Capítulo 8

Prostitutas

Ellas entregan su cuerpo para tener dinero, para vivir. Ese cuerpo, al entregarse a tantos hombres, se vuelve «público». Ellas son, entonces, «mujeres públicas». El hombre público, en cambio, es el hombre de prestigio, el diplomático, el científico, el escritor, el político. Siempre me llamó la atención el concepto de «mujer pública». Porque una «mujer pública» siempre es una prostituta. En cambio, un «hombre público» es Marcelo T. de Alvear, Robustiano Patrón Costa, el general Juan Domingo Perón o el contralmirante Isaac Rojas. Esta denominación tiene una connotación honorable. «Hombre público» es un «hombre de bien», un «prohombre», que actúa en la sociedad representando intereses importantes. En cambio, una «mujer pública» es lo que se llama vulgarmente una puta.

La prostituta se vuelve «notoria», pero es la notoriedad de su cuerpo que se da por dinero la que se resalta. Raramente son felices. Hay algunas muy profesionales que son capaces de mirar el reloj en medio de un orgasmo fingido. Otras, tristes, se saben en un abismo del que no se vuelve, sombrío. Un empleo en el que se pueden encontrar a todos los ejemplares de la condición humana. En general, los más desagradables o los más peligrosos o los más sufridos. En algunos casos, el cine las ha convertido en una idealización de la libertad, en protagonistas de cuentos de hadas, con príncipes que las rescatan de la vida azarosa. Ellas suelen ser buenas, cariñosas, tener niños a los que adoran, pero también suelen estar sometidas al pimp que las explota, a las compañeras que compiten con ellas o a las perversiones más diversas de sus erráticos clientes. El cine ha tratado a las prostitutas en forma dispar. En este capítulo analizaré, en orden de aparición, Poderosa Afrodita, Adiós a Las Vegas, Mujer bonita y Prostituta.

Poderosa Afrodita (1995), de Woody Allen, cuenta con la actuación de una extraordinaria, excepcional, formidable ganadora del Oscar, Mira Sorvino, hija de un notable actor estadounidense, Paul Sorvino. Mira interpreta a una prostituta con una voz especial, tan especial, que viene de muy lejos en la historia de Hollywood. La impuso Judy Holliday en Nacida ayer (1950) y la retomó Jean Hagen en Cantando bajo la lluvia (1952), en el personaje de Lina Lamont, totalmente tonta y con una voz agudísima, intolerable, que le impide pasar del cine mudo al cine sonoro.

La voz que hace Mira Sorvino, y que tiene una importancia fundamental en su actuación, no es ni la de Judy Holliday ni la de Jane Hagen, es la de Mira Sorvino, una creación inspirada, con toques personales. Es una prostituta feliz, inocente, alegre, convencida que con su cuerpo da felicidad. Lo mejor que le puede pasar a un hombre es pasar un buen rato con Mira Sorvino, o Linda Ash, o mejor Judy Come, su nombre «profesional», es decir Judy «acabar». Y Woody (Lenny) tiene la suerte de encontrarse con Linda, o Judy:

—Hola. ¿Tú eres el de las tres?

—¿Linda Ash?

—Sí, la misma.

—Yo soy Lenny.

—Hola, Lenny. Adelante.

—¿Tú eres Linda Ash, verdad? Hemos hablado por teléfono.

—¿Te encuentras bien? Estás blanco.

—Estoy bien.

—¿Te apetece beber algo?

—¿Tienes una Perrier?

—¿Qué?

—O agua de la canilla.

—De eso sí que tengo.

—¿Seguro que eres Linda Ash?

—¿Qué te pasa? ¿Sufriste una embolia? Ya te lo he dicho tres veces. Soy Linda Ash.

—Tienes un apartamento precioso.

—Gracias. Lo decoré yo misma. Te enseñaré una cosa nueva. Esto (un reloj con dos cerdos haciendo el amor). ¿No es para mearse?

—Es estupendo.

—Tengo mucho sentido del humor. Soy divertida y bromista. Mucha gente no sabe.

—Dicen que yo también tengo sentido del humor.

—Bien, entonces te gustará esto. Acaban de regalármelo. Dando cuerda adelante y atrás, el obispo se la coge por el culo. Es una antigüedad y va exacto.

—¡Madre mía, es asqueroso!

—El agua sale un poco marrón. ¿Prefieres Sprite?

—La verdad es que estoy mareado.

—Siéntate.

—No sé por qué. Yo estoy sanísimo.

—¿Haces gimnasia?

—No de un modo ortodoxo.

—Yo tampoco soy religiosa. Mis padres son episcopalianos.

—¿En serio?

En realidad, Woody no va a su departamento para tener relaciones sexuales, sino que necesita arreglar una situación en la que está involucrado, que no viene al caso. Y el equívoco empieza desde que ella le pregunta «¿Tú eres el de las tres?», con esa voz especial. Lo hace entrar y él le pide una Perrier, una famosa marca de agua mineral, pero la muchacha no tiene la menor idea. Un gran guionista define a un personaje con el solo pedido de una Perrier y el reemplazo por agua de la canilla, que es lo que tiene… Y le dice que está un poco marrón. Imagínense a un hipocondríaco absoluto, como Woody Allen, tomando agua marrón de la canilla. Toda la escenografía es un gag. El espectador se ríe con solo observar la decoración de la casa de Judy Come, totalmente kitsch, de mal gusto, y de la que ella está orgullosa: cerditos cogiendo, un obispo practicando sexo anal, mexicanos con cactus enormes en lugar de penes… Esa es la idea que Judy Come tiene de la vida: ser feliz con el sexo. Incluso ella le confiesa que su verdadera pasión es la actuación: «Yo descubrí que soy una gran actriz cuando estaba haciendo una escena en un video porno, y alguien me penetraba por atrás, mientras yo le hacía dos mamadas a dos tipos distintos, y lo hacía tan bien que dije: ¡Oh, Dios, lo mío es ser actriz!».

Woody y Mina, o Lenny y Linda, mantienen otro diálogo desopilante:

—¿Qué tienes ganas de hacer, Len?

—¿A mí?, me gusta charlar un poco. Prefiero ir poco a poco, en fin, no sé.

—Estás casado, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Tienes toda la pinta.

—¿Pinta de qué?

—De que te hace mucha falta una buena mamada.

—Ah, esa pinta. Ya comprendo. ¿De dónde eres?

—De por ahí. ¿Por qué te intereso tanto?

—Es mi dedo.

—Ya lo sé. ¡Anda, tira, tira! Tira de aquí.

—¿De aquí?

—De los dos. Mira.

—No soy «manitas».

—Es fácil. Tira. ¿Lo ves?, se abre.

—La increíble ciencia.

—¿Qué? ¿Quieres pasar adentro? ¿Darte una ducha? ¿Conocerme a fondo?

—No, no, yo ya me he bañado.

—Hueles a limpio.

—Gracias.

—(Le besa la oreja). ¿Eres sensible?

—La oreja es mi punto débil. Un mordisquito y me pongo a cien.

—Len, ¿estás nervioso?

—La verdad es que sí.

—Se te nota.

—Es que no lo había hecho nunca.

—Iré despacito. A propósito, debo adelantarte que cobro 200 dólares.

—No hay problema, ningún problema.

Acá hay un despliegue actoral de Mira Sorvino. Linda Ash es una prostituta alegre, que tiene tantas ganas de vivir que al final de la película abandona su oficio. Es toda inocencia y pureza. Entrega su corazón pero no entrega su alma. Una personalidad muy diferente de aquella prostituta fría, metódica, no mala mina, pero que no le es fiel a nadie, interpretada por Jane Fonda en Klute (1971), con Donald Sutherland. Por este film ella ganó un Oscar y le perdonaron sus excesos durante la Guerra de Vietnam. Recordemos. En aquellos años, Jane Fonda se había abrazado a un cañón del Vietcong y se hizo sacar una foto. La imagen fálica era evidente. Y encima llevaba una remerita en la cual se le marcaban sus pezones. Esto indignó a gran parte de Estados Unidos. En Klute está formidable. En una escena famosa de la película, ella está sumergida en un goce profundo, en las puertas de un orgasmo, pero de pronto mira el reloj, porque tiene otra cita. ¡Es pura actuación! Como dice Mira Sorvino cuando recuerda que estaba con tres tipos. Y, efectivamente, Jane Fonda, le confiesa a su psiquiatra que lo suyo es actuar: «Me siento una gran hembra cuando estoy en acción. Puedo hacer lo que quiero con los hombres. Cuando estoy con un tipo, estoy actuando, lo estoy manipulando, lo estoy manejando». Y hasta tal punto lo maneja que ya está planificando su próxima cita. ¡Atentos, lectores masculinos! Cuando estén con una prostituta, no confíen en las expresiones de goce que ella les regala, porque después de todo es una comerciante que está vendiendo hábilmente su mercadería.

Pasemos a Adiós a Las Vegas. Y pido disculpas. No la elegí por Nicolas Cage, a quien considero uno de los peores actores de la historia del cine. Empezó haciendo películas porque era el sobrino de Coppola, luego se cambió el nombre y ahora tiene una trayectoria inexplicable. En Adiós a Las Vegas, Cage interpreta a un perdido que quiere emborracharse hasta morir, pero, en un cruce de calle, casi atropella a una prostituta (Elisabeth Shue). Pero ella se inclina por la ventanilla y le muestra lo que tiene, unas tetas hermosas (digamos mejor «lo que tenía»; ahora no sabemos porque hace tiempo que no la vemos actuar). Shue es una prostituta amarga, triste, que se enamora de este tipo alcohólico y decide seguirlo hasta el fin. Y tiene uno de los monólogos más terribles de las películas sobre prostitutas, en el que cuenta detalles de su trabajo cotidiano. Su oficio es no ser respetada, ser poseída, nunca con sentimiento ni amor, y debe tolerar cosas terribles. Esta clase de confesiones es inusual en las películas sobre prostitutas. «Lo que más me desagrada es que acaben en mi cara», confiesa, porque lo siente como una humillación, la peor humillación que puede soportar. Esto no lo va a decir Julia Roberts, la Vivian de Mujer bonita. En general, se cae en una idealización de la prostituta, pero acá, Shue describe con claridad la sordidez de ese mundo: «Yo motivo a los hombres que me cogen. No es fácil, pero soy muy buena. No he trabajado en mucho tiempo, pero cuando quiero, enseguida consigo dinero. Soy la persona que ellos quieren que sea. Sé que esa es su fantasía y la hago realidad. Yo presto ese servicio de maravilla. Soy una ecuación. Cobro 300 dólares por 30 minutos de mi cuerpo. Eso es solo para poder entrar a la habitación. Después son otros 500 dólares. Hacemos negociaciones. Es un espectáculo. Sin duda es un espectáculo».

Y acá aparece una de las figuras más siniestras que presenta el mundo de la prostitución, el pimp, el cafiolo, el cafisho, el tipo que la explota, pero que a la vez le consigue relaciones. Ella trabaja dirigida por un pimp, que le lleva clientes y le saca gran parte de sus ganancias, obtenidas por la explotación de ese cuerpo público.

Elisabeth Shue encuentra a Nicolas Cage alcoholizado, como siempre, con una mujer que sale de su habitación, con quien, evidentemente, mantuvo relaciones. Nuestra heroína le lanza un «andate». Pero él ya está muerto. Ella llora amargamente, llora porque él cumplió su deseo: morir en Las Vegas. Sentada a los pies de la cama dice: «Lo acepté a él por quien era y no esperé que cambiara, y creo que él sintió eso por mí también. Me gustó su drama. Él me necesitó. Lo amé. Realmente lo amé». Que una prostituta ame a alguien no es usual. En general, en las novelas rosas, cuando la prostituta ama a alguien la historia se termina, porque finalmente se enamoró, ergo, no va a seguir prostituyéndose. Eso no es seguro, pero la leyenda rosa de la prostituta es que el amor la redime, como el amor redime a las mujeres burguesas, del hogar, respetables, que tienen marido, hijos… El amor todo lo redime.

La hipocresía de la sociedad con respecto a las prostitutas se mantiene inalterable a través del tiempo. La mujer pública es una prostituta. La mujer burguesa, la que está casada, la que cría a los hijos, la que va al colegio, es una mujer de su casa. Es una mujer del hogar. No es una mujer pública. Es, fundamentalmente, una madre que espera a su marido a la noche. El marido suele tener amantes o va con prostitutas, pero regresa al hogar. Incluso era una regla no escrita que las mujeres burguesas no debían hacer una mamada, blow job, fellatio, a sus maridos porque eso era cosa de prostitutas. No querían injuriar los labios de su esposa. «No quiero que me hagas eso, querida, porque luego, con esa misma boca, vas a besar a los niños». ¿Quién se lo hacía? ¡La prostituta! Porque con ella la mamada estaba asegurada, se pagaba. Afortunadamente ya no ocurre eso. Ahora, las mujeres les meten los cuernos a los maridos. Tanto tiempo se los metieron ellos, que ahora las mujeres también engañan a los maridos, los maridos a las mujeres, intercambian parejas… El siglo XXI da para todo. El señor burgués había convencido a su esposa de que el hombre era un animal cebado que necesitaba desahogarse. En cambio, la mujer con los niños, con la casa, con la seguridad que daba el hogar, estaba lejos de cualquier sobresalto, pero él debía salir afuera, a luchar. Y cuando salía afuera, ¿con qué se encontraba? Con la mujer pública. Con ella se acostaba y hacía todas las fantasías pecaminosas que se le ocurrían.

Pretty woman (1990), o Mujer bonita, como se la conoció en la Argentina, tuvo un éxito bárbaro y lanzó al estrellato a una actriz querible, talentosa y hermosa, con unos grandes dientes, pero perfectos, no como los del malvado protagonista de Tiburón. Julia Roberts, de ella se trata, posee una de las sonrisas más hermosas de la historia del cine. Esta comedia romántica, dirigida por Garry Marshall, es la versión falsa y mentirosa de la vida de la prostituta. No dudo de que debe haber prostitutas con el encanto de Julia Roberts, pero cuando una mujer tiene todo lo que ella posee, termina siendo Julia Roberts, no una prostituta del Hollywood Boulevard. Como cuando Michelle Pfeiffer hizo de una camarera en Frankie and Johnny (1991). Esa chica no puede ser camarera, tiene que ser estrella de cine. Tiene que ser ¡Michelle Pfeiffer! Con ella ocurrió lo mismo que con otras actrices talentosas: hacía creer al espectador que era una camarera; o al menos, tenía la sensibilidad y la tristeza de ese personaje. En Pretty woman, Julia Roberts hace creer que es una prostituta de enorme simpatía. La actriz británica Helen Mirren estaba furiosa con esta película: «No se puede mentir así. La prostitución no es eso». En efecto, pero el film aclara que es un cuento de hadas; es como La Cenicienta, señores, porque hasta el personaje de Richard Gere se llama «Prince», Príncipe. La historia, además, transcurre en Hollywood, donde todo puede pasar. Y esa es la premisa de la película. Todo lo que sucede es llevado por el enorme carisma de Julia Roberts; Richard Gere es un actor tirando a tronco, pero no tiene, por lo menos, las facetas desagradables de Nicolas Cage. Acá está bastante encantador y no desentona con Vivian, la prostituta. Así se conocen los personajes de Julia Roberts y Richard Gere:

GERE (en el auto). —Sí, tú puedes manejarlo. La primera está aquí.

ROBERTS —Oye, cariño. ¿Buscas una cita?

GERE —No. Quiero llegar a Beverly Hills. ¿Puedes decirme cómo?

ROBERTS —Claro. Por 5 dólares.

GERE —Eso es ridículo.

ROBERTS —El precio acaba de aumentar a 10 dólares.

GERE —No puedes cobrarme por darme direcciones.

ROBERTS —Puedo hacer lo que quiera, cariño. Yo no estoy perdida.

GERE —Muy bien. Tú ganas, yo pierdo. ¿Tienes cambio de 20 dólares?

ROBERTS —Por 20 dólares te llevo personalmente. Hasta te muestro donde viven las estrellas.

GERE —Está bien. Ya vi la casa de Stallone.

ROBERTS —Grandioso. Al llegar a la esquina, dobla a la derecha. A la derecha. Aquí, a la derecha. Lindo auto.

GERE —Es un poco temperamental.

ROBERTS —¿Es tuyo?

GERE —No.

ROBERTS —¿Es robado?

GERE —No exactamente. ¿Cómo te llamas?

ROBERTS —¿Cómo quieres que me llame? Vivian. Me llamo Vivian.

GERE —Vivian.

Vivian tiene un enorme encanto. Camina de un modo muy especial, como si tropezara con algo. Y también, se asoma por la ventanilla del auto de Richard Gere como lo hacía Elisabeth Shue en Adiós a Las Vegas. Julia Roberts le dirá después una condición de las prostitutas: «Valgo tanto, pero no beso en la boca». Es notable este aspecto de la prostitución. Muchas de estas chicas hacen de todo, pero no besan en la boca. El beso en la boca está reservado para alguien que debe estar más cerca de su corazón que sus clientes o el pimp.

Prostituta (If You’re Afraid to Say It… Just See It, 1991), dirigida por Ken Russell, alguien que no suele ahorrarse nada, resalta por su realismo y su tristeza. Fue protagonizada por una actriz rústica, no bella para mí, pero sólida de cuerpo, en todo sentido, Theresa Russell, cuyo mejor papel fue su interpretación de Marilyn Monroe en Insignificancia (1985). Es otra visión descarnada de la prostitución. Liz (Theresa Russell) habla demasiado a cámara: «Los hombres me buscan porque yo les hago lo que sus mujeres no le hacen». Nuevamente, aparecen la mujer de su casa y la mujer pública. El hombre sale a la calle a buscar a la mujer pública, porque no solo es pública, sino que no está en su casa. Está en la calle. No hablo acá de la prostitución sofisticada, con citas telefónicas. Theresa Russell tiene una personalidad antitética comparada con Julia Roberts:

PIMP —Era desechable como tú. (Le pega). ¿Qué, perra? ¿Qué dijiste?

LIZ —No retiraré lo dicho.

PIMP —¿Sí? ¡Puta estúpida! ¿De nuevo? Partiré a los dos. ¡Primero este! Luego partiré al otro.

LIZ —Puedes romper todo. ¿No entiendes? No hay nada que puedas hacerme. (Grita).

PIMP —Quizá no te intereses por ti. ¿Pero tu hijo? ¿Y él?

LIZ —No sabes dónde vive.

PIMP —¿No? Siempre lo supe.

LIZ —Mierda.

PIMP —Sí, es asunto mío saberlo. Calle Pauling 2627, casa azul, en la esquina. ¿Sabes qué haré? Le daré unos años y lo llevaré a la calle. ¡Hará más dinero que tú!

LIZ —¡Antes mátame!

PIMP —¡Mierda! Nunca supiste cuándo abandonar, ¿verdad?

(La intenta ahorcar. Un amigo la salva y mata al pimp)

—Alguien va a tener problemas con la policía. La licencia de este tipo acaba de caducar. (Se ríen).

A cada cliente con el que negocia, Liz le dice que la mamada es la «especialidad de la casa». Como se puede apreciar, hay varias especialidades de la casa. Por ejemplo, si uno va al restaurante La Coupole, en París, le dicen que las ostras son la «especialidad de la casa». Pareciera que este capítulo se está convirtiendo en una exaltación de las mamadas practicadas por prostitutas.

El personaje de Theresa Russell se asemeja al de Elisabeth Shue. En ambos impera la sordidez. Pero carece de la frialdad de Jane Fonda en Klute. No la vemos mirar el reloj, pero nos damos cuenta de que su vida es miserable.

Repasemos. En Poderosa Afrodita, de Woody Allen, el trabajo de Mira Sorvino es formidable. En Adiós a Las Vegas, Nicolas Cage merece ser escupido y Elisabeth Shue, admirada. Mujer bonita y Prostituta se destacan a su manera. Pero hubo una película que no mencioné y que reservé para el final: Evita. Esta famosa película de 1996, rodada en parte en nuestro país, protagonizada por Madonna y dirigida por Alan Parker, está basada en un libro de una tal Mary Main, La mujer del látigo (The lady with the whip), publicado primero en Estados Unidos en 1952 y luego aquí, en diciembre de 1955, al poco tiempo del triunfo de la llamada «Revolución Libertadora». A pocas semanas de salido a la calle había vendido 26 000 ejemplares. La mujer del látigo es un intento de biografía de Eva Perón, desde su viaje de Junín a Buenos Aires hasta su muerte. Su tesis es que Evita fue una mujer de «vida azarosa». No dice mucho más. Pero mucho más perversos y malignos e insultantes que Mary Main fueron los argentinos. Por ejemplo, en ¿Qué es esto?, Ezequiel Martínez Estrada afirma que Evita era como Sempronia en la vida de Cicerón, según La conspiración de Catilina de Cayo Salustio. Sempronia, dice Martínez Estrada, no era buscada por los hombres, sino que ella los buscaba, o sea que era la prostituta de las prostitutas, porque no esperaba que los hombres reclamaran su cuerpo, sino que ella reclamaba a los hombres. Así era Evita para Martínez Estrada, una hetaira infernal. El dirigente socialista Américo Ghioldi la trata de «ofídica» y prostituta en El mito de Eva Duarte. El leitmotiv de la película de Madonna es el mismo: Eva Perón era una prostituta. Estos libros y muchos otros, la película de Alan Parker… ¿por qué insisten en sostener que Evita era una prostituta? Porque Evita llegó a ser una mujer pública, y a lo largo de este capítulo traté de mostrar que una mujer pública era una prostituta en la visión del macho burgués. La mujer que accede al poder desde un lugar humilde, lejos de la aristocracia o de la oligarquía, es cuestionada por todo. A Evita le cuestionaban que usaba trajes Dior. ¿Y por qué? Por su origen humilde. Es como si a una mujer humilde le estuviera prohibido llegar a una posición de poder y vestirse como ese lugar le permite hacerlo. A nadie se le hubiera ocurrido decirle a Victoria Ocampo que usaba vestidos o carteras caros, porque a ella le pertenecen, porque era una señora de la oligarquía. A nadie se le ocurre decirle a una señora de la oligarquía o de la aristocracia que se viste con lujos exagerados. No, porque el lujo le pertenece. Es como si se lo hubiera ganado, pero en realidad lo heredó. Ser aristócrata es heredar; quien no es aristócrata compra las cosas. Marcelo T. de Alvear se casó con Regina Pacini, una cantante de ópera, y nadie le reprochó a Don Marcelo ese casamiento. Nadie le reprochó a Regina Pacini de Alvear que se vistiera lujosamente. En cambio, a Eva Perón se lo reprocharon porque venía de abajo, no tenía derecho a tener las cosas lujosas que tienen las poderosas. En la actualidad, en nuestro país, cada cosa que se compra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner le es reprochada. Nadie se fija si Amalita Fortabat tiene una cartera cara. Se da por supuesto que debe tener una cartera cara. Pero si Fernández de Kirchner se compra una cartera cara, rápidamente se escuchan acusaciones de robo, corrupción, despilfarro del gobierno o saqueo al pueblo. Pero a la oligarquía, que se robó todo, entre otras cosas la tierra, se le acepta todo. Y en la postura se entremezclan el cholulismo, el resentimiento y el deslumbramiento por los ricos. A los ricos todo les pertenece, nada les queda mal, es natural que tengan poder. En cambio, esas prostitutas que vienen de abajo, como Eva Perón, lo hacen todo por ambición o demagogia. Ese es el insulto hacia la mujer pública, como Eva Perón, que quería trepar en el poder para ejercer la demagogia sobre los pobres y ponerse todo ese lujo encima que, en ella, era inadecuado. En cambio, en Victoria Ocampo era bienvenido, porque le pertenecía, porque era un bien de clase, a la que, naturalmente, todo le pertenece. «La puta oligarquía», diría la JP de los 70…