Dallas

Son las nueve y media de la noche y falta poco para nuestra cita con Joe, así que Gillian se asegura de que sus hermanos estén bien y se acerca a mi Harley. Está preciosa. Le he dicho que a un tipo como Joe no le van los vestidos de flores, así que se ha cambiado el pantalón corto de estar por casa por una minifalda tejana, una camiseta corta rosa y esas botas vaqueras que puede que no me gustaran la primera vez que las vi, pero que ahora no puedo dejar de imaginar que me rodean la cintura. Si Joe tiene solo la mitad de pensamientos oscuros que yo, el contrato es suyo, lo cual me molesta. No quiero que nadie piense en ella de ese modo, aunque algo me dice que cualquiera que la vea subida a mi Harley enseñando las piernas va a hacerlo. Estoy tentado a pedirle que vuelva a cambiarse, pero me recuerdo que soy yo quien le ha dicho que necesitaba estar sexy para conseguir un mejor contrato, y también que no quiero parecer un chico posesivo cuando ni siquiera es mi novia. Ella, ajena a lo que su atuendo está provocando en mí, comenta:

—Muchas gracias por resistir la cena.

—No ha estado tan mal. Solo he tenido ganas de matar a tu hermano tres veces.

—Genial; yo he tenido ese instinto unas diez veces.

Los dos reímos. Lo cierto es que ha sido una de mis mejores cenas en años, quizá porque desde que murió mi abuela las únicas comidas familiares que conozco son las que comparto con Nancy y su marido. Pero esta ha sido diferente. Cuando estoy con Nancy, ella también recuerda lo que pasamos juntos en el hospital mientras mi abuela estaba ingresada, y antes con la muerte de mi madre; con Gillian no tengo que pensar en nada del pasado. Además, aunque no voy a reconocérselo, hay algo en sus hermanos que me encanta. Por una parte está Cody. Tiene el cabello algo más oscuro que sus hermanas, los mismos ojos de Lisa y la sonrisa de Gillian cuando está en modo institutriz. Es el único que lleva gafas, lo que es lógico, dado que se pasa el día entre libros. Gillian tiene razón en que sus comentarios están fuera de lo socialmente aceptable, pero también resulta refrescante. Y luego está Lisa, que es como Gillian cuando es dulce y no está a la defensiva conmigo, que siempre tiene un gesto cariñoso con el que obsequiarme. Con una sonrisa pícara comento:

—Por cierto, me encanta que Lisa piense que soy genial. Compensa que tú no lo creas.

Mi frase hace que Gillian se muerda el labio en ese gesto que me hace desear atrapárselo con la boca, y contesta con suavidad:

—Yo no he dicho eso.

—En ese caso, ¿crees que soy genial?

Nuestras miradas se cruzan y ella me lanza una reprimenda:

—No trates de liarme con tus juegos de palabras. Limítate a llevarme al parque de caravanas como me has prometido.

Finjo un suspiro de resignación y le indico que tome asiento en mi Harley. Cuando lo hago, me doy cuenta de que hay algo más sexy que Gillian en minifalda y camiseta ceñida: «Gillian apretada contra mi cuerpo en mi Harley en minifalda y camiseta ceñida». Maldigo en mi interior que tenga el poder de acalorarme de ese modo con solo un roce y me siento tentado a llevarla al paraje más recóndito que encuentre y suplicarle que me deje hacer realidad todo lo que me está pasando por la mente. Sin embargo, me recuerdo que las fantasías son eso, fantasías, y que ella no es como las otras chicas que caen rendidas a mis pies. Lo cual es extremadamente motivador y a la vez profundamente frustrante. Arranco mi Harley con fuerza y trato de concentrarme en su sonido en lugar de en el cuerpo de Gillian junto al mío.

Cuando llegamos a la caravana, Joe ya está allí esperándonos. No andaba equivocado cuando he intuido que repasaría a Gillian con la mirada, pero me he encargado de lanzarle una velada amenaza con los ojos para asegurarme de que solo la trata como a una clienta. Antes de hablar de dinero, nos enseña la caravana. Para sorpresa de ambos, está muy limpia, según Joe porque las dos chicas que vivían en ella eran muy cuidadosas y dejaron todo perfecto al irse la semana anterior. Tiene una amplitud parecida a la de la mía, y Gillian comenta:

—Mis hermanos pueden dormir en la habitación del fondo, y yo en el sofá extensible.

—No es muy cómodo: te lo digo por experiencia.

Ella apunta una sonrisa al recordar que les había dejado mi cama la noche anterior, y replica:

—Digamos que una de las ventajas de ser bajita y delgada es que quepo con facilidad en cualquier sitio.

Ante eso no puedo protestar, y dejo que termine de inspeccionar la caravana. Joe parece cautivado por ella, no solo por su aspecto, sino también porque habla con una serenidad propia de un adulto acostumbrado a tomar decisiones; así que cuando nos ponemos a negociar consigo un buen precio de alquiler. Sin embargo, las cosas se tuercen al hablar de los papeles. Joe protesta:

—No puedo alquilar una caravana a una chica de diecisiete años. Necesito la firma de tu madre.

—Ya le he dicho que está trabajando y que volverá en un par de días.

—Bien, entonces en un par de días puede firmar el contrato.

—¿Y no podemos simplemente olvidarnos del contrato?

Joe niega con la cabeza, lo que provoca que el rostro de Gillian se contraiga angustiado. Esto me recuerda lo sucedido en el hospital ante la enfermera de admisiones, así que una idea me pasa por la cabeza y comento:

—Gillian, ¿podemos hablar un momento a solas?

Ella me sigue con desgana fuera de la caravana y, cuando estoy seguro de que nadie me escucha, le pregunto:

—¿Qué me estás ocultando?

—Nada —contesta en un tono claramente culpable.

Puede que la chica esté acostumbrada a mentir a adultos, pero algo me dice que no le gusta hacerlo conmigo; por eso insisto:

—Gillian, no soy policía ni asistente social, sino tu amigo. Y si quieres mi ayuda vas a tener que decirme la verdad, porque no puedo hacer nada por ti si voy a ciegas.

Ella suspira y con la mirada avergonzada me explica:

—No sé dónde está mi madre. Se fugó con su último novio. Lo hace a veces, y terminará volviendo, o al menos hasta ahora lo ha hecho siempre. Pero pueden pasar semanas o incluso meses hasta que eso suceda. Y no puedo esperar tanto tiempo.

—¿Y vuestro padre?

—Nos abandonó cuando nació Lisa. No hemos vuelto a saber de él.

Yo me paso la mano por el pelo, removiéndolo nervioso. Para ser alguien a quien no le gusta involucrarse en las vidas ajenas, he escogido ayudar a la chica con más problemas que he conocido. Deseando saber más, pregunto:

—¿Por qué has venido aquí?

—Ha sido casualidad. Siempre estamos cambiando de ciudad, para evitar las preguntas, y aterricé aquí como podría haberlo hecho en cualquier otro sitio. —Confiesa bajando la mirada.

Sus palabras me marean; no sé si comprendo lo que quiere decir e insisto:

—¿Me estás diciendo que vas a encargarte tú sola de tus hermanos?

—Es mi única opción —susurra.

—No es la única. —Le recuerdo.

—Jamás dejaré a mis hermanos a merced del sistema de acogida si eso es lo que estás insinuando. Yo puedo ocuparme de ellos perfectamente.

Su tono de voz es airado pero seguro, y entonces lo comprendo todo:

—¿Cuántas veces has hecho esto antes?

—Las suficientes como para saber que funcionará. Solo necesito un lugar en el que vivir que pueda pagar, un trabajo y ser discreta y no llamar la atención para que nadie cuestione que estamos solos. Tarde o temprano, mi madre dará señales de vida y, si no lo hace y la gente del gobierno comienza a inmiscuirse, volveré a cambiar de ciudad. Pero ahora lo que necesito, lo que mis hermanos necesitan, es alquilar esta caravana. Y no puedo conseguir la maldita firma de mi madre. Así que estoy perdida.

Su tono angustiado y el brillo en los ojos como si desease echarse a llorar pero no quisiera demostrar su debilidad ante mí me conmueven. Con suavidad le acaricio la mejilla y le digo:

—Se me ocurre una idea. Tú solo déjame hablar a mí, ¿de acuerdo?

Ella asiente y volvemos a la caravana. Joe nos mira aburrido y pregunta:

—¿Y bien, preciosa? ¿Has llamado a tu madre?

—No puede venir —contesto en su lugar—. Pero está dispuesta a darte cien dólares si te olvidas del contrato o aceptas que Gillian firme por ella.

Los ojos de Joe me escudriñan y protesta:

—Eso sería jugármela, Dallas…

El tono no me intimida; he crecido en este vecindario junto a él y tipos parecidos, así que le recuerdo:

—Te he visto arriesgarte por mucho menos de cien dólares. ¿Lo tomas o lo dejas?

Una sonrisa torcida asoma a su rostro y acepta:

—Lo tomo, pero quiero los cien dólares.

—Yo mismo te los daré mañana —le aseguro ofreciéndole la mano para sellar el trato.

Él me la estrecha y saca de su mugriento pantalón unas llaves, que arroja a Gillian advirtiéndole:

—Aquí están las llaves. Pasaré a cobrar cada semana. Y, niña, no llames la atención.

—Nunca lo hago —le asegura Gillian con firmeza.

Joe le lanza una última mirada y después sale de la caravana. Gillian exhala con fuerza y, sin poder controlarse, levanta los brazos en señal de victoria y grita:

—¡No puedo creer que lo hayamos logrado!

Yo sonrío ante el gesto: me gusta ver a la Gillian descontrolada y contenta tanto como sacar de quicio a la Gillian institutriz. Contagiado de su entusiasmo, propongo:

—¿Quieres que nos tomemos una cerveza para celebrarlo en mi caravana?

Los ojos le brillan por unos segundos, y sé que mi propuesta le parece muy tentadora, pero me recuerda:

—Tengo que volver a casa con mis hermanos.

Yo aprieto los labios. Aunque no soy quién para opinar, me sigue pareciendo incoherente que una chica de diecisiete años decida hacer de madre de sus hermanos, pero tampoco puedo juzgarla; debe de ser muy duro enviar a tu propia familia al sistema de acogida. Así que me resigno:

—Te llevaré de vuelta.

Cuando llegamos a su casa, Gillian desciende de mi Harley y con una sonrisa me dice:

—Muchas gracias por tu ayuda. Te devolveré el dinero en cuanto encuentre trabajo, lo cual espero que sea esta semana.

—No hay prisa —le aseguro—. ¿Necesitarás ayuda mañana para el traslado?

—No, como acabamos de llegar y no tenía claro dónde podíamos quedarnos, apenas hemos deshecho el equipaje. Además, no tenemos muchas cosas, solo lo imprescindible, y todo cabe en mi camioneta. Pero gracias de nuevo.

Yo vuelvo a echarme a reír y comento:

—Sigo pensando que ninguna chica me ha dado nunca tanto las gracias.

Ella hace una mueca, pero se inclina hacia mí y me da un suave beso en la mejilla diciendo:

—Comienzo a pensar que no frecuentas a las chicas adecuadas.

Sus palabras y el roce de sus labios contra mi mejilla me excitan como no lo han hecho contactos mucho más profundos, y no puedo evitar retenerla por la cintura. Esta vez ella no se separa, sino que me mira a los ojos, y yo bromeo:

—¿Sabes que no me habían dado un beso en la mejilla desde que iba a primaria?

Gillian se echa a reír y susurra:

—¿Acabo de reafirmarte en lo de que soy una chica Disney?

Ante ello sonrío burlón, y para mi sorpresa, ella se acerca a mí y posa los labios impulsivamente sobre los míos. Es un beso dulce, que se torna en pasional cuando ambos separamos los labios y dejamos que las bocas se junten, entremezclando los alientos y las lenguas. No puedo evitar atraerla con más fuerza, y continuamos besándonos durante un largo rato. Cuando nos apartamos, ella baja la vista, pero le tomo el rostro por la barbilla y la obligo a mirarme diciéndole:

—¿Qué significa esto?

Ella duda en su respuesta y trata de parecer distante mientras se explica:

—Es mi forma «no Disney» de darte las gracias por todo lo que has hecho por mí.

—¿Solo eso?

Le brillan los ojos y pestañea rápidamente, mordiéndose los labios todavía hinchados por el beso. Finalmente, asiente y me dice la verdad que no quiero escuchar:

—Solo eso. No voy a ser como esas chicas que están contigo, Dallas, no puedo serlo. Pero me gustaría ser tu amiga.

—No me has besado como una amiga.

—Es cierto. Nota mental número cinco: no besarte cuando quiera darte las gracias.

—No era eso lo que quería decir —protesto sintiéndome como un idiota que no sabe cómo retener a la chica por la que le está temblando el cuerpo.

—Lo sé, pero es lo correcto. Seamos amigos, Dallas, solo eso. Es lo mejor para los dos.

—No tengo amigas —le reconozco.

—Siempre hay una primera vez —dice separándose de mí.

Libro una batalla interior entre dejarla marchar o insistir, pero algo me dice que tiene razón. Ella no puede ser la chica que yo quiero, yo tampoco ser el chico que ella merece. Así que será mejor que nos centremos en ser solo amigos, aunque no tenga ni idea de cómo se hace eso. Gillian me sonríe con dulzura y me acaricia con suavidad la mejilla diciéndome:

—Nancy tenía razón: eres un buen chico. Me va a gustar que seamos vecinos.

Sus palabras me dejan sin habla, y Gillian se dirige hacia la casa, mientras yo siento que todo mi mundo se tambalea con la misma fuerza con la que ella camina y lleva su vida. Enciendo mi Harley y decido que antes de poder dormirme voy a tener que dar un largo paseo que me permita tranquilizar el corazón brutalmente despertado de su letargo.