EL ARTE DE LA FUGA
I
L
a noticia del embarazo de Petronila, su mujer, no tomó por sorpresa al ambicioso empresario. De hecho entraba en el gran mapa interno en el que iba dibujando sus planes.
Desde que regresaron de Málaga comenzó a dedicar lo mejor de su energía a estructurar los cimientos necesarios para que, cuando se hiciese con el monopolio de los estancos de la sal, el resultado fuese el esperado por sus socios. Por sus socios, y por él mismo. Seguía jugando con más éxitos que fracasos a la bolsa, pero ni arriesgaba grandes cantidades ni esperaba importantes beneficios. Mantuvo, eso sí, sus relaciones sociales, y rara era la noche que no pasaba por los cafés o los salones de los poderosos. Pero cuando se retiraba lo hacía más temprano que en meses anteriores y ya no buscaba, excepto en raras y contadas ocasiones, a otras mujeres sino que prefería la cómoda rutina de su propia casa y su propia esposa.
No era extraño, por lo tanto, que Tolita —cuya compañía íntima había buscado noche tras noche durante más de sesenta días— se hubiese quedado embarazada.
Como es natural José de Salamanca sintió alegría al conocer la noticia. Como es natural José de Salamanca, al enterarse de que iba a ser padre, sintió como le embargaba el desconcierto. Y, también como es natural, José de Salamanca sintió miedo.
Miedo.
Había visto a muchos hombres enriquecerse o arruinarse o convertirse en héroes, vivos o muertos, al saber que una mujer llevaba en sus entrañas el boceto indefinido de lo que sería su primer hijo.
Un primer hijo para un hombre es, en primer lugar, perder para sí la condición de hijo ficticio de su mujer, de rey de la casa y merecedor de la mirada permanente de su esposa. Un hijo es una muesca en la línea del tiempo. Y una responsabilidad que hace sentirse fuertes como gigantes hasta a los más frágiles enanos, pues si no serían incapaces de afrontarla.
Salamanca no estaba dispuesto para curar o mitigar su ansiedad a apuntarse a una nueva guerra, pues aunque siempre existía alguna batalla sangrienta disponible en el país donde le había tocado nacer, él ya había conocido la dureza del frente y la lucha cuerpo a cuerpo en muchas, demasiadas, ocasiones.
Pero, y ya descartada la idea de pedir el mando de cualquier batallón de los cristinos, donde le habrían aceptado con los brazos abiertos, se le planteaba la necesidad de encontrar alguna actividad extraordinaria en la que drenar el exceso de energía que le desbordaba. Los negocios seguían su ritmo, y ni podía ni habría sido conveniente intentar forzarlo. El monopolio de la sal no se le iba a escapar, pero era necesario esperar, tener paciencia. ¡Paciencia! Un hombre como él, nacido para estar en perenne movimiento. Nada le resultaba tan difícil como la paciencia. ¡La maldita paciencia!
Además, y desde que Tolita había entrado en estado grávido, ya no le atraía —aunque la encontraba más bella que nunca— buscar su cuerpo por las noches. Había leído que sucede con frecuencia: cuando está preñada el cuerpo de una mujer deja de ser objeto de deseo para un hombre, y se convierte en un templo al que sólo se atreve a acercarse de rodillas.
Por ello comenzó a alargar las veladas en el café del Príncipe, en el Parnasillo o en los salones del marqués de Remisa o de su amigo Buschenthal. Pero también comenzó a frecuentar nuevos lugares, y en particular el popular café Sólito; tenía sus motivos.
II
E
n Madrid las noticias corrían deprisa, y aunque el banquero James Rothschild había viajado a la capital española de incógnito y bajo nombre supuesto, no tardó en ser identificado, y Salamanca fue uno de los primeros en ser advertido de su presencia; y también de que Rothschild había hecho del pequeño y agradable café Sólito su lugar favorito. La idea era hacerse el encontradizo, jugar a que reconocía en aquel hombre al niño que, eso era una verdad en el tiempo, había pasado algunos veranos en Málaga, cuando Salamanca también era niño.
No le fue difícil llevar a Jaime, así se hacía llamar James Rothschild en Madrid, a su terreno de juego, porque en realidad él también buscaba al banquero, a quien tenía algo que ofrecer, y algo que pedir. Ya en su primer encuentro aceptaron ambos, sin buscar pruebas ni recuerdos concretos, el hecho cierto o fabulado de que se habían conocido cuando eran niños; y a partir de ahí todo fue sencillo. Cuando se encontraban en el café, y para que quienes los rodeaban no pudiesen comprender con claridad sus palabras, hablaban casi siempre en inglés, idioma que muy pocos entendían suficientemente en la Villa y Corte, mil veces más provinciana, le pesase a quien le pesase, que Barcelona, Sevilla o Málaga. Pero mientras escuchaba a James vio el cielo, y le hizo repetir una frase porque quería seguir viéndolo. Quería seguir viendo el cielo.
El cielo, que era una puerta abierta. El cielo, que era una línea de fuga para que un hombre a punto de convertirse en padre pudiese ocupar su cabeza en cosas aún más importantes. El cielo.
—¿Puedes repetirme eso en español?
Y con su acento marcadamente extranjero, balanceando la cabeza y tras un largo trago a la copa de coñac que tenía enfrente, Rothschild repitió:
—Sí, España lleva sin pagar desde 1836 a los tenedores extranjeros, a muchos de los cuales yo represento y es una de las razones por las que estoy aquí sentado, los cupones de la deuda del tres por ciento. Pero con tanto cambio político, su reina exiliada en París, el regente Espartero con la continuidad pendiente de hilos frágiles, no es fácil encontrar solución.
—Puede que Dios o el Diablo hiciesen que nos conociésemos de niños...
—Yo no era tan niño.
—Quizá yo tampoco, pero eso da igual, lo que quería decirte, amigo Jaime, es que yo podría ser tu hombre. Sé con quién hay que hablar, aquí en Madrid, y donde encontrarlo.
—¿Te acompaño?
—No. No es necesario. Es preferible que me mueva como por casualidad y en solitario.
III
S
urrá, Pedro Surrá y Rull, era a la sazón el ministro de Hacienda del regente Espartero, y también un habitual del salón de Buschenthal y admirador de la belleza de su esposa, María Pereira. Aunque la relación de esta última con José de Salamanca se había estancado tras el incidente de la sortija con cuerpo de serpiente de dos cabezas, seguía existiendo suficiente confianza entre ambos como para que, mientras besaba sus mejillas y la saludaba, Salamanca se atreviese a pedirle que realizara una pequeña maniobra en su favor.
—Tu amigo Salamanca, y digo Salamanca y no José, necesita un aparte de unos minutos con el ministro de Hacienda.
—Espero que no vayan a embargarle, señor Salamanca. Y no es que me preocupe por usted, pero siendo socio de mi marido...
—Nada de embargos pendientes, al menos que yo sepa. Es a España a quien van a embargar si no echa al país una manita ese rendido admirador suyo, al que usted parece haber condenado a escuchar cómo le llama ahora siempre por el apellido y ya nunca por su nombre de pila.
A María Pereira le gustaban aún más las grandes intrigas que los largos collares de perlas. Había sido ella quien alentase a su marido para que licitase junto a Salamanca en el negocio de los estancos de la sal.
Y no dio ninguna muestra de sentirse molesta, sino más bien lo contrario, al escuchar como su admirador le pedía ayuda a ella directamente, sin pasar por el filtro, habitual desde el desencuentro entre ambos, de su marido. Se mostró radiante y halagada, y dispuesta a hacer cuanto estuviera en su mano para complacer a Salamanca.
—Dame diez minutos, José. Quiero decir: deme diez minutos, Salamanca. En el saloncito chino. Allí no les molestará nadie. Diez minutos. Quince a lo sumo.
Qué imprevisibles eran las mujeres. Aún no acababa de comprender Salamanca por qué se había molestado tanto María Pereira con él. Le parecía demasiado increíble que se hubiera puesto celosa por el asunto del collar para Tolita. Más probable le parecía que Buschenthal hubiese recelado y ordenado a su esposa que frenase la familiaridad con la que trataba a su socio. O quizá —José de Salamanca había llevado sus especulaciones hasta ese punto— María se había dado cuenta de que avanzaban más rápido de lo que a ella le convenía, y se había permitido el desplante para desacelerar una relación que se precipitaba en exceso. Pero el cazador no había desistido.
Llegaría el momento. El momento en el que fuese más rico que María. Que María y que su marido. Entonces apuntaría con la máxima precisión. Y no dejaría que se desperdiciase el cartucho.
IV
N
o sabía Salamanca, experto en hacerse compañía a sí mismo, si habían pasado los quince minutos prometidos por María Pereira Buschenthal, o habían transcurrido más de cuarenta. Ni lo sabía ni le importaba. Era de noche. En la noche se mide de otro modo el tiempo. Pero fuesen diez o cuarenta minutos, ya habían pasado, y tenía ante sí al ministro de Hacienda de Espartero.
—Usted dirá en qué puedo servirle, señor Salamanca.
Los ojos pardos y escrutadores de Pedro Surrá y Rull brillaban intrigados bajo sus espesas cejas, mientras esperaba conocer el motivo por el que deseaba verlo el conocido diputado a Cortes por Málaga. Había oído de sus negocios y malabares en bolsa, pero era la primera vez que ambos se hallaban frente a frente.
—Quería hacerle una pregunta.
—Hágala.
—¿Es cierto que la deuda pública española tiene problemas de cotización en la Bolsa de Londres?
A Surrá le gustaba hablar despacio. Dejar que se advirtiese la música del idioma catalán materno en su pronunciación lenta y pausada. Se tomó unos segundos antes de permitir que de su boca saliese una respuesta. Pensó, sopesó a quien tenía enfrente, y concluyó que nada tenía que ganar mintiéndole, ni perdería nada diciéndole la verdad.
—Sería una necedad por mi parte intentar negarlo. Andamos fotuts. Pero ya veo que comienza a ser de dominio público. No me extraña que alguien con fama de tener los oídos siempre abiertos como usted se haya enterado. Nuestro papel garantizado, nuestra deuda pública, no vale ni para limpiarse el culo en las principales plazas de Europa.
—Pero eso es un descrédito que la regencia no debería consentir. ¿Y por qué no se hace algo? Si es que no le molesta que se lo pregunte.
—Se intenta, amigo mío, señor Salamanca. Se intenta. Lo intento. Pero no tengo la pieza adecuada para mover en la partida. Necesitaría un caballo de agilidad portentosa, si me permite la metáfora ajedrecística, y apenas cuento con peones y alguna torre estancada en nuestras delegaciones de París y Londres.
—Cuánto lo siento...
Salamanca se echó hacia atrás en la descalzadora de diseño oriental donde se había acomodado. No era él quien debía de presentarse como voluntario para apagar el incendio. No se valora a quien llama a las puertas ofreciéndose para arreglar los marcos o limpiar los zapatos, sino a quien tiene que buscarse en las calles para que arregle ventanas o remiende y lustre los zapatos viejos y castigados.
—¿Quizá usted?
—¿Yo? No sé.
—¿Por qué no? Su fama en bolsa es la de un malabarista. Y sé que está interesado en la concesión de los estancos de la sal. Si usted me ayuda yo podría devolverle el favor, apoyarle incondicionalmente en su proyecto. ¿Habla idiomas?
—El español, con acento.
—Yo también lo hablo con acento.
Surrá se sonrió y empezó a relajarse.
—El inglés lo guachi guachean la mayor parte de los malagueños, el francés lo estudié en el colegio y gracias a eso puedo leer a mi admirado Alejandro Dumas en su lengua original, pero no voy a decir que puedo hacerme pasar por galo. Y de portugués, falo muito poco. Pero, como también me sucede con el idioma italiano, si mi interlocutor sabe vocalizar y habla despacio...
—Un políglota.
—En absoluto. No exageremos.
—¿Estaría dispuesto?
—Dispuesto, ¿a qué? Concretemos.
—¿Dispuesto a ser mi hombre e intentar ayudarme para lograr que acepten la renegociación de la deuda?
—Dispuesto estaría. Otra cosa es que sea capaz de lograrlo.
—¿Conoce París?
—No. Todavía no.
—Le encantará. Voy a pedirle un favor.
—Para servirle. Usted dirá.
—Mañana a las nueve en punto, si le parece bien, sería para mí un placer y un honor recibirle en mi despacho del ministerio. Supongo que ya conoce el Caserón.
—Claro, el edificio que habilitó Carlos II para albergar la Administración de la Renta de Aduanas. Lo conozco, ministro. Allí estaré.
—A las nueve en punto.
—En punto.
V
T
res días después de trabar conocimiento con el ministro de Hacienda en el saloncito chino de la mansión-palacio de los Buschenthal, dos días más tarde de haber visitado a Surrá en su despacho de paredes forradas de damasco verde y adornadas con cuadros enmarcados en maderas nobles repujadas, un día después de exponerle a su mujer la situación, salía de viaje con dirección a París José de Salamanca. Feliz.
Había encontrado el pretexto perfecto para respirar libre y en soledad. Ni Tolita ni nadie podría reprocharle nada. Escapaba.