Capítulo 9
Las obsesiones de Woody
No descubro nada si afirmo que Woody Allen es uno de los creadores más divertidos y profundos de nuestro tiempo. En este capítulo abordaré sus reflexiones acerca de Dios, el sentido de la existencia en un mundo hostil y a veces incomprensible, y la impunidad del Mal. Este tema es original y deslumbrante en toda su obra: la capacidad de generar maldad y la incapacidad de la justicia de los hombres para castigarla. Si Dios está ausente, ¿quién castigará a tantos hombres que intentan eludir la sanción de sus pecados, como la mentira, el desamor y hasta el asesinato?
Para ello me internaré en tres de sus películas más importantes, lo que significa decir tres de las películas más importantes del cine, dos producidas en el siglo XX y la restante en el XXI. Es el Woody Allen que apuesta a la reflexión más profunda y a sus obsesiones, que aparecen también en sus películas llamadas cómicas. Dios es la obsesión principal que une a estos tres films. ¿Dios ve nuestros actos? Si los ve, entonces, ¿la vida tiene un sentido que está regido, manejado, validado, fundamentado por una moral que surge desde esa mirada y que por esa mirada nosotros hacemos actos morales? Porque sabemos que esa mirada es la de un ser superior que nos pide ser buenos, honorables y amar al prójimo tanto como a nosotros mismos. Y tanto como él nos ama.
La mirada de Dios es el tema principal de una de las películas más grandes de Woody Allen, Crímenes y pecados (1989). Curiosa o deliberadamente, trata sobre un oftalmólogo. Es decir, alguien que se ocupa de los ojos de los otros. El oftalmólogo Judah Rosenthal, interpretado por Martin Landau, escuchaba a su padre cuando era niño: «Todo lo que hagas Dios lo verá». De adulto, en una convención de oculistas, contaba que esa frase premonitoria lo impulsó a elegir la profesión. «Entre la verdad y Dios, elijo a Dios», también le dijo su padre cuando era pequeño. Y Judah sentirá en forma constante la presencia de ese padre que lo amedrentó con un «Dios te mira». Pero pese a que Dios lo mire, y pese a que cargue con esa sentencia, Judah está dispuesto, sin embargo, a cometer un acto atroz desligado de toda posible moralidad porque es el acto, justamente, de quitar lo más sagrado que Dios ha enseñado al hombre que debe respetarse y que es la vida. La vida del otro.
Judah dirá: «Que el nuevo pabellón de oftalmología se haya hecho realidad no es solo un tributo para mí, sino para el espíritu de la comunidad, la generosidad, el cuidado y que se hayan escuchado nuestras oraciones. Es curioso que diga “nuestras oraciones”. Soy un hombre de las ciencias. Siempre he sido escéptico, pero me criaron muy religiosamente. Y aunque lo desafié, hasta de niño, se me debe haber pegado algo de ese sentimiento. Recuerdo que mi padre me decía: “Los ojos de Dios siempre están sobre nosotros”. Los ojos de Dios».
El personaje de Judah es de una enorme complejidad y está en paralelo con quienes profesan sus creencias religiosas. Su rabino, Ben (Sam Waterston), sí cree que la mirada de Dios está sobre él, y que su vida debe ser regida en base al sentimiento que esa mirada le da. Si Dios me mira, debo ser bueno. Porque si Dios me mira, me va a juzgar. Y yo debo actuar en base a eso.
Cliff Stern (Woody Allen) es un documentalista que no renuncia a sus ideales y que está orgulloso de captar con su trabajo el pensamiento del profesor Louis Levy, personaje basado en una de las figuras más trágicas de la historia de la filosofía, Primo Levi, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz y autor de dos libros fundamentales (Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados). Con respecto al problema de Dios, Primo Levi había llegado a una conclusión definitiva: «Existe Auschwitz, no existe Dios». No es casual que Allen haya llamado «Levy» a su personaje —me sorprendió porque habla de un enorme conocimiento sobre el tema—: justamente es Primo Levi quien más ha reflexionado sobre el dolor y el sufrimiento.
Primo Levi ya había pasado por el horror. Nadie esperaba que un día de 1987 se suicidara arrojándose por el hueco de una escalera. Todos creíamos que al haber escrito con tanta sabiduría y serenidad, sin odio, sobre la terrible experiencia que había vivido, tuviera superada esa tragedia. Pero se suicidó, como también se suicida el profesor Levy de la película de Allen.
Crímenes y pecados indaga en la vida del exitoso oftalmólogo Judah —«Dios es un lujo que yo no puedo darme»—, cuya amante (Anjelica Huston) comienza a chantajearlo con divulgar su lado oscuro. Él decide librarse de ella. Este hombre moral, respetable, que da conferencias ante grandes auditorios, decide sacársela de encima, pero no se atreve a hacerlo por él mismo. Le pide a su hermano Jack (Jerry Orbach), conectado con la mafia, que le resuelva el problema. «No te preocupes. Nosotros la eliminamos. Vos te olvidás y a otra historia», lo tranquiliza Jack.
Judah tiene una familia feliz y no puede empañar su vida de triunfos por una cuestión secundaria como una amante. Pero ella va a denunciar negocios turbios de Judah. Nos iremos dando cuenta de que el oftalmólogo no solo le ha sido infiel a su esposa, sino que ha ejercido su actividad de un modo confuso.
Esta película es considerada una de las más bergmanianas de Allen, definición que no comparto en absoluto. No hay películas bergmanianas de Allen, solo hay películas de Allen. ¿O acaso hay películas «allenianas» de Bergman? Allen tiene obsesiones que coinciden con las de Bergman y con las de muchos de nosotros con respecto a la existencia de Dios, pero creo que el neoyorquino es un cineasta francamente superior al sueco y sus películas, al menos a mí, me agradan mucho más, porque acude a menos símbolos y a más acciones. No necesitamos ver a un caballero jugando con la muerte al ajedrez, sino que la muerte está presente en acciones dramáticas. La muerte está dramatizada en personajes creíbles y cotidianos.
Sobre el final de la película, Judah se encuentra con el documentalista que interpreta Allen en la fiesta de casamiento de la hija del rabino Ben. Ambos mantienen un diálogo fundamental, sentados junto a un piano. Judah le plantea a Woody su dilema moral, aunque sin revelar que el protagonista es él. Woody le asegura que el instigador no podría seguir viviendo porque su conciencia moral lo atormentaría siempre, ya que la mirada de Dios estaría sobre él. Judah le niega que exista esa mirada, y Woody le cambia el escenario: «Si no siente la mirada de Dios, sentiría su propia mirada. No podría vivir con su propia mirada». ¿Cómo actuaría el documentalista en una situación como la que le planteó Judah? «Haría que se entregara porque así la historia asume proporciones trágicas. Porque en la ausencia de un Dios él mismo debe asumir esa responsabilidad. Entonces tenés tragedia». «Pero eso es ficción, son películas. Mirás demasiadas películas. Hablo de la realidad. Si querés un final feliz, mirá una película de Hollywood», le responde Judah. Y el planteo final de Allen, en palabras del profesor Levy: «Todos nos enfrentamos en nuestras vidas con decisiones agonizantes, elecciones morales. Algunas son a gran escala. La mayoría de las elecciones son inferiores, pero nos definimos según las elecciones que hacemos. De hecho, somos la suma de nuestras elecciones. Los eventos se desarrollan tan impredeciblemente, tan injustamente. La alegría humana no parece haber sido incluida en el diseño de la creación. Solo nosotros, con nuestra capacidad para amar, le damos sentido al universo indiferente. Y sin embargo, la mayoría de los seres humanos parece tener la habilidad de seguir intentando e incluso encontrar placer en las cosas simples como su familia, su trabajo y en la esperanza que las próximas generaciones quizás entiendan más».
Esta película revela un planteo de profundidad, hondura y reflexividad, que supera por completo todos los intentos anteriores de Bergman, en especial en la escena del diálogo entre Judah y Allen. ¿Dios nos mira o no nos mira? Si Dios nos mira, existe una moral y hay actos que no podemos cometer. Si Dios no nos mira, todo está permitido. Aquí también hay una influencia muy profunda de Dostoievski en Allen. Si Dios no existe, todo está permitido, dice Iván en Los hermanos Karamazov. Y Judah le dice a Allen: «Bueno, pero usted me está diciendo que ese personaje viviría atormentado porque sentiría el castigo de Dios y eso…». «No, no, no», lo frena Allen: «También está la mirada de uno mismo y eso le da tragicidad a la historia». «¡Pero eso es Hollywood!», le responde Judah. Y el rabino, que hablaba de la mirada de Dios, se queda ciego. ¡Dios está ciego! Porque ese rabino representa a Dios, y se ha vuelto ciego. Es como decir que este mundo se ha vuelto invisible para Dios.
Sombras y niebla (1991) es una película nutrida de la estética del expresionismo alemán. Algunos críticos le han reprochado a Allen este tipo de atrevimientos, pero es una estupidez, porque si usted quiere hacer una película en base a la estética del expresionismo alemán y la hace de manera tan formidable que es, incluso, superior a algunas películas del expresionismo alemán, tiene todo el derecho de hacerla. Su temática es kafkiana: todos podemos ser culpables en cualquier momento. Porque el personaje de Woody Allen, Kleinman, es un hombre que no sabe lo que pasa. De pronto se encuentra acusado, culpable, pero no sabe de qué.
La película presenta a un asesino que anda suelto en la niebla. El forense (Donald Pleasence) le exhibe a Kleinman el cadáver de una de las víctimas y surge la conversación sobre Dios. Allen-Kleinman le pregunta: «¿Pero no ha quedado nada de él? ¿Se ha ido todo? ¿Ya no queda nada? ¿No hay algo en él?». Y el forense le contesta con una pregunta: «¿Usted está hablando del alma, de Dios?». Corre la sábana y Kleinman ve el cuerpo tendido. «¿Usted cree que puede haber aquí una chispa divina?», vuelve a preguntar el forense.
FORENSE —Mi interés en los asesinatos es completamente científico.
ALLEN —Por supuesto.
FORENSE —Quiero aprovechar esta oportunidad para hacer un estudio definitivo de la naturaleza del mal. ¿Qué le hace actuar así al asesino? A veces, ciertos impulsos que empujan a un loco al asesinato inspiran a otros a realizar fines altamente creativos. Cuando lo tenga sobre esta mesa, desmembrado e inspeccionado hasta el más mínimo detalle, conoceré la respuesta a preguntas sobre las que ahora solo puedo especular.
ALLEN —¿Pero no es posible que, bajo el microscopio, haya algo que jamás pueda ver?
FORENSE —¿Qué quiere insinuar? ¿Un componente espiritual? ¿Un alma que sigue viva después de la muerte? ¿Un dios? Pregúntele si hay algo más.
Kleinman significa en alemán «hombre pequeño». Es el hombre pequeño kafkiano. Kafka era un hombre pequeño, angustiado por la imagen que tenía del poder y por la relación de gran sometimiento con su padre, expresada en un texto notable, Carta al padre. Kleinman ve el cadáver que le muestra el forense. Dos temas se desprenden: el primero, materialista en su totalidad. «¿Usted cree que puede haber aquí una chispa divina?», es la pregunta del forense. El concepto «chispa divina» proviene del alemán Meister Eckhardt, uno de los más grandes teólogos medievales. Y Kleinman se queda helado, porque es muy difícil ver en los restos humanos alguna «chispa divina», el alma, Dios. Lo que se ve es un cadáver.
El otro tema tiene que ver con una reflexión filosófica sobre el amor y la lujuria. Woody Allen recurre a dos actores de la talla de John Cusack y John Malkovich para tratar la cuestión. El amor es un acto espiritual, por el cual alguien da algo al otro, o se entrega al otro. La lujuria es un deseo de posesión del cuerpo del otro, carnal, sensitivo. El amor es un proceso mucho más complejo en el que están en juego los sentimientos, y no hay un acto de posesión. «Yo no voy a tomar tu cuerpo; yo voy a entregarte mi amor». Esa sería la diferencia entre el amor y la lujuria. Allen la marca con claridad:
JM —Yo jamás lo hago con putas. Empiezas con deseo incontenible y acabas al día siguiente con una sensación insoportable.
JC —Sí, pero ésta era irresistible. Dulce e inocente. Pero bajo las sábanas, una tigresa. Una gata salvaje, violenta, chillona y apasionada.
JM —Una buena actriz.
JC —Me juró que no.
JM —Es usted muy joven, amigo mío. Muy ingenuo.
JC —Me clavaba las uñas en la espalda.
JM —Seguro que sí. Y gritaba: «No pares».
JC —Sí. Me metía la lengua en la boca y la movía.
JM —Así que los 20 dólares merecieron la pena.
JC —¿20? Le pagué 700.
JM —Sí, claro. Cuénteme otro.
JC —Me temo que no ha hecho nunca el amor con una tragasables.
JM —¿Cómo dice?
JC —Dijo que jamás lo había hecho por dinero. Si actuaba, debería llevarse un premio. Yo me porté como un campeón, si me permite que se lo diga. Me sacó el semental que llevo dentro. Cuando dijo que le encantó, yo creo que era sincera. Creo que tiene un amante que no le da lo que ella necesita, ¿sabe? Un pobre payaso. Pero yo le enseñé lo que es un buen polvo. ¿Qué pasa? ¿No se lo cree? Le juro que, cuanto más sucio me ponía yo, más gritaba ella. Hice que se lo pasara mejor que hacía años, y creo que le encantó. Y no es que tenga más ganas de verla. Será la diferencia entre el amor y la lujuria, supongo.
La visión kafkiana de Allen tiene mucho que ver con el concepto de lista como símbolo. En un Estado totalitario se hacen listas con los nombres de aquellos que son culpables: listas negras. En algunas obras de Kafka como El proceso y La colonia penitenciaria, aquellos que figuran en la lista son considerados culpables por el Estado, el poder. El comienzo de El proceso es elocuente: una mañana, Josef K es detenido sin saber el motivo. El Estado confecciona listas y ninguno en esa sociedad sabe si es inocente o culpable. Esto es el terror de Estado: los ciudadanos no saben si son inocentes o culpables. Kafka, en su obra, se anticipó al terrorismo de Estado, a las dictaduras modernas, sustentadas en hacer listas de culpables. Aquellos ciudadanos que viven bajo la égida de ese Estado totalitario nunca saben en qué momento van a ser declarados culpables, o si van a seguir viviendo como inocentes.
En la película, Kleinman se enfrenta a una situación de este tipo en una iglesia:
ALLEN —¿Por qué pone mi nombre en la lista?
PÁRROCO —Ya le hemos avisado dos veces.
ALLEN —¿Qué lista es ésta? Tengo una donación.
PÁRROCO —El cepillo está en la puerta.
ALLEN —Esto no cabe en el cepillo.
OFICIAL —Kleinman, ¿quiere que le arreste?
ALLEN —No, tengo 650 dólares.
PÁRROCO —¿650 dólares?
ALLEN —No es robado. ¿Cree que es robado?
OFICIAL —¿De dónde lo ha sacado?
ALLEN —Una amiga me dijo que lo donara.
OFICIAL —¿De dónde lo sacó su amiga?
PÁRROCO —Tampoco hay que ser tan curioso. Aceptamos humildemente este presente de nuestros fieles. Y creo que sabemos cómo mostrar gratitud cuando se lleva a cabo un acto de caridad.
Con Match Point (2005), filmada en Inglaterra, Allen marca el comienzo de una nueva etapa en su cine, lejos de Estados Unidos. También nos presenta a su nueva musa: Scarlett Johansson. El tema de esta película es la impunidad. En un mundo en el que Dios está ausente, no hay castigo. Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) es un profesor de tenis que quiere entrar en la clase alta de Londres, pero se apasiona con Nola Rice, la sensual y plebeya Scarlett. La seduce, y tienen relaciones intensas, carnales. Por todos los medios intenta retenerla. En tanto, Chris logra casarse con la hija de un aristócrata bañado en dinero. Cuando su amante le anuncia que está embarazada, comienzan los problemas para el trepador:
CHRIS —Qué mala suerte tan increíble. No puedo embarazar a mi esposa por más que me esfuerce y vos quedás al primer descuido.
NOLA —Es porque me amás a mí, no a ella.
CHRIS —¿Así lo interpretás?
NOLA —Es un niño concebido con auténtica pasión, y no como un proyecto de fertilidad.
Un dilema acosa a Chris. «Es una locura. No puedo ver un futuro real con esta otra mujer. Y llevo una vida muy cómoda con mi esposa», le confiesa a un amigo. Y admite que no siente por su mujer lo mismo que por su amante. «Quizá solo sea la diferencia entre amor y lujuria». Como vemos, Allen retoma a la reflexión sobre estos conceptos.
A diferencia de Judah en Crímenes y pecados, Chris se hace cargo de la cuestión. Prepara una escopeta de caza, le pone las balas adecuadas y mata a Nola y a su vecina de piso. Luego, en una escena onírica típica de Allen, se le aparecen las dos:
CHRIS —Sófocles dijo: «No haber nacido es el mejor premio».
NOLA —Prepárate a pagar el precio, Chris. Tus acciones fueron torpes. Llenas de equivocaciones. Casi como las de alguien que desea ser descubierto.
CHRIS —Lo que me merezco es ser detenido y castigado. Así al menos habría un pequeño indicio de justicia. Una pequeña… medida de esperanza de que hubiera un significado.
Y la otra mujer, la vecina de Nola, le reprocha su muerte y que al asesinar a su amante también le quitó la vida a su hijo. Con soberbia, Chris le dice que no es aconsejable traer un hijo a este mundo. Se siente impune al pertenecer a una familia de la alta sociedad. La película finaliza con una fiesta por el nacimiento del hijo de Chris con su esposa. Allen aquí comete un desliz. Muestra al protagonista un poco atormentado. En este mundo no hay Dios, y como no hay Dios, y no está su mirada, la impunidad moral es la que impera. Es el mensaje pesimista que Allen nos deja.
Las tres películas analizadas, Crímenes y pecados, Sombras y nieblas y Match Point, tratan sobre Dios, una de las obsesiones de Allen. Sus películas, como también las de Bergman, abordan este tema a partir de existencias individuales. Raramente Allen incurre en temas sociales. Hay un contexto social en La rosa púrpura de El Cairo, que transcurre en plena Depresión. La protagonista se refugia en la magia del cine para huir de la pobreza que la rodea. Pero el tema no es ese ámbito de pobreza, sino la magia del cine que le permite huir del agobio. ¿Qué quiero decir con esto? Hay un uso político de Dios en nuestros días que Allen no ha tematizado y sería interesante reflexionar sobre él. En estos momentos, lejos de una ausencia de Dios, hay un exceso de Dios. Porque los fundamentalistas plantean un exceso de Dios. Si un tipo estrella un avión contra las Torres Gemelas y muere en ese atentado, lo hace porque tiene una fe desmedida. Esa fe desmedida es la fe de que hay un mundo que Alá le tiene prometido y al que él accederá luego de su muerte. Por otro lado, en la administración Bush, que emprendió una cruzada contra el terrorismo, hay un exceso de Dios. La administración Bush no solamente creía en Dios, sino que creía que representaba a Dios en la tierra. «Dios no es neutral», lanzó Bush. Cuando definía al Eje del Mal, es porque él decía representar al Bien. Y si representaba el Bien, es porque estaba representando la figura de Dios en la Tierra, porque creía que Dios estaba de su lado. Hay una profunda contradicción en lo que decía Bush y en quienes afirman «Dios está con nosotros y no con ellos. Y ellos son los infieles». Si hay un Dios es el Dios del amor y si hay un Dios del amor ese Dios ama a todas las criaturas humanas. Y aquí volvemos al tema del individualismo, que aparece en Allen y en Bergman. De lo que ellos hablan justamente es de ese Dios del amor que puede llevar a la verdad y a establecer la justicia entre los hombres. Es ese Dios al cual ellos echan de menos, al Dios que mira y juzga nuestras acciones. Porque si Dios es amor, como efectivamente es el mensaje que trae el Nuevo Testamento, tenemos que amar a nuestro prójimo y no asesinarlo, no engañarlo, no torturarlo.
Los personajes de Allen sienten que Dios es silencio. Cierta vez el papa Benedicto XVI dijo que los hombres estaban sordos. Es otro enfoque. No es que Dios no habla, sino que los hombres no lo escuchan. Dios está hablando, pero los hombres no lo escuchan. Las criaturas existenciales de Allen sienten que están solos en la tierra. No hay una instancia trascendente a la cual referirse y al estar solos no hay una moral que pueda fundarse. En realidad, hay una moral que puede fundarse únicamente en los hombres. Es el hombre el que puede fundar una moral, por eso en el diálogo final entre Judah y el documentalista que hace Allen, éste le dice que está la mirada de uno; uno se mira a sí mismo, se juzga a sí mismo. Y Judah le responde que eso es una película: «Yo no creo en un Dios que me pueda juzgar. En consecuencia, me creo impune y no me voy a atormentar por el crimen que cometí. Y tampoco creo que sea yo, que sea mi mirada condenatoria la que me lleve a sufrir, porque mi mirada no es condenatoria, mi mirada me absuelve». Y es así como queda consagrada la impunidad en un mundo sin Dios y en un mundo sin siquiera una moral humana que pueda llevar a los hombres a no cometer atrocidades.