22
La vida, a veces, puede ser dura y cruel. Y, a veces, un solo instante bien merece toda una vida entera. Siempre hay una luz, aunque todo parezca oscuro. Y nunca se debe dar nada por perdido. La experiencia le hace a cada uno más fuerte y más resistente ante las pruebas que hay que ir superando cada día existencia. Vivir no es más que una prueba constante en la que sólo sobreviven los más fuertes. Sólo hay dos opciones: apartarse y dejar que el mundo gire dejándote atrás, o subirse al carro de la vida y capear los temporales que ésta te mande. Simple cuestión de supervivencia. Por eso los momentos de felicidad, escasos en número, hay que tratar de disfrutar los al máximo.
* * *
La mañana había sido excepcionalmente buena, y eso que los días anteriores nada parecía haberlo podido prever, puesto que no había parado de llover en la ciudad de Madrid.
Como cada domingo Javier, Sofía y la pequeña Elisa habían ido a la panadería de los Torres a visitar a los padres de Javier. Éstos así también tenían la oportunidad de mimar aún más a su nieta con los dulces que vendían en la tienda. La niña y se encontraba totalmente recuperada de sus problemas de salud y nunca le decía que no a los ofrecimientos de su abuela paterna. Para Joaquín, la niña era su ojito derecho y más de una vez Javier le había tenido que llamar la atención por los numerosos caprichos que le concedían a la pequeña. Además la niña se sabía querida por todos los que la rodeaban y utilizaba todas sus armas para conseguir cualquier cosa que se le antojara.
Tras comer con los abuelos de Elisa; Javier, Sofía y la niña fueron a visitar a los padres de la sevillana. Ambos reposaban en el Cementerio del Este, y aquella visita también se había convertido en una rutina para ellos.
Javier llevaba a Elisa en brazos a todos los lugares. La niña tenía una sillita que le habían regalado sus abuelos paternos, pero el chico decía que era mejor llevarla así para no ir cargados con tanto trasto por las calles. Sentía auténtica pasión por Sofía y por la niña, y ambas le correspondían con un cariño equitativo.
En silencio recorrieron las calles del camposanto y se dirigieron hacia la tumba deseada. Aquella tarde había bastante más gente congregada de lo habitual, debido a que pocos instantes después se celebraría allí un entierro. Todos parecían esperar la llegada del féretro. Los chicos sortearon a la multitud que esperaba al coche fúnebre y se encaminaron hacia el pasillo donde estaba la lápida de los padres de Sofía.
Cuando llegaron, Javier dejó a la pequeña Elisa sobre el mármol y ésta empezó a gatear para jugar con las letras grabadas en la piedra; así podría descansar un poco de la carga voluntaria de la niña.
—Si es que eres un cabezón. Mira que te tengo dicho que deberíamos traernos la silla para que no tengas que llevarla siempre en brazos —dijo Sofía en tono burlón.
—Que no, mujer. Que a esta niña lo que le gusta que la lleve su padre, ¿a que sí, brujilla? —contestó Javier haciendo cosquillas a Elisa.
La risa de la pequeña era música celestial para sus padres, que la miraban embobados cada gesto que hacía.
—Ven aquí, enana —le dijo su padre mientras la agarraba de una pierna para evitar que se cayera por el otro lado de la tumba—, que al final tu madre nos va a echar la bronca a los dos.
—Quedaron muy bien las letras que pusimos en la lápida, ¿verdad?
—Claro —contestó Javier mientras volvía a coger en brazos a Elisa.
—Qué curioso. No me había dado cuenta hasta ahora —dijo Sofía reflexiva.
—¿De qué? —preguntó el chico extrañado por la actitud de la andaluza.
—En la piedra pone que mi padre murió el ocho de mayo de mil novecientos sesenta y ocho…
—Claro, así fue…
La andaluza, entonces, se quedó pensativa y su mirada se perdió durante unos segundos en la inmensidad de sus ideas, que ahora le llegaban como una avalancha hasta el centro de su entendimiento.
—Sofía, ¿qué pasa? —preguntó Javier poniéndola una mano en el hombro.
Este gesto hizo que la chica volviera a la realidad súbitamente.
—Perdona —dijo cogiendo ahora ella en brazos a su hija—. Es que me resulta curioso que la vida tenga a veces estas casualidades.
—¿Me lo vas a contar hoy o…?
—Es que resulta que mi padre murió el mismo día que nació mi madre… y mi madre murió el mismo día que vino al mundo mi padre… —aclaró la sevillana.
—Pero en distintos años —puntualizó Javier.
—Por supuesto, claro —sentenció Sofía con un gesto contrariado—. Demasiadas coincidencias, ¿no crees?
Y en ese momento fue Javier el que se quedó pensativo durante unos momentos. Su mujer tenía toda la razón: la vida era muy extraña, muy rara…
—Venga, niño, vámonos. Que al final vamos a llegar tarde otra vez y los chicos estarán esperándonos —apremió Sofía.
Y así lo hicieron.
Pasear aquella tarde era muy agradable. Cuando llegaron a la plaza coronada por la Puerta de Alcalá, Javier cedió a Elisa a su madre y se dirigió hacia el quiosco de prensa para comprar un periódico. Siempre le había gustado estar informado de todo lo que sucedía por el mundo. A esas horas ya no había mucho donde elegir, pero aún así adquirió un diario junto a una revista para su mujer y un librito de cuentos con muchos dibujos para su hija. Mientras regresaba con Sofía y Elisa, que lo esperaban junto a las vallas, el chico hojeó el noticiero y la suerte hizo que sus ojos se pararan sobre una curiosa noticia, en principio carente de mucha importancia.
APARECE QUEMADO UN
MILLONARIO
El hombre dejó su fortuna a
un orfanato de la capital
Por J.M.M.
Un extraño suceso ocurrió hace una semana en Madrid. Alrededor de las ocho y media de la mañana del pasado sábado un viandante descubría el cuerpo calcinado de una persona en el interior de uno de los jardines del conocido Parque del Retiro, en las inmediaciones de su estanque. Al parecer el hombre acudió a ese lugar, como cada mañana, para hacer un poco de ejercicio y al realizar un descanso sospechó de un bulto extraño que se encontraba junto a uno de los arbustos que jalonan el parque. Tras acercarse muy cautelosamente pudo observar que aquel macabro hallazgo lo componían una serie de huesos y carne quemada. Rápidamente avisó a la Guardia Civil, que se personó en el lugar de los hechos haciéndose cargo de lo que más tarde se confirmó que eran los restos mortales de una persona que había fallecido carbonizada. Responsables oficiales consultados por este periódico nos han revelado que en un banco cercano al lugar donde se hallaba el cuerpo se encontró una carta, junto con documentación aún sin comprobar, en la que, presuntamente, un hombre justifica el haberse quemado vivo en el interior del Retiro. En un gesto de deferencia con nosotros, que tenemos que agradecer especialmente a la Benemérita, este periodista ha podido tener acceso a esa carta y a lo que se cuenta en ella. Su autor, que responde al nombre de Julián, dice que su decisión está justificada por el inmenso amor que sentía por su esposa Elena, fallecida años atrás en un pavoroso incendio. La soledad y una vida bastante ajetreada hicieron el resto y empujaron al infeliz a suicidarse eligiendo la misma forma de morir que tuvo su mujer. Aunque quizá lo más sorprendente sea lo último que este hombre escribió en su epístola póstuma: Julián dice que cede toda su fortuna a uno de los orfanatos de la capital. La redacción de este periódico ha investigado el caso y hemos podido saber que Julián Morales Hernández heredó una fortuna a raíz de la muerte de su mujer en un incendio en la vivienda familiar. El pasado mes de septiembre era detenido por la Guardia Civil al ser acusado por los familiares de su esposa de haberla asesinado para quedarse con la herencia. Tras un proceso muy confuso, contra todo pronóstico fue declarado inocente y administrador vitalicio de la fortuna de Elena Sánchez de Tejada. Ahora que sus restos descansan en una fosa del Cementerio del Este, aquella fortuna será utilizada por un orfanato en el que Julián pasó algunos años de su juventud. Así lo deseó y así lo dejó escrito en su testamento. Algunas fuentes autorizadas de la investigación nos han podido confirmar que aún no se sabe cómo el hombre pudo entrar en el Parque del Retiro sin ser visto, aunque parece claro que utilizó una bombona de gasolina para perpetuar su acción. A veces el amor nos hace cometer muchas locuras. Descanse en paz el pobre infeliz.
—¿Pasa algo, cariño?
Las palabras de Sofía asustaron a Javier, que no se esperaba volver a la realidad tan bruscamente.
—No, no. No pasa nada, ¿por qué? —dijo todavía con la impresión en el cuerpo.
—Hombre, porque estamos la niña y yo esperándote, y tú te quedas ahí ensimismado leyendo el periódico.
—Verás… es que me he quedado sorprendido por esta noticia —le contestó Javier señalándole un artículo del diario.
En la página opuesta a la que acababa de leer, ya en la sección de cultura, un periodista informaba sobre el abrumador éxito del libro La sombra del viento, que según se informaba llevaba ya más de cuatro años entre los más vendidos; un reconocimiento que incluso había traspasado las fronteras españolas, siendo muy bien acogido en varios países.
—Pues que sepas que parte de la culpa es tuya —le dijo Sofía burlona—, señor Director Adjunto.
—Muchas gracias, señora Directora General —le contestó el chico en el mismo tono.
Y nuevamente la niña volvió a cambiar de brazos, volviendo otra vez con su padre.
«Que seáis muy felices Elena y tú en el cielo», pensó Javier, «ahora ya tendré a alguien más que visitar cuando vaya al cementerio».
Cruzaron la carretera y comprobaron con desilusión que todos sus amigos ya les estaban esperando en la Puerta de la Independencia; otra vez eran los últimos en llegar. Y la excusa de la niña esta vez no les iba a servir como eximente.
Antonio ya ejercía como guardia civil. Desde que años atrás le sucedió aquel mal trance a su amigo Javier, tuvo claro que haría caso a su padre y se planteó seriamente convertirse en benemérito; pero él quería serlo para ayudar a la gente, como su padre. Aunque tampoco había abandonado del todo su idea inicial de estudiar Bellas Artes. Su madre había mediado para que su progenitor viera de otra forma aquella obsesión de su hijo, y finalmente el comandante Francisco Rivera había cedido a que lo intentara cuando estuviera asentado en el Cuerpo. Su relación con Mónica seguía adelante y ambos eran felices juntos.
Mónica, por su parte, seguía estudiando música en el conservatorio. Ya había tocado en varios conciertos importantes, con bastante éxito de crítica. Y sus amigos siempre la estaban apoyando en su carrera musical, puesto que era más que evidente el talento innato que poseía la chica para interpretar a la perfección cualquier partitura que cayera entre sus manos. De hecho, en esos momentos se encontraba muy contenta, y a la vez muy nerviosa, porque en unos días realizaría las pruebas para acceder a la Orquesta Nacional; un sueño al alcance de muy pocos privilegiados. Ninguno de sus amigos dudaba de que lo conseguiría, además llevaba la recomendación expresa de su profesor, un hombre bastante bien considerado en esos círculos.
Guillermo estaba a un solo año de licenciarse en Derecho, y ese último curso lo estudiaría en Madrid. Echaba tanto de menos la capital, que al final se había decidido trasladarse para acabar la carrera cerca de su familia. El chico deseaba seguir los pasos de su hermano mayor y poder ejercer cuanto antes. Finalmente había descubierto que aquella carrera le interesaba más de lo que pensaba antes de estudiarla. No tenía novia, y de momento decía que no tenía intención de empezar ninguna relación. Él se autodefinía como un “alma libre”.
Óscar, el hermano mayor, ya había terminado la carrera con excelentes calificaciones, y tras buscar trabajo en varios bufetes de abogados, terminó convirtiéndose en unos de los juristas de la editorial que ahora dirigían Sofía y Javier, primero como becario y luego como integrante pleno de la plantilla. Ver todos los días a sus amigos y encima trabajar con ellos codo con codo era algo que no tenía precio. Jamás les había surgido ningún problema y todo parecía indicar que siempre sería así.
María, la inseparable compañera de Sofía en Santa María Redentora, ahora vivía en Madrid. La sevillana había cumplido la promesa que le hizo al despedirse de ella y en cuanto pudo regresó a Salamanca para liberarla de los muros del convento. Trabajaba como dependienta en una tienda de telas y vivía en una pensión junto con otras chicas; aunque esperaba que por poco tiempo, ya que desde que pisó suelo de la capital, las flechas de Cupido hicieron que Óscar y ella se convirtieran en mucho más que amigos. Ambos ya tenían planes de boda en fechas próximas.
También se encontraba allí Piedad. La niña ciega, al igual que María comprobó, la validez de la palabra de Sofía. A ella también la había liberado la andaluza, y encima le había dado un trabajo en la editorial como asesora de libros para ciegos. Un empleo en el que Piedad se desenvolvía de manera excepcional. Parecía haber nacido para desempeñar aquel cargo. Cuando Javier le propuso a Sofía crear una edición de libros para ciegos, ninguno de los dos directores pensó que el éxito fuera tan grande. Aquella chica tenía un don especial y todos los que la rodeaban se daban cuenta de que era una persona maravillosa. Incluso algún compañero ya la miraba con buenos ojos, y ella se dejaba querer.
Elisa al ver a Marta se revolvió en los brazos de su padre, y Javier la dejó en el suelo para que recorriera los últimos metros que la separaban de su amiguita entre los tambaleos propios del desequilibrio de su corta edad.
La pequeña del grupo de los mayores seguía estudiando en el colegio y tenía decidido que su vocación sería la de profesora.
—Vamos parejita, que siempre sois los últimos en llegar —dijo Antonio en tono de broma—. ¿Hoy también ha tenido la culpa la niña?
Y todos se echaron a reír.
—Que gracioso eres. Para tu información, que sepas que si llegamos tarde es porque somos personas muy ocupadas y con muchas responsabilidades —le contestó Javier siguiendo la broma.
—Oh, sí. Usted perdone, señor Director Adjunto. Y, ¿se puede saber en qué estaba usted tan ocupado un domingo? —preguntó curioso.
—En nada que a ti te importe, chaval.
—Oye, tú. Ten mucho cuidadito con lo que dices que lo mismo al final tengo que detenerte por desacato a la autoridad —dijo Antonio con seriedad fingida.
—¿Autoridad? ¿Dónde? ¿Dónde está la autoridad? —se burló Javier.
—Advertido quedas, muchacho. Luego no me llores.
Los dos se quedaron mirándose durante unos segundos y explotaron a la vez en una sonora carcajada mientras se abrazaban amistosamente.
—Vaya dos patas para un banco que estáis hechos. Siempre igual —dijo Mónica mientras conducía a Marta y a la pequeña Elisa al interior del Parque del Retiro.
—Mujeres… nunca podrán entender el humor masculino —dijo Óscar casi en un susurro, pero alguien le había escuchado sin él quererlo.
—¿Perdona? ¿Puedes repetir lo que acabas de decir? —le habló María inquisitiva y con cara de pocas bromas.
—Vamos, cariño. No te enfades y entra que al final nos quedamos los últimos nosotros —se intentó escapar Óscar por la tangente.
—Hombres… —dijo resignada la chica.
Su lugar de encuentro era el de siempre: las gradas del anfiteatro del estanque. Guillermo y Javier se apresuraron a comprar barquillos para todos, tras lo cual el grupo volvió a reunirse una vez más en el lugar preferido de Madrid por todos ellos.
—Oye, peque. ¿Quieres un poco de mi barquillo? —dijo Guillermo a Elisa viendo que la niña ya se había terminado el suyo.
La niña no necesitó que le repitiera el ofrecimiento. Subió las escaleras que la separaban de Guillermo y se sentó a su lado mientras éste compartía su galleta con ella.
—Oye, tú. No me malcríes a la niña, ¿eh? —dijo Javier desde una posición superior en la grada—. Que te estoy viendo.
—Vaya hombre, pues tiene gracia que tú precisamente le digas eso —replicó Antonio—. ¿Ya no te acuerdas de cuando tú hacías los mismo con Marta?
—Cuando seas padres comerás huevos —le contestó Javier casi sin hacerle caso.
—No, si al final te digo yo que tú terminas pasando la noche en el calabozo. Ya lo verás —le advirtió Antonio con su dedo índice.
Después ambos chocaron sus manos y volvieron a unirse en un abrazo ante las risas de todos. Aquellas bromas eran habituales entre los dos amigos, y de paso con ellas divertían al resto del grupo.
—Oye, Elisa. La semana que viene es tu cumple, ¿no? ¿Cuántos años vas a cumplir? —le preguntó Guillermo a la niña mientras ambos apuraban el barquillo.
La pequeña levantó su mano izquierda y, ante la atenta mirada de todos los que la rodeaban, estuvo varios segundos luchando con sus propios dedos para acertar con la cifra que su cabecita deseaba mostrar.
—Tres —dijo finalmente cuando logró dejar doblados su pulgar y su meñique.
—¿Tres? Pues ya eres demasiado grande… Habrá que comprarte un regalo muy bonito —dijo Guillermo mientras le hacía cosquillas.
Elisa asintió con la cabeza y tras comerse la última porción del barquillo se bajó con Marta hasta la orilla de lago para contemplar a los patos que nadaban en él.
—Pues nosotros vamos a tener cuatros niños —dijo de repente Óscar.
—Sí, hombre, sí. O cuarenta. Como tú no tienes que parirlos —le contestó María.
—Bueno, bueno. Que no creo yo que sea para tanto.
—Tú no tienes ni idea —le dijo Sofía—. Eso es algo que vosotros nunca podréis saber, y mucho menos imaginaros. Por eso habláis de esa manera, sin conocimiento.
—Pues yo te digo una cosa —tomó la palabra Antonio—: yo creo que si los hombres tuviéramos que parir, la especie humana se había extinguido con Adán y Eva.
Otra vez el ambiente se cargó con las sonoras risas que emitieron los amigos. A todos les encantaba estar juntos porque esos momentos eran únicos. Siempre tenían algo de qué hablar y siempre estaban riéndose.
—Nunca llegarás a saber cuanta razón tienes en lo que acabas de decir — sentenció Sofía.
—Oye, que te lo digo como lo siento —aclaró el benemérito.
Elisa a punto estuvo de irse al agua detrás de uno de los patos, suerte que Marta estaba con ella y la cuidaba como si fuera su hermana verdadera. La rapidez de sus reflejos evitaron que las dos acabaran mojadas. La pequeñas gritaba a los animales y se ponía nerviosa cuando alguno de ellos se dirigía hasta ellas.
—Tres años ya —dijo Guillermo en tono reflexivo—. Parece que fue ayer cuando os casasteis.
—¿Y todavía te acuerdas después de la borrachera que cogiste? —le preguntó divertida Sofía.
—¿Tú, borracho? —preguntó Piedad sin poder aguantar la risa—. No me lo puedo creer.
—Calla, calla. Que todavía me retumba la bronca que me echó mi padre. Yo creo que al día siguiente me dolía más la cabeza por los gritos de mi señor padre, que por el alcohol que me bebí.
—No me extraña. Pero si casi nos dejas sin existencias a los demás —dijo Antonio rememorando aquellos momentos.
—Bueno, bueno. Que tampoco fue para tanto —se defendió Guillermo.
—Si tú lo dices… —le dijo Sofía.
—Yo sólo me limité a divertirme. Aquello era una celebración, ¿no? Pues ya está.
—No, si eso ya nos quedó muy claro. De hecho tú fuiste el rey de la fiesta —habló Javier.
—Lo que pasa es que vosotros no sabéis divertiros.
—Va a ser eso —sentenció Antonio—. Que necesitamos que tú nos enseñes.
Y todos volvieron a reírse con ganas.
El resto de la tarde se pasó volando entre bromas y risas.