LA BOLSA ES LA VIDA
I
A
l poderoso hay que demostrarle que se conoce y venera su poder, sólo así puede ser útil a quien parece desvalido y humilde. A quien, de momento, no tiene más forma de pagarle por sus servicios que mostrándole su buena disposición y disponibilidad. José de Salamanca ya había acudido en muchas otras ocasiones al edificio de la bolsa situado en la calle Carretas; no en vano era la ocupación de moda, pues había pocos ilustres que no se considerasen lo bastante listos o informados o afortunados para exponer sus dineros con la ilusión de multiplicarlos con la misma facilidad que se multiplica una silueta en un salón de espejos. Sin embargo, y a pesar de que había paseado, y aprendido cuanto le había sido posible, entre corrillos y jugadores, cuando por fin se topó en el palacio de la calle Carretas con José Buschenthal, el banquero más influyente de Madrid, se hizo de nuevas y se deshizo en gracias al destino por haber propiciado tan feliz coincidencia.
—No sé si se acordará de que estuvimos charlando hace unos días. Al parecer su mujer le había hablado de mí y de los negocios que mi cuñado, Manuel Agustín de Heredia, lleva en la provincia de...
—No es necesario que se exceda en su modestia, ni tampoco que juzgue mi memoria como un coladero del que todo se escapa. Recuerdo perfectamente nuestra conversación. Sé quién le llevó la primera vez a nuestro salón, y aún mejor: sé quién es usted; el malagueño que quiere comerse el mundo. Y tampoco olvido que quien asegura que acabará usted lográndolo es mi propia esposa, que es mujer de intuición e inteligencia poco comunes. Y eso lo afirmo yo, que la conozco desde hace ya algunos años.
—Agradezca de mi parte a doña María la magnificencia en su juicio sobre un servidor. ¿Viene usted a comprar o a vender?
Se rio Buschenthal, y durante un instante se quedó mirando de hito en hito al joven de pupilas centelleantes y expresión de desconocer el mundillo bursátil; siquiera sus más obvios detalles.
—A comprar unas acciones, a vender otras, y sobre todo a ver cómo está el panorama. ¿Qué sabe usted del juego de la bolsa?
—Muy poco. Que hasta la reina regente juega, y no hay nadie que se piense tan torpe como para no ser capaz de acabar convertido en millonario gracias a una intuición o un golpe de fortuna.
—Es un principio. Y no está mal como principio. Pero la clave está en la información, no en la fortuna. Porque si bien es cierto que la fortuna puede convertir a un patán en dueño de un millón de reales en un soplo de viento, no menos cierto es que el dueño de un millón de reales puede ver como se esfuma hasta el último de sus ochavos si ese mismo viento, caprichoso, decide cambiar de rumbo.
—¿Así que no se trata de suerte?
—La suerte siempre se agradece, pero a ningún hombre en sus cabales se le ocurriría contar con su concurso perenne. No es que yo sepa mucho, ignoro más que conozco, a pesar de mi fama. El dinero no se hace con el juego, sino con el trabajo. Pero si quiere, amigo Salamanca, puedo hacerle de embajador en este pequeño mundo del que cualquiera se atreve a opinar aun sin tener ni la menor idea. Si me lo permite puedo presentarle a algunas personas que, si decide entrar en el negocio, llegarán a serle de utilidad. Lo primero, en mi opinión, es tener un corredor de confianza, alguien a quien usted pueda dar sus órdenes de compra y venta y que tenga la seguridad las ejecuta a su favor y no en su contra.
—¿Cómo podría ser eso?
—Suponga que usted da orden de vender por lo mejor, es decir, por lo que le ofrezcan en ese momento y de acuerdo con las cotizaciones, digamos... cien acciones de una compañía cualquiera. Si su corredor observa o sabe que el valor va a la baja venderá las suyas primero, y luego las de sus otros representados, si le aprecia e interesa seguir trabajando con usted. Pero las dejará para el final si piensa que es usted un primo fácil de engañar. Y así usted en lugar de percibir por las cien acciones los doscientos reales que valían al comienzo de la sesión, sólo recibirá los ciento cincuenta que valdrán a la hora de cierre; estoy hablando, que quede claro, de cantidades teóricas y a bulto, para que le sea a usted más sencillo entenderme.
—¿Y qué significa cuando alguien dice que está jugando a la baja? ¿Cómo se puede ganar si las acciones, en lugar de subir de precio, y valer más de lo que costaron, bajan? Se me escapa...
—Poco a poco, Salamanca, poco a poco. Va a acompañarme usted a hablar con mi corredor, y le iré presentando a los habituales. Me atrevo a aconsejarle que observe más que pregunte. Ah, y esto es importante, que no confíe en los cuentos de los jactanciosos. El juego es como la guerra, todos los generales hablan de sus victorias pero ninguno de sus derrotas.
Tenía más fondo del que parecía a primera vista José Buschenthal y ya había calado, o creía haber calado, a José de Salamanca. La impresión, un tanto excesiva en su opinión, que había causado en su mujer, le había hecho optar por convertirlo en su protegido. Sabía muy bien, cuando había acudido a la calle Carretas aquella mañana, que Salamanca estaría esperándolo. Pero como el hombre experimentado que era, preferiría tenerlo cerca para observarlo y vigilarlo. Si le convertía en su aprendiz, deudo en enseñanzas y favores, no se atrevería a cruzar la raya prohibida. Pero no era tan largo en sus apreciaciones José Buschenthal para intuir que esa era precisamente la estrategia que se había planteado José de Salamanca. Ponerse tan cerca que pudieran vigilarle en todo momento, ponerse tan cerca que llegaría el momento que por familiaridad y hábito lograría la misma libertad de movimientos que si hubiese nacido invisible.
II
L
a llegada a caballo de un correo real, con la intención y obligación de entregarle un sobre sellado y lacrado, no le cogió por sorpresa.
—¿No te habrán nombrado consejero personal de la reina, verdad José? Me parece que a esa señora le gustas más que un tantito.
—Nada de consejerías, mi querida Tolita. Y no tienes motivos para preocuparte ni ponerte celosa a causa del aprecio que parece manifestar hacia mí nuestra gobernanta. En este sobre se esconde sin duda el resultado de los movimientos del marido de tu hermana Isabel.
—¿De Manuel Agustín?
—De Manuel Agustín, claro. Apoyado por mis propios méritos, pues creo que hasta la fecha no he fallado nunca a Cristina. A la reina, quiero decir.
—Me tienes sobre ascuas, ¿no vas a abrir el sobre? ¿O es que ya sabes lo que contiene? Un nombramiento, ¡estoy segura de que se trata de un nombramiento!
Sonrió Salamanca y besó a su mujer en los labios, y hasta se permitió penetrar con los dedos su cabellera rubia mientras la miraba directamente a los ojos.
—¡Marchando un nombramiento para Pepito Salamanca! ¡La corte se ha quedado sin bufón y me ofrecen el puesto con todos los boatos y honores! Corre, Petronila, corre, que con tanto negocio y tanta política últimamente se me ha olvidado en qué armario dejamos guardado mi disfraz de mono.
Se rio Tolita, nerviosa y desarbolada, y arrebatándole el sobre —estaban ambos en su estudio, ella sentada en la chaiselongue y él en la butaca situada frente al escritorio— tomó un abrecartas y tras sacar el mandamiento leyó en voz alta:
«Por la presente orden se nombra a don José de Salamanca y Mayol juez de instrucción en Madrid».
Bajó el papel y se quedó mirando a su marido con ojos de adoración incondicional. Como una madre cuando su hijo recibe el título de príncipe del colegio.
—Pero si es maravilloso. ¡Juez de instrucción en Madrid! Tenemos que celebrarlo, José.
—Como quieras, mi amor. Lo celebramos y luego, si no te parece mal, me doy una vuelta por palacio y tras agradecerle a la reina Cristina una generosidad que no merezco...
—Claro que la mereces.
—La merezca o no la merezca ya tenía decidido qué iba a hacer cuando llegase este comunicado: renunciar al cargo.
—¿Renunciar al cargo? Pero José, ser juez de instrucción en Madrid no es cualquier cosa.
—Ser juez de instrucción, en Madrid, sería complicarse la vida hasta el infinito a cambio de muy pocos beneficios e inconmensurable esfuerzo.
—Yo creo que deberías pensártelo mejor. Los negocios, a los que con tanto ahínco te dedicas, a veces pintan oros y a veces pintan bastos, pero un puesto, y de juez, asegurado por el Estado, es harina de un costal distinto.
—Nos daría, sí, la miseria asegurada. Y no es eso lo que quiero, ni para ti ni para mí, mi dulce Petronila. Lo tengo más que decidido. Muchas gracias majestad, pero búsquese a otro que se conforme con un plato de sopa.
—¿Estás seguro?
—Claro que lo estoy. ¿Te he dejado en la estacada alguna vez? ¿Te ha faltado algo o has pasado privaciones a causa de mi negligencia o pereza?
—Sabes que no, pero ¿cómo se lo tomará la reina?
—Se lo tomará bien, porque además ya me encargaré de comunicárselo con la máxima finura, en persona y en el momento más adecuado. Tengo varios negocios entre manos y el dinero, el dinero de verdad, no el de la sopa y el de remendar las camisas y los trajes, se gana pensando e invirtiendo y arriesgando, no trabajando. La clave está en las relaciones sociales, y ya sabes que a mí no me faltan amigos. Y una de las razones por las que no me faltan es porque sé convidarlos y gastar con ellos lo que a veces no se atreven a gastar ni ellos mismos. Pero te aseguro que es más rentable ir tirando onzas de oro que ir ahorrando ochavo a ochavo, que luego vienen mal dadas y los ochavos desaparecen como el agua derramada en tierra seca. Pero no pongas esa cara, mujer. Que ya me nombrarán más cosas si el futuro no lo remedia. Ven aquí, que te bese.
—Si fuese a mí a quien hubiesen nombrado te aseguro que aceptaría. Y si mi opinión no te vale porque a las mujeres no nos nombran jueces, te aseguro que mi padre también aceptaría un puesto como ese, por muy mister Livermore que sea.
—Pero ni tú ni tu padre sois José de Salamanca, Tolita. Aunque es una lástima que no se nombre jueces a las mujeres, en general tienen mucho más sentido común que los hombres.
—No trates de ablandarme con zalamerías, José, que te conozco.
Volvió a reír Salamanca, y a acariciar el cabello de su esposa.
—Vamos, borra ese mohín de disgusto, que empaña la belleza de tus labios. Y además, ¡aún no he renunciado!; así que hazte un bonito vestido y cómprate alguna joya, que el sábado nos vamos juntos a la ópera, a que nos vean todos felices y contentos, a enseñarles a nuestros amigos y enemigos lo afortunados que somos y cómo lo estamos celebrando.
III
E
n la casa de fieras del parque del Retiro se había organizado, con el beneplácito de la Casa Real, una pelea entre animales que se había convertido en el epicentro de todas las conversaciones, tanto en las plazas públicas como en los salones.
Iban a enfrentar a un auténtico tigre de Bengala contra un fiero oso de los Pirineos. Las apuestas habían comenzado a cruzarse diez días antes de la lucha, y una semana antes ya era imposible conseguir una entrada para asistir al espectáculo.
La mayoría de los madrileños, que llegado el día se arremolinarían en torno al coso de las fieras saturando los paseos y los jardines, tendrían que conformarse con las noticias que les fueran llegando, y que correrían de boca en boca hasta conformar mil historias distintas a la que en realidad sucediese en el foso, y así cada uno se imaginaría a su modo y manera qué animal era más fiero o más duro y resistente, y cuál habría merecido ganar —aquel por el que ellos apostaron— con independencia del verdadero resultado.
En un principio el grueso de las apuestas parecía estar decantándose a favor del oso. Tenía su lógica, como había explicado en el salón de los Buschenthal, el célebre cazador inglés Edward Taylor, que había sido designado por los organizadores para elegir a los animales, confirmar que estaban en buena condición para una pelea, y asimismo fijar las condiciones del enfrentamiento: dónde se colocaría a cada uno y la licitud de interrumpir la lucha si hubiese peligro para los espectadores.
Afirmaba Taylor que en un espacio abierto, como es el caso de la jungla, el tigre tendría cierta ventaja, pero en un foso de apenas veinticinco o treinta metros de diámetro el oso llevaba las de ganar.
—Yo desde luego voy a apostar por el oso. Bueno, apostaría si pudiera, pero dada mi condición y la información privilegiada de la que dispongo, me temo que, para no poner en entredicho mi honorabilidad, tendré que abstenerme.
—Pues yo apostaré por el tigre.
La voz de María Buschenthal sobresalió por encima del guirigay de comentarios suscitado por las palabras de Edward Taylor.
—Querida María, ya sabes que te lo consiento todo, pero supongo que no estarás diciendo en serio que quieres asistir a un espectáculo tan atroz. ¿Acaso no has pensado que, irremediablemente, uno de los animales morirá? O quizá no sobreviva ninguno. Eso es lo que he oído decir que sucede muchas veces en este tipo de circos, que personalmente ni apruebo ni apoyo.
—José, marido mío, sé que la reina regente María Cristina va a asistir al enfrentamiento, porque me lo ha dicho Salamanca. Y lo más probable es que vaya también su hija, la futura reina Isabel. Y te aseguro, señor Buschenthal, que aunque seas mi esposo y tengas pleno poder sobre mí no pienso quedarme encerrada mano sobre mano esperando que luego me cuenten lo que ha pasado. Que además a mí me da igual si muere un animal, los dos, o ninguno. Yo lo que quiero es ver el ambiente, los vestidos, escuchar las conversaciones. Y entiendo que si una niña, por muy reina de España que vaya a ser en el futuro, puede ver esa pelea sin menoscabo de su condición femenina, tu María Pereira, que es la hija de Pedro I, también puede hacerlo. Y nadie va a impedírmelo.
A José de Salamanca no dejaban de sorprenderle aquellas salidas de tono, los arrebatos de niña caprichosa de María Buschenthal, y el modo en que su marido acababa siempre transigiendo con los mismos. Tentado estuvo de ofrecerse a Buschenthal para hablar con ella e intentar hacerla entrar en razón, a pesar de que María le había colocado en el peor lugar para ello al decirle a todo el mundo que era él, José de Salamanca, quien había cometido la indiscreción de permitirle saber que Cristina iba a asistir al lance. Pero la reina era la reina, y para ella no regían las mismas normas de conducta que para el resto de los mortales. Y podía intentar utilizar el argumento de que aparte de ella y la pequeña Isabel, su hija, María sería la única mujer sentada en los palcos que un ejército de carpinteros estaban armando a toda prisa en torno al foso principal de la casa de fieras. Pero se le ocurrió una idea mejor, una estratagema que le permitiría jugar en dos partidas a la vez y, con suerte, salir victorioso dos veces.
—Y usted, Salamanca, ¿por quién va a apostar?
La pregunta de la mujer de su socio y amigo le sacó de su ensimismamiento.
—María, si usted apuesta por el tigre yo no me atrevo a contradecirla, pues más temo su disgusto que las uñas de un animal salvaje. Apostaré por el tigre, desde luego. Van cincuenta mil reales, ¿quién me acepta el envite?
Enseguida se alzaron varias manos.
—Pues nosotros apostamos otros cincuenta mil, ¿verdad José?
Buschenthal asintió con la cabeza y se desentendió del asunto, no sin antes dirigir una mirada harto significativa a Salamanca, que le llenaba la cabeza de pájaros y fantasías absurdas a su mujer.
—Sé poco de animales, querida. Ya sabes que lo mío es más bien el juego del tresillo, y el general Fernández de Córdova debe de estarme ya esperando para que comencemos nuestra partida de cada noche.
Volvió a mirar de forma inusual, extraña, atravesada pero también apelando a su complicidad, Buschenthal a Salamanca antes de alejarse en busca del general Fernández de Córdova hacia la sala donde se jugaba a las cartas.
—En esta ciudad todo es juego.
—¿Hay algo mejor?
—Tal vez sí.
—¿Por ejemplo?
—El progreso, el bienestar de los que menos tienen, el amor...
—Ay, Salamanca, es usted un romántico. No me extraña que tenga tanto éxito entre las mujeres.
—Entre las mujeres que no me interesan, María. Las que de verdad son capaces de adueñarse de mi corazón me tratan como a un juguete y ni siquiera se dignan a llamarme por mi nombre de pila, prefieren utilizar el apellido. No sé si porque mi nombre les parece a tan altas damas insulso, o para mantener las distancias. Como si me tuvieran, no sé...
—¿Un poco de miedo?
—Todo podría ser, señora Buschenthal. Lo ha dicho usted y no yo. Aunque lo cierto es que se me escapa por qué podría yo darle miedo a una dama de tan altos vuelos como lo es la señora a quien me estoy refiriendo.
Ya no siguió la conversación. Al menos no con palabras. Porque la mirada que dirigió María a su protegido también fue rara, inusual y extraña; pero en cualquier caso más fácil de interpretar para José de Salamanca que la que le había dirigido el marido de la dama antes de abandonar el salón principal. Estaba haciendo grandes progresos con él, y gracias a él. Seguía pagando su apoyo y protección, con simpatía, favores personales y esfuerzo. Pero aún estaba lejos el día que pudiera hacer bailar a José Buschenthal con la música de su propio caldero lleno de monedas de oro.