DE ENTRE LOS MUERTOS

I

 

-E

stá muerto.

—No puede ser. Haz algo, debe de haber perdido el sentido. Tienes que conseguir que se despierte. Pínchale. Pínchale a ver si reacciona.

Y el boticario le pincha, pero no se despierta. Ni siquiera sangra. Está muerto. Aunque no pueda ser, aunque parezca increíble que alguien de su fuerza y resistencia pueda ser vencido por la enfermedad, lo cierto es que José de Salamanca está muerto.

«Es mi deber como alcalde mayor de esta villa pagar los sueldos de los funcionarios, pero en modo alguno voy a permitir que esa obligación se cumpla antes que la de atender a los enfermos. El cólera está matando familias enteras, y así como he obligado a las familias más ricas a contribuir con un porcentaje de sus bienes voy a poner hasta el último hálito de mis fuerzas en combatirlo, en impedir que Monóvar desaparezca del mapa a causa de este mal, aunque el esfuerzo me cueste la vida».

La vida. Aunque le costase la vida. Y ese era el precio que había pagado José de Salamanca y Mayol. Su vida. Y lo había pagado en balde. Ya nada podría hacer para evitar que la terrible plaga siguiera avanzando, porque estaba muerto. Nada podría hacer a no ser que los muertos, desde el otro lado, desde la oscuridad o desde la luz eterna, fuesen capaces —verdaderamente capaces— de realizar milagros.

—¿Está seguro de que no tiene pulso, señor boticario?

—Seguro, aunque habrá que esperar a mañana, cuando don Blas, el médico, regrese de Chinorra para certificarlo.

—Nada podrá hacer el doctor Ruiz para devolvernos a nuestro alcalde. La verdad es que lo miro, y aunque veo lo que veo me cuesta creer que le haya derrotado el cólera.

—Lo que costaba creer era que no se contagiase. ¿No recuerdas cómo se puso cuando murió la familia Bleda, como se abrazó a la hija pequeña, y la besó y la llamó Marina o Macarena o algo así, y empezó a gritar que no se podía ir, que ya se había muerto una vez, que nadie debe morir dos veces, que era demasiado dolor para quien los quiere y empezó a pedirle, con el fervor de un niño, que volviese, que volviese por favor? Me vi obligado a mirar hacia otro lado, maldiciendo mi impotencia, cuando rasgó la camisa y la apretó tan fuerte contra sí que hasta crujieron los huesos de la criatura; o los de don José.

—¿Y qué vamos a hacer sin él?

—Seguir luchando, desde luego. Seguir luchando. Ahora será Salvador, como regidor primero, quien tendrá que hacerse cargo del gobierno del pueblo.

—¿Salvador Pérez? ¿Y qué podrá hacer él? Si un gigante no ha podido contra la enfermedad, ¿qué va a lograr un hombre común como Pérez? Estamos perdidos, amigo Poveda, no se salvará ni un alma en Monóvar. Si Salamanca, que parecía un roble al que no podría doblegar ni la más rabiosa de las tormentas, no logró frenar la epidemia, ¿qué va a hacer Pérez contra el cólera morbo? Sólo me lo imagino subiéndose a un caballo y huyendo tan lejos como sea capaz.

—Quizá eso deberíamos hacer todos, huir. Pero hasta para eso me faltan las fuerzas. Y además, ¿huir hacia dónde? España entera está infectada. Sólo queda resignarse, Poveda. Mover las piernas y los brazos hasta que nos devore la indiferencia del mal.

II

 

A

mortajado, con más torpeza que eficacia, yacía José de Salamanca en un alto lecho de roble —precisamente de roble— con los brazos alineados al cuerpo blanquísimo. Tan blanco como su rostro casi lampiño que, iluminado por las llamas de cuatro velas temblorosas situadas en las cuatro esquinas de la cama, parecía el de un fantasma.

A Poveda, que se consideraba su único amigo verdadero en aquella plaza condenada por la risa del diablo y el desprecio de Dios, le costaba encontrar la energía necesaria para escapar del solitario e inútil velatorio y continuar atendiendo otros asuntos que —quizá— fuesen de mayor provecho. Moralmente era consciente de que su deber era mantener la fe, esa fe inquebrantable que había sostenido a su amigo hasta el último hálito, y esforzarse en salvar a cuantos habitantes del pueblo fuera posible. Si es que existía la posibilidad siquiera; pero en ello, en la excepción o la misericordia del Altísimo debía de empecinarse en creer, se dijo con más cansancio que amargura. Él también lucharía, aunque sus ánimos estuviesen ya tan menguados como sus fuerzas.

Buscó con la vista al criado. Ni siquiera recordaba su nombre, como les sucede tantas veces a los poderosos con el servicio: manos invisibles que traen y llevan ropa, alimentos o utensilios de un sitio a otro, que cumplen órdenes sin juzgarlas o cuestionarlas. Hombres o mujeres sin rostro ni personalidad ni nombre. Pero, aparte del criado, no podía contar con nadie más. A no ser que, inesperadamente, resucitase algún difunto...

—Chico, ven aquí. ¿Cómo te llamas?

—Manuel, Manuel Hernández, para servir a Dios y a usted, señor.

—Muy bien, Manuel. Tu señor necesita un último servicio tuyo, que veles su cadáver.

—Pero su merced, yo no sé nada de muertos. Acaba de decirme el carpintero que en un momentico nos traerán su ataúd, y podrá descansar en paz. Él no querría que usted se fuese, que lo dejase abandonado a su suerte con la servidumbre.

Entendió Poveda que el mozo bajase sus ojos de hurón para evitar el enfrentamiento visual con quien pretendía mandarle o dirigirle, que no desease en modo alguno lidiar en soledad con el difícil trance de trasladar el cuerpo más largo que grande de su patrón al cajón de madera que le serviría de féretro. Tendría que encontrar un buen pretexto para fugarse de aquella habitación que antaño había envidiado por sus dimensiones y comodidad, pero —¿estaría él también ya enfermo?— su cabeza se hallaba demasiado embotada, tanto que no se le venía ni una sola idea al magín para cargar al criado con el muerto —nunca mejor dicho— y él poder ocuparse en más urgentes menesteres. Esperar. No le quedaba otra opción que resignarse y esperar. Pero si no podía fugarse físicamente, nada le impedía intentarlo centrando su atención en cualquier otra cosa, y por ello, tras suspirar con largura, hundió sus dedos acá y allá, en los diversos bolsillos ocultos bajo la capa, hasta que las yemas resecas y ásperas encontraron la confortable redondez de un puro, que sacó con sumo cuidado antes de llevárselo a la boca y cortarlo con un cizallazo implacable de sus dientes fuertes y amarillos. ¿Fuego? No necesitaba gastar un fósforo, habiendo llamas bailando tan cerca. Dejó la confortable trampa del sillón de orejas de donde no se había movido durante los últimos cuarenta minutos, y con gesto involuntariamente trémulo acercó la punta del puro a la más cercana de las cuatro velas que el sirviente había colocado en las esquinas de la cama. Aspiró con fuerza para encender el cigarro y el olor de la muerte colonizó sus fosas nasales. La llama tembló y creció, envolviendo la punta del puro hasta hacerla roja y luz, antes de volver a su tamaño humilde, a su baile sosegado y previsible.

A Salamanca le encantaban los cigarros puros.

Eran inútiles ese tipo de reflexiones, de lamentos que de nada le servirían ni a él ni al muerto, quien ya nunca más podría disfrutar ni de un puro, ni de una conversación, ni de la caricia del viento. Poveda retornó a la trampa cómoda y confortable del enorme sillón de orejas, el más cercano a la ventana de la pareja gemela de «asientanalgas», el que normalmente usaba José de Salamanca cuando recibía visitas, cuando le recibía a él al menos, y se dejó caer a peso sobre los cojines forrados de tela damasquinada y rellenos de la mejor lana. El criado estaba junto a la puerta, en cuclillas, con la mirada fija en el adoquinado para evitar cualquier posible encuentro con quien se pensaba podía mandarle y cargarle con responsabilidades que en absoluto le correspondían. Cerró Poveda los ojos y aspiró el humo hasta el límite de la capacidad que le permitían sus pulmones. Tosió. Y otra vez tosió; esta vez con mayor violencia y doblándose sobre sí mismo. El criado se tensó, asustado, ¿y si doblaba también el otro caballero? Peor aún, ¿y si la tos hacía que la enfermedad atravesara el aire y se le colase a él por algún agujero?

—Qué asco de cigarros.

Qué asco de cigarros, sí, pero mejor la tos y el olor y el sabor a tabaco que el olor y el sabor de la muerte. Mal trabajo el de los funerarios y enterradores. Intentó una risa, dirigida al criado y su miedo evidente, pero se le transformó en un nuevo ataque de tos. Cuando por fin pudo controlarlo, volvió a recostarse contra una de las orejas del sillón y cerró los párpados.

No deseaba ver nada, pensar en nada. Una pipa de opio, vicio que practicaba en solitario desde muchos años atrás, habría resultado más lenitiva y apropiada para la ocasión que el clavo de tabaco ardiendo al que se agarraban sus labios.

Habían pasado varias horas, o quizá sólo veinte o treinta minutos, más probable lo segundo si calculaba por la longitud que aún mantenía el cigarro, cuando la voz del lacayo atravesó sus pensamientos y tiró hacia arriba de los párpados.

—Ya están aquí, señor. Ya llegan. Les oigo.

Poveda, por su parte, nada había oído, perdido como estaba en sus propias cavilaciones, recordando —o quizá ensoñando en una frágil duermevela— como juntos y unos meses antes, Salamanca y él habían formado el cuerpo de las Milicias Urbanas. Salamanca, nacido para mandar, había sido elegido por unanimidad como comandante en jefe de las milicias. Y al frente de las mismas había hecho retroceder a los rebeldes carlistas, a quienes conducía un astuto individuo más conocido por su apodo, el Abogado, que por su verdadero nombre; aunque no se lo imaginaba Poveda estudiando leyes ni defendiendo casos ante ninguna corte de justicia. Pero con estudios o sin ellos el Abogado era hombre de arrestos, como había demostrado; con el apoyo de una partida de apenas cien fieles había logrado izar la bandera carlista en la localidad de Chinorlet. Las vueltas que da la baraja de la vida: Carlos María Isidro, hijo de quien había sido el mismísimo rey de España bajo el nombre de Carlos IV, ahora se veía convertido en un rebelde, un proscrito, debido en primer lugar a las relaciones demasiado complacientes de su padre con Napoleón, y posteriormente a su pertinaz incapacidad para controlar a sus súbditos. El motín de Aranjuez había sido el punto de inflexión que determinase su caída definitiva, el fin de Carlos IV, que a partir de aquel momento sólo sería don Carlos, para los respetuosos, y el débil Carlitos para los insolentes y enemigos. Pero siempre que alguien odia a un rey o a un líder o a cualquier otro hombre, aparece la contrafigura del odio, el partidario incondicional dispuesto a dejarse la piel por ideas desdibujadas que sólo aportan beneficio real y auténtico a otro. Así había sido siempre en Europa, y especialmente en España. Y así surgieron los carlistas. Y así un hombre de valor e iniciativa y coraje en medida difícil de encontrar, como era el Abogado, se había puesto a luchar a favor de quien aspiraba a arrebatarle la Corona a Fernando VII, su propio hermano. Cierto que la batalla en sí misma, la lucha, encierra su propio atractivo y placer. Que buscar la gloria, sea al mando de un grupo de carlistas o de lo que fuese, poseía y posee un encanto irresistible para cierto tipo de hombres.

Y el Abogado pertenecía por inclinación y naturaleza a esa especial estirpe. Su fama comenzó a extenderse y crecer —de la realidad a la leyenda si sopla el viento a favor a veces sólo hay un paso— desde el episodio de Chinorlet.

Y habían sido las Milicias Urbanas de Monóvar las designadas por el destino para pararle las bravatas y los pies. Durante más de un mes estuvieron Salamanca y el Abogado practicando el juego mortal de la guerrilla, hasta que la estrategia, pero también un caprichoso golpe de suerte, permitió al primero y sus Milicias Urbanas acorralar al enemigo.

A Poveda no le hizo demasiada gracia que su superior, y en teoría muy cercano amigo, se deshiciese en loas y alabanzas hacia su rival. «¡Qué digno y admirable enemigo!», le repetía hasta el aburrimiento. ¿Y él? ¿Y los otros miembros de las Milicias Urbanas? ¿No eran dignos también de piropos y halagos? ¿Acaso no habían vencido? Pero Salamanca, como cualquier piernas que se deja deslumbrar por la lámpara de aceite más cercana, sólo parecía tener ojos para su supuesto igual, para su enemigo, para el Abogado. Quizá de eso se trataba, de igualdad. Si el enemigo es grande y le he ganado está claro que dos y una suman tres, y que yo soy más grande que él.

—Señor, el ataúd ya está aquí.

—¿Qué hacemos con él, don síndico? ¿Metemos el cuerpo dentro? Lo hemos hecho muy largo, como se nos indicó, pero como no teníamos las medidas exactas tuvimos que ceñirnos al buen ojo del jefe carpintero, y ahora que estoy viendo al difunto, ¿qué quiere que le diga? Yo lo veo muy grande para esta caja. Muy grande y muy largo. Sobre todo las piernas. No sé yo, la verdad es que no sé yo si va a entrar. Esperemos que nos quepa sin tener que quebrarle los huesos.

—Si no cabe le doblan las piernas y en paz.

—Ya, claro, es fácil decirlo. ¡Doblar! ¡Ja! Cómo se nota que usted no ha pasado por el trance de vérselas en semejante clase de momio, pero yo sí. Y no es fácil, le digo yo que no es fácil y que a veces no hay quien las doble, que se ponen más tiesas que el hierro. Rigor mortis, se llama eso. ¿Lo conoce usted? ¿Sabe de lo que le hablo y lo que le digo? Rigor mortis.

—Está bien. Como al parecer aquí la máxima autoridad soy yo, se hará como a mí me parezca. Y de momento ni siquiera vamos a intentar meter el cuerpo del alcalde en ese cajón a todas luces demasiado pequeño. Y mucho menos voy a permitir que nadie intente doblarle o quebrarle las piernas. Hasta que no llegue don Blas Ruiz y extienda el certificado de defunción, aquí no se entierra a nadie. Lo bien hecho, bien hecho está. Ustedes ya han cumplido, dejen el féretro ahí, junto a la cama, y cuando llegue don Blas, ya nos ocuparemos él y yo. ¿Queda claro? ¿Me han entendido? Y las lecciones de anatomía y rigor mortis se las da usted a quien se las solicite. Está usted aquí por un trabajo, no para aburrirnos con sus discursos.

—No se me ponga así, que carezco de mala intención. Soy de natural hablador, pero le aseguro que no pretendía dar lecciones a nadie. Faltaría. De verdad que faltaría; un ignorante como yo. Lo que usted mande, señor Andrés, y ya me callo. Bueno, me callo cuando se me conteste a la última pregunta que es la importante: ¿Y esto quién lo va a pagar?

—No se preocupe. Y le advierto que no me parece que el asunto del cobro deba formar parte de su negociado. Pero en cualquier caso puede decirle a su patrón, el que les paga a ustedes y administra los reales, para que me entienda usted sin posibles confusiones, que don Andrés Poveda, el procurador síndico general, responde personalmente de la deuda si el ayuntamiento tuviese algún problema para hacer frente a la misma.

—¿Y una ayudita para estos dos y un servidor? Que necesitamos de todas las fuerzas que pueda respetarnos Dios para seguir llevando cajones de un lado a otro. Que el jefe nos dice que no tiene dinero, y sin dinero a ver cómo estos y yo...

—Está bien, ya basta.

Los garbanzos, cuando faltan, no temen ni respetan ni a la mismísima parca, y mucho menos la palabrería de los vivos.

Comprendía Poveda que el carpintero, a quien se le iban los clientes al otro mundo sin que nadie quedase para responsabilizarse de la satisfacción de la deuda, aprovechase la circunstancia para demorar en lo posible el pago a sus ayudantes y empleados. Con un poco de suerte alguno se le moría entre viaje y viaje y se ahorraba un tanto.

Entregó Poveda a los hombres unas monedas, sin molestarse en contarlas siquiera.

—Y ahora terminen de una vez, que no tengo hoy la cabeza para filosofías baratas ni chácharas. Déjenlo donde les he indicado. El cajón. Y al muerto ni lo toquen. Ni rozarlo. Vamos, andando y con la lengua quieta.

Los cargadores cumplieron, sin chistar más, la orden del síndico. El cajón, tallado deprisa y toscamente, cubierto con pintura negra aplicada en capas desiguales y nerviosas, pasó con dificultad por la puerta que comunicaba con la escalera y tras apenas un par de maniobras quedó varado al pie del lecho.

El cargador se tocó la gorra e inclinó el cuerpo, en demostración de agradecimiento. Poveda movió la mano, espantando la imagen como si fuera una molesta mosca.

¿Dónde se había metido el criado de Salamanca? Estaría bueno que se hubiese largado con los tres ganapanes que trabajaban para el sepulturero. Ah no, allí estaba.

Cabizbajo y las manos entrelazadas; la posición perfecta para quien se ve obligado a asistir a un velatorio o a un entierro.

—Chico, acércate, anda. No tengas reparos. Estoy de malhumor y me he desahogado con esos arrieros, me había quedado medio dormido... Bueno, a ti eso no te importa. De lo que se trata ahora es de que logremos entendernos. Que yo logre que tú me entiendas. Así que vamos a hablar, de hombre a hombre y ahora mismo, tú y yo, un momento. Pero primero dime cómo te llamas. No sé si te lo he preguntado antes, y si lo he hecho no me acuerdo. Vamos, dime, ¿cómo te llamas?

—Manuel, Manuel Hernández, señor, para...

—Está bien, Manuel. Ya me he enterado. Escúchame bien, te vas a quedar aquí, quieto en este cuarto y sin perder de vista al alcalde, tu señor. Quieto y sin moverte hasta que yo regrese con don Blas Ruiz, el médico. Y mientras yo no vuelva no quiero que nadie se acerque al cadáver. Ni que se acerquen a Pepe ni que pongan ni la yema de un dedo sobre sus posesiones. ¿Entendido? Como desaparezca un simple alfiler respondes con tu cabeza, ¿me oyes? ¿Me has comprendido?

—Sí, señor, que no estoy sordo. Le oigo, le entiendo y le comprendo. Y no necesita amenazarme. Para mí el señor era más que un amo. Aprendí mucho de él, y no me movería de aquí ni aunque usted no me lo hubiese pedido. Y antes me dejo desmembrar que permitir la entrada a un bandido desvalijador de casas y cadáveres.

—Muy bien. Pues si me has entendido no tenemos nada más que hablar. Yo ya me voy. Y ni sé para qué me he quedado tanto tiempo. Salamanca a lo mejor era como un padre para ti, porque al cabo era joven y se lo comía la generosidad y el idealismo, pero yo no estoy cortado de la misma tela, mozalbete. Si aquí pasa algo raro, lo que sea, ¡te fusilo!

III

 

L

a habitación, que en vida había servido a José de Salamanca como dormitorio y cenáculo y en la muerte le servía de velatorio, era de techos altos y proporciones más que generosas. Sus ventanales y el pequeño balcón, orientados hacia mediodía, permitían que el sol iluminase y calentara hasta el último rincón en los días de invierno, y que apenas lamiese la fachada cuando se acercaban los rigores del largo e implacable verano. Aun en época de estío el cuarto podía calificarse, y de hecho así lo habían manifestado más de una vez los invitados, de muy agradable; incluso fresco, en particular si se comparaba la temperatura media reinante en su interior con los casi cuarenta grados que se enseñoreaban al mediar la tarde sobre las calles malolientes y ominosas, teñidas de muerte, del pueblo de Monóvar, donde hasta la siempre bella torre del Reloj parecía desdibujada, cubierta por un manto casi transparente de humedad o sudor que parecía quisiera contagiar también la integridad de la soberbia construcción y derrumbarla, hacer que sus piedras volvieran al lugar adonde verdaderamente pertenecían: la oscura humildad del suelo.

Pero por muy agradables que fuesen los aposentos del alcalde, y por mucho que el joven Manuel Hernández afirmarse que había sido para él más un padre que un simple patrón, lo cierto era que estaba alterado. Desasosegado. Fuera de su tranquilo quicio. Tener tan cerca la prueba de los poderes de «la negra» ponía a prueba sus nervios, y si no se había ido corriendo tras salir Andrés Poveda del edificio no era por la promesa que le había hecho, ni tampoco por miedo a las posibles represalias. A Manuel le dejaban frío las bravatas y amenazas, había escuchado muchas en su vida. No hacían mella en él las muestras de mal carácter; la mayoría de las personas con las que se había visto obligado a tratar a lo largo de sus dieciséis años de existencia tenían el gesto y el verbo mucho más endemoniado que el síndico Poveda. Manuel permanecía en el cuarto de amplias proporciones y temperatura más o menos soportable por otro motivo. Porque desconfiaba. No se lo creía. No se creía que José de Salamanca estuviese muerto.

El criado había llegado a conocer bastante bien a su señor. Y además de conocerlo le había visto reírse de Dios y del Diablo, jugársela a tontos y a listos. Para al final acabar por salirse siempre con la suya, ya fuese actuando de cara y por sus medios, o a escondidas y haciendo que otras manos se obligasen a actuar en su favor; la mayoría de las veces sin tan siquiera sospecharlo. ¿Y si fuese otra de sus tretas? ¿Y si estuviese vivo?

Estaban solos. Solos los dos. Solos el alcalde y Manuel. Se alegraba de que se hubiese ido de una vez el viejo gritón, que tan importante se sentía por ser síndico general, como si eso se debiera a algún mérito y no a un privilegio por haber nacido en el lado afortunado del río. ¿Qué le había dicho? Y más que dicho, repetido hasta que a Manuel le dieron ganas de mandarle a tomar viento, que no tocase nada. Nada. Ni las cosas, ni al difunto. Pero don Gruñón el Fusilón ya no estaba allí para ver lo que tocaba o dejaba de tocar. Para vigilarle y mandar que lo colgasen de una viga si desobedecía. ¿Quién se había creído que era para tratarle de ese modo, para darle órdenes y amenazarle si no las cumplía? Nadie, no era nadie. No pagaba su manutención. No sería quien le diese un cacho de pan y le ofreciese un jergón donde dormir cuando su señor ya estuviese enterrado con un hilo atado alrededor del dedo gordo del pie derecho. Desde luego que no era quién para mandarle, por muy síndico que le llamasen y por muchos puros que se fumase.

Estaban solos. Manuel Hernández y José de Salamanca. Nadie podría impedir que se acercase al cuerpo yacente, que pegase la oreja a la camisa blanca como había visto hacer a los médicos en busca de la música del corazón. No sabía Manuel, muy a ciencia cierta, el sitio exacto donde se ocultaba el corazón, ni siquiera si todas las personas lo tenían en el mismo lugar o variaba según su condición social y rango, así que fue moviendo la cabeza a lo largo y ancho de la tela blanca, arriba y abajo, abajo y arriba, la respiración contenida y el oído a la caza de la menor señal o ruido. Nada. Ni siquiera el eco de un latido, lo que él imaginaba sería un latido, pues nunca hasta entonces había intentado escuchar uno. Repitió el proceso y el resultado volvió a ser nada. Nada.

Más confiado, seguro de sí mismo, hizo presa sobre la mano izquierda de su patrón y la levantó tan alto como pudo. Luego deshizo la pinza abriendo los dedos, para que la mano cayese, y según cayese él sabría. Manuel sabría si se trataba de la mano de un ser vivo, o la de alguien que ya no lo estaba y a quien se podía manejar como se manipula a un muñeco. La mano de José de Salamanca cayó desmadejada, sin voluntad ni dirección, el dorso tropezando contra la mesilla y rebotando indiferente hasta quedar inane a pocos centímetros del enlosado tras un bailoteo breve y mecánico, como lo habría hecho el brazo o la mano de un juguete para niños: un trozo de madera al que igual le da aterrizar en el suelo o la hoguera. Pero no era suficiente. Para Manuel todavía no era suficiente. Seguía desconfiando, presintiendo que en algún lugar se escondía el engaño, que de algún modo su señor le continuaba observando —¿ven los muertos a los vivos?— y hasta se estaría riendo de su ingenuidad y las pruebas por las que obligaba a pasar a su amo indefenso. Pero era evidente que su suspicacia era injustificada, que su patrón y protector estaba real y verdaderamente muerto.

Porque hay cosas que no se pueden fingir, ni siquiera alguien tan poderoso, en apariencia tan dueño y señor de sí mismo, como José de Salamanca. Le abofeteó, le clavó un alfiler y no salió ni una gota de sangre. Le insultó y se rio a voces de su linaje de médicos y puñetas. A un muerto se le puede hacer cualquier cosa, infligir cualquier afrenta que a los vivos se les pase por la sesera; y dará igual. No reaccionarán. Los muertos no reaccionan.

Así que Manuel, ya crecido —pero aún necesitaba hacer acopio de un poco más de valor— con la punta de sus dedos callosos izó los párpados fríos y hasta tocó, y el miedo volvió castigándolo con un largo escalofrío, el globo blando y repugnante del ojo. Ninguna reacción.

Nadie puede aguantar que le toquen los ojos, es lo peor, razonó Manuel. Ya no necesitaba de más pruebas, lo evidente era cierto. Cierto que la historia de su señor, don José de Salamanca, alcalde de Monóvar, había llegado a su punto final, terminado por completo de escribirse.

Y entonces el desconcierto le debilitó las piernas y tuvo que buscar el auxilio de un sillón para no derrumbarse. El mismo sillón de orejas que usaba su señor en vida, el mismo en el que había estado sentado durante varias horas el síndico Poveda. ¿Y ahora qué? Una extraña desazón se apoderó de él, robándole el entendimiento y las ganas de vivir. Cuando las piernas se lo permitieron volvió a ponerse en pie y regresó junto al cadáver. Le habría gustado salvarlo, resucitarlo. ¿Cómo se puede hacer algo así? Él no lo sabía, Manuel Hernández no lo sabía. Se dejó vencer otra vez por la debilidad, una flojera del alma más que del cuerpo, que le hizo ir resbalando lentamente hasta quedar tendido en el suelo. Su señor ya no estaba para protegerle y enseñarle. ¿Y qué iba a ser de él ahora? ¿Qué iba a ser de Manuel Hernández? Tendría que volver a su aldea miserable, a labrar campos y ayudar a su familia con los naranjos y los almendros y los limoneros. Una vida vulgar y pequeña, como la de cualquiera de sus paisanos y amigos de infancia, no la fastuosa y mundana que le había dibujado don José.

—Manuel, yo antes o después iré a la corte, me mudaré a Madrid y te llevaré conmigo. Conocerás y verás cosas que ninguno de tus paisanos ha visto, ni soñado con ver siquiera.

Pero ese futuro brillante acababa de borrarse, eclipsarse sin posibilidad de solución. A no ser que...

A no ser que él hiciese algo para impedirlo. Al cabo estaba en su derecho. Ya de nada iban a servirle sus posesiones al muerto. El criado estaba al tanto, como es natural, de donde guardaba sus dineros y alhajas. En la cómoda alta y repujada situada frente a la cama. Con el ánimo restablecido se levantó y con paso firme se acercó al tocador y contempló el movimiento de su propia mano, como si perteneciese a otro, como si fuese una mano ajena cerniéndose sobre el frío y silencioso asidero de bronce.

Tiró Manuel hacia sí del cajón. Suave y cuidadosamente. El compartimiento no se abrió. Era raro que don José cerrase nada con llave, y menos dadas las circunstancias; a no ser que hubiese presentido algo. O tal vez el maldito síndico general había echado la llave para impedir tentaciones al criado.

Tiró del bronce con más energía, con todas sus fuerzas, irritado, deseando terminar lo antes posible. Deseando incluso haber terminado ya y estar lejos, muy lejos, a muchos kilómetros, con el oro en el bolsillo y el futuro brillando en el horizonte. El mueble protestó, los candelabros temblaron y Manuel se restregó la mano contra la pernera del pantalón para librarla de la gruesa película de sudor que le había cubierto las palmas y los dedos, sobre todo los dedos, hasta convertirlos en instrumentos torpes e inutilizables. Sintió un pinchazo de pavor. Y gritó. Gritó. Gritó Manuel Hernández como si hubiera aparecido el demonio para llevárselo consigo al infierno tras clavarle en la tripa el tridente.

—¡No por favor, no me lleves Satanás!

Pero no era el demonio, era don José, que se había despertado, ¡había regresado de entre los muertos y estaba mirándolo! Ya iba a comenzar a disculparse Manuel Hernández, mientras se giraba, la mano humedecida todavía engarfiada sobre el tirador de bronce, cuando sus ojos volvieron a encontrarse con la estatua de carne, el cadáver de quien había sido su patrón y mentor. Respiró hondo. Los nervios le habían jugado una mala pasada. La maldita imaginación. No se habría sentido José de Salamanca orgulloso de su pupilo si realmente hubiese podido verlo en tal estado. Descompuesto. Inestable como un azogado. Asustado por fantasmas y fantasías que únicamente estaban en su cabeza. Pero a Manuel se le fue el valor acumulado y aunque había considerado la posibilidad de registrar a su señor en busca de las llaves que abrirían todos los cajones y armarios, prefirió pensar que se las habría llevado Poveda y que el registro no merecía la pena. Pero había otros medios; al cabo la cómoda sólo era un entramado de hierros y maderas, nada que pudiera resistirse a la presión y el ataque de otros hierros y maderas más fuertes y poderosos. La mano abandonó el tirador y se hundió en el fajín de donde salió con la navaja cabritera que tantos y tan buenos servicios le había prestado desde que su padre se la regalara al cumplir los trece años. Desenvainó la hoja y la enfrentó al ojo negro de la cerradura. Cinco minutos después la navaja había vencido al cerrojo, y el cajón, tras emitir un crujido seco, obedeció mansamente la orden del tirador de bronce y dejó al descubierto su contenido.

Había dos bolsas de cuero repletas de monedas de cobre, y apenas dos onzas de oro, amén de algunas alhajas y dijes varios —cuyo valor el joven Hernández no sabía calcular, aunque los tomó igual— esparcidos sobre el fondo. Manuel se sintió frustrado. Desilusionado. Se había corrompido, convertido en un ladrón —así le recordaría la historia, así se juzgaría él a sí mismo— por una menudencia. Pero ya estaba hecho. La cerradura del mueble violentada y su culpa al descubierto. Miró en los demás compartimientos, y también en las baldas y recovecos del armario. Hasta en el interior de los zapatos. Iba guardando en su cuerpo cualquier cosa que le parecía de precio, bajo la camisa y sobre el cordón que le sujetaba el pantalón. Le faltaba el aire, y la habitación agradable se le antojaba una jaula, o peor aún: la celda de una prisión. Intentó serenarse, ver el lado positivo. No era lo que él esperaba, pero le bastaría para llegar hasta Madrid, y allí encontraría algún modesto acomodo. Si se administraba bien quizá hasta podría, durante unos cuantos días o semanas, hacerse pasar por un caballero; fingirse poderoso protector en lugar de humilde protegido. Luego ya dependería de su ingenio.

No sereno, pero sí menos temeroso, se acercó una última vez a su señor, con intención de explicarle, pedirle perdón, despedirse de él y desearle suerte y paz en el más allá, donde sin duda ocuparía también algún cargo importante, pero su mirada quedó atrapada en el círculo del anillo de oro que el alcalde de Monóvar llevaba siempre abrazando el dedo anular de su mano izquierda. Valdría un pico ese anillo, compensaría en parte lo escaso del resto del botín. Y además don José siempre lo tocaba, volteaba y acariciaba cuando tenía que tomar una decisión o se enfrentaba a cualquier dilema. Y Manuel quiso que el anillo fuese para él; valiese lo que una casa o apenas alcanzase para costearle una noche de fonda con la correspondiente comida. Lo deseó de un modo irracional, como se desea un objeto encantado, y podría haber gritado que se encontraba seguro de que la posesión del anillo le traería poder o suerte o fortuna. O las tres cosas a un tiempo. Cogió la mano yerta y separó sin miramientos los dedos tiesos. Atrapó el aro con el índice y pulgar derechos y lo jaló sin violencia; con amor y mimo. El anillo no opuso ninguna resistencia, se deslizó con naturalidad hacia la primera falange, pero cuando estaba a punto de salir, de dejar de abrazar a su legítimo dueño, el dedo se torció. Voluntariamente se torció; y el anillo dejó de deslizarse hacia la mano de Manuel Hernández quien, incrédulo, miró primero el aro de oro y luego los ojos de José de Salamanca que, para su espanto, se habían abierto. Esta vez no era su imaginación. Los ojos estaban abiertos de verdad. Y en ellos se miró, como en un espejo, Manuel Hernández. Eran los ojos de la muerte. Eran los ojos de la tristeza. Eran los ojos de un hombre que, aunque no fuera posible, había recobrado la vida y el pensamiento. Los ojos del muerto se movían, registraban e inventariaban cuanto había a su alrededor: el féretro negro, las cuatro velas que enmarcaban el lecho, la certeza de que le habían dado por fallecido..., y el gesto de su criado. Le estaba robando. El bueno de Manuel, el miserable de Manuel, le estaba robando. Pobre Manuel —lo tenía bien merecido— estaba tan asustado que el terror le había deformado el rostro hasta convertirlo en una suerte de máscara tragicómica. Parecía un personaje de broma, un cómico de la legua interpretando una obra bufa y de mal gusto. Aun así la máscara resultaba en verdad divertida, jocosa, para alguien que regresaba del otro lado y volvía a sentarse entre actores y espectadores del gran teatro del mundo. Quiso José de Salamanca pronunciar el nombre de Manuel, el nombre del criado, pero no le salió. Y eso también, quizá había perdido la cordura, le resultó cómico y patético a un tiempo. Tenía gracia la situación. Muchísima gracia. E inesperadamente una ola de risa le brotó de las entrañas, una risa dolorosa y liberadora. ¿La risa de un loco? A la primera ola siguió otra y otra. Una ristra interminable de carcajadas perturbadas, de ultratumba. Secas. Rotas. Terroríficas.

El criado tiró del cordón que le sujetaba camisa y calzón para que las alhajas y los ochavos dejaran de tocarle el cuerpo y cayeran al suelo. Alcanzó a anudarlo de nuevo mientras buscaba en su magín las palabras salvadoras que explicasen y justificasen su acción. No fue capaz de encontrar siquiera el sonido de su propia voz. Movió la cabeza. Una y otra vez. En signo de negación y cada vez más rápido.

No, no, no.

José de Salamanca volvió a reír, pero esta vez la carcajada se transmutó en espasmo y sintió que se ahogaba. Agarró a Manuel por el jubón, señalando hacia ningún sitio, pidiéndole gestualmente un poco de agua, algo de beber:

«¡Por Dios, Manuel, dame agua o me ahogaré!»

Pero Manuel Hernández no era capaz de descifrar el mensaje de tirones y movimientos desordenados de los músculos del rostro revivido. Sólo logró interpretar que el íncubo venido del más allá pretendía llevárselo consigo, castigarlo por su traición y desfachatez, y de un empellón se libró de la cercanía del diabólico resucitado y rompió a correr, tan rápido como no tenía idea pudiera hacerlo, sin importarle la posibilidad de romperse la crisma al perder el equilibrio mientras bajaba a saltos las escaleras de la casa. Y todavía alternaba saltos con grandes zancadas cuando alcanzó la superficie infernal de las calles calcinadas por el sol y el aliento de la parca. No paró de correr y saltar hasta que le faltó la respiración. Entonces se dobló en dos y comenzó a llorar. A llorar y gritar. A explicar a voces para que lo escuchase cualquiera que quisiera hacerlo, pero también como una confesión ante la divinidad y ante sí mismo, porque él también necesitaba comprender. Gritaba que él, Manuel Hernández era un miserable, un hombre indigno, pero que Dios se había apiadado de él. De él y de su señor, don José de Salamanca, el alcalde de la plaza a quien se había dado erróneamente por muerto, pero que —se lo juraba a quien le estuviera escuchando y a Dios y a los muertos— había regresado y de nuevo estaba vivo. Vivo. Vivo.

Repitió la palabra hasta que perdió su significado, hasta que se le rompió la garganta y las sílabas se convirtieron en murmullo aterrorizado y siniestro: «Viiiivvvvvoo».