EXILADO
I
Salamanca se fugó
y Chico perdióel destino...
Y derrocha ahora sin tino
como nunca derrochó.
¿Que pienso mal? No, señor.
A nadie faltar yo creo
hago constar lo que veo,
y si no gusta, peor.
O
ficialmente Narváez no supo de la fuga de José de Salamanca hasta quince días después de que esta se hubiera producido. Aunque quizá el «general de las zetas» había consentido la huida y prefirió mirar hacia otro lado; luego había dejado, para cubrir las apariencias, que la boca se le deshiciera en amenazas y gritos. En el salón de los Buschenthal, un mes después, alguien le oyó comentar que Córdova y sus amigos habían estado muy «salaos», o «zalaos», como decía él, convirtiendo su supuesto defecto en señal de diferencia y poderío.
Quien pagó por la fuga, como es natural, fue el perro, el jefe de la Policía, el hombre que jamás soltaba una presa y de quien todos pensaron que se había dejado —en persona o por mediación de otros— comprar; el malhadado Francisco Chico, quien nunca pudo explicar cómo se había hecho rico —la siempre sospechosa riqueza del pobre— de la noche a la mañana. Le destituyeron de modo fulminante y sin derecho a defenderse. Narváez ni siquiera se dignó a recibirle cuando Chico le solicitó audiencia. Y muy pocos meses después, enfermo y tumbado en su propia cama, vio como las turbas entraban en su casa, y se lo llevaban —tálamo incluido— para pasearlo y exhibirlo por la ciudad, hasta que llegaron a la plaza de la Cebada, donde lo tiraron del colchón para apoyarlo contra una pared y fusilarlo, entre aplausos y gritos de «viva la muerte» y miradas teñidas de sangre. El antaño temido e intocable capitán general de Madrid, el llamado perro fiel de Narváez, Francisco Chico.
II
B
ayona era un lugar triste y nervioso, acogedor e inestable, como suele suceder con los pueblos fronterizos. No estuvo allí José de Salamanca mucho tiempo. La conmoción de lo sucedido era tal que aún le costaba asimilarlo. Días después de su llegada a Bayona apareció Prim, que no había perdido las esperanzas de hacerse con el poder, y a quien no costó convencer al empresario para que siguiese financiando su lucha contra el «general de las zetas».
—Necesitaremos fusiles.
—Los tendremos.
—Sí, pero ¿cuándo? ¿Y quién nos los venderá?
La respuesta a ambas preguntas se hallaba en Londres, donde los poderosos ángeles oscuros y protectores de José de Salamanca aportaron dinero y un proveedor. La guerra no había hecho más que empezar. La lucha continuaba.
¿La lucha continuaba? En realidad no. Hay derrotas de las que un hombre no puede reponerse. Eso no significa que muera por completo, que no pueda seguir creciendo, pero ya nunca es como al principio. Del mismo modo que un árbol, cuando se le corta la parte superior del tronco, tal vez siga desarrollando otras nuevas ramas; pero la cabeza del tronco perdida..., perdida está. Salamanca estaba acabado para la política. El tronco se había quedado sin cabeza. Tardó muchos meses en aceptarlo, comprenderlo, asimilarlo.
De hecho no reconoció ante sí mismo el carácter definitivo de su derrota hasta que llegó a París, tras la compra de los rifles en Londres. Comprendió que la derrota era irreversible al encontrarse con los gendarmes esperándole en la puerta de su apartamento de París. El Gobierno francés, con quien Narváez mantenía excelentes relaciones, había sido alertado por la delegación española, y parecía dispuesto a colaborar para mandarlo a la cárcel.
¿Haber logrado escapar de España, luchando tanto, para acabar en una ratera de Francia? No iba a consentirlo, aún le quedaba dinero para comprar voluntades.
Aún le quedaba magia en el anillo para convocar a otro genio protector. Narváez no era el único, él también tenía contactos en París; muchos y poderosos. Eligió como escudo las espaldas anchas y prestigiosas de Alejandro Dumas.
A Dumas no le interesaba la política, excepto si podía transformarla en literatura, la única vaca que él sabía ordeñar y convertir en continua fuente de dinero. Pero Salamanca conocía el poder de las palabras, y nadie quería encontrarse reflejado en un personaje de la siguiente novela de Dumas. Por eso lo eligió; por el mismo motivo que en España, algunos años atrás, había puesto en pie la Sociedad General de Autores.
—Estoy acabado, mi querido amigo Dumas.
—Tonterías, Montecristo.
A Dumas siempre le había gustado compararle con su personaje Edmond Dantès, protagonista de la novela El conde de Montecristo. Y después de lo sucedido sólo podía abundar en la comparación. Al «resucitar» en Monóvar a Salamanca solo le diferenciaba de Dantès que no tenía ningún motivo por el que vengarse, ningún enemigo —excepto el pequeño Manuel Hernández— al que desease ver derrotado, suplicando compasión y merced. Pero, en opinión del novelista, el destino le había regalado por fin tanto un enemigo de talla como el deseo de revancha.
—Nunca podré contra Narváez. Es más fuerte que yo.
—En política, sí. Pero no sólo de la política vive el hombre. Y quizá, si me permite usted expresarme francamente, monsieur Salamanca, cometió un error descuidando sus negocios.
—No sólo se lo permito, mon cher monsieur Dumas, sino que estoy completamente de acuerdo. La política es una de las patas en las que se apoya la mesa de los negocios, pero convertirla en pata única fue una estupidez. Borrachera o vanidad, no sé. Si se me permite regresar a España no renunciaré a mi escaño como diputado; y conseguiré un nombramiento de senador vitalicio sin dificultades, pero jamás volveré a jugar a formar gobiernos o a interpretar el papel de ministro.
—La política es como la ruleta rusa. Sobreviven los que tienen suerte y no juegan durante mucho tiempo. Pero quien se empecina en apretar el gatillo antes o después acaba con una bala alojada en el cráneo. Y eso está bien para el personaje de una novela, pero no para un cerebro como el suyo, que ya está planeando su venganza, ¿verdad?
Sonrió Salamanca. Los escritores, o al menos Dumas, tenían el peculiar don de la empatía. Gente capaz de meterse en las cabezas ajenas y circular por el laberinto de sus pensamientos como quien explora las habitaciones de un palacio o una cárcel o un castillo.
—Le envidio, amigo Dumas. Te envidio, Alejandro.
—¿A mí? ¿Por qué, Montecristo?
—Porque tú eres inmortal. Seguirás siendo Dumas después de haber abandonado el valle de lágrimas. Los vivos te continuarán leyendo y seguirán reverenciando tu nombre. Porthos resucitará, como resucita todos los días, cada vez que alguien vuelve a abrir las aventuras de tus mosqueteros. Por eso te envidio. Yo no seré inmortal. Nunca. Pero sí seré otra cosa.
Ahora quien sonrió fue Dumas, tras controlar la emoción que siempre le sentía cuando alguien hablaba de Porthos, su personaje más amado, y de cuya muerte se sentía tan responsable como si lo hubiera ahogado en un barreño con sus propias manos.
—¿Otra cosa? ¿Su venganza?
—Mi venganza.
—¿Y será...?
—Me convertiré en el hombre más rico, no de España, sino de toda Europa. Ya tenía algunos pied—à—ferre en Londres, París, Pésaro y Viena, pero en el futuro me propongo convertir el continente que me hermana contigo, Europa, en mi territorio.
—El hombre más rico de Europa. Si lo consigues acabarás protagonizando alguna novela y siendo tan famoso e inmortal no como yo, que al fin y al cabo sólo soy un trabajador afortunado, sino como Porthos.
—¡Como Porthos! Es lo más hermoso que he oído en mucho tiempo. Pero no me atrevo a aspirar a tanto.
—Pero yo sí me atrevo a deseártelo. Brindemos por ello.
—Brindemos. Pero que sea con champán. Brindar con otra bebida sería demasiado vulgar.
—Demasiado vulgar, e insuficientemente novelesco.
Y Dumas levantó una mano que, como un imán, en un instante atrajo la atención y presencia de su jefe de camareros.
—Jean Pierre, la mejor botella de Dom Pérignon que tengas en la bodega.
Chocaron las copas. Los tonos dorados. Dos hombres adultos mirándose a los ojos y compartiendo sueños.
Pero para José de Salamanca siempre había resultado relativamente fácil convertir en realidad sus deseos y sueños.
III
A
unque cuando brindó con Dumas eran sólo sueños, quimeras, las palabras que Salamanca dejó brotar de sus labios humillados. Un farol para intentar mantener el interés y el afecto de alguien a quien admiraba mucho más que a sí mismo. ¿Ser el hombre más rico de Europa? Era fácil decirlo. Casi imposible conseguirlo. Porque lo cierto era que José de Salamanca y Mayol estaba arruinado. Sus negocios, o habían quebrado, o estaban a punto de hacerlo.
Le llegó la noticia de la enfermedad de su madre, y días después la de su fallecimiento. No se atrevió a pasar la frontera, bajar hasta Málaga. ¿Para qué? Ni siquiera habría llegado al entierro. Y eso en el supuesto, optimista, de que hubiese podido arribar a Málaga sin que antes lo detuvieran y condujeran ante un pelotón de fusilamiento.
No consideraba la posibilidad de su muerte como algo terrible, casi habría supuesto un alivio. Qué diferente era abandonar el lugar de nacimiento por decisión propia que por imperativo ajeno. No poder regresar a España le hacía ver su país como el paraíso que ni era, ni nunca había sido.
Fue Rothschild, una vez más, quien le empujó hacia el cielo.
Conozco la situación, provisional, de sus negocios en España. No se preocupe. Su crédito sigue intacto en Londres y París. Me permito recomendarle que hable con mi buen amigo Mr. Mirés. Y no permita que su mirada se pierda donde únicamente deben estar los pies. Con mi más alta consideración.
James Rothschild.
Le aconsejaba Rothschild que no mirase al suelo, pero de frente tampoco tenía Salamanca ánimos para mirar, enfrentar una realidad que parecía la escenificación de un derrumbamiento. La única posibilidad que le restaba era echar la cabeza hacia atrás, abrir los ojos y comenzar a pensar cuál era la mejor manera de entretener el tiempo y expatriar los nubarrones de su mente. Nada perdería con pedirle una entrevista a Mr. Mirés.
IV
M
r. Mirés era un judío mal encarado, de carácter antipático y poco dado a las relaciones sociales. Le recibió sin dignarse a ofrecerle ni la más pequeña muestra de hospitalidad o simpatía.
—Viene usted recomendado. Espero que los resultados que consigamos valgan mi tiempo.
—Lo valdrán, por muy caro que sea su tiempo.
—Ya me dijeron que poseía usted una seguridad en sí mismo fuera de lo común.
—Tengo un anillo mágico que me protege.
Salamanca levantó la mano y enseñó el dedo abrazado por el metal dorado. No le gustaba Mirés, pero sabía de su poder en el mundo de la haute finance. Había perdido la fe por completo en su supuesto anillo mágico, si es que la había tenido alguna vez, pero aún podía utilizarlo para jugar de farol cuando lo consideraba necesario. Al fin, desde que lo llevaba le habían sucedido tanto cosas maravillosas como los más terribles desastres.
—Muy bien, señor Salamanca. Opino que el primer paso es lograr que pueda usted moverse libremente por España.
—Me temo que tendrán que pasar muchos años antes de que pueda caminar alegremente por la calle de Alcalá, o por el paseo de la Alameda de mi Málaga natal. A no ser que esté usted sugiriendo que acuñe una nueva identidad y viaje disfrazado.
—En absoluto, señor. Esos no son mis métodos.
V
E
n Madrid cayó Narváez, y su gabinete fue sustituido, durante apenas semanas, por un «ministerio relámpago». El general reaccionó con prontitud y habilidad y volvió a ser el hombre más poderoso de España cuando aún no había necesitado acostumbrarse a no serlo. Para celebrar su regreso al poder tras la brevísima ausencia, Narváez dictó un decreto de amnistía. Amnistía.
José de Salamanca podría regresar a Madrid cuando quisiera. Y la posibilidad hizo que el ansia y el deseo desaparecieran. No habría sido perspicaz volver a la batalla, y menos aún hacerlo insuficientemente pertrechado para encarar los numerosos problemas que le estaban esperando. Pero quizá la frase triunfalista, el farol lanzado ante los generosos oídos de Alejandro Dumas, podría llegar a convertirse en realidad. Su crédito, como le había dicho Rothschild, estaría arruinado en España, pero en Europa seguía siendo excelente. Y sus aliados no le habían olvidado; ni abandonado.
El día anterior a recibir la noticia del decreto de amnistía firmado por el «general de las zetas» le había llegado un telegrama del antipático financiero judío:
EL CAMINO YA HA SIDO ALLANADO. ESPERO APRUEBE USTED MI GESTION, Y LE HAYAN SIDO DE UTILIDAD NUESTROS METODOS. MR. MIRES.
Así que ese era el camino adecuado. El «método» de Mr. Mirés. No formar parte de un gobierno, ni como ministro ni como presidente. Sino crear y hundir gabinetes; y volverlos a crear a voluntad. Comprar y vender. Vender y comprar. El invento más importante de la humanidad no era la rueda, sino el comercio; en especial desde que se inventase el dinero. Pero para que el dinero fuese verdaderamente útil y otorgase un poder incontestable a su tenedor, hacía falta mucho, muchísimo. Poder escribirlo con mayúsculas: El Dinero.