castigos. Somos enemigos del derramamiento de sangre y creemos que un solo ejemplo puede servir de correctivo y evitar que la gangrena se propague. Salamanca colgado del balcón principal de Correos sería una gran lección de moralidad.

(Texto anónimo publicado en El Murciélago,

el mes de abril de 1854).

 

Cinco números, sin fecha fija de aparición, fue publicando El Murciélago. Cinco números en los que se lanzaban dardos contra la Corona y sus protegidos, y en especial contra José de Salamanca.

—¿Tú crees que el «general de las zetas», mi buen amigo, puede estar detrás de esta campaña de difamación, Solitario?

—Me atrevo a dudarlo. ¿Qué podría hacer él desde París?

Salamanca no respondió, pero sabía cómo era capaz de influir, por ejemplo, Emile Rothschild en la Bolsa española, desde Londres; o Mirés, desde Francia. Pero no tenía pruebas y prefirió, era más fácil, dar por buenas las palabras de su cuñado y seguir centrándose en sus negocios. El 21 de febrero se inauguraría la línea ferroviaria a Alcázar de San Juan, y ya estaban tendidas las vías hasta muy cerca de Albacete. El mar, muy pronto, se hallaría al alcance de Madrid. Y se haría realidad el largo sueño de los banqueros Rothschild.

II

 

P

ero con frecuencia los sueños más dulces se ven interrumpidos por terribles pesadillas.

—¡Señor Salamanca, señor Salamanca. Están quemando su casa!

Era Manuel Galán. Había irrumpido con cara de espantado en el café del Príncipe y comenzado a gritar sin importarle quien pudiera escucharle.

—Tranquilízate Manuel, eso es imposible.

—He visto las llamas. La sublevación de O'Donnell quizá haya fracasado, pero el pueblo está revuelto y quiere sangre.

—Vamos para allá.

—No, señor, ni se le ocurra pensar en eso. Le matarían si le ven cerca de la casa. Hasta han puesto precio a su cabeza. Mire.

Y Manuel Galán, que una vez más había cambiado de nombre y aún volvería a hacerlo en los años venideros, le enseñó un pasquín en el que se ofrecía una recompensa de cien mil reales a quien arrojase, a las puertas del Palacio Real, el cuerpo de José de Salamanca, «por ladrón».

—¿Y Tolita? ¿Y los niños?

—Están bien, en casa de su cuñado. A él no le buscan.

—El maldito Serafín, más gordo que un elefante pero siempre logra pasar por los acontecimientos como si fuese invisible.

—No hay tiempo que perder, señor. Tiene que huir de Madrid.

—¿Huir de Madrid? ¿Estás loco? ¿Huir hacia dónde? No pienso volver a salir de España.

—No hará falta.

—¿Entonces?

—Sígame, señor. Tengo un plan. Pero no sé si podré acompañarlo.

—Querría pasar por mi casa antes, a ver qué es lo que han quemado.

—Todo, señor. Todo lo que no pudieron salvar su mujer y su cuñado.

—¿Y los cuadros de Murillo, de Velázquez? ¿Mis Rubens?

—Me temo que la mayoría han sido pasto del fuego.

—Maldita sea. Está bien, te escucho. A ver Manuel, cuéntame cuál es tu plan.

III

 

-¿T

u plan es que me escape en un tren? ¿Y para qué me das esta ropa?

Era un uniforme de maquinista. Estaban Galán y Salamanca en el andén de la estación de Puerta de Atocha, y una locomotora resoplaba a pocos metros de distancia, con las calderas encendidas y preparada para ser enganchada a los vagones vacíos que aguardaban en una vía muerta.

—¡Es la Isabel!

Sí, era la Isabel. Una de las mejores locomotoras que corrían por los raíles recién estrenados.

—¿Sabría usted conducirla, señor? No vaya a decirme que no.

—¿Yo?, ¿de maquinista? Pero Manuel, ¿este era tu plan? Me da la impresión de que o has bebido demasiado o te ha abandonado el poco juicio que la naturaleza te concedió.

—Señor Salamanca, le he visto con mis ojos llevar el control de las locomotoras, por el puro placer de hacerlo, en más de una ocasión. No hay manera más rápida de huir de Madrid. La revuelta se calmará en pocos días y podrá volver sin problemas. Vamos, no discuta conmigo, que no soy quién. Póngase el uniforme y no pierda más tiempo. En cuanto salga comenzaré a mandar órdenes telegráficas a todas las estaciones para que le dejen vía libre hasta el final de la construcción.

IV

 

L

a locomotora devoraba las leguas con la velocidad de un caballo escapado del averno. Acompañado únicamente por un voluntarioso y callado fogonero que lanzaba continuas paletas de carbón al interior del vientre ígneo del monstruo, Salamanca se hundía en la noche y se alejaba de Madrid.

No abrigaba el menor temor ni desasosiego. Es más, extrañamente le pasó por la cabeza un pensamiento desconcertante: no recordaba ningún otro momento en su vida en el que se hubiese sentido ni tan libre, ni tan feliz.

Llegó la Isabel más allá de la Gineta, hasta las proximidades de Albacete. En doce horas había recorrido más de cincuenta leguas sin parar ni una sola vez. Salamanca detuvo al monstruo y ordenó al fogonero que siguiera en solitario hasta Albacete, haciéndose cargo de los mandos.

—Pero señor, yo no tengo categoría de maquinista. Sólo soy un «paleta».

—Sí, ese es el problema, como director de la línea que soy, ahora mismo le nombro maquinista. Muchas gracias. Y tome, por favor. Una pequeña compensación por las molestias..., y por su futura discreción.

Tres monedas de oro. Dinero. El filtro mágico que hace listos a los tontos. Maquinistas a los fogoneros.

—Cuente conmigo para lo que haga falta, señor. Y gracias.

—Quiero que informe de lo sucedido a mis ingenieros en Albacete, Cardenal y Elcoro, pero sólo a ellos, ¿comprendido? Y si alguien, algún otro, le pregunta por qué ha cogido la locomotora diga que recibió órdenes directas de la dirección para probarla; porque se temía una avería y no queríamos utilizarla con viajeros sin antes haber comprobado su buen funcionamiento.

—Perfectamente, jefe. Se hará todo como usted ha dicho.