Capítulo 7
Ascensión y apogeo
En 1933, Adolf Hitler es elegido canciller del Reich. Sus opositores estaban encarcelados o habían huido del país. Al año siguiente, el Partido Nacional Socialista se concentra en la ciudad de Nuremberg y celebra su unidad y su grandeza. Y Leni Riefenstahl filma el documental político más importante de la historia, El triunfo de la voluntad. ¿El arte justifica la expresión del mal? Varias décadas más tarde, Luchino Visconti expresará, como nadie antes lo había hecho, la complicidad de los industriales del acero en el surgimiento del capitalismo estatal hitleriano mediante una obra maestra, La caída de los dioses.
A comienzos de la década de 1950, Estados Unidos produce un film sobre el mariscal de campo Erwin Rommel —que había participado en el atentado a Hitler del 20 de julio de 1944—, porque necesita, en plena Guerra Fría, reivindicar el honor de Alemania. Así nace Rommel, el zorro del desierto. Para sostener el «milagro alemán» era necesario que el capitalismo occidental incorporara a esa nación en el frente liderado por EE. UU. contra la URSS.
Abordar hoy el nacionalsocialismo en el cine no implica solo sumergirnos en el pasado sino también admitir que no ha quedado atrás. El nazismo todavía vive y lo vamos a tratar de demostrar. ¿Por qué en la patria de Goethe, Schiller, Hölderlin, Beethoven, Brahms, Schumann, pudo surgir un pequeño cabo de Bohemia que aglutinó a la mayoría del pueblo alemán detrás de una doctrina de exterminio? Para intentar responder esta pregunta elegí comenzar con Cabaret (1972). El protagonista es un estudiante de la Universidad de Cambridge (Michael York) que va a Berlín a estudiar literatura. Un amigo noble da su interpretación sobre la política alemana. Afirma que a Hitler lo van a dejar hacer hasta que liquide a todos los comunistas y después lo desalojarán del poder. «¿Quién se va a hacer cargo?», interroga curioso el inglés. «¿Cómo quién?: Alemania», le dice su amigo noble.
El film de Bob Fosse podría sintetizarse en una escena de una precisión superlativa. Ocurre en la campiña, que para los alemanes poseía una importancia suprema, porque era la tierra. El slogan que enarbolaban no necesita comentarios: «tierra y sangre». Para ellos, la tierra era la patria, la Heimat. Ahí está el sentido en que el nazismo recuperaba todo su pasado, a través, justamente, de las tradiciones de la tierra. En la escena en cuestión aparece un muchacho que entona una canción bucólica, que comienza de un modo sereno y que va encrespándose, al igual que lo hizo el nacionalsocialismo en la historia. «El futuro me pertenece» se llama:
El bebé en la cuna cierra los ojos,
la flor cobija a la abeja,
pero pronto, un susurro dice: ¡Levántense, levántense!
El futuro me pertenece.
Patria, muéstranos la señal
que tus hijos esperan ver,
amanecerá cuando el mundo sea mío
porque el futuro me pertenece.
Patria, muéstranos la señal
que tus hijos esperan ver,
amanecerá cuando el mundo sea mío
porque el futuro me pertenece,
todo el futuro me pertenece.
La canción va tomando cada vez mayor dureza, hasta que concluye con el muchacho poniéndose la gorra de las SA y haciendo el saludo nazi. «El futuro me pertenece» expresa que en la tranquila campiña alemana ya está el horror. De lo que creíamos inocente, de esa tierra campesina, surge un guerrero, dispuesto a dar la vida por lo que se le pida, y a castigar a quien se le pida que castigue.
Esa simbología también está expresada en El triunfo de la voluntad. En 1934, el régimen nazi le pide a Leni Riefenstahl, una actriz bellísima y joven directora, que filme un documental de la reunión del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg, en la que se festejaba el ascenso de Hitler al poder. El triunfo de la voluntad es un título excepcional. Los nacionalsocialistas tomaron el concepto de voluntad de Federico Nietzsche. La voluntad de poder es un libro de Elizabeth Foster-Nietzsche, hermana del filósofo, y que el nazismo incorporó como si hubiera sido escrito por el pensador alemán. De algún modo se convirtió en el dogma del partido.
El genio de Riefenstahl puesto al servicio del nazismo plantea la difícil relación entre arte y política. El arte, cuando responde a una política genocida como fue la nacionalsocialista, ¿es arte? ¿Podemos considerar que las películas propagandísticas de Riefenstahl son arte? Estos interrogantes nos llevan a otros problemas todavía mayores. Martín Heidegger, el filósofo más grande del siglo XX, fue rector de la Universidad de Friburgo en Alemania y adhirió al Partido Nacionalsocialista. ¿Hasta qué punto esta sumisión hiere su filosofía? Hay quienes consideran que estos planteos han quedado resueltos.
El triunfo de la voluntad es el más grande documental jamás filmado desde el punto de vista técnico y estético. Nadie niega eso, pero sí puede ser objetado el tema, el nacionalsocialismo. Es cierto que Riefenstahl tuvo a su alcance todas las posibilidades que le brindó el régimen; pero también es cierto que tenía un enorme talento. Reflejó como nadie esa estética basada en la monumentalidad. Concretó una obra maestra respondiendo a los cánones estéticos impuestos por el nacionalsocialismo, sobre todo por Albert Speer, el arquitecto de la monumentalidad nazi. Para mí, el problema del arte puesto al servicio del mal es irresoluble.
El desfile filmado por Riefenstahl en el congreso del Partido Nacionalsocialista muestra una magnificencia atemorizadora. Es inevitable reflexionar hasta qué punto estaba enajenada esa sociedad para adherir a un ideario atroz. Esa formación tan geométrica, tan matemática, tan alemana, atemoriza. Cuando los fascistas de Mussolini entraron en Roma con sus antorchas, parecían que iban a incendiar la ciudad. En cambio, la prolijidad nazi está alejada del caos. Es una imagen apolínea. El nazismo muestra el monumentalismo de las dictaduras. La inmensidad de la causa requiere el monumentalismo de las masas, el despliegue, y por supuesto, la glorificación del líder, del Führer.
Y vuelvo con el interrogante: ¿qué hacemos con Leni Riefenstahl? Pongo otro ejemplo para acrecentar el debate. Elia Kazan fue un gran director, pero también fue un delator de sus colegas y compañeros de trabajo en las comisiones anticomunistas del senador Joseph McCarthy, durante los años 50. Filmó Al este del paraíso, Nido de ratas, películas inolvidables; hizo la primera versión de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, una puesta de teatro inolvidable. La rispidez entre la moral del artista y el arte que produce tiene estas complejidades.
Riefenstahl realizó otro documental para Hitler, Olympia, sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, en los que el afroamericano Jesse Owens ganó cuatro medallas doradas para Estados Unidos. Hitler se negó a premiarlo. No se arrepintió; ella tampoco se arrepintió de nada, igual que Heidegger. Esta gente no es de arrepentirse.
En La caída de los dioses (1969), Visconti muestra lo que muy pocos mostraron, el surgimiento del nazismo y la complicidad del capitalismo alemán en su afianzamiento. El nazismo surgió y se consolidó con el apoyo de capitales alemanes y de otros países también. En Juicio en Nuremberg (1961), que narra los procesos desarrollados en esa ciudad alemana en 1948, el defensor de los nazis comienza a nombrar a todos los que hicieron negocios con Hitler. Daniel Muchnik, en su libro Negocios son negocios, enumera a los empresarios que financiaron el ascenso de Hitler al poder: Ford, Standard Oil, ITT, Chase National Bank, National City Bank, Texaco… Hitler tuvo un apoyo especial de los industriales del acero. Y de esto trata la película de Visconti, que se centra en la familia Von Essenbeck, que no es más que la familia Krupp, el apoyo más poderoso con que contó Hitler para desarrollar su maquinaria bélica, la Wehrmacht. Frederick Bruckmann, el ambicioso empresario interpretado por Dick Bogarde, escucha esta revelación: «Debes darte cuenta de que hoy en día en Alemania cualquier cosa puede pasar, incluso lo improbable, y es solo el principio, Frederick. “La ética personal está muerta. Somos una sociedad de elite donde todo está permitido”. Estas son palabras de Hitler. Mi querido Frederick, deberías meditarlas un poco».
El apoyo del capitalismo alemán al nacionalsocialismo es inocultable. Y esto muestra que el nacionalsocialismo no fue una excrecencia que apareció por algún lado y que nada tuvo que ver con el capitalismo. Fue una forma de capitalismo estatal. También el stalinismo fue una forma de capitalismo estatal. Es decir que todas las catástrofes que vienen ocurriendo desde 1492 hasta la actualidad son catástrofes del capitalismo. Créase o no es así. Stalin y Hitler son parte de la historia del capitalismo.
Además de desnudar el compromiso del capitalismo alemán con el nacionalsocialismo, La caída de los dioses plantea las diferencias entre las SA y las SS, los grupos de choque del nazismo. Las SA, los camisas pardas, están comandadas por Ernst Röhm, que llegó a tener un poder inmenso, con 3 millones de militantes. En 1934, consideró que había que profundizar la revolución nacionalsocialista por el lado socialista. Hitler, alarmado, escuchó a los capitalistas espantados: «¿Qué está haciendo este loco? ¡Párelo! ¿Qué quiere, hacer una revolución socialista ahora? Nosotros vinimos a hacer una revolución antimarxista, no marxista». Y así se unieron —fíjense qué pichoncitos se unieron— Hitler, Himmler y Goering, para organizar lo que se llamó «la noche de los cuchillos largos». La película muestra ese episodio de un modo descarnado. Las SS se levantan contra las SA y de un viernes a un domingo son asesinadas cerca de 1500 personas. Es el aniquilamiento de las SA y el acercamiento definitivo de Hitler con el ejército. Röhm fue encarcelado y asesinado.
Los norteamericanos admiraron hasta tal punto el poder construido por las SS que el general Patton quiso continuar la guerra, más allá de la derrota del Eje en 1945, para vencer a los fuckin russians. Y para eso quería utilizar a los batallones de las SS, unidos a los buenos muchachos de la Marina norteamericana, avanzar hacia Moscú y liquidar el poder soviético de Stalin.
Vuelvo a Alemania. Las SS, junto con la Gestapo, pasaron a integrar la monstruosa maquinaria hitleriana y fueron destinadas a regentear los lager, los campos de concentración nazis (recomiendo la lectura de dos pequeños libros de Primo Levi para comprender la atrocidad de los campos: Los hundidos y los salvados y Si esto es un hombre).
El director Henry Hathaway, que filmó El beso de la muerte (1947), entre otras películas, es el realizador de Rommel, el zorro del desierto (1951), que deslumbró a todo el mundo porque empezaba sin títulos y con un ataque comando a la casa de Rommel, por parte de comandos británicos. ¿Por qué tomo a Rommel? Porque este militar nazi fue utilizado por la propaganda norteamericana para «limpiar» a Alemania de los rastros del hitlerismo. Los norteamericanos, después de la guerra, decidieron que Alemania debía ser fuerte y no humillada, debía ser una aliada poderosa en la Guerra Fría. En ese proceso de recuperación, descubrieron que el mariscal de campo Erwin Rommel, era una figura rescatable del pasado nazi. E hicieron esta película con un actor británico, James Mason, que daba muy alemán. Mason tenía un acento british muy elegante y un gran porte. ¿Por qué rescatar a Rommel? Porque, entre otras cosas, participa en el atentado del 20 de julio de 1944 contra Hitler, perpetrado por la aristocracia del ejército alemán. El mensaje es: «el pueblo alemán hizo lo suyo, hubo un atentado contra Hitler, hubo otra Alemania. Ahora, necesitamos a Alemania en la Guerra Fría, levantémosla un poco». Sí, ustedes seguramente recordarán que en la película de Leni Riefenstahl hubo otra Alemania. No la vieron… pero estaba ahí, había un chiquito, muy al costado de un palco, que le hacía cuernitos a Hitler… La verdad es que no hubo otra Alemania como tampoco hubo otra Argentina durante la última dictadura militar. Llegado a este punto debería abordar un tema interminable: la culpa de los pueblos. El filósofo Karl Jaspers habla de la culpa colectiva y de la culpa individual, que conducen a la culpa moral. Pero dejemos este tema para otra ocasión y retomemos el film.
La última escena muestra a Rommel con la mirada altiva, envuelto en un aura de hombre puro, y la siguiente leyenda: «Su vida y destino han sido mejor resumidas irónicamente en las palabras del peor enemigo de la Alemania nazi, el honorable Winston Churchill: “Su ardor y coraje nos provocó serios desastres pero merece el saludo que le hice en la Cámara de los Comunes en enero de 1942. También merece nuestro respeto, porque aunque fuera un soldado alemán, terminó odiando a Hitler y a sus obras y tomó parte de un complot para rescatar a Alemania despreciando al tirano maniático. Por esto, pagó con su vida. En las guerras de la democracia moderna hay poco lugar para la caballerosidad”».
La imagen está muy bien elegida. Rommel marcha por el desierto y mira hacia el horizonte, como buscando al enemigo, pero es el enemigo noble. Rommel es el enemigo que la democracia occidental respeta. Por eso la frase, nada menos que de Churchill, que fue el que habló, en el Parlamento británico, de la «cortina de hierro». El mensaje del líder británico puede sintetizarse en estas palabras: ahora que ha terminado esta guerra, comienza otra etapa de la historia, porque una cortina de hierro ha sido bajada por la Unión Soviética, y la libertad ha terminado ahí dentro. Esa figura de Rommel, elogiada por Churchill, es la que necesitan las democracias occidentales, liberales de mercado, para reconquistar la libertad perdida e incorporar a Alemania.
El «milagro alemán» necesitaba que el mariscal Rommel fuera bueno. Durante la guerra, en 1943, Billy Wilder mostró en Cinco tumbas a El Cairo a un Rommel despiadado y risible a la vez, interpretado por Erich von Stroheim. Ya terminada la contienda y en plena era de reconciliación, James Mason se pone en la piel de un mariscal que más parece un caballero británico. Los intereses políticos y económicos detrás de las películas son evidentes. En 1943, Rommel tenía que ser un villano; en 1951, un lord inglés.
El surgimiento del nazismo tiene dos bases fundamentales: la humillación de Alemania por las condiciones impuestas por los ganadores de la Primera Guerra en el Tratado de Versalles y el terror frente a un posible avance del comunismo. Hitler aprovecha esta situación y le suma su odio racial, señala al «absolutamente otro». El «absolutamente otro» es aquel que no tiene nada que ver con nosotros. Incluso algunos caracterizan a Dios como lo «absolutamente otro», es decir, aquello de lo cual no podemos ni siquiera tener una idea de lo que es. Hitler hace eso con el judío, a quien señala como lo «absolutamente otro» del ario. Los nazis admitían que los judíos eran muy inteligentes, incluso más que ellos, pero que ellos no necesitaban ser inteligentes. Y esto es muy nietzscheano. En La genealogía de la moral, Nietzsche dice que la bestia rubia, el ave de rapiña, no necesita ser inteligente, necesita guerrear. Basándose en esto, los nazis decían: «los judíos son muy inteligentes, por eso nos van a robar la patria y nos la están robando. Por eso tenemos que matarlos. Nosotros, que somos fuertes vamos a matarlos a ellos, que son inteligentes». Estos factores configuran la ideología guerrera del Partido Nacionalsocialista, que está expresada en El triunfo de la voluntad. El nazismo tuvo una estética poderosa, atractiva, así como el mal es atractivo porque hay una seducción que ejerce el mal.
La obsesión contra el comunista también está presente en La caída de los dioses, que describe la división entre las SA y las SS. Los camisas pardas de Röhm habían luchado contra los comunistas en las calles de Berlín, los habían aniquilado, pero se habían fortalecido demasiado. De 300 000 militantes habían pasado a 3 millones. Ese crecimiento tienta a Röhm, que pretende reemplazar al ejército por las SA. Incluso hay quienes sospechan que Röhm quiere reemplazar a Hitler. Este fenómeno fue interpretado por Juan José Sebreli y también por mí de manera coincidente, aunque no por los mismos motivos (debe ser una de las pocas oportunidades en las que estuvimos de acuerdo): las SA serían los Montoneros de Hitler. Los camisas pardas quieren profundizar el aspecto socialista, seguir con la revolución, y Hitler quiere frenarla. Röhm le discute a Hitler, con el respaldo de sus 3 millones de adherentes. Lo que a mí me hace un ruido muy desagradable en la interpretación de Sebreli es que equipara a Perón con Hitler y a la Juventud Peronista con las SA de Röhm. Es demasiado mecanicista y en el fondo hay un gorilismo desaforado. Hay que marcar que existe cierta semejanza, pero también enormes diferencias. Siempre surge un grupo disidente cuando el poder se está discutiendo y en etapa de formación.
El caso es que Hitler extermina a las SA y se consolida como conductor absoluto de la Alemania nazi. En otro capítulo seguiremos con el tema de la Alemania nazi, porque no se pueden eludir los campos de concentración, la tortura, la banalidad del mal, todo eso que se expresa en el horror máximo del nacionalsocialismo, allí, donde el mayor problema que tenían quienes dirigían esos centros de exterminio no era matar, sino qué hacer con los cadáveres. Un problema casi técnico, decían ellos.