Capítulo 10

Los yuppies al poder

Los años 80 del siglo pasado son los que siguen a la derrota de Estados Unidos en Vietnam. ¡Basta de guerra, basta de dolor! Ahora, el triunfo de la vida disipada, el egoísmo, las superganancias. Surgen los yuppies, esos símbolos del gobierno de Ronald Reagan, con su cara simétrica en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Se acabó el capitalismo de la producción. Es la era del capitalismo financiero: se hace dinero con el dinero. Se legitiman los peores valores del hombre para triunfar: no pensar en el otro, aplastarlo, aniquilarlo. La única bandera, la codicia. El único horizonte, el poder. Y para llegar al poder hay que hacer dinero.

El programa económico y social llevado adelante por Reagan, Thatcher y compañía tiende a reducir nuestras posibilidades de vida. Es despiadado. Está basado en viejas consignas de la ultraderecha conservadora: Dios, patria y hogar; tradición, familia y propiedad. Algunos de los films de este período hacen una defensa fervorosa de la familia, esa unidad esencial de la sociedad burguesa: si no resguardas tu hogar, una mala mujer puede destruirlo. Si engañas a tu mujer, morirás. ¡Indecente, inmoral! Esto define a la década reaganeana: un moralismo atado a concepciones tradicionales, a la familia, a la propiedad, a la tierra y a la religión. En paralelo, Inglaterra también se vio aplastada por un dogma que dejó millones de desempleados. Mientras tanto, ¿qué ocurría en la Argentina? Aquí, a fines de los 80, estábamos por recibir nada menos que al maligno, al que venía a aplicar un sistema económico, político y social que Reagan y Thatcher ya habían impuesto en sus países.

En primer término, me detendré en Atracción fatal (1987), de Adrian Lyne, un director refinado, de buen gusto y con cierta tendencia a las escenas sexuales de mucho voltaje. Atracción… es un thriller sexy-policial, que hace una defensa de la familia. Muchas escenas del film no son aptas para verlas en familia. Curiosa paradoja: una película que defiende los valores familiares no es apropiada para que la vea la familia. Los pasajes sexuales están a cargo de un macho-man estadounidense, un tipo que fue internado por su adicción sexual: Michael Douglas.

Hay varias cuestiones fundamentales para analizar. La actitud con que Anne Archer, la actriz que hace de esposa de Michael Douglas, mata a Glenn Close, la amante, encarna la imagen de la ley. Ella está altiva, con el revolver en alto. Es la defensora de la familia. Como si dijera: «Te mato, perra. Por venir a destruir mi familia». Ella es lo digno, lo establecido, lo sólido. Y la otra es la prostituta, la que rompe el hogar. Esta película se encuadra en eso que los críticos llaman kill the bitch, o sea, «maten a la puta». Todo el argumento está llevado para que Anne Archer le pegue ese disparo final. El disparo de la familia, de la tradición, de la decencia. El que ha extraviado sus pasos en esa familia es Michael Douglas. En la escena más recordada de la película él lleva caminando a su amante, mientras la tiene penetrada. El comentario obligado: «¡Qué miembro debe tener Michael Douglas para poder alzarla y transportarla!». La película presenta en el personaje de Glenn Close a una mujer que derrocha sexo. Cierta vez le preguntaron cómo había hecho para hacer esas escenas y contestó: «Me tomé unos cuantos margaritas y cócteles, y todo lo demás fue fácil». Realmente, para hacer una escena sexual con Michael Douglas hay que estar alcoholizada, de otra forma es imposible.

¿Pero qué está haciendo Michael Douglas con Glenn Close? Está destruyendo la ley fundamental de la familia. Porque la familia, el núcleo del capitalismo, vive en una casa, que es la propiedad. Y la familia va los domingos a rezarle al Dios, que une a la familia. Entonces, tenemos propiedad, familia, religión. Dios, patria y hogar. Son los valores de los ultraderecha. Para completar el cuadro, en el momento de su estreno, la temática de la película se vinculó con el sida: «No engañes a tu familia porque podrás contraer sida».

Esa mala mujer que es Glenn Close irrumpe para arruinar el cuadro familiar que rodea a Michael Douglas. Tiene una esposa digna, que lo quiere, con quien no se ve mantenga relaciones sexuales. El sexo es malo dentro de la casa; el sexo se tiene afuera y con las malas mujeres, como la que interpreta Glenn Close. Con la santa mujer del hogar no vemos a Michael Douglas fornicar. No fornicarás, dice uno de los diez mandamientos.

En Wall Street (1987), Oliver Stone retrata al personaje que simboliza aquella década: el yuppie. Michael Douglas, también protagonista de este film, representa a esos jóvenes exitosos de los 80, cuyo único deseo en la vida era trepar, a cualquier costo. En un discurso ante otros emprendedores, les advierte: «El caso es, damas y caballeros, que la codicia, a falta de una palabra mejor, es buena. La codicia es apropiada. La codicia funciona. La codicia clarifica, penetra y captura la esencia del espíritu evolutivo. La codicia, en todas sus formas, la codicia por la vida, por el dinero, por el amor, por el conocimiento, ha marcado el impulso hacia arriba para la humanidad, y la codicia… recuerden mis palabras, no solo salvará a Papel Teldar, sino también a esa corporación con tantas fallas, llamada Estados Unidos».

El concepto de codicia es fundamental en el capitalismo, que tiene en La riqueza de las naciones, publicada en 1776, a su obra fundacional. En ella, Adam Smith establece que el motor de la economía tiene que ser el egoísmo. Si un carnicero es egoísta, querrá ganar más plata que su competidor. Y al querer ganar más plata, hará una mercadería superior a la de su competidor. El egoísmo, o la codicia, como dice Michael Douglas, hará triunfar al carnicero y aniquilará al otro, a su competencia. Y el consumidor comprará una mercadería mejor porque este tipo quiere aniquilar a aquel. Más allá del ejemplo simplificado, el capitalismo no se caracteriza por ser un sistema de generosidad. Es lo que afirma Michael Douglas. La codicia y el egoísmo beneficiarán a los consumidores. Esta es la teoría del mercado: que el mercado se regula solo, porque cada uno quiere aniquilar al competidor, y para aniquilarlo debe hacer mejores mercancías para venderlas.

El personaje de Douglas trabaja para una empresa que gana dinero con el dinero. Eso es el neocapitalismo, hacer dinero con el dinero, distinto al capitalismo productivo que analizó Marx en El Capital, el de las fábricas de Manchester y Liverpool, el que tiene un burgués y un proletario explotado para extraer la plusvalía, etc., etc. El neocapitalismo está fundado en el dinero multiplicado por el manejo de las inversiones realizadas por los yuppies, seres de imagen pulcra y tiradores por encima de la camisa. El horizonte del yuppie es ganar dinero, muy distinto del de otra gente como Beethoven y Picasso. El yuppie no tiene nada que ver con el arte. En su corazón lleva grabado el signo pesos, o dólares. En la Argentina, lo conocimos en la década del 90, durante los años de Carlos Menem, que hizo un gobierno basado en las leyes del mercado y sin intervención del Estado. Si hay algo que caracteriza a la política argentina durante los 90 es el sometimiento de la política a la economía. La economía es la que toma el poder y la base para destruir a la política es destruir al Estado. En consecuencia, la Argentina se llena de yuppies, que confían en el mercado, porque allí es donde surge el dinero.

Lector, si alguien le dice que el mercado es libre, no le crea, porque en el mercado las empresas grandes siempre devoran a las más pequeñas. El mercado tiende a concentrarse, y al concentrarse arruina al resto. Michael Douglas explica esto muy bien cuando dice que la codicia es el mecanismo para que todo funcione, para que las grandes empresas liquiden a las pequeñas, para que los yuppies quieran ascender sin escrúpulos en la escala social. «Usted no sea generoso, solo piense en sí mismo, lo que va a hacer de usted algo o alguien en este mundo va a ser el dinero. Cuanto más dinero tenga más va a ser». El «ser» en la filosofía, que es lo que constituye al hombre, aquí se transforma en dinero. El dinero es el «ser» y el «ser» es el dinero.

Michael Douglas tiene un junior, Charlie Sheen, a quien le da lecciones de neoliberalismo: «El uno por ciento de este país posee la mitad de toda su riqueza. Cinco trillones de dólares. Un tercio de eso viene de arduo trabajo, dos tercios vienen de herencias, interés tras interés acumulándose para viudas e hijos idiotas. Y lo que yo hago, acciones y especulación de bienes raíces, es basura. Tienes 90 por ciento del público americano con poco o nada de valor neto. Yo no creo nada. Yo poseo. Nosotros hacemos las reglas, amigo. Noticias, guerra, paz, hambre, revueltas y el precio de los sujetapapeles. Sacamos al conejo del sombrero y todos se preguntan cómo lo hicimos. No serás tan ingenuo para pensar que vivimos en una democracia, ¿o sí, Buddy?».

En la década del 80, «la ética deviene codicia». Hubo una exaltación de las virtudes antimorales. La moral ya no fue identificada con la búsqueda de lo bueno. El viraje fue drástico. El valor más alto de la ética fue el de la ambición. En una sociedad de mercado, aquel que trepa más en la escala es superior al otro. Se trata de una moral de acumulación. «He venido a este mundo —dice el yuppie— a acumular poder. Y no olviden algo: el dinero es poder». El yuppie no solo quiere ganar dinero para tener dinero, lo quiere para tener poder. Porque con el dinero se compra todo. No hay conciencia moral que se resista a una gran suma. Esta es la ética del yuppie: si nadie se resiste a una cantidad abultada, puedo comprar todo, mercaderías y personas. Puedo comprar políticos, actores, filósofos, mujeres, hasta al presidente de la república. Y puedo conseguir apoyo financiero de los grandes centros imperiales para comprar a ese presidente. El dinero es poder.

Vamos a la última película. Oliver Stone es un director tosco, y hasta me quedo corto. Es brutal, de escaso refinamiento, la antítesis de Francis Ford Coppola. La película Pelotón (1986) es fuerte, carece de sutilezas si se la compara, por ejemplo, con Apocalypse Now. El personaje principal, Charlie Sheen, tiene reflexiones profundas en off, como cuando confiesa que no sabe qué está haciendo en Vietnam: «Una vez alguien escribió: “El infierno es la imposibilidad de razonar”. Así es este lugar. Un infierno. Ya lo odio y solo llevo una semana. Y menuda semana, abuela. Lo peor que he tenido que hacer es ir en vanguardia. Tres veces esta semana. No sé ni lo que estoy haciendo. Podría tener a un amarillo a un metro y no me enteraría. Estoy muy cansado. Mamá y papá no querían que viniera aquí. Querían que fuera como ellos: respetable y trabajador, con una casita y una familia. Me volvieron loco con su maldito mundo, abuela. Ya conoces a mamá. Creo que siempre fui un niño mimado. Solo quiero pasar desapercibido, como todo el mundo, cumplir con mi país. Como el abuelo en la Primera Guerra Mundial y papá en la Segunda. Bueno, pues aquí estoy, uno más, con tipos que no le importan a nadie. La mayoría vienen del arroyo, de pueblecitos que nunca has oído nombrar. Pulaski, Tennessee; Brandon, Mississippi; Pork Bend, Utah; Wampum, Pensilvania. Con dos años de instituto como mucho. Si tienen suerte, al volver trabajarán en una fábrica. La mayoría no tiene nada. Son pobres. Son la escoria. Pero luchan por nuestra sociedad y nuestra libertad. Qué extraño, ¿verdad? Son lo más bajo y ellos lo saben. Quizás por eso se llaman a sí mismos “reclutas”, porque un recluta aguanta cualquier cosa. Son lo mejor que he visto, abuela. Nuestro corazón y nuestra alma».

Estados Unidos no logró convencer a sus soldados sobre el por qué de la guerra de Vietnam. Algunos fueron por tradición, porque sus abuelos habían estado en la Primera Guerra Mundial y sus padres en la Segunda Guerra Mundial y luego en Corea. Charlie Sheen se lamenta, no entiende su destino. En realidad, los únicos que entendían esa guerra eran los vietnamitas del Norte: sabían que estaban peleando por su patria, para echar al invasor. Los norteamericanos no sabían por qué estaban peleando.

Quizá Charlie Sheen temiera morir allá lejos. En la Segunda Guerra, los norteamericanos también temían a la muerte, pero al menos estaban convencidos de lo que hacían. Luchaban contra «los malos». Hasta los héroes de historietas, como Superman, fueron a la guerra. Estaba la enorme herida de Pearl Harbor, que Roosevelt consiguió que doliera en todo Estados Unidos. Hay una escena en la que Charlie Sheen habla con Willem Dafoe sobre las estrellas. Es un momento de introspección:

CS —Es una noche preciosa.

WD —Me encanta este sitio por las noches. Las estrellas… Están más allá del bien y del mal. Solo están ahí.

CS —Dicho así suena muy bonito. Barnes te la tiene jurada, ¿verdad?

WD —Barnes cree en lo que hace.

CS —¿Y tú? ¿Tú crees?

WD —En el 65, sí. Ahora… no. Lo que ha ocurrido hoy es solo el principio. Vamos a perder esta guerra.

CS —¡Venga ya! ¿De verdad lo crees? ¿Nosotros?

WD —Hemos jodido a los demás tantas veces que supongo que ahora nos toca a nosotros.

Dafoe le dice que las estrellas están «más allá del bien y del mal». Es una reflexión notable. Para la naturaleza no existe ni el bien ni el mal. La naturaleza está ahí. Un árbol está ahí, no se cuestiona acerca del bien o el mal, no tiene conciencia. El hombre, al contrario, vive atormentado porque posee una conciencia moral. Es cierto que ha tratado de eliminarla, y creo que a esta altura de los tiempos son muy pocos quienes conservan una conciencia moral. El trabajo por eliminarla es el trabajo por llegar a ser una máquina de trepar dentro del sistema.

Esa reflexión acerca de la inocencia de las estrellas tiene otra lectura: «¡Qué suerte la de aquellos que no tienen que elegir entre el bien y el mal!». Si un soldado reflexiona sobre si lo que está haciendo está bien o mal, se enfrenta a un momento peligrosísimo. Porque si llega a la conclusión de que está mal, sufrirá una grave neurosis o tendrá que desertar. Y la deserción es la muerte.

Stone muestra un ataque a un poblado vietnamita, basado en el hecho más vergonzoso de Estados Unidos en Vietnam, la matanza de My Lai, en 1968, a cargo del teniente William Laws Calley, en donde murieron 400 vietnamitas entre hombres, mujeres, niños y ancianos. No fue la única masacre de civiles, hubo muchas otras —como el Plan Cóndor, que Videla siguió en parte en la Argentina para su programa de exterminio, y consistía en matar a civiles para que los combatientes se entregaran o perdieran la fortaleza. Pese a que perdieron, los norteamericanos tuvieron solamente 58 000 bajas y los vietnamitas, que ganaron, sumaron cerca de 3 millones y medio de muertos. ¡Qué horrorosas son las estadísticas! Hablar de un muerto es un horror, pero hablar de tres millones es una estadística. Un muerto es una tragedia, una desdicha; tres millones son un número. Esto es lo terrible que tienen las estadísticas: hacen olvidar que cada uno de esos números es una persona que nació, se crió, amó, fue amado, tuvo una concepción del mundo y finalmente se convirtió en un número más en una estadística de cadáveres. Los nazis no mataron a seis millones de judíos, mataron a uno y después lo mataron seis millones de veces más. Es una reflexión sobre el Holocausto que vale la pena citar aquí.

El cine sirve para analizar la historia. Estas tres películas sirven para profundizar sobre los 80, la década de los yuppies. Un lector apurado podría preguntar: «¿Por qué tomar la Guerra de Vietnam para hablar de la década del 80?». Primera respuesta: Pelotón es una película del 80 y expresa ese tiempo. Lo voy a fundamentar con un acontecimiento histórico. El Virreinato del Río de la Plata sufrió dos invasiones de la potencia imperialista de Gran Bretaña, en 1806 y en 1807. Los ingleses vinieron como guerreros y fracasaron. George Canning, un gran ministro defensor de los intereses británicos, meditó sobre la cuestión y llegó a la conclusión de que había que conquistar este territorio con mercaderías. Y, efectivamente, así lo conquistaron.

Moraleja: los norteamericanos intentaron defender su hegemonía en el mundo con la Guerra de Vietnam. El fracaso de esa guerra llevó a que la economía gobernara al mundo como había anticipado Canning. La Guerra de Vietnam demuestra que la derrota de Estados Unidos condicionó la aparición de ese personaje de los 80, el yuppie, que es la antítesis del soldado que va a morir a un país extraño. Aniquilado el proyecto bélico, nace el proyecto económico, junto con la figura del yuppie. Es un plan neocapitalista: hay que lograr la mayor acumulación de poder económico en la potencia que ellos llaman América.

El yuppie, entonces, es ese personaje que surge como producto de aquello que más tarde se conoció como «capitalismo salvaje». Su única moral es la moral del dinero, el único horizonte es tener cada vez más dinero. Más dinero, más poder. En la década del 80, esos valores tradicionales del capitalismo resurgen con enorme potencia bajo el gobierno de Reagan. Si lo que surge y afianza es el poder capitalista, lo que debe consolidarse también es la moral que el capitalismo implica. Acá hay una contradicción. Porque el yuppie, para hacer dinero, no tiene moral. Pero acumula dinero a la par que construye una familia. Y aquel que tiene mucho dinero y tiene mucho poder tiene que ser también un padre de familia, un hombre de Dios. In God we trust. Cada dólar dice «Confiamos en Dios». Bush reforzó esta idea con su «Dios no es neutral». Y señaló un eje del Mal contra el que pelea Estados Unidos. Es decir, Dios es americano. Y como Dios es americano, el yuppie no encuentra ninguna contradicción en carecer de una moral de la benevolencia cuando la aplica al capitalismo, pero sí tener una moral familiar, una moral cristiana, protestante. En definitiva, ser un WASP, White Anglo-Saxon Protestant, es decir Blanco, Anglosajón y Protestante.