2. Almas encontradas

 

Cuando llegó a su casa, entró rápidamente, dejándose caer sobre el sofá, asimilando lo que había pasado. Aún podía sentir el calor de la sanación en sus manos, y tuvo que refrenar la necesidad de volver a activar la energía, esta vez sobre sí misma.

Respiró profundamente, estudiando la situación. A pesar de la euforia que la sanación le había creado, del sentimiento de libertad experimentado; su mente, la que le había mantenido a salvo desde la muerte de su maestro, comenzó a tomar el control. Sopesó sus posibilidades. Algo le decía que ninguno de los que habían presenciado la sanación le delataría, pero tampoco era necesario. En una ciudad invadida por las cámaras, no tardarían en conseguir una imagen suya. Nerviosa, encendió el televisor y, horrorizada, observó al presentador que, con voz severa, comentaba:

—Lamentablemente hemos de comunicar a la población que una peligrosa terrorista ha terminado hoy con la vida de uno nuestros ciudadanos; en un intento de alterar la paz que nuestro Gobierno ha creado. La policía garantiza que su arresto será inmediato y su castigo ejemplar.

Incrédula, se levantó y, poniendo la mano sobre la pantalla, musito entre lágrimas

—Estaba vivo…

—Por supuesto… pero no pensarías que iban a dejar la prueba de que los Sanadores existen y realmente tienen poder curativo.

Siobhan se giró aterrada. En el otro extremo de la habitación, un hombre clavaba su mirada en ella. Era alto, atlético, y llevaba un pasamontañas que cubría su rostro, dejando únicamente a la vista unos increíbles ojos verdes como los de un gato. Iba completamente vestido de negro y llevaba una mochila a la espalda. Al verle, retrocedió instintivamente, y él añadió:

—No voy a hacerte daño. He venido a salvarte.

Su voz era varonil, fuerte, e inspiraba confianza. Sin moverse, se atrevió a preguntar:

—¿Quién es usted?

—Importa más quién eres tú, Sanadora. Y el hecho de que quedan pocos minutos antes de que la policía venga a por ti.

—¿Cómo lo sabe?

—Has sanado a un hombre en mitad de una calle atestada de cámaras. Lo siento, pero la base de datos de la policía debe estar a punto de encontrarte. Así que, a menos que quieras morir en la cárcel, tenemos que marcharnos.

Siobhan le miró. Sus ojos parecían sinceros. Sin embargo, acostumbrada a sospechar de todo el mundo para sobrevivir le preguntó:

—¿Cómo sé que usted no es un policía?

—Llevo dos minutos en tu habitación y sigues vestida.

Eso tenía sentido, pensó Siobhan. A pesar de que intentaba pasar desapercibida, sabía que era atractiva, y también que un miembro de la policía del Gobierno no desaprovecharía la ocasión de violarla en su propia casa antes de torturar su cuerpo con latigazos o corrientes eléctricas en comisaría. Tembló ante la idea, pero también sabía que el miedo no podía hacerle confiar en el primer desconocido que entraba en su casa. Por eso insistió:

—Entonces, ¿Quién es usted?

Sus ojos chispearon al oír la pregunta y Siobhan tuvo la sensación de que sonreía a través del pasamontañas. Le miró fijamente, y, entonces, él se llevó una mano al corazón, e inclinó la cabeza ante ella en señal de respeto. Siobhan se quedó atónita y su voz tembló al decir:

—¿El Ejército de la Luz? Creía que era una leyenda urbana…

—Para muchas personas, los Sanadores también lo son. Y lo cierto es que tú te convertirás en una si no vienes conmigo ahora mismo —repuso él apremiante.

Siobhan le miró, titubeando, y él advirtió que no estaba convencida, así que lentamente se quitó el pasamontañas mientras le decía:

—Ahora deberías confiar en mí. Siobhan, no puedo decirte nada excepto que soy un comandante del Ejército de la Luz, y que, como tal, estoy aquí para salvarte y protegerte.

Ella le miró. Era el hombre más apuesto que había visto nunca. No parecía mucho mayor que ella. Tenía el cabello negro, cortado militarmente, enmarcando unas facciones perfectas. Apenas tenía algunas arrugas de expresión, y su piel estaba tostada por el sol de un modo muy atractivo. Sus labios eran sensuales y esbozaban una sonrisa apremiante. “Si tuviera dieciséis años, me quedaría anonadada”, pensó Siobhan. Por suerte, tenía veinticuatro y se había pasado los últimos cinco demasiado preocupada por su supervivencia como para pensar en hombres, así que las hormonas no le jugaron una mala pasada. De modo que, espontánea, pasó a tutearle y le preguntó:

—¿Tengo que confiar en ti porque eres guapo?

Sus palabras lo pillaron desprevenido y, a la vez, le hicieron esbozar una sonrisa, aunque Siobhan no supo si era porque no estaba acostumbrado a que lo piropearan (cosa que dudaba) o porque no esperaba ese comentario de una Sanadora.

Él, con voz burlona, contestó:

—Aunque me halaga el comentario, en realidad yo no debía mostrarte mi rostro para que, en caso de que seas detenida, no puedas reconocerme. Por lo tanto, yo he confiado en ti, ahora te pido que hagas lo mismo. Te juro que mi único objetivo es protegerte.

Ella le miró, recordando las palabras que tantas veces su maestro le había repetido: “Confía en tu instinto”.

Mientras pensaba, pudo oír las sirenas de la policía, y un miedo atroz comenzó a apoderarse de ella al recordar la detención de su maestro. Y también pudo leer en los ojos de aquel desconocido que parecía sincero cuando decía que quería ayudarla. Con voz temblorosa le dijo:

—Está bien. ¿A dónde vamos?

—No puedo decírtelo. Yo… me hubiera gustado tener esta conversación más tranquilamente, pero tu actuación lo ha hecho imposible. Mira por la ventana.

Ella obedeció. Varios coches de la policía estaban acordonando la zona. Se giró hacia él y le preguntó horrorizada:

—¿Cómo lo sabías?

Su voz denotaba desgana cuando contestó:

—Llámalo experiencia. No les gustan los testigos, así que ahora llamarán a todos los timbres, desalojarán el edificio con alguna excusa barata y, entonces, vendrán a por ti. Y, créeme, no te gustaría saber todo lo que te harán. Odian a los enemigos del régimen en general, pero se ceban con los Sanadores en particular.

Ella bajó los ojos, sabía que no mentía. Con la voz rota exclamó:

—Entonces… No hay escapatoria…

—Sí la hay, pero tenemos que salir ahora mismo. Así que tú decides. O confías en mí y me sigues, o esperas a que la policía te detenga.

Siobhan permaneció en silencio, temblando, pero asintió con la cabeza. Él se acercó a ella y le preguntó en tono autoritario:

—¿Tienes alguna agenda o diario que pueda involucrar a terceras personas?

—Por supuesto que no —protestó, enfadada—. Nadie con dos dedos de frente se atreve a anotar ningún nombre, dirección o teléfono. Una de las normas básicas de supervivencia no escrita es que si caes, lo haces solo, sin involucrar a nadie. Además, hace años que no uso el teléfono. El Gobierno monitoriza todas las conversaciones con programas de control de voz e interviniendo las líneas aleatoriamente; así que nunca he querido correr el riesgo de ser escuchada.

El comandante la miró aprobadoramente y añadió:

—Bien. No hay tiempo para maletas, pero me aseguraré de que tengas lo que necesitas allí donde vamos. Pero puedes coger algo que tenga valor sentimental para ti, siempre y cuando no ralentice tu marcha. No cojas el bolso ni la cartera.

Siobhan miró a su alrededor, y luego a él fijamente mientras contestaba:

—Todo lo que tiene valor para mí siempre va conmigo.

Él clavó sus ojos en el colgante que ella tenía en las manos y, por unos segundos, pareció que la tristeza invadía también su mirada. Pero después retomó su aire marcial y se acercó a ella mientras le decía:

—Bien, entonces te quitaré tu pulsera identificativa.

Siobhan le miró interrogativamente. Esa pulsera, uno de los inventos maquiavélicos del Gobierno, era un chip identificativo que permitía a la policía obtener información de cada ciudadano en un momento: donde vivían, donde trabajaban, sus sueldos, visitas médicas, impuestos, multas, historial de detenciones... En una sociedad donde todos los actos eran controlados, era obligatorio llevar siempre la pulsera que contenía la información sobre ellos. De hecho, para quitarla debías ir a un centro especializado y únicamente se aceptaba por motivos de intervención médica en esa zona. Por ello protestó:

—No se puede quitar…

Él sonrió y mientras le tomaba la mano con delicadeza, le susurró:

—Te asombrarías de las cosas que se pueden hacer cuando te lo propones.

Sus dedos pasaron hábiles alrededor de su muñeca y, con un objeto que Siobhan nunca había visto, maniobró con delicadeza hasta que la pulsera de soltó, dejándola caer al suelo. En el espacio que antes ocupaba, destacan ahora feas marcas en la piel a causa de llevarla desde hacía años. El comandante pasó lentamente las yemas de sus dedos por ellas mientras le garantizaba:

—Se te irán con el tiempo.

El gesto, combinado con su mirada felina, provocó en Siobhan un estremecimiento. Quizás sus hormonas no estaban tan dormidas como pensaba. Sin embargo, la magia se rompió en cuanto la soltó diciéndole:

—Tenemos que marcharnos, estamos fuera de tiempo. Haz todo lo que yo haga y, sobre todo, no te alejes de mí.

Siobhan asintió y él le tendió la mano. Se la tomó y, antes de salir, lanzó una vista a su viejo apartamento, y su instinto le dijo que nunca podría regresar. Y, curiosamente, eso le hacía muy feliz.

Salieron precipitadamente del apartamento, y Siobhan miró temerosa la cámara del rellano, pero él le indicó:

—Tranquila, la he neutralizado.

Le soltó la mano y se paró delante del ascensor; mientras se oían algunas personas bajando por las escaleras en los pisos inferiores. Por suerte, ella vivía en el ático y nadie iba a subir allí en mitad de una alerta; o al menos eso esperaba Siobhan. Extrañada, vio como él trabajaba rápido y con una extraña herramienta abrió las puertas, aunque solo se veía el hueco profundo del ascensor. Siobhan le miró y pregunto con un hilo de voz:

—¿Es una broma?

—Todas las salidas están bloqueadas, y solo he podido bloquear la cámara de este rellano. Confía en mí.

Siobhan le miró a él y luego al hueco del ascensor, pero el comandante la tomó por la barbilla y le indicó:

—Será mejor que no mires abajo. Es una suerte que seas bajita y delgada.

Siobhan pensó que, en otro contexto, aquel comentario parecería algo ofensivo, pero lo cierto es que tenía razón. Con el corazón en un puño asintió y él cambió la herramienta por una especie de gancho que colgó de los cables del ascensor. Firme pero delicado, tomó a Siobhan por la cintura y la abrazó contra él, de forma que sus cuerpos quedaron completamente pegados. Ella le dejó hacer, sorprendida por la reacción de su cuerpo. Debería estar concentrada en que estaba a punto de hacer un salto mortal por el hueco del ascensor, pero no podía evitar un estremecimiento por el contacto. Su abdomen musculoso se pegaba duro contra el suyo, y sus piernas se enrollaban con las suyas. Él le indicó que le echara las manos al cuello, de forma que su pecho se apoyaba sobre el suyo y su cabeza permanecía pegada al lateral de la suya. Realizó una maniobra con el gancho, cerró la puerta del ascensor y comenzó la trepidante bajada. Siobhan cerró los ojos y se apretó más fuerte contra él, sin importarle que fuera un desconocido, llevada por el miedo.

Cuando el descenso se ralentizó, las piernas del comandante protegieron las de ella, y cayeron perfectamente sobre el techo del ascensor; por lo que Siobhan no pudo evitar pensar que el hombre enmascarado tenía algo más de gato que los ojos.

Rápidamente, él abrió el techo del ascensor y la ayudó a introducirse en él. Una vez allí, abrió las puertas. Siobhan advirtió que estaban en el sótano. Aún con la respiración entrecortada por el descenso preguntó:

—¿Y ahora qué?

Sus ojos tenían un brillo extraño, como si le ocultaran algo, cuando contestó:

—Tú solo sígueme. Y corre…

De nuevo, la tomó de la mano y, a pesar del guante, sintió que ese gesto la tranquilizaba. La condujo con pericia por el sótano, corriendo, hasta que de pronto se detuvo y gritó:

—¡Al suelo!

Siobhan obedeció, pero palideció cuando él se tumbó encima de ella. ¿De qué iba aquello? ¿Acaso toda aquella espectacular salida era únicamente para violarla? Comenzó a temblar, pero antes de que pudiera decir nada, una violenta explosión se oyó sobre sus cabezas. Fragmentos de techo comenzaron a caer sobre ellos, y esta vez fue ella la que se refugió aún más debajo de él, dejando que la protegiera con su cuerpo. Cuando el estruendo cesó, el comandante se levantó lentamente y se apresuró a preguntar:

—¿Estás bien?

—Sí… Pero, ¿Y tú? Todo cayó sobre ti —balbuceó ella, aun temblando.

—Estoy bien. Y tenemos que continuar avanzando.

Su voz era dura, su tono, impasible, el de un soldado acostumbrado a las heridas de guerra. Pero ella leyó algo en sus ojos y le detuvo diciendo:

—Un momento. Tú sabías que iba a explotar.

—Por supuesto. Yo puse la bomba.

—¿Qué tú hiciste qué?—balbuceó ella.

—Nos será más fácil escapar si creen que te has suicidado —se limitó a contestar el comandante.

—Por eso me quitaste el chip… —adivinó Siobhan mientras miraba las marcas de su muñeca.

Él la miró exasperado, y le espetó:

—Ya habrá tiempo para explicaciones luego. Aún tardarán un rato, pero en cuanto el fuego de la explosión cese comenzarán a investigar, y más nos vale estar fuera de este sótano para entonces.

Ella hizo ademán de protestar, pero él la tomó de los hombros y añadió:

—Siobhan, la pregunta es muy fácil. Si nos quedamos aquí hablando, nos pillan, nos torturan, nos matan. En tu caso, también te violan. Así que, ¿Vas a seguirme o continúas pidiéndome explicaciones?

—Está bien. Pero esta conversación no ha terminado —aceptó ella a regañadientes.

Y él supo que aquellos ojos azul turquesa mostraban la firme determinación de que así sería.

La lectora de almas
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