MILLONES, TEATRO... Y ÓPERA
I
-T
engo un encargo para ti, Manuel.
—Usted dirá, señor. ¿Tenemos que propiciar el hundimiento, o la reflotación, de otra de las compañías por las que usted apuesta en la bolsa?
—Esta vez no se trata de eso, aunque algo en común con nuestras operaciones anteriores sí que tiene, o podría tener. Pero en esta ocasión no vamos a apoyar a ninguna gran empresa, al menos de manera inmediata, que luego nunca se sabe de qué manantial brota el agua más fresca. Eso ya se verá, de momento mi idea es reescribir sobre la piel de la realidad el famoso cuento de la Cenicienta. Manuel, vas a tener que ayudarme a convertir a una humilde vendedora de vinos en una gran dama, o más exactamente, en la bailarina más famosa de Europa.
—Está usted hablándome de la joven que trajo en mano un billete con una misiva para usted hace unos días.
Sonrió Salamanca. Manuel Galán ya sabía que su señor valía mucho más vivo que muerto, y —Salamanca habría puesto por él la mano en el fuego— ni aun volviéndolo a ver muerto se atrevería a intentar robarle.
—En efecto, Manuel. La señorita francesa. De ella el único dato que tenemos es su nombre, pues afirma llamarse Guy Stephan; y nosotros no tenemos ningún motivo para creer que se trate de una impostura y no sea ese su verdadero nombre. Pero hay algo más, ¿me estás escuchando con atención?
—Con las dos orejas, señor don José.
—Muy bien. Pues atento. Porque lo que te voy a decir no lo sabe nadie en Madrid. Nadie excepto yo, y ahora tú. Y en el nadie incluyo a la mismísima señorita Stephan. Pero muy pronto, si te mueves con la habilidad e inteligencia que te caracterizan, mi buen amigo, habrá pocos que desconozcan que Guy Stephan es en realidad una bailarina de gran fama y consolidado prestigio en toda Europa.
—¿Y cómo es posible que ella no sepa que es una bailaora famosa?
—Bailaora no, bailarina. De ballet. Y no lo sabe porque aún no se lo he dicho. Como tú no sabías que acabarías por apellidarte Galán. Ni tampoco saben ciertas empresas que están al borde de la quiebra, hasta que yo no las ayudo a quebrar. Ni sabe la gente, que se vuelve loca y paga sus acciones a millón, que dentro de unos días la empresa próspera entrará en estado de liquidación.
—Creo que ya le entiendo, y sé lo que espera de mí, señor.
—No lo entiendes del todo, ya lo sé. Pero eso no debe preocuparte. De entender ya me encargo yo. Aún no está escrito en ningún sitio que Guy haya sido una musa para los grandes compositores del momento, pero ya lo estará. Tú y yo estamos redactando los primeros renglones.
—¿Cómo se le ocurren esas cosas tan raras? Si me permite la pregunta.
—Yo no las encuentro raras, querido Manuel. Esta noche voy a cenar con la señorita francesa, y me vas a acompañar hasta la fonda donde se aloja porque te la quiero presentar, que conviene te conozca y sepa a quien debe recurrir en caso de que yo no me halle disponible.
—Muy bien, patrón.
—Y ahora escucha con atención, que te voy a explicar con detalle qué y dónde debes dejar caer lo que sabe todo París acerca de la reputación y talento de la inigualable bailarina, musa del mismísimo Saint Germain, la señorita Guy Stephan.
II
H
acía casi calor, o al menos una temperatura agradable. En eso la suerte le acompañaba, porque ni con todo el dinero del mundo se podía impedir que lloviese o soplase el viento. José de Salamanca estrechaba manos, hacía reverencias, repartía sonrisas e invitaba a pasar a los asistentes con la misma seguridad que si les estuviese franqueando la puerta de su propia casa.
Era la noche del 25 de octubre de 1843. No cabía ni un espejo en el teatro. Desde el entresuelo hasta la platea, pasando por todos y cada uno de los palcos, las sillas y butacas estaban ocupadas sin excepción. No recordaba, el antaño llamado Circo Olímpico de la plaza del Rey, y que acababa de ser rebautizado como Teatro Circo, un éxito de asistencia tan brutal en sus largos años de historia.
De las carrozas y coches de alquiler, recogiéndose faldas y tocando alas de sombreros, había ido bajando el todo Madrid. La muchedumbre se apelotonaba en el exterior, y había sido necesario que Manuel Galán y el cuerpo de mozos contratado para la ocasión abriesen un pasillo para que la plebe no aplastase a las celebridades. No faltaba ni un sólo personaje importante de la crema capitalina del momento. La clave de tan fenomenal asistencia se debía, en gran parte, a la presencia de María Buschenthal, quien había arrastrado consigo a sus numerosísimos incondicionales. Pero tampoco faltaba Ramón María Narváez, ni su aristocrática esposa Margarita, hija de los condes Tascher de la Pagérie y perteneciente a la casi imperial familia francesa de Beauharnais. A Narváez el ballet le interesaba bien poco, rondando la nada más absoluta; pero María Buschenthal había tirado del hilo oportuno, invitar a su mujer aun antes que a él, para tenerlo ahora sentado en uno de los mejores palcos —tampoco el más codiciado— del decrépito local de la plaza del Rey.
En efecto, el Teatro Circo a pesar de su nombre nuevo era un local tan viejo y decadente que llamaba al sonrojo el pensar que se hubiese convertido en el único lugar de Madrid donde podía verse un ballet o disfrutar de las nuevas óperas. Las más cotizadas bellezas y los más afamados galanes que frecuentaban los cafés y salones de moda asentaban sus reales en la noche del debut de Guy Stephan sobre asientos desvencijados y vencidos, con los muelles saltados, el terciopelo gastado o inexistente y la continua amenaza de un clavo escapado de la madera y listo para desgarrar el más caro y elegante frac, fuese de propiedad o de alquiler, al menor descuido de su portador.
Pero la ocasión bien valía el riesgo. Iban a asistir nada menos que a la presentación en España de la primera bailarina del teatro de la reina de Inglaterra y la mayor revelación en el último lustro de la Real Academia de Música de París: Guy Stephan.
No se hablaba de otra cosa, ningún otro nombre se había repetido con tan machacona frecuencia en las últimas semanas.
Y la obra con la que se presentaba «la Stephan» en la Villa y Corte, un ballet pantomima, tampoco era ninguna minucia.
—La música es de Adolfo Adam.
—Sí, pero he oído que la idea original fue de Gautier.
—Ah, el gran Teófilo Gautier.
—Sin el libreto de Saint Germain no habría alcanzado la fama que la precede.
—Pero sería injusto, señores, olvidar la coreografía de Coralli, porque Coralli... ¡es Coralli!
—Perdone, ¿y cómo dice que se llama este tipo de ballet que vamos a ver hoy?
—Ballet pantomima, señora. Casi ópera, podría decirse.
—Sí, pero cómo se titula.
—Giselle. Parece mentira que lo pregunte usted, con el increíble éxito que tuvo en la Real Academia de Música de París hace dos años.
III
M
anuel Galán había adquirido tal habilidad en el arte de expandir rumores que, se decía para su ínterin, podría hacer llegar a creer al pueblo de Madrid que una manada de elefantes de color rosa había invadido la Casa de Campo y la mitad de la población aseguraría a la otra media que sí, que no dudasen ni un instante aunque pareciera extraño, porque ellos mismos habían visto a los elefantes.
«Piel de elefante de apariencia normal, pero cuando les da el sol en el lomo brillan como el raso».
Manuel se rio ante la escenificación de sus habilidades que acababa de hacer su patrón. ¡Elefantes brillando como el raso! Pero no menos elefante rosa era Guy Stephan, y no menos rasa su imaginaria fama como primera bailarina en Londres y París y Viena y la capital de Europa que le viniese a la cabeza a quien estuviese contando su célebre historia a otro, pobre ignorante, que aún no la conociese.
Como en cualquier bulo de categoría que se precie, José de Salamanca había agitado verdad y mentira en la coctelera del imaginario colectivo hasta crear una bebida que ya era mítica antes de que nadie se la hubiera llevado a los labios. El ballet pantomima titulado Giselle había sido musicalizado por Adolfo Adam sobre un libreto de Saint George, quien a su vez se había inspirado, también realmente, o al menos así se había publicado en los periódicos franceses, en una idea del afamado Teófilo Gautier. Los decorados del maestro Coralli, que sí había sido responsable de los mismos en el estreno de la obra en la Real Academia de Música de París, no habían llegado a Madrid, y eran meras y torpes copias realizadas por artesanos locales. La tramoya, en general, era un desastre. Los actores y actrices y bailarines no pasaban de ser figurantes de medio pelo y mínima experiencia sobre el escenario. En el gran debut de Guy Stephan una rabiza con ambiciones teatrales, que se hacía llamar madame Latour aunque era manchega de nacimiento, casi se rompe la crisma en su interpretación de la reina de las Willis, al dejarse llevar por la pasión y los vapores del alcohol; cayó al foso entre los músicos, y sólo la fortuna fue responsable de que no matase, o al menos desgraciase, a ninguno de los tres virtuosos violinistas. El telón cayó cuando aún faltaban cuatro escenas en el primer cuadro y, en suma, los desastres se sucedieron uno tras otro con la misma alegría y precisión de una fila de fichas de dominó derrumbándose sobre el tablero de la mesa de juego. Pero ¿a quién le iban a molestar semejantes minucias?
Como es natural, y ya había previsto José de Salamanca, el público aplaudió a rabiar y nadie puso rienda ni freno a su imaginación, una vez fuera del Teatro Circo, a la hora de difundir lo maravillosa que era, lo excelentemente interpretada que estaba, la obra Giselle del maestro Saint Germain. Aunque el acuerdo general era que la responsabilidad del brillo sublime alcanzado por la representación se debía a la presencia de la grácil y bellísima bailarina: Guy Stephan.
Guy Stephan, la zíngara de José de Salamanca.
IV
-¿V
es como yo tenía razón, José? Te he elegido a la bailarina adecuada y la obra más adecuada. Pero tendrás que admitir que este teatro no es digno de una artista de raza como la Stephan.
A José de Salamanca le costaba en ocasiones no contener la risa ante la ingenuidad de su cuñado Serafín Estébanez Calderón, el Solitario, y aquella era una de ellas. Cierto que él mismo se había encargado de cebar la trampa, y hasta había hecho venir con el manuscrito original a su común amigo el librero Pascual Gayangos; un hombre lo bastante distraído y alejado del mundo del espectáculo —pues sólo conocía de letras y legajos— para asentir cuando alguien le hablaba de la fama de Guy Stephan en Londres, ciudad en la que residía habitualmente.
Salamanca no había escatimado en gastos a la hora de convertir a Guy Stephan en rubia y famosa, porque bailarina sería una falacia intentar negar que ya lo era. Había ordenado que se le realizase un grabado, una pintura al óleo y varias acuarelas supuestamente inspiradas en sus anteriores representaciones en los teatros de Londres y París, y rematado la faena animando a Estébanez Calderón para que se explayase a placer sobre las virtudes de la artista en El Noticiero, periódico del que, esas hermosas casualidades de la vida, él era el propietario.
Los peces habían acudido en tropel a morder el anzuelo y movían felices las colas atrapados dentro de la red cuando los sacaron del agua. Quien paga una importante suma por un objeto o un espectáculo es raro que se desdiga a sí mismo, que se presente ante el mundo como un estúpido, aceptando que le han engañado. Es más habitual que, aunque al comensal se le sirva basura, si se le cobra una fortuna por servírsela, salga del restaurante diciendo maravillas del manjar degustado.
Y eso había sucedido.
El paso siguiente era mejorar el restaurante. Y el Solitario, con la callada aquiescencia de Gayangos, se lo estaba poniendo en bandeja.
—Tienes razón, Serafín. Este teatro tendría que modernizarse.
—Habría que convencer al propietario.
—¿Para qué?
—Para que invierta en modernizarlo.
—Haremos algo mejor que eso, porque el propietario es un testaferro, lo sé por pura casualidad, del conde de Polentinos.
—¿Tú crees que el conde de Polentinos estaría dispuesto a vender?
Salamanca no sólo lo creía, lo sabía a ciencia cierta, pues Manuel Galán había dado ya varios pasos en esa dirección y realizado interesantes averiguaciones. El conde estaría encantado de deshacerse de un local que se caía a pedazos y sólo le traía problemas. Y hacerse con su propiedad permitiría a Salamanca una libertad de movimientos mayor que nunca en materia de mujeres. Podría ver a Guy Stephan siempre que quisiera, a cualquier hora del día o de la noche. A Guy o a cualquier actriz o bailarina, real o fingida, que se le apeteciera.
—Y si vendiese, ya me lo estoy barruntando, el nuevo propietario serías tú, ¿verdad cuñado?
—Pero si mi José no sabe nada de teatros.
Tolita, su mujer, hizo un débil intento de defender el fuerte. Pero Matilde, su propia hermana, abrió una brecha en retaguardia.
—No digas eso, Tolita. Tu marido puede afrontar cualquier empresa que se proponga, lo ha demostrado mil veces, ¿no es así, José?
—No querría contradeciros a ninguna, y no sólo porque seamos familia, sino porque las dos tenéis razón. En materia de teatros, como bien dice Tolita, es verdad que no sé nada; pero me basta con mirar este para comprender que habría que comenzar cambiando las lámparas de aceite por globos de gas modernos, que iluminan más y mejor. ¿Y los palcos? Estrechos hasta para un esmirriado, mal pintados y polvorientos. Yo forraría las paredes de damasco, los enmarcaría con colgaduras de terciopelo y pondría en ellos butacas tapizadas, no de simple palo. Y colocaría las mismas butacas en el patio de abajo. Pondría mullido en los bancos de la cazuela. Me buscaría a un buen diseñador para decorar la entrada y los pasillos y el vestíbulo. Cortinas cubriendo las puertas. Alfombras por todas partes, que nadie pisase baldosa. Y el personal, impecablemente uniformado. Ah, y buena calefacción para el invierno, desde luego.
—Pero ¿y el espectáculo?
—Matilde, en eso me apoyaría mucho en tu marido, que para eso es el hombre más culto de nuestra familia. Pero como a mí me gusta más lo lírico que lo dramático, opino que lo oportuno sería tener dos compañías fijas, una de ballet y otra de ópera. ¿Estás de acuerdo, Serafín?
—Al ciento por ciento. Este es mi paisano. Y lo que más me asombra es que se le ocurre todo de repente, sin pensarlo antes. Es un genio improvisando.
Salamanca bajó la cabeza, orgulloso de sí mismo. Sí que se consideraba un genio, aunque no fuese por completo cierto que en su perorata hubiese sido «todo» improvisado.