Capítulo 3

El sexo en el cine

El sexo puede ser muchas cosas. Puede ser posesión, sometimiento, castigo, pasión, desborde, miedo a la muerte, tentación, engaño. Hay mil y una formas en que el sexo puede manifestarse. Pero el sexo puede ser, también, alegría. Puede ser la manifestación del amor por medio del cuerpo. La expresión física, carnal, de decir algo que no puede ser dicho de otro modo. También puede ser fecundidad.

El sexo une al ser humano con lo más hondo de la vida. Lo liga a ella, lo re-liga. Re-ligación con el Dios de la vida. Qué paradoja que la Iglesia tanto lo controle, lo vigile, lo prohíba. Porque si Dios es amor, ¿cómo podría abominar de la expresión carnal del amor, de la cercanía de los cuerpos, del placer infinito que, muy a menudo, acerca al hombre a la plenitud divina?

En 1998 publiqué Pasiones de celuloide. Ese libro contiene en el título una palabra clave que remite al tema de este capítulo. En realidad, el tema de este capítulo se puede tratar sin pasiones, pero no es lo más adecuado. Sin pasión no estaríamos aquí, no existiría nada. La tierra sería un lugar hermosísimo porque no habría seres humanos en ella.

El sexo nace como tentación y pecado. El sexo nace porque Eva lo tienta a ese badulaque de Adán, que no quería saber nada con ella. Pero aparece la serpiente, personaje fascinante, para introducir lo negativo en el paraíso terrenal, que puede considerarse, si complejizamos la cuestión, una entidad siempre igual a sí misma. Y era indispensable quebrarlo para que naciera la historia humana, porque sin que el paraíso terrenal se destruyera a sí mismo no habría historia humana. O sea que la historia humana surge porque Eva come la manzana y peca. En síntesis, la historia humana surge del pecado porque surge del sexo, que debe ser algo muy importante, para que dé origen a algo tan importante como la historia humana. El tema del sexo nos conduce, indefectiblemente, a considerar sus distintas variedades: el sexo como seducción, el sexo como perdición, el sexo como pura pasión, el sexo como negación de la muerte, el sexo como lucha ante la idea de la nada, y de la muerte.

El ángel azul (1930) presenta a una actriz bellísima que fue la creación del director alemán Josef von Sternberg y, sin duda alguna, uno de sus grandes amores: Marlene Dietrich. Ambos formaron una pareja artística que hizo films excelentes, realmente muy ponderables, y tras el nazismo siguieron una carrera rutilante en Hollywood.

Si se hace una lectura minuciosa de El ángel azul, se percibe que está prenunciado el fenómeno del nazismo, que se consolidará en el poder tres años después del estreno del film. Lola Lola, el personaje de Dietrich, es la expresión de la sexualidad como carnalidad pura. Es la sexualidad en tanto vitalidad. Al encarnar la sexualidad y la vitalidad se la ha identificado con el surgimiento del nacionalsocialismo. Es decir, es la irracionalidad, es la carne, es la vitalidad. No está de más recordar que el nazismo reclamaba un espacio vital, abominaba de la razón y la reemplazaba por la violencia y la barbarie histórica.

En esta misma línea de interpretación no es ingenuo que el profesor que mira desde el palco la voluptuosidad femenina se llame Immanuel Rath, un nombre que deliberadamente remite a Immanuel Kant. Este profesor, representado por el actor Emil Jannings, cae a los pies de Lola Lola, seducido por ella. La razón se rinde ante lo irracional, lo vital somete a lo racional y lo humilla por completo. Lo humilla porque el poder que ejerce sobre ella es superior.

Luego de ser humillado durante toda la película, el profesor Immanuel llega a su pupitre, desde el que daba sus clases, y se aferra a él como si aprisionara sus viejos valores, esos en los que creía y que perdió seducido por Lola Lola. Ese pupitre es el último resto de razón que le queda.

Varios años después de El ángel azul, Hollywood nos ofrecerá una película dirigida por el formidable Henry Hathaway y con una protagonista tan volcánica como Marlene Dietrich: Marilyn Monroe. Niágara es un film de 1953, en radiante technicolor, producido por la Fox, en el que Marilyn se consagra definitivamente como una gran estrella, un ícono del cine moderno. Niágara, que puede ser considerado un film noir, narra la historia de una mujer de una sensualidad desbordante —obvio, Marilyn— y de un marido extremadamente celoso y neurótico, Joseph Cotten. Para su desgracia, Marilyn planea matarlo en complicidad con su amante. Las sospechas del pobre Cotten eran ciertas.

Hay una escena que resume el potencial de la película; Marilyn luce un vestido rojo… (Una digresión: toda mujer alguna vez en la vida tiene que ponerse un vestido rojo, no lo dejen de hacer. Otra digresión: muchas actrices han impactado con un vestido rojo, entre otras, Cyd Charisse en Brindis al amor (1953) y Michelle Pfeiffer en Los fabulosos Baker Boys (1989)…). Decía que Marilyn luce un vestido rojo y canta mientras suena una melodía en el tocadiscos. Cotten sale de la cabaña en la que estaban y lo parte en mil pedazos. Una prueba contundente de su neurosis. La canción de Marilyn es «Bésame». En El ángel azul, Marlene entona «Estoy hecha para el amor de la cabeza a los pies». Ambos temas son una declaración sobre ellas mismas.

Marilyn es un caso excepcional en la historia del cine, porque se ha transformado en un símbolo, cosa que, confieso, no me llama la atención. En Niágara, ella parece de cartón si se la compara con la Marlene de El ángel azul. Mucho technicolor, mucho lápiz labial, mucho bamboleo. Pero en Niágara hay otra actriz, Jean Peters, que también estuvo en ¡Viva Zapata! y El rata, que es mucho más interesante que Marilyn. Está sin maquillaje, tiene mejores piernas, en definitiva, es más bella. Pero se casa con Howard Hughes y nunca más vuelve al cine. Sin embargo, las multitudes, especialmente las masculinas, seguirán a Marilyn.

Pasemos ahora a El cartero siempre llama dos veces en la versión que interpretaron Jack Nicholson y Jessica Lange, dirigida por Bob Rafelson, en 1981. Yo lo conocí a Bob Rafelson cuando vino a la Argentina y le pregunté, haciéndome el estúpido: «¿Cómo hizo para filmar esa escena de tanto voltaje sexual entre Nicholson y Lange?». Y me contestó: «Actuaron». Solamente eso, acting. O sea, los actores actúan y hasta actúan las escenas de sexo. Así que mi pregunta fue una estupidez. Pero me arriesgué a preguntar una estupidez, con tal de saber lo que quería saber.

La escena en la que tienen sexo sobre la mesa de la cocina está filmada de manera impecable. Imaginemos por unos segundos que soy el marido de Jessica Lange y ella me dice: «Estaba actuando, mi amor». ¡Me divorcio! ¡Igual me divorcio!, y le digo: «Lo nuestro ha terminado». Pero volvamos a la escena. La cámara no se detiene y ambos están muy lanzados, manchados de harina, porque ella estaba horneando. ¡Hasta la harina se convierte en un elemento erótico! Ella tiene constantemente su boca entreabierta y está transpirada. Eso puede ser actuación, pero a veces no es actuación. Hay mucha compenetración en los roles. Y cuando se está haciendo arte los actores se meten a fondo en lo que hacen.

Ahora nos ubicaremos en la antítesis de la pasión, en el otro extremo de Jessica Lange, un témpano francés contra el cual, si el Titanic chocaba, quedaba hecho trizas, peor que cuando impactó con el iceberg: Catherine Deneuve. El genial Luis Buñuel explota lo mejor de ella, su frialdad, en Belle de Jour (1967), una extraña película que pertenece a sus realizaciones de la etapa francesa. Para mí, su mejor film lo hizo en México: Los olvidados (1950).

En Belle de Jour, una señora de la alta burguesía se aburre y para entretenerse —usted impida que su mujer haga eso porque…— se emplea en un burdel como prostituta. Su vida deviene más entretenida porque alterna con diferentes hombres, como suele ocurrir en ese oficio, el más viejo del mundo, según dicen. En la parte más misteriosa de la película, ella muestra una cara de enorme satisfacción cuando abre una cajita que le regala un cliente chino, quien le propone usar lo que hay allí dentro para mantener relaciones sexuales. Las otras prostitutas habían rechazado la proposición, pero Deneuve accede. Más tarde, alguien le pregunta —ella está con la cara dada vuelta— cómo la había pasado o si fue muy terrible la experiencia con el chino, ella expone su rostro más sensual, con una expresión de placer, de hondo placer, que expresa su satisfacción plena, algo inesperado para el espectador. ¿Qué había adentro de la cajita? Un misterio. Quizás una película actual explicitaría que había allí todo tipo de elementos propios de un sex shop. Está perfecto que Buñuel no haya explicitado nada, porque la incógnita funciona.

Esta es una película misteriosa. No sabemos qué hay en la cajita del chino; no sabemos qué es lo que el personaje de Deneuve pretende con su nuevo oficio; no sabemos por qué la película empieza con un carruaje que avanza al son de unos cascabeles, con ella en su interior, y termina con ese mismo carruaje, pero vacío. Esos guiños de las películas europeas estaban, digamos, para engatusar a los espectadores: «¡Miren qué profunda es esta película que ustedes no entienden un corno!». Porque nadie sabrá qué había en la cajita del chino, ni por qué el carruaje está vacío en el final de la película.

Volvamos al sexo, pero con otro film. El director Bernardo Bertolucci tuvo la inmensa fortuna de conseguir que Marlon Brando aceptara el protagónico de El último tango en París (1972). Para mí es el mejor trabajo cinematográfico de Brando. Y lo acompaña una jovencita, María Schneider, hija del actor francés Daniel Gélin, que realmente pone todo lo que hay que poner en esta película, en la que el sexo es la expresión de la desesperación existencial. Según algunas anécdotas, Bertolucci los puso a los dos en un departamento y les dijo: «Bueno, háganse de todo, porque en esta película ustedes no deben tener ningún problema para tocarse, mirarse, revolcarse, etcétera». Pero la película no es una película sexual para excitar al espectador. Es una profunda reflexión sobre el sexo como herramienta para impedir que la angustia penetre en el alma. Brando representa a un hombre destrozado por el sorprendente, para él, suicidio de su mujer. Ese suicidio le ha tornado demasiado explícita la idea del fin de la vida. Y, sobre todo, la idea del fin de la vida por decisión propia, el alzar la mano contra uno mismo. Paul (Brando) es un desesperado que vive obsesionado por la idea de la muerte. En una escena crucial, va a alquilar un departamento y se encuentra con una jovencita. Sin decirse sus nombres —es una clave que hay entre ellos: «no quiero decirte cómo me llamo ni saber cuál es tu nombre»— tienen sexo salvaje, compulsivo, obsesivo, sin detenerse. Porque él, a través del sexo, intenta olvidar. La noción de muerte es constante en él y —lo voy a decir a lo Heidegger— se le hace presente en la idea de la nada. Paul manifiesta este pensamiento durante el monólogo que hace ante el cadáver de su mujer, una obra maestra de actuación:

—Nuestro matrimonio solo era una madriguera para ti. Y para deshacerlo, solo necesitaste de una navaja de 35 centavos y una bañera. Maldita puta barata y dejada de la mano de Dios. Espero que te pudras en el infierno. Eres peor que el peor cerdo callejero que pueda existir. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué? Porque mentiste. Me mentiste. Y yo confiaba en ti. Sabías que mentías. Dime que no mentiste. No se te ocurre nada, ¿verdad? ¿Eh? Anda, dime algo. Anda. Sonríe, puta. Anda. Dime… dime algo tierno. Sonríeme y dime que yo entendí mal. Anda, dime, coge-cerdos. Maldita mentirosa, coge-cerdos de mierda. Lo siento… es que no… (llora). No puedo soportar ver estas malditas cosas en tu cara. Nunca usaste maquillaje. Toda esta mierda. Te quitaré esto de la boca. Siempre odiaste el lápiz labial. ¡Ay, Dios!, (llora más fuerte). Lo siento. No sé por qué lo hiciste. Yo también lo haría, si supiera cómo.

¿Qué le reprocha Brando a su esposa muerta? Le reprocha que le revelara la idea de la muerte, el hecho de la muerte. Porque la muerte es algo que le ocurre a los otros. Vemos la muerte como un espectáculo. Somos espectadores. Pero ahí Paul está viendo que ella realmente murió y por eso dice: «Yo también lo haría, si supiera cómo». No es que no sepa hacerlo, es que no quiere hacerlo, no se atreve. Y lo que ella le revela es que todos morimos. ¡Todos morimos! En realidad, lo terrible que advierte Paul es que aunque ella haya muerto, no murió por él, porque nadie muere por nosotros, él va a tener que morir por él. La muerte es algo propio, personal, inalienablemente nuestro. Esa mujer no murió por Paul, pero le reveló el hecho de la muerte, le reveló que la criatura humana está en este mundo para vivir, pero que, inevitablemente, morirá.

Paul trata de tapar la angustia que le despierta la idea de la muerte a través del sexo. En este sentido, el sexo tiene en El último tango en París una densidad metafísica, porque este hombre necesita tener sexo en forma compulsiva para olvidar que va a morir, irremediablemente, haga lo que haga. Y, en efecto, Paul muere, pero muere de un modo inesperado. Bertolucci imprime al desenlace una gran densidad. Paul y Jeanne tienen una promesa: no decirse sus nombres. En un momento, están discutiendo y ella dice su nombre. Y cuando lo hace, le dispara. Es como si hubiera dicho: «Cuando te dije mi nombre, nuestro pacto se quebró. Y si nuestro pacto se quebró, yo puedo matarte». Brando, en una colosal actuación, camina herido hacia el balcón, se saca el chicle que estaba mascando y se desploma. Ella llama a la policía y dice un texto formidable: «No sé quién es. Me siguió en la calle. Intentó violarme. Es un demente. No sé su nombre. Quería violarme. No sé. No lo conozco. No sé quién es. Es un demente. No sé su nombre».

En la Argentina, esta película se prohibió por la famosa escena de la manteca: Paul corta un pedazo de manteca para tener sexo anal con Jeanne. Nadie advirtió que esa escena no era sexual, sino que estaba cargada de soledad, de la desesperación de Paul, de un intento de brutalizar incluso a su compañera por el terror que tenía, por la necesidad de sumergir su angustia. La gente hacía cuadras de cola para conseguir entrada. Y, finalmente, Octavio Getino, como director del Ente de Calificación Cinematográfica durante la presidencia de Héctor Cámpora, autorizó la exhibición, pero fue por poco tiempo. La prohibición duró una década.

En las cinco películas analizadas, el sexo aparece como algo tortuoso. En El ángel azul, Lola Lola seduce sexualmente al profesor Immanuel Rath. En Niágara, Joseph Cotten, que es un terrible neurótico, tiene sexo con Marilyn, que lo enloquece hasta tal punto que él la mata. En El cartero siempre llama dos veces, la pasión entre Jessica Lange y Jack Nicholson los arroja a la perdición, hasta unirse para matar al marido despechado. En Belle de Jour, Deneuve se aburre y entra a trabajar en un burdel. Y en El último tango en París, para solucionar el miedo ante la muerte y el problema de la angustia, Brando tiene sexo salvaje con Schneider.

En todos los casos el sexo surge como perdición, como modo de enfrentar la angustia, como sometimiento sobre lo racional. Pero el sexo también puede ser sinónimo de alegría, libertad, fuerza, ganas de vivir. Porque el sexo es algo muy hermoso, tan hermoso que los necios de la Argentina, los censores del estilo de Miguel Paulino Tato, prohibieron películas como Myra Breckinridge, con John Huston y Raquel Welch, porque se alteraron con la escena lésbica en la que ella participa con una joven Farrah Fawcett. Con la tradición católica a cuestas, los gobiernos militares también vieron pecado en el cuerpo femenino y en el acto sexual.

Hable de estas películas en las cuales el sexo puede llevar a la perdición o ser utilizado para frenar la angustia, pero el sexo, simplemente, puede ser fuente de amor. El sexo sería, desde una perspectiva sencilla, llana, la expresión carnal del amor. Hay dos personas que se aman y se dan amor a través de sus cuerpos. En este sentido, quizás el señor Tato, las castas militares que dominaron la Argentina y los sectores del catolicismo preconciliar, torquemadista, inquisitorial, vieron el pecado en un acto tan hermoso del que, nada más y nada menos, nacen los seres humanos. Los equivocados fueron ellos, los enfermos fueron quienes prohibieron cualquier manifestación dionisíaca. Un ser que está atormentado por una fe a la que se ha sometido y que confunde sexo con pecado queda mutilado. Y es por eso que ocurren tantas cosas extrañas dentro de los claustros monásticos, porque el sexo no puede ser contenido, es parte de la naturaleza del hombre y se expresa a través de él. Una mujer le expresa al hombre su amor y un hombre le expresa a la mujer el suyo. Y eso es hermoso. Aunque el sexo tenga de paradójico que se acaba en sí mismo.