Capítulo 16
Medios por todos los medios
¿Por qué el poder se identifica con la posesión de los medios de comunicación? ¿Por qué lo comunicacional conquista la subjetividad de las personas? ¿Por qué la propaganda es tan abusiva? ¿Por qué se impone? ¿Por qué es tan sofocante? ¿Por qué los medios se fusionan entre sí? ¿Por qué los medios compiten entre sí? ¿Por qué un medio quiere devorar a otro y, en la medida en que lo devora, se vuelve más poderoso? ¿Por qué todos los medios tienden a la concentración, a la acumulación de poder? Porque, en última instancia, los medios quieren sujetar nuestra conciencia, nuestra condición de sujetos libres.
Estamos en contacto con los medios desde que desayunamos. Luego, a lo largo del día, seguimos vinculados a ellos. Y por la noche, nos encontramos con gente que repite o que disiente con lo que dicen algunos medios, y con medios que intentan concentrar todo el poder, para lograr un discurso único; es decir, unificar la opinión mediática, y unificando la opinión mediática se unifica la opinión pública, que opina lo que opinan los medios. De modo que para todo medio la concentración es fundamental, porque es detentar el poder de la opinión pública.
Hay excelentes películas que tratan sobre los medios de comunicación y su concentración. Elegí una de la década del 70 y dos de los 90: Poder que mata (Network, 1976), dirigida por Sidney Lumet, un notable director, que ahora se está acercando a los 90 años, y que en 2007 rodó su último trabajo, Before the Devil Knows You’re Dead, con Philip Seymour Hoffman y Marisa Tomei; The Truman Show (1998), de Peter Weir, con Jim Carrey; y Mentiras que matan (Wag the Dog, 1997), con Dustin Hoffman y Robert De Niro.
Network se conoció por estas tierras con el título Poder que mata. El poder mediático mata. ¿A quién mata? Mi tesis fundamental a lo largo de este capítulo será que el poder mediático mata la libertad del sujeto, del sujeto que recibe el mensaje del poder mediático. En la medida en que lo recibe pasivamente, su conciencia crítica queda amortiguada, anonadada. Como es una conciencia pasiva, recibe el mensaje del emisor sin oponérsele; en consecuencia, lo que caracteriza al receptor pasivo es que a los diez minutos de estar escuchando al emisor, éste coloniza su subjetividad. El sujeto cree lo que el medio quiere que crea. La dominación ya está en marcha. La conciencia crítica de los receptores es asesinada.
Poder que mata es la historia de Howard Beale (Peter Finch), un loco suelto, con gran poder de convicción, a quien la empresaria que determina la programación del canal de televisión, Diana Christensen (Faye Dunaway), lo contrata para hacer enojar al público, porque en ese momento el medio necesita que la gente se enfurezca, que salga a las ventanas y grite lo que está diciendo ese conductor chiflado: «¡Estoy muy furioso y ya no lo aguantaré más!». Cuando la televisión pide la rebelión, la gente se rebela y sale, grita, etc. etc. Pero cuando decide que el asunto de la rebelión no hace más falta y quiere volver al orden, combina con los terroristas de un programa que se llama nada menos que «La hora de Mao Tse-tung» para que maten a Howard Beale ¡en vivo! El rating se eleva. Todo está pensado. Faye Dunaway propone al resto de los directivos: «¿Qué dicen muchachos sobre un asesinato? Creo que puedo hacer que la gente de Mao Tse-tung mate a Beale por nosotros como uno de sus programas. De hecho, sería un programa increíble como estreno de temporada. Los miércoles por la noche enfrentamos duras competencias de las otras cadenas, y “La hora de Mao Tse-tung” se podría beneficiar con una apertura sensacional. Podría hacerse frente a las cámaras, en el estudio. Podríamos conseguir un fantástico público en vivo, por el asesinato de Howard Beale en nuestro programa inicial».
En un momento, alguien le dice a Howard Beale que «ya no hay Primer Mundo, ni Tercer Mundo, ni Segundo Mundo, solo hay dinero». Y para hacer dinero hay que obsesionarse, como el personaje de Faye Dunaway, que cuando se va la cama con William Holden no puede hablar de otra cosa que no sea de negocios: «El New York Times y el Washington Post escribirán editoriales. Por meses estaremos en primera plana. Tendremos más prensa que Watergate. Todo lo que necesito son seis meses de litigación federal y “La hora de Mao Tse-tung” puede empezar a tener su propio espacio. Lo que realmente me molesta ahora es la programación del día. NBC tiene tomado todo el día con sus asquerosos programas de juego, y me gustaría destruírselos».
William Holden tiene que soportar esa obsesión por los negocios cuando está viviendo la última aventura sexual de su vida: «Estoy en una edad en la que mis amigos escriben sus memorias o se mueren. Soy un hombre con dudas fundamentales». ¡Un gran actor! Con trabajos sobresalientes en Sunset Boulevard (1950), Infierno 17 (1953) y Sabrina (1954), entre otras.
Poder que mata muestra cómo los medios aniquilan la decisión autónoma del sujeto. Cuando Howard Beale enloquece e increpa a todos —«Saquen la cabeza por la ventana y sigan gritando. Griten: “¡Estoy muy furioso. Ya no lo aguantaré más!”. Levántense de sus sillas»— es porque el medio quiere que haya una revuelta para conseguir algo que el medio necesita. Y Howard Beale lo consigue. Toda la gente se asoma, grita su furia. Pero cuando él ya no es necesario, es arrojado a la basura.
En ese programa final el locutor le pregunta a los asistentes: «¿Cómo se sienten?». Y la respuesta es inmediata: «¡Estamos muy furiosos y ya no lo vamos a aguantar más!». El show sigue. Entre aplausos, el locutor anuncia los diferentes segmentos del programa: «“La Hora de las noticias”, con Sybil, la adivina; Jim Webing, con su “Departamento de la Verdad”; la Señorita Mata Hari y sus esqueletos en el armario. Esta noche otro segmento de “Vox populi”. ¡Y presentando al profeta loco del aire, Howard Beale!». El animador aparece en el escenario. Los aplausos aumentan. Dos personas del público le disparan con revólver y ametralladora. Cae bañado en sangre.
Todo esto es una corporación, una corporación poderosa, cuya ambición es, por supuesto, sumar más corporaciones, hasta que el poder que mata sea el más concentrado, el más poderoso, y si es posible, el único poder.
The Truman Show lleva el tema de la manipulación mediática al extremo. Truman Burbank (Jim Carrey) es de carne y hueso, pero tiene planificada la vida desde su nacimiento. Todo, absolutamente todo lo que haga, será transmitido por televisión. Truman es una creación de Christof (Ed Harris), quien maneja el «programa» de su vida. La ciudad en la que vive el protagonista es un set de televisión. El espectador va entrando en ese mundo de fantasía desde el principio de la historia. Un farol cae a la calle, pero, en realidad, es un reflector de ese gran estudio de grabación. Todo es una poderosa metáfora. Quizás a todos nos pasa lo mismo. Vivimos en una ciudad en la cual creemos que somos libres, pero ignoramos lo fundamental: somos conducidos, tal como Christof conduce a Truman.
Esto lleva al extremo mi tesis: no somos dueños de nuestras vidas, cada uno de nosotros tiene un Christof que nos guía, nos maneja, nos manipula. Estamos enajenados, no somos los dueños de nuestras conciencias, el poder mediático se ha adueñado de ellas, y también de nuestras acciones. Somos, entonces, sujetos sujetados por el poder de los medios.
La gente sigue el programa y las publicidades sostienen el show. La sociedad de consumo no puede estar ausente. Truman discute con su mujer (Laura Linney) y, de golpe, ella saca un paquete y dice «es el mejor». ¡Igual que en nuestra televisión! Ignora por completo que su esposa es una actriz y que está puesta allí para pasar publicidades:
—Déjame buscar ayuda, Truman. No estás bien.
—¿Por qué quieres tener un hijo conmigo? No me soportas.
—¡No es cierto! ¿Puedo prepararte un vaso del nuevo Mococoa? Son granos de cacao del Monte Nicaragua, sin edulcorantes.
—¿De qué demonios hablas? ¿A quién le hablas?
—He probado otras marcas, pero este es el mejor.
—¿Qué tiene que ver esto?
Pero Truman comienza a sospechar que su vida no es su vida, sino que está conducida por Otro. No sabe quién es ese Otro, pero se da cuenta que todos los demás tienen conductas muy raras hacia él. Es el camino de Truman hacia la libertad.
El final de la película es conmovedor. Truman va en una pequeña embarcación y choca con un decorado. Su pequeño mundo tiene límites. Descubre que hay una escalera, la sube y ve que dice exit, o sea, salida, y abre la puerta. Y ahí Christof es el que se aterroriza, y le empieza a hablar, mientras lo observa por una cámara. Truman suspira, está asustado. «¿Quién sos?», interroga a la nada y, de inmediato, escucha: «El creador de un programa de TV que da esperanza, dicha, e inspiración a millones de personas». Christof le advierte que no renuncie a esa vida y le dice algo así: «En mi mundo vivís protegido, no pensando lo que vos querés pensar, sino pensando lo que yo te digo que pienses. No tenés el esfuerzo de pensar, ni de preocuparte por ser vos, no tenés que preocuparte por elaborar ideas, por sentirte responsable de nada; yo te voy a dar una vida feliz, te voy a decir cómo ser feliz, y, sobre todo, lo que vos tenés que pensar para ser feliz. Aquí estás seguro, te controlo, te cuido, solo al precio de que me des tu conciencia. Si vos me das tu conciencia, te aseguro que vas a ser feliz».
La puerta da a un lugar oscuro, la incertidumbre total. Pero esa es la libertad. La libertad es la incertidumbre total, mientras que la esclavitud es la certidumbre controlada. Entre la incertidumbre total y la certidumbre que le da Christof, Truman elige ser libre, el riesgo, el enorme peso, la responsabilidad que exige la libertad, la conciencia crítica, aunque quizá le duela y le haga ver lo que no quería ver. En algún momento parece arrepentirse: «Christof, quiero volver con vos porque la libertad me pesa, me hace pensar por mí mismo; esto es muy fatigoso, me hace odiar cosas, o me hace amar cosas, o adherir a causas a las cuales yo no quería adherir, quiero volver». Pero ya es tarde. Eligió ser libre. Es el costo de la incertidumbre, pero también el beneficio absoluto de la libertad del sujeto. Y eso es lo que Truman ha elegido.
La tercera película que ayudará a comprender la omnipotencia mediática es Mentiras que matan. Y la demostración máxima de omnipotencia del poder de los medios está en crear una guerra.
En este caso, se trata de inventar una contienda para distraer la atención del público norteamericano ante un desliz sexual del Presidente. Hay que idear algo rápido para que la gente se olvide de eso. Un operador político del mandatario (Robert De Niro) contacta a un gran productor de Hollywood (Dustin Hoffman) para que resuelva el tema.
El filósofo francés Jean Baudrillard publicó en 1991 La guerra del Golfo no ha tenido lugar, en el que sostenía que el mundo no había visto nada de esa guerra, que todo había sido montado para televisión, con brillos, destellos, colores. Porque una guerra es algo horroroso, con cadáveres, mutilaciones… Pero la Guerra del Golfo fue una guerra mediática. «¿Qué supieron sobre la Guerra del Golfo? Un video de una bomba volando un edificio. Quizá era de juguete», afirma el cerebro del plan para salvar al Presidente. Si un gobierno, el norteamericano en este caso, se propone hacerle creer a su población que su país ha tenido una guerra con una nación pequeña, como Albania (es la elegida en la película), lo puede lograr a través de los medios de comunicación. Ellos tienen tal potencia de convencimiento que pueden aturdir, quitar todo criterio de autonomía, toda capacidad de duda. Y lo fundamental para el poder es eliminar la duda.
La conciencia del hombre occidental nace con la duda. René Descartes escribe El discurso del método en 1637 y allí afirma que de lo único que no puede dudar es de su propia duda. No hay dudas de que el punto de partida es la duda. Qué paradoja: una sociedad que partió de la duda ahora se esmera, constantemente, en eliminarla. No tenemos que permitir que los ciudadanos duden de nosotros. Porque si la gilada duda de nosotros, se va a empezar a dar cuenta de que le estamos mintiendo todo el tiempo, de que todo es una gran mentira que nosotros fabricamos”. Christof fabrica un mundo para Truman; un gobierno fabrica una guerra para sus ciudadanos. El poder de las grandes corporaciones pareciera ser infinito. Seguramente lo sea.
Algunas de estas cuestiones las desarrollé en mi libro La filosofía y el barro de la historia, en el capítulo «Del sujeto cartesiano al sujeto absoluto comunicacional». La filosofía de Occidente nace con el sujeto individual de Descartes, ese sujeto que dice «Pienso, luego existo». Pero ¿pensamos o somos pensados? Heidegger dice que el hombre de hoy ya no interpreta, vive en estado de interpretado. Todos nosotros ya vivimos interpretados. Ya no tenemos opiniones, somos opinados, decimos las opiniones que quieren que digamos. ¿Cómo consiguen que digamos esas opiniones? Hay una frase famosa de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler: «Mil repeticiones son una verdad». Y Goebbels sabía mucho de eso. Si los medios dicen constantemente que, por ejemplo, hay una guerra en Albania, lo más probable es que les creamos. Los medios nos muestran que una mujer va con un niñito y un gatito, en medio de una destrucción total. «Nos comunicamos con Albania ¿qué nos dicen? Caen bombas. Vamos a ver las bombas». La guerra con Albania es terrible; todos miramos esas imágenes; los diarios publican las noticias. Esta es la tesis de Mentiras que matan.
Lo que logran los medios de comunicación es que la verdad no sea la que nosotros pensamos, no sea la verdad del sujeto autónomo y libre, sino que sea la verdad que los medios nos hacen creer. Ese es el poder del medio. Por eso hay tanta desesperación por poseer el control mediático, por comprar medios, por sobornar medios. Es tal el poder sobre la credibilidad del tipo que mira el medio, que si tengo ese poder, tendré, nada menos, que a los seres humanos a quienes quiero controlar. Hay un factor de dominación de la subjetividad del otro, de conquista de la voluntad y de la imaginación. Los medios nos sugieren el imaginario, hasta nos hacen imaginar lo que proponen.
En La filosofía y el barro de la historia afirmo: «Diez mega-grupos, diez mega-grupos, controlan la prensa, radio y la televisión en los Estados Unidos, e influyen en América Latina. Diez mega-corporaciones poseen o controlan los grandes medios de información de los Estados Unidos, prensa, radio y televisión. Esa decena de imperios controla, además, el vasto negocio del entretenimiento y la cultura de masas que abarca el mundo editorial, música, cine, producción, y distribución de contenidos de televisión, salas de teatro, Internet y parques de entretenimiento. No solo en el país del Norte, sino en América Latina y el resto del mundo».
¿Qué significa esto? Supongamos que quiero ganar plata y decido lanzar una marca de calzoncillos que se llame Feinmann. Calzoncillos Feinmann. Supongamos que todo marcha muy bien y llevo diez años haciendo dinero con los calzoncillos Feinmann. Las publicidades anuncian que «nada le va a quedar mejor que los calzoncillos Feinmann», etc., etc. Pero una de esas mega-corporaciones quiere imponer aquí los calzoncillos Brando. ¿Qué hace entonces esa mega-corporación? Compra un espacio de radio a la mañana, compra un espacio televisivo al mediodía, compra varios espacios de radio por la tarde y, finalmente, compra un espacio televisivo por la noche. «Se ha comprobado que los calzoncillos Feinmann vienen agujereados», dicen en el programa de radio matutino. Y la gente se preocupa. «En cambio, los calzoncillos Brando, que han entrado en el mercado ahora, son excelentes». En el noticiero del mediodía llaman a distintas personalidades, filósofos, sociólogos, políticos, y les preguntan: «¿Usted ha usado calzoncillos Feinmann?». Y las respuestas son terminantes: «Sí, vinieron con unos agujeros que me causaron mucha irritación». Por la tarde, todo el país está hablando de que los calzoncillos nacionales Feinmann vienen deteriorados. En el programa de la televisión de la noche, se arma una enorme mesa redonda sobre el tema. «¿Cómo es que usted hace calzoncillos agujereados?», se le pregunta al fabricante. «No, no, no; yo hago calzoncillos buenos». «Pero ¿cómo que no? Mire». Y el periodista le muestra un calzoncillo agujereado. Ya está. Ha creado una verdad absoluta. Los calzoncillos Feinmann empiezan a ser dejados de lado en beneficio de los nuevos calzoncillos importados Brando. Se ha creado una opinión pública y se la ha manipulado a través de los medios. Poseer una corporación de medios permite conquistar la conciencia de las personas, formar la opinión que tienen, en general, de la vida.
En la oficina, todos opinan algo. Opinan parejo porque todos escuchan lo mismo, ven lo mismo, leen lo mismo. Opinan lo mismo y nadie quiere sentirse aislado. Por eso uno opina lo mismo que los demás. ¿Por qué? Porque no quiero sentirme solo. «No sé qué opino. Lo que sé es que para vivir aquí, sentirme cálido en medio de esta sociedad, tengo que opinar esto, esto y esto. Porque lo dice la televisión».
Un hombre ve cómo su vecino mata a su mujer. De inmediato, le cuenta a su esposa. Ella está viendo la televisión y le contesta: «¡Ah! No sé… Esta noche voy a ver el programa de Fulano, si sale ahí, te creo». Lo que no sale en televisión no existe. Lo que sale en televisión existe. Los medios son absolutamente poderosos, crean la opinión generalizada, y lo que es decisivo es la pérdida de la libertad individual. Heidegger en El ser y el tiempo habla de «la avidez de novedades». La avidez de novedades es el zapping, es el shopping. Uno salta de una cosa a la otra buscando novedades. Esa avidez provoca que sea casi imposible que alguien se concentre en algo.
El fin de la televisión, tal como se la instrumenta no solo aquí, sino en el mundo, es que la persona piense cada vez menos. Esto puede lograrse con una exhibición exagerada de culos y tetas. Pero ¡cuidado! Todo culo tiene una ideología, toda teta tiene una ideología. «Atontate mirando esto, volvete loco mirando estas exuberancias, esta carnalidad que te va a ahogar. Y no pienses».
La libertad es pensar. Hagamos como Truman y entremos por esa puerta, negra, incierta, peligrosa, pero nuestra.