1. Almas en la ciudad
Siobhan fichó con desgana a la salida del trabajo. No pudo evitar fijarse en sus manos, agrietadas y rojizas. Había pasado la mañana ensobrando cartas, y ahora se veían las consecuencias. Sus uñas estaban cortadas al ras, para facilitar teclear más rápidamente y tenía algunos cortes del papel, que quedaban como pequeñas cicatrices en su piel, como metáfora de las que tenía en el alma.
Lo cierto es que no le hubiera importado ni el trabajo tedioso, ni la espalda dolorida por las malas posturas durante horas si al menos su labor hubiera servido para algo. Pero no era así. Siobhan trabajaba para el Gobierno, y formaba parte de la burocracia que dominaba al pueblo con mentiras continuadas. Incluso en un régimen dictatorial, los gobernantes anhelaban el calor de las masas y para ello nada mejor que inundarles con grandes promesas. Se creaban ayudas para todas las cosas inimaginables y se hacía amplia propaganda de ellas, lo cual alimentaba las vanas expectativas de un pueblo sometido. Pero ninguna de estas ayudas era real, o al menos no para la mayor parte de los colectivos. Únicamente llegaban a los reducidos grupos de personas que contribuían a mantener el régimen totalitario. A los demás, a los realmente más necesitados, los enfermos y la gente mayor, nada llegaba. Las ayudas les eran sistemáticamente denegadas, los plazos para recurrir cada vez más amplios... y al final, el objetivo estaba cumplido: que los enfermos murieran antes de poder haber recibido nada. Y lo peor era que ella formaba parte de ese sistema burocrático. Preparaba cartas, etiquetas, sobres, metía las cartas, las enviaba a correos... y automáticamente convertía a los ciudadanos en víctimas de un bucle de papeleo del que nunca saldrían. Lo cierto es que trabajar para la dictadura la hacía parecer tan mala como ellos, pero alguien le dijo una vez que había que esconder las cosas en un lugar al que nadie se le ocurriera donde buscar. Que la joya más valiosa pasaría desapercibida entre medio de baratijas. Siobhan se había convertido en una gris empleada del Gobierno de la dictadura y con ello había encontrado la única manera de salvar su vida. No estaba orgullosa de ello, pero, en esos tiempos de violencia y dolor, ¿Quién lo estaba?
Con parsimonia, antes de salir, entregó a su jefa la hoja de control de las tareas diarias. Mientras la revisaba, esta la observó, sospechando como siempre. Al igual que el resto de cargos del aparato burocrático del Gobierno, había pasado años en las cárceles y comisarías, formando parte del peligroso y maquiavélico ejército de civiles al servicio de la represión de la dictadura; y se veía claramente que echaba de menos el férreo control que podía ejercer sobre los presos; que necesitaba golpear en los corazones de sus empleados de la misma forma que antes lo había hecho físicamente en comisaría.
Por suerte para Siobhan, su jefa se conformaba con la dosis diaria de reproches, quejas y gritos para seguir adelante; así que en tanto aceptara lo que le decía sin protestar, tanto su sueldo como su integridad física estaban garantizados. Sin embargo, no dejaba de doler el hecho de saber que debía arrodillarse ante ella y el corrupto sistema.
Cuando se alejó de ella, su cara de asco la delató, y su compañera de sección se acercó a ella preguntando maliciosamente:
—¿Te encuentras bien?
—Sí, claro. Hasta mañana.
Mientras lo decía se giró rápidamente y tomó la dirección de la calle, con tanta premura que casi perdió su identificación. Pero quería, necesitaba estar lejos de esa chica, ya que era una bomba de relojería. Peligrosamente unida al régimen y a sus mandatos, no era conveniente darle ninguna información que pudiera utilizar en su contra.
Disimuladamente, miró a una de las cámaras que se multiplicaban por la ciudad en busca del más mínimo gesto de subversión e intentó cambiar su expresión, serenarla con la máscara de indiferencia y frialdad que había aprendido después de tanto tiempo de ocultarse en el silencio. Muchos habían sido encarcelados directamente únicamente porque aquellas cámaras habían captado algo “indebido”, que para el Gobierno parecía que era casi cualquier cosa.
Había comenzado a lloviznar, así que pensó en ir a buscar el autobús, el cual, como siempre, iría abarrotado y llegaría tarde. Además, tendría que soportar los controles, no para saber si habían pagado el billete, sino para asegurarse que nadie leía en él ninguno de los libros “prohibidos”.
Los guardias también paseaban controlando las conversaciones, aunque era obvio con todos los micrófonos repartidos por el autobús que nadie se atrevería a decir nada que le llevara a dar con sus huesos en la cárcel. Podría haber ido en coche, mucho más rápido, pero infinitamente más caro. El Gobierno había creado también miles de normas de tráfico que acababan convirtiendo en multa el más leve movimiento alejado del “nuevo código”; una metafórica forma de llamar al sistema recaudatorio más floreciente inventado desde la dictadura. Con su sueldo de “empleada del Gobierno”, Siobhan no podía permitirse pagar dichas multas, así que tocaba apretujarse y sentirse observada un rato más.
Subió al autobús, sentándose en el lugar más alejado posible de la entrada, al lado de la ventana, donde al menos podría tratar de distraerse mirando el paisaje. Siempre dejaba pasar las horas de autobús con la vista perdida. El Gobierno decía qué se debía leer y qué no, y evidentemente todo lo que valía la pena estaba prohibido. Así que, en una de sus veladas muestras de resistencia pasiva, Siobhan se negaba a leer mientras no tuviera libertad de elección.
El revisor la miró fijamente, al observar que llevaba su mano a la cabeza. A pesar del tiempo transcurrido, sus instintos la llevaban a llevarse la mano a la frente en un intento de curarse; por suerte había aprendido a que su energía Sanadora no se activara, evitando así las alarmas. Lo cual era horrible, porque dado que no podía sanarse, vivía perpetuamente en el dolor físico, somatizando en su cuerpo otro tipo de dolor, el que la dictadura le provocaba. Había muertes y torturas por todas partes; había perdido a todas las personas que le importaban y el hecho de tener que ocultarse trabajando para el Gobierno no hacía sino agravar ese dolor. Todas las horas que pasaba allí tenía que estar en alerta continuada, ya que cualquier error conduciría a su lenta muerte, a la tortura. Por eso vigilaba todos sus movimientos, sin saber nunca quién era su enemigo y quién no. Vivía en el terror, que era como un virus que la atacaba inexorablemente, que iba terminando con sus defensas, con sus esperanzas.
Angustiada, concentró su vista en la ventana, intentando apartarse del ángulo de visión del revisor. Mientras lo hacía, sus pensamientos vagaron hasta el día que era: 21 de diciembre de 2110. Sintió un estremecimiento, y fingió ante el guardia de seguridad que era por el frío que se colaba por las rendijas de la ventana. Pero lo cierto es que le dolía incluso físicamente pensar que el día más importante en la Tierra había sido borrado de la faz de ella. Habían pasado 98 años desde que, tal y como los mayas habían vaticinado, el mundo cambiara para siempre. Sin embargo, no había libros, ni recortes de periódicos, ni noticias, ni audiovisuales, ni nada que recordara a la población lo que surgió de aquel día. Silencio absoluto sobre la nueva raza que ellos mismos habían masacrado, de las guerras que surgieron por el poder, de la dictadura que había sido instaurada en lo que quedó del mundo después de la batalla final.
A los niños, esos mismos que se habían convertido en instrumento del Régimen, se les ocultaba esa parte de la historia; ya que en sus libros de texto solo había menciones al nuevo Gobierno creado tras el holocausto, a la dictadura que vendían como un éxito de una nueva sociedad. Y, los adultos que aún recordaban, se veían obligados a callar para no ser asesinados.
Con estos pensamientos, bajó del autobús con lentitud como si llevara sobre si el peso de los años, el peso del dolor de la soledad, la añoranza terrible del tiempo de los Sanadores, de los lectores de almas.
Los Sanadores… repitió en su mente mientras temía que la palabra prohibida se adivinara en su rostro. Niños nacidos el 21 de diciembre de 2012, el día en el que el cambio energético en el campo magnético de la tierra creó una nueva raza de seres humanos con un poder que nadie antes había podido imaginar.
Durante un breve espacio de tiempo, la primera generación de ellos fue considerada una bendición. Desde su nacimiento, tenían el poder de despertar en los cuerpos la capacidad curativa de los mismos. Después, con aprendizaje, usualmente a partir de la adolescencia, podían llegar a leer el alma de las personas, encontrando sus luces y sus sombras; permitiendo a esas mismas personas ver la bondad que yacía en su interior, dándoles a elegir el camino de la verdad y de la paz interior.
Su fama corrió como la pólvora. Todos los países querían tenerlos en ellos, todos hasta que se dieron cuenta de que jamás podrían utilizarlos a su conveniencia. Su poder era únicamente mostrar la luz en las almas, para que estas libremente eligieran cómo querían vivir. Por lo tanto, no podían manipular a nadie para hacer el mal, para dominar el mundo. Todos los intentos en ese sentido de los gobiernos y de los ejércitos fracasaron estrepitosamente. Por más que les encerraron, por más que les sometieron a torturas, no eran capaces de cambiar para lo que habían sido creados: la paz, el amor, la bondad. Pero no solo eran inútiles para los objetivos de los gobiernos, también se convirtieron en una terrible amenaza. Como lectores de almas, detectaban la oscuridad de los gobernantes, las conspiraciones que se creaban, el mal que pretendían extender. Como Sanadores, representaban el final de una de las industrias más lucrativas del planeta, la farmacéutica; y, a la vez, creaban un profundo sentimiento de rechazo en la población. Para poder despertar la capacidad curativa de las personas, estas tenían que estar dispuestas a crear un cambio en la conciencia, abrazar un nuevo estilo de vida libre de ira, de odio, de violencia, de maldad. Manipulados por las autoridades, la población comenzó a verles como una amenaza a su estilo de vida, como personas que podían leer su interior celosamente guardado; que pretendía que cambiaran cuando querían seguir siendo exactamente cómo eran. Los Sanadores les ofrecían crecimiento espiritual, pero la mayoría de la gente prefería el crecimiento material, seguir pisándose los unos a los otros, luchando por el poder en lugar de compartirlo. La rabia, la ira, la envidia e incluso el miedo hacia la nueva raza fueron calando en la población. Mientras, los diferentes países iban subiendo en su espiral de violencia generada durante siglos; hasta que lo que debería haber sido el comienzo de una nueva era de paz, de amor y de luz se convirtió en el comienzo de una guerra mundial que había estado a punto de destruir el planeta.
Siobhan miró a su alrededor, sintiendo de nuevo aquella punzada en el corazón tan característica, las ganas de llorar a lágrima viva que tendría que reprimir para no ser detenida. Aquello era lo único que quedaba en la Tierra. Las guerras diezmaron la población, las enfermedades causaron el resto de muertes. Los supervivientes se organizaron en el único lugar libre de plagas y no destruido por las bombas, un pequeño territorio en lo que antes fue la Península Ibérica. Un nuevo Gobierno surgió, una dictadura fue instaurada. Los Sanadores supervivientes se dedicaron a la búsqueda de los nuevos Sanadores que habían nacido, intentando aún que una nueva sociedad fuera posible. Cada uno de ellos se había convertido en un maestro, escogiendo un único discípulo a quién enseñar en secreto todo lo que ellos habían aprendido. Sin embargo, el Gobierno había encontrado la forma de localizarles. Detectaron la frecuencia en la que estaban cuando su energía se activaba, instalaron sensores y cámaras en todo el territorio y, uno por uno, fueron cazados como presas. Los maestros fueron aniquilados, los discípulos perseguidos, obligados a enterrar sus poderes para no ser detectados. Los libros fueron quemados, la sabiduría escrita totalmente perdida. Sin maestros, los que habían estado destinados a traer la paz y aumentar la vibración del planeta se convirtieron en meros títeres del Gobierno, ocultos entre las sombras como delincuentes, siempre temerosos de ser apresados.
Y la razón por la que Siobhan sabía todo eso era porque ella era una de aquellos Sanadores, quizás la última lectora de almas. Todos los que ella conocía estaban desaparecidos o muertos, así que era muy probable que fuera la última de su raza. Sin embargo, Siobhan se aferraba desesperadamente a la esperanza de que, escondidos como ella, quedarían otros lectores de almas, puede que incluso alguno de los maestros.
Su cuerpo tembló de nuevo ante aquellos pensamientos, y su rostro desencajado atrajo la atención de uno de los policías de calle. Se acercó a ella, con el rostro duro, la voz ronca y la mirada fría, y le espetó:
—¿Sucede algo, señorita?
Siobhan sintió como su corazón daba un vuelco. A la policía le bastaba cualquier excusa para llevarte al calabozo unas horas, más cuando eras joven y mujer. Evidentemente, no salías sin cicatrices en tu cuerpo y en tu alma por las violaciones y las torturas. Con voz suave, para que sintiera que le respetaba contestó:
—Hemos tenido mucho trabajo hoy en el Ministerio. Pero casualmente llevo algo para el dolor de cabeza, será mejor que me lo tome.
El policía la miró indulgente mientras ingería una de las pastillas de azúcar que siempre llevaba en el bolso. Trabajar para el Ministerio y fingir tomar medicación eran las formas más útiles de evitar sospechas. Le obsequió con una sonrisa amable, como si estuviera de acuerdo con el control al que la policía sometía a la población, pero no lo suficiente para que creyera que estaba interesada en él. Lentamente, se separó, recuperando su camino y también su compostura.
Mientras se alejaba, se repitió a sí misma que no podía permitirse mostrar sus sentimientos, era demasiado peligroso. Un simple fallo y todo habría terminado para ella, iría a la cárcel. Controló de nuevo sus temblores, al pensar en toda la gente que allí era torturada y asesinada a diario. Entre ellos, su maestro… Al pensar en él su rostro volvió a desencajarse, y apresuró el paso, intentando mantener el rostro bajo, para que las cámaras no captaran su estado de desesperación. Tenía que llegar a casa, y tenía que hacerlo pronto. La onomástica estaba afectando a la capa de frialdad que había conseguido crear durante años de duro entrenamiento, la única que había sido capaz de mantenerla con vida.
Un grito la sacó de sus cavilaciones. Era el de una mujer que, horrorizada, veía como un hombre caía sobre el suelo mientras se llevaba la mano al corazón. Siobhan corrió hacia él, intuyendo que estaba teniendo un infarto. Oyó voces acercándose, algunas llamando a una ambulancia, otras simplemente curioseando mientras ella se sentaba al lado de aquel hombre y le ayudaba a recostarse contra la pared. Sin pensarlo, tomo su mano para darle ánimos. Entonces, él la miró y le indicó que se acercara, susurrándole al oído:
—Ayúdame…
Siobhan le miró comprensiva y respondió:
—La ambulancia está en camino. No tardará.
—No tengo tanto tiempo. Por favor, Sanadora, ayúdame.
Siobhan sintió que su cuerpo entero temblaba ante sus palabras, al saberse reconocida. Hacía tantos años que nadie la llamaba así, que hasta ella misma había borrado ese nombre de su mente. Miró a su alrededor, pero, entre el bullicio, parecía que nadie le había escuchado. Sus ojos se volvieron hacia aquel desconocido que apretaba su mano con las escasas fuerzas que le quedaban mientras le suplicaba que le ayudara. Y, quizás por el día que era, quizás porque una cosa era ocultarse en las sombras y la otra denegar la ayuda a quién se la pedía explícitamente, colocó sus manos sobre él y comenzó a sanarle.
La sensación era increíble, como una droga que hubiera estado demasiado tiempo sin tomar. La energía fluía por su cuerpo hasta canalizarse en sus manos que, ardientes, se la transmitían al cuerpo enfermo. A través de ellas podía sentir como su corazón iba volviendo a la normalidad. Cuando le soltó, las alarmas activadas por la vibración de energía hacían rato que estaban pitando, pero Siobhan, concentrada como estaba, ni siquiera lo había advertido. Entonces, la señal de la sirena de la ambulancia se sumó al ruido y alguien le puso la mano en el hombro. Siobhan se giró, asustada, y una mujer de dulces ojos grises le susurró:
—Será mejor que te vayas, Sanadora.
Siobhan miró a su alrededor. Los congregados la miraban con una mezcla de miedo y de respeto, sobre todo porque veían que su energía realmente había comenzado el proceso curativo, interrumpiendo el infarto y sus consecuencias. Un hombre se sumó a la mujer y le instó con voz apremiante:
—Vete antes de que lleguen. No te delataremos.
Siobhan permaneció en silencio, observando al hombre al que había salvado. Él le sonrió y asintió con la cabeza mientras musitaba:
—Gracias.
—¿Cómo ha sabido quién soy? —le preguntó, expectante.
El hombre la atravesó con la mirada y con la voz rota por la emoción contestó:
—Porque hace años una vez un hombre me salvó de mis sombras, cambiando mi vida, enseñándome el camino de la luz. Cuando me tomaste la mano, sentí su energía a través de ti.
Al escucharlo, una lágrima se deslizó por la mejilla de Siobhan, comprendiendo todo. Discípulo y maestro mantenían la misma energía, incluso después de la muerte de cualquiera de ellos. Se sintió estremecer. Tras años de ocultarse, había vuelto a despertar en alguien la capacidad curativa y comenzar un cambio en su conciencia. Era una Sanadora por derecho de nacimiento, pero era en ese momento cuando se sentía realmente como tal. Sonrió al hombre, y le apretó con fuerza la mano, mientras la sirena retumbaba, acercándose amenazadora. La mujer volvió a insistir:
—Debes marcharte, ahora.
Siobhan asintió a regañadientes, lanzando una última mirada al hombre que había salvado y el grupo que la dejaba marchar. Después se levantó rápidamente y, sin correr para no llamar la atención, comenzó a alejarse. Mientras avanzaba, podía oír la sirena de la ambulancia detenerse, pero también a coches de la policía comenzando a llegar, acordonando la zona. En su mente solo tenía una idea: llegar a casa lo más pronto posible. Huyó por un callejón adyacente, intentando que las cámaras no captaran correctamente su imagen. Iba despacio, con miedo a que algún policía advirtiera su inquietud y la detuviera, sabiendo que esa vez no se libraría con una mentira.
Mientras caminaba, los ojos fríos y crueles del presidente parecían mirarle desde los inmensos carteles que inundan las fachadas y muros de la ciudad. Odiaba aquellos carteles, llenos de eslóganes vacíos, de falsas promesas y muchas amenazas. Y, en aquel momento, era como si la vigilaran, como si le recordaran que no tenía escapatoria, que iba a pagar por su insumisión. Que puede que aquel día desapareciera la última Sanadora.