Capítulo 25
El odio al diferente
¿Por qué hay hombres que odian a otros hombres? ¿Por qué la intolerancia? ¿Por qué el color de la piel de otro tiene que condenarlo al odio de aquel que tiene un color de piel más aceptado que el suyo? ¿Por qué los negros han tenido una existencia tan desdichada a lo largo de la historia? ¿Por qué la han tenido los judíos? ¿Por qué la tienen tantos palestinos en estos años? ¿Qué es lo que hace que un grupo odie a otro? ¿Se tiene una patria a través del diferente o solo se tiene un veneno que a uno lo va quemando por dentro? El racismo es odiar al otro, segregarlo, destruirlo, y que no forme parte del mundo de aquellos que lo odian.
¿Quién de nosotros no lleva adentro un perverso racista? La pregunta es incómoda, pero conviene que nos la hagamos. El racismo está difundido en el mundo. En estos momentos se levantan muros, se apalea a inmigrantes, se persigue a musulmanes bajo el rótulo de «terroristas». El racismo irrumpe en Buenos Aires contra «los negros que vienen del conurbano», ante el temor de que un día «paraguayos y bolivianos» invadan la ciudad. Es una esencia desgraciada de la condición humana.
Tres películas nos ayudarán a comprender este fenómeno. La primera, Grito de libertad (1987), de Richard Attenborough, trata sobre el apartheid en Sudáfrica; la segunda, Traicionados (1988), de Costa Gavras, enfoca el fascismo del New West de Estados Unidos, donde sobrevive el tristemente célebre Ku Klux Klan; y por último, El sospechoso (2007), de Gavin Hood, que se centra en la guerra de Irak.
El «grito de libertad» es lo que ansía el sometido, porque en esa exteriorización está el festejo por su liberación, que es el don más preciado del hombre. La película narra el peregrinaje doloroso de Biko, el líder de la rebelión de los negros contra la segregación racial sudafricana. El apartheid es esa zona en la que están los negros, los apartados de la sociedad. En una sociedad racista están los incluidos en ella y los excluidos. A estos últimos no solo se los mata de hambre sino que siempre llevan una marca racial, la marca de la negritud. La negritud es la que tiene el pueblo sojuzgado, humillado de Sudáfrica. En una de las escenas, Biko, el personaje que interpreta Denzel Washington, dice que aun cuando va a la zona de los blancos y es recibido por ellos, nunca se siente cómodo, se siente en un lugar al que no pertenece. La negritud se internaliza de un modo tan profundo que quien ha sido condenado por esa negritud jamás se puede liberar.
¿Qué significa este apartamiento? Además del desprecio y la humillación, significa siempre el miedo del hombre blanco a la rebelión del sometido. Y esto está presente en la cuestión racial, que debe ser vista como un aspecto de la lucha de clases. Porque estos negros trabajan para los blancos, son explotados. Hay una expoliación de tipo económico, fundada en que el blanco se considera superior y cree que el color negro pertenece a una etapa inferior de la evolución humana. Para el blanco, el negro es de África, un continente que está fuera de la historia.
El hombre occidental es esencialmente racista. Considera que encarna los valores de la civilización, de la cultura y el progreso, y quienes no pertenecen a Occidente son naturalmente inferiores. Para Hegel, por ejemplo, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, que dicta cuando es rector de la Universidad de Berlín, los países que no pertenecían a Occidente estaban fuera de la historia. Indios, negros, islámicos quedaban excluidos de la historia universal, porque ésta comenzaba con los griegos y culminaba en el centro de Europa con los alemanes.
El odio a la negritud es el odio al que no es como yo. Esto se da también en Estados Unidos y lo ejemplificaré con Traicionados, de Costa Gavras, un director empecinado en hacer películas políticas, como Estado de sitio, Z y Missing.
En Traicionados una agente del FBI es enviada a un lugar en el que se sospecha que está funcionando un grupo importante del Ku Klux Klan. La espía, interpretada por Debra Winger, no sospecha nada, se enamora de uno de los tipos de allí (Tom Berenger), porque ve que lleva una vida familiar muy linda y tiene unos niños preciosos. Ella acuesta a los niñitos, que empiezan a decirle cosas espeluznantes: por ejemplo que un rabino es alguien que tiene «una barba sucia con piojos» y que «lo hace con niños pequeños», al igual que los negros. «Un día vamos a matar a todos los negros y a los judíos y todo será muy lindo». Debra Winger empieza a darse cuenta que en esa casa pasa algo raro. Berenger es un miembro activo del Ku Klux Klan, y sueña con vengar la derrota del Sur en la Guerra de Secesión. Para conocer más sobre este grupo es fundamental ver un clásico del cine mudo, El nacimiento de una nación, de David W. Griffith, estrenado en 1915, que pregona que los valores del Sur son los de todo Estados Unidos. Los valores de los blancos se ven amenazados por los negros y los judíos. Existe un racismo muy especial con el judío, que no es de desdén sino de gran admiración. El racista teme que el judío lo derrote por su inteligencia. Cree que tiene que matarlo, porque si lo deja vivir conquistará el país gracias a sus aptitudes. Cuando el racista dice esto, lo que está sosteniendo es que el país le pertenece. En la Argentina, un tipo que manda un mail diciendo que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es judía y que va a traicionar a la patria por esa condición, es alguien que cree el país es de él. ¡Pobre infeliz!
Los nazis decían que los judíos iban a adueñarse de las finanzas de Alemania, gracias a su inteligencia. Los norteamericanos racistas afirman cosas similares. En cuanto a los negros sostienen que como vienen de África pertenecen al reino de los animales. En consecuencia, son inferiores por naturaleza, no les cabe otra condición que la de esclavos. El Ku Klux Klan siente tal superioridad sobre el negro que se arroga el derecho de matarlo.
Sartre sostiene que si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría. El antisemita es un tipo tan mediocre y pequeño que necesita odiar para lograr alguna estima propia: yo odio a ese tipo porque es inferior a mí; odio a ese negro, soy superior.
El sospechoso nos lleva a la guerra de Irak. En las películas de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos siempre desempeña el rol del «bueno». En Corea también. Pero en Vietnam ya no. Algunos films comienzan a denunciar las atrocidades cometidas en tierras asiáticas. Más cerca en el tiempo, la guerra de Irak dio varias películas que muestran la tortura sistemática implementada por las fuerzas de la potencia.
El racismo facilita la tortura. Si el tipo a quien se tortura, pertenece a una raza inferior, enemiga o sospechosa, todo es válido. En la película de Hood el sospechoso es un egipcio de nacimiento, pero que ya lleva viviendo veinte años en Estados Unidos, cuya mujer es una norteamericana que trabaja en una empresa en la que gana 200 mil dólares por año. Y lo detienen sin fundamentos. Sospechan de él y lo torturan para sacarle información. Al hecho de obtener información, se lo llama, paradójica y cruelmente, «trabajo de inteligencia». La tortura es el «trabajo de inteligencia» de los servicios de secretos.
La película se detiene en una historia curiosa. Un agente de la CIA está presenciando las torturas a las que es sometido este egipcio. Pero no aguanta ver. Esto no es muy creíble. Si yo entrara en la CIA, sabría que una de sus metodologías es la tortura. Sabría, por ejemplo, que en el Estadio Nacional de Chile, cuando lo derrocaron a Salvador Allende, había agentes de la CIA enseñando a torturar. Sabría que la Escuela de las Américas de Panamá daba clases de tortura, donde aprendieron nuestros militares genocidas. No sería tan ingenuo. Pero este muchacho entró a trabajar en la CIA como quien hubiera entrado en la Secretaría de Agricultura.
El tipo que tortura al egipcio tiene tal crueldad y sadismo que aunque no saque información lo va a seguir torturando. Nunca llegará el momento en que diga «ya está bien, este hombre no tiene qué decirnos, llévenselo». Si no dice nada, lo va a seguir torturando. El egipcio empieza a decir nombres, pero no son los buscados. Pertenecen a los integrantes de un equipo de fútbol de ese país africano.
El agente de la CIA llama a un superior (el personaje lo hace Meryl Streep) y le advierte que están torturando a un hombre que no tiene datos. «Estados Unidos no tortura, obtiene información», dice ella con frialdad. «Si nosotros no hiciéramos esto que está usted viendo, no habríamos salvado a las 7000 personas del atentado en Londres; una de ellas podría haber sido mi nieta…». «Ese atentado no se realizó, pero sé que a este hombre lo están torturando en este momento», le retruca el espía sensible.
Para desgracia y vergüenza de la condición humana, la tortura está instalada en todos los Estados del mundo, que anteponen la seguridad a la moral de no atormentar a una persona. Cuando se tortura a alguien, el que pierde su humanidad no es solo el torturado, que es totalmente humillado y reducido a una cosa, sino también el torturador que se hunde en la animalidad. Desde otro punto de vista podemos decir que el hombre no tortura porque es inhumano, que tortura porque es humano. Las bestias no torturan, ningún animal tortura a otro. Solo el hombre tortura. No idealicemos al hombre. El hombre contiene en sí lo bueno y lo malo, y cada vez más, lo malo le está ganando a lo bueno.
Así va la historia. Estados Unidos tortura para obtener información a musulmanes, egipcios, islámicos… a cualquier persona que no pertenezca a las etnias civilizadas de Occidente. En todo caso, son más accesibles.
El racismo tiene varias formas de expresión. Una de las más crueles se dio en la conquista de América, que se hizo con la espada y la cruz. Los españoles se encuentran con los aborígenes, a quienes consideran inferiores por varios motivos, por ejemplo, porque carecen de alma. ¿Y cómo llegan a esa conclusión? No tienen alma porque no son cristianos. Un motivo para matarlos sin culpa. Quien acompaña al conquistador es el sacerdote, que viene con la misión de evangelizar. Aquellos que no aceptan «la palabra de Dios» son eliminados. Se calcula que en la conquista de América murieron entre treinta y cincuenta millones de indígenas. Ustedes observen el horror de las cifras. Cuando caemos en este tipo de estadísticas es porque toda vida humana ha perdido su valor.
Ese racismo se hace en nombre de Dios, del Evangelio, de valores trascendentes. La trata de negros también contribuyó a esa segregación. Los negros eran traídos de África para que trabajaran como esclavos en las plantaciones del nuevo continente. Y al ser esclavos, existía sobre ellos un racismo natural. Cuando un blanco pone a un negro a trabajar, y lo considera su esclavo, hay en eso un desprecio profundo.
Esa esclavitud fue uno de los factores que determinó la Guerra de Secesión en Estados Unidos. El Sur sigue reclamando el orgullo de ser racista, de tratar mal a los negros y de sustentar una ideología cuyo punto extremo es el Ku Klux Klan. Este ejército paralelo de fanáticos que se encarga de torturar y matar negros. Es el odio y la venganza, por haber perdido aquella contienda.
¿Por qué hay quienes se sienten con la autoridad de torturar a otros? Siempre hay un motivo ideológico o un motivo racial. El motivo racial también esconde un motivo ideológico. «Yo te torturo porque sos inferior a mí»; «yo te torturo también porque sos un enemigo de mi patria, alguien que la agrede; vos tenés información de los que agreden a mi patria, y voy a sacártela; no tengo tiempo de interrogarte de otro modo, porque mientras te interrogo de buenas maneras, tus amigos, es decir, mis enemigos, siguen cometiendo acciones terribles».
El exmilitar Aldo Rico decía que «hay que hacer hablar al prisionero de alguna forma» con el fin de obtener «rápida información para evitar un daño mayor». Estas afirmaciones tenebrosas fueron recogidas por Pilar Calveiro en su libro Poder y desaparición. Los torturadores argentinos aplicaban sus métodos siniestros a quienes detenían para obtener información y, de inmediato, capturar a quienes el torturado delataba. De este modo, la tortura forma parte del racismo, y también del odio ideológico. El que llama «subversivo» a otro y lo tortura está ejerciendo una forma de racismo ideológico. «No desaparecieron personas sino subversivos», decía Ramón Camps, símbolo del terrorismo de Estado.