4
El mes de septiembre se presentó en Madrid sin que nadie se hubiera dado prácticamente cuenta. El intenso calor que había azotado la ciudad los meses anteriores no parecía querer remitir nunca y el verano parecía haber encontrado un lugar de donde no se quería marchar. En las últimas semanas ni siquiera había hecho acto de presencia alguna tormenta veraniega de esas que, al menos, servían para refrescar momentáneamente el ambiente. Así que las personas mayores y los niños eran los que peor llevaban aquel caprichoso tiempo que les había tocado vivir.
En esos días la ciudad de Madrid estaba muy agitada debido a que en breve la ciudad recibiría la visita de un jefe de gobierno muy importante. Esto había provocado que la vigilancia en muchos puntos de la capital se hubiera incrementado, con los consecuentes trastornos que eso provocaba en los ciudadanos de a pie. Era difícil pasear por alguna calle de las céntricas y no encontrarse con algún tipo de agente de seguridad merodeando entre los transeúntes. Cualquier medida era poca si con ello se lograba evitar alguna desgracia, lo importante era la seguridad de la persona que visitaría la capital durante dos días y que sería agasajada hasta más no poder por su homónimo español.
Pero a los ciudadanos no parecía importarles demasiado la llegada de aquel extranjero. Cada uno tenía sus propios problemas como para ocuparse de los de los demás. Si alguien venía de visita ya se iría y si se quedaba pues mejor para él. Aquí descubriría una ciudad abierta a todo el mundo y respetuosa con todos. En Madrid encontraría un lugar donde podría vivir a gusto y donde tendría todo lo que pudiera necesitar. Sería adoptado al instante por los habitantes y sería tratado como uno más dentro de la compleja estructura que se iba tejiendo poco a poco en la urbe madrileña.
Aquella mañana la panadería de los padres de Javier había estado más concurrida de lo habitual. El rumor de que Isabel ya estaba prácticamente recuperada de su operación y las noticias de que era posible que volviera al negocio, habían hecho que los clientes habituales se acercaran hasta la tienda para preguntar por el estado de la dueña y para desearle una pronta recuperación total.
Así que Isabel ese día estuvo mucho más tiempo repartiendo besos y recibiendo bendiciones de sus clientes, que despachando como era habitual en ella. Joaquín se sentía muy orgulloso al ver la cantidad de gente que se había desplazado para ver a su mujer. Siempre había sabido que era alguien especial y ahora se sentía muy dichoso de haber podido compartir su vida con ella. La gente la quería porque ella se hacía querer, porque era buena; porque se lo merecía.
Isabel, en cambio, se sentía un poco abrumada por el hecho de recibir las muestras de afecto de tantas personas diferentes. Ella no creía ser merecedora de ellos, pero en su interior reconocía que le hacían muy feliz. Para la panadera, aquella mañana también fue muy especial porque comenzó una nueva vida. Sólo ella sabía lo cerca que había estado de no volver a ver a toda esa gente. Sólo ella sabía lo mal que lo había pasado aquella noche en la que sin saber porqué había terminado en un hospital. Sólo ella sabía lo que había visto en aquellos trágicos momentos… Ahora todo parecía un mal sueño; una pesadilla que ojalá nunca hubiera vivido, pero que afortunadamente sólo estaba en el recuerdo. Debía disfrutar de los momentos que estaba viviendo y no recordar lo que podía haber sucedido escasas semanas antes. Ahora se merecía el ser feliz.
A media mañana apareció Javier por la panadería. Ese día se había quedado en casa durmiendo y descansando un poco de la jornada anterior. La noche pasada había estado ayudando a su padre a limpiar toda la tienda y a colocar la nueva mercancía para el día siguiente. El trabajo se había alargado más de lo previsto y habían terminado muy tarde de realizar las tareas, así que Joaquín le permitió que hiciera un poco el vago por la mañana y que fuera a la panadería un poco más tarde de lo habitual.
A pesar de haber dormido como un tronco, Javier llegó con ojeras al establecimiento. Si le hubieran permitido dormir mil años más no hubiera rechazado la oferta, porque tenía la sensación de que había estado trabajando toda una vida entera seguida. Pero su ligero malestar general no fue aliviado cuando entró en el comercio de sus padres. El alboroto de las personas que estaban dentro no hizo sino aumentar el dolor de cabeza que sentía. Cruzó con dificultad la maraña de clientes que había en ese momento y tras saludar a sus padres con desgana se metió en la trastienda y se sentó en una silla para ver si se le pasaba el cansancio que lo embargaba completamente.
Casi al instante Joaquín se plantó delante del chico y Javier temió que le fuera a encargar que hiciera algún recado. No estaba él para encargos precisamente. Sólo deseaba que el tiempo pasara y que su maltrecho y dolorido cuerpo volviera a ser el de antes. No pedía nada más… el resto podía esperar.
—¿Qué te pasa hijo?, ¿te encuentras bien?
Javier tenía que reconocer que desde que su madre había sufrido la operación, la unión con su padre había mejorado bastantes enteros. No es que se llevaran mal hasta ese momento, pero la verdad es que la relación con su progenitor nunca había sido lo fluida que era con su madre. Desde aquel momento los dos habían acercado posturas y ahora la comunicación entre ambos era más constate. Quizá tuviera también que ver el hecho de que Joaquín cada día estaba más ilusionado con la idea de que Javier sería quien le sucediera en el negocio y de un tiempo a esta parte se estaba preocupando demasiado en enseñar a su hijo lo que él denominaba «gajes del oficio». De cualquier modo, por una cosa o por otra, Javier agradeció interiormente la preocupación de su padre.
—No, nada —contestó sin ganas—. Es que estoy un poco cansado por lo de ayer. Déjame que me siente un poco y luego hago lo que haya pendiente.
Joaquín miró a su hijo con gesto comprensivo. Él también había notado ese acercamiento y trataba de mantener aquella atmósfera poco usual hasta entonces para ambos. Debido a los años que había dedicado a su trabajo había perdido un tiempo precioso para conocer algo más a Javier y ahora que se daba cuenta de que ese tiempo ya no podría recuperarlo nunca, necesitaba aprovechar lo que le quedara.
—¡¡Vaya juventud trabajadora!! —le dijo dándole un zarandeo en el pelo—. Les haces trabajar un poco y terminan derrengados.
Después se rió con ganas y se marchó a la tienda otra vez dejando al chico solo.
Javier apoyó los brazos sobre la mesa y después apoyó la cabeza cerrando los ojos.
Sabía que no se iba a dormir, pero necesitaba abstraerse de todo lo que le rodeaba por un momento. Aquellas agujetas que sentía no debían de ser de este mundo, porque estaban poniendo a prueba toda su resistencia. Era cierto que haber hecho la limpieza completa de la tienda y haber colocado todo el género no era cosa baladí, pero ahora recordaba a la perfección las palabras que su madre solía decir cuando era ella la que realizaba la tarea junto a su padre. Javier la compadecía porque pensaba que si al día siguiente Isabel sentía lo que él estaba sintiendo en todo su cuerpo, no tenía explicación simplemente que pudiera levantarse de la cama. Su madre era una supermujer, en ése y en muchos otros sentidos…
No pudo saber el tiempo exacto que pasó en aquella posición. Podían haber sido minutos o incluso horas. Se despertó, de repente, sobresaltado. Desde el interior de la tienda llegaba poco ruido. Al parecer el revuelo reinante durante toda la mañana había bajado de intensidad hasta convertirse en el rumor habitual de esas horas del mediodía.
Sin saber muy bien la razón de su mejoría, Javier notó que el dolor de cabeza se le había pasado prácticamente y que el padecimiento de las articulaciones había remitido considerablemente. Debía de ser algo de magia, porque si no cualquier otra explicación carecería de sentido. Aunque no tardaría en darse cuenta de que la magia no había tenido nada que ver con su milagrosa mejoría y de que todo en esta vida tenía una explicación; como siempre sólo había que esperar a que llegara…
Con ánimos renovados decidió que lo mejor era levantarse y ayudar a sus padres. Eso le permitiría salir a la calle a llevar algún pedido y así el aire terminaría de mejorarle sus dolencias. Se estiró en la silla donde estaba sentado y se rió para sus adentros pensando en la regañina que se hubiera llevado si su madre le hubiera pillado en ese momento. Más de una vez se había ganado un cachete por hacerlo y, aunque reconocía que se los merecía, no tenía la menor intención de ganarse otro. Se levantó y al dirigirse hacia la tienda sintió algo no supo identificar hasta varios segundos después.
En la panadería sólo había un cliente que ya se marchaba después de haber comprado una barra de pan y unas deliciosas magdalenas de limón. El señor se despidió cortésmente de los dueños y al ir a abrir la puerta para salir tuvo que apartarse para dejar pasar a una chica que traía un ramo de flores en la mano.
—Hola, buenos días —dijo Sofía con una sonrisa—. ¿Qué tal estamos, señora?
Isabel no pudo por menos que levantarse de la silla donde se había sentado y dirigirse hacía la niña con los brazos extendidos para abrazarla. Sofía dejó el ramo en el mostrador y correspondió al abrazo de la panadera. Las dos mujeres estuvieron fundidas en esa unión durante varios segundos y ambas sintieron algo muy especial, algo que las unía y que sólo ellas sabían darle explicación.
—Mire, le he traído unas rosas para que se anime un poco —comentó recogiendo nuevamente el ramo—. A mi madre le gustaban mucho y decía que eran las únicas flores que devolvían el ánimo a las personas. Espero que le gusten.
Isabel tomó las flores que le ofrecía la chica y las observó con sumo cuidado.
Eran muy bonitas y además a ella también le habían gustado siempre las rosas. No se esperaba esa sorpresa y reconocía que la amiga de Javier le había tocado la fibra sensible
—Mi padre le manda muchos recuerdos y dice que espera que se termine de recuperar muy pronto.
Entonces Isabel no pudo evitar llorar ante Sofía. Volvió a acercarse hasta la niña y la dio dos besos llenos de dulzura y agradecimiento.
—Gracias, cariño —sólo pudo acertar a decir—. Muchísimas gracias por todo. Me gustan mucho. Voy a ponerlas en agua para dejarlas aquí y que todo el que venga pueda ver lo bonito que es el ramo.
Sofía sonrió y se alegró por la reacción de Isabel. No tenía muy claro si acertaría con su regalo, pero después de desechar varias opciones llegó a la conclusión de que las flores podrían ser una buena alternativa.
Javier se cruzó con su madre mientras salía a la tienda y ella entraba a la trastienda. Se la encontró de sopetón y se asustó por lo inesperado de la situación. Casi sin darle tiempo a reaccionar Isabel le dijo en tono jovial:
—Mira que flores más bonitas me ha regalado Sofía.
Y siguió camino del fregadero para ponerlas en un florero.
Javier sorprendido por la reacción de su madre, salió a la tienda y allí se encontró a su amiga vestida con aquella sonrisa que parecía no perder nunca de su expresión. Sus ojos también brillaban de una forma especial y toda ella parecía irradiar una luz especial.
Al ver a Javier se dirigió hasta él y le dio dos besos que el chico correspondió rápidamente.
—Me parece que te acabas de ganar una amiga para toda la vida —comentó socarrón Javier al tiempo que hacía una mueca—. Y encima vas y le traes flores, que es lo que más la gusta. Te aseguro que eso no se la va a olvidar en la vida.
La niña se sonrojó un poco y miró al suelo avergonzada. La gustaba que su amigo la dijera eso porque era uno de los que mejor podía conocer los gustos de Isabel.
Así que quedó convencida de que su obsequio había sido oportuno.
—Era lo menos que podía hacer —dijo Sofía.
—Oye, que muchas gracias por todo. Nunca olvidaré lo que has hecho estos días y lo mucho que me has ayudado. Me parece que sin ti no podría haber resistido todo esto. Me alegro un montón de que hayas estado a mi lado todo este tiempo.
Sofía recorrió nerviosa con la vista la extensión de la tienda. A ella también la incomodaba, en ciertas ocasiones, que la gente la diera las gracias por lo que hacia. En este caso concreto no se sentía merecedora de ningún tipo de agradecimiento, puesto que su manera de actuar había sido producto del cariño que sentía por Javier y, por extensión, por sus padres. En ningún momento se había planteado la duda de si lo que estaba haciendo sería lo que se merecía la persona a la que se lo hacía; más bien al contrario, aún tenía algunos pensamientos en la cabeza que le recordaban que quizá podría haber hecho algo más por la madre de su amigo.
—De nada, caballero —contestó muy bajito—. Ya sabes que no hace falta que me lo agradezcas. Para mí es una alegría ver que tu madre está mucho mejor.
En esos momentos Isabel salió de la trastienda con el ramo de flores en un florero. Seguía mirando las rosas como si fueran el mayor tesoro que hubiera visto en toda su vida. Y no paraba de colocarlas mientras las dejó en el mostrador.
—Veis que bonitas están —dijo muy animada—. Las voy a dejar aquí para que se vean bien.
Y acto seguido las recolocó una y mil veces hasta que pareció quedar satisfecha con la disposición adoptada. Javier y Sofía se rieron al ver la insistencia y la paciencia con que Isabel tocaba aquellas flores y las intentaba colocar a su gusto. Ambos tuvieron que reconocer que aquel ramo sería lo primero que verían los clientes durante los próximos días cuando entraran en la panadería. Era imposible no verlo; entre lo grande que era y donde estaba colocado, sólo un ciego no se daría cuenta de lo que había encima de aquel mostrador.
Después de echar un último vistazo a su composición, Isabel pasó por detrás del mostrador, cogió una bolsa e introdujo un paquete de magdalenas y una barra de pan. Se quedó quieta unos segundos, tomó aire y se volvió hacia donde estaban los chicos. Con voz firme y tratando de que no se le quebrara, producto de la emoción que sentía en esos momentos, dijo:
—Toma, cariño —le extendió la bolsa a Sofía—. Por cierto, dale las gracias a tu padre. Y para ti también muchas gracias. Javier me ha estado diciendo que todos estos días preguntabais por mí. Gracias, Sofía.
La niña cogió la bolsa algo nerviosa e hizo ademán de buscar algo en su bolso.
Isabel, que entendió rápido la intención de la chica, se adelantó a ella agarrándola del brazo y la dijo:
—Ni se te ocurra, cielo. Esto es un regalo que te hago yo para compensar todo lo que tú has hecho por mí.
—Pero… —sólo pudo acertar a decir—. No creo que sea justo, señora. No es necesario…
—Nada, nada… —dijo Javier—. Es lo menos que podemos hacer.
Y Sofía dio las gracias a ambos y se quedó callada.
—Bueno chicos yo os dejo que parece que estoy un poco cansada con tanto ajetreo —dijo Isabel con tono alegre—. Voy a aprovechar para sentarme un poco ahora que no hay clientes.
Y acto seguido se alejó hacía la puerta de la trastienda. Cuando llegó al umbral se volvió muy despacio y dijo:
—Sofía, muchas gracias por todo. De verdad que me ha hecho mucha ilusión el que te acordaras de mí estos días y que hayas venido a verme… Espero que no sea la última.
La chica la sonrió agradecida y la contestó con dulzura:
—Yo también me alegro de que esté bien y de que le hayan gustado las flores. Y descuide que seguiré viniendo a verla cuando pueda.
Isabel se acercó hasta Sofía y ambas se dieron un último abrazo y dos besos.
Tras despedirse, Javier y su amiga se quedaron solos en la tienda y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Se quedaron mirándose mientras en el interior de la trastienda oían como Joaquín e Isabel conversaban.
—Lo que yo te diga —dijo al fin Javier—. Que desde hoy vas a ser la mejor amiga de mi madre. Así que ya puedes prepararte.
—Mira que eres tonto —le contestó ella sonriendo—. Bueno yo también tengo que irme, que sólo venía a ver como estaba tu madre.
—Te acompaño hasta la puerta.
Los dos salieron tras informar Javier a sus padres que estaría fuera.
En la calle el sol pegaba con una fuerza inusitada. El calor empezaba a ser ya preocupante y la temperatura no era la normal para aquella época. Quizá algo estuviera cambiando en el mundo. Desde luego ni los más viejos del lugar recordaban una ola de calor así.
Oye… que… —comenzó a decir Javier cuando estuvieron fuera—. Yo quería darte las gracias por haber estado tan pendiente con lo de mi madre. Sé que ya te lo he dicho muchas veces y que debes de pensar que soy un pesado, pero de verdad que en una vida entera no podría darte las gracias por todo lo que has hecho y lo que sigues haciendo. Ya te dije el otro día que no era necesario que llamaras por teléfono o que vinieras todos los días. Y no me malinterpretes, que a mí me hacía mucha ilusión escuchar tu voz o verte cuando venías a la tienda, pero entiendo que tú tendrás otras preocupaciones y que quizá estés descuidando otras cosas por hacer esto. No quiero que más adelante pienses que has malgastado tu tiempo…
Pero se tuvo que interrumpir en su discurso, de repente, al ver la expresión que ponía su amiga. La cara de Sofía reflejaba incredulidad y sorpresa a partes iguales.
Seguía siendo muy bonita, pero ahora no había una sonrisa dibujada que la convirtiera en preciosa.
—¿Perder el tiempo? —dijo Sofía—. ¿Acaso crees que todo lo que he hecho ha sido una pérdida de tiempo? ¿Acaso piensas que si no me importara tu familia habría estado tan preocupada por lo que le pudiera pasar a tu madre?
El chico se quedó pensativo unos segundos. Ahora sí que debía elegir bien las palabras que iba a pronunciar si no quería meter la pata por enésima vez en su relación con Sofía. Le interesaba sobremanera que su amiga entendiera perfectamente lo que quería decirle; no había margen para ningún error de interpretación, cualquier fallo podría estropear el buen clima existente entre ellos.
—Perdona, princesa… —empezó a decir—. Ya sabes lo que quiero decirte. Si quieres que te diga la verdad, cada vez que hablaba contigo se me iluminaban los ojos porque eras la que me daba esperanzas de que todo saldría bien. Estaba deseando que pasaran los días para que mi madre mejorara y para que tú volvieras tener contacto conmigo y me llenaras una vez más de ilusión. Soy muy torpe cuando intento darte las gracias, lo sé, pero creo que ya sabes a lo que me refiero… Sigo sin poder entender porqué haces lo que haces, pero no me importa porque yo me siento muy feliz cada vez que tú te cruzas en mis pensamientos, cada vez que hablo contigo por teléfono o cada vez que estoy a tu lado. En resumidas cuentas que yo lo único que quería decirte es… gracias.
En ese momento Javier interiormente suspiró hondo al ver que la sonrisa volvía a instalarse en ese rostro de la que era propiedad exclusiva. Ahora sí que era su Sofía la que lo estaba mirando, ahora sí que la reconocía al cien por cien.
—Bueno, bueno… pues como te lo he dicho muchas veces ya, me parecía un poco absurdo recordártelo una más, pero como veo que eres un poquito duro de mollera no me importa repetírtelo a ver si algún día de estos te lo crees de una vez y me ahorras la charla: que yo hago esto porque quiero, porque me pareces una persona muy interesante y porque te quiero y me importa lo que te pase a ti y a tu familia. Claro que podría hacer muchas otras cosas en vez de estar contigo y preocupándome de lo que te pasa… pero que te quede claro que ninguna cosa me llenaría más. Que por muchas otras opciones que tuviera siempre elegiría hacer algo contigo porque es lo que me gusta hacer y aunque haya cosas mejores, para mí estas cosas son las más importantes.
Ahora la sorpresa y la incredulidad pasaron al rostro de Javier. Era cierto que no era la primera vez que le decía todas esas cosas y era curioso, pensó el chico, que las palabras con que se lo había expresado todas las veces eran casi exactas. Una vez su abuela le había dicho que cuando una persona contaba una historia muchas veces y siempre la contaba igual era porque esa historia era cierta. Cuando alguien mentía tendía a cambiar algunos hechos, casi siempre de manera inconsciente, que hacían que el relato nunca fuera el mismo por mucho que se lo propusiera. Así que esto estaba claro que era verdad; tanto por la insistencia de Sofía, como porque siempre lo había contado de igual manera.
—Gracias, gracias —comentó Javier sonrojado—. Hablando de hacer cosas juntos, había pensado que quizá te apetecería que fuéramos a dar una vuelta por ahí. Lo digo porque me debes una, ya que yo te acompañé al cementerio a ver a tu madre…
Bueno la verdad es que yo necesito que me dé un poco el aire y creo que no podría hacerlo con nadie mejor que contigo, si tú quieres, claro…
A Sofía se le iluminaron los ojos y Javier lo notó. Ella también estaba deseando acudir a esas citas especiales con su caballero en las que las tardes se hacían muy cortas y destino parecía estar concentrado únicamente en hacerla feliz. Con la operación de Isabel, a Sofía no le había parecido prudente insinuar a Javier el quedar alguna tarde ya que entendía que su amigo estaría más preocupado en atender a su madre y ayudar a su padre que en divertirla a ella. No se lo podría reprochar nunca porque lo entendía perfectamente, pero eso no quitaba para que en algún momento de las últimas semanas hubiera sentido cierta morriña recordando en su habitación las tardes en las que no había parado de reír con las cosas que Javier la contaba. Siendo consciente de esto había esperado pacientemente sabiendo que cuando todo volviera a la normalidad podría retomar aquellos momentos especiales otra vez; aquellas tardes en las que ella se sentía como una verdadera princesa.
—Creo que no puedo negarme ante esos argumentos tan convincentes —dijo ella sonriendo—. Además me parece que a mí también me hace falta que me dé un poco el aire y así despejarme de todo el lío de la editorial. Aunque… esta tarde y mañana no puedo. Tengo que acompañar a mi padre a una reunión con unos señores de la empresa.
Ya sabes que como quiere que aprenda el oficio, a todas las cosas que considera importantes me hace acudir para que me vaya enterando.
Se calló de repente. Y por un segundo Javier creyó notar en un cierto aire de disgusto en la expresión de su amiga al pronunciar las últimas palabras. Fue un espacio de tiempo casi inexistente para cualquier otra persona pero para Javier, que se conocía cada expresión de Sofía, fue un gesto inequívoco. Algo estaba pasando, aunque no se atrevía a preguntar nada por miedo a meterse en donde no le llamaban.
Aunque casi sin darle tiempo a reflexionar sobre si debía hacer alguna alusión a ese gesto que creía haber intuido segundos antes, Sofía volviendo a su expresión jovial le dijo:
—Si quieres podemos quedar pasado mañana. En principio esa tarde no tengo nada que hacer… y aunque lo tuviera, ¿sabes lo que te digo?, que no lo haría.
—Bueno, vale —contestó Javier—. Pues si pasado mañana te viene bien, por mí perfecto. Si quieres me paso a buscarte por tu casa y así le llevo a tu padre el libro que me dejó, porque debe pensar que soy un cara dura desde que lo tengo.
—Anda no digas tonterías, que sabes que eso no es verdad.
Tras quedar en el día y la hora los dos amigos se despidieron y Javier estuvo apoyado en la reja de la panadería hasta que Sofía desapareció de su vista.
«Tiene gracia hasta en sus andares», pensó el chico. Y acto seguido se metió en la tienda riéndose de la ocurrencia que se le acaba de pasar por la mente.
* * *
Durante los dos días siguientes la temperatura dio un poco de tregua a los madrileños. Los días estuvieron más nublados, pero no cayó ni una gota de lluvia. Al menos algunos se sentían aliviados porque el bochorno no era tan intenso como en jornadas anteriores. Además las previsiones decían que a finales de la semana siguiente la tan ansiada lluvia haría acto de presencia en la capital para alegría de muchos.
Las muestras de júbilo por la recuperación de Isabel seguían produciéndose en la panadería, aunque cada vez con menos intensidad. El ramo de Sofía seguía presidiendo el mostrador y más de una clienta había pedido a su dueña que la regalara una rosa. Pero Isabel siempre las decía lo mismo: que era un obsequio que le había hecho una persona muy especial y que no podía satisfacerlas porque sería hacerla de menos. Ella estaba muy orgullosa porque las flores no daban síntomas de irse marchitando con el paso de los días y Javier llegó a preguntarse si al haber estado en contacto con Sofía no habrían heredado algo de la vitalidad de su amiga y por eso seguían tan bonitas.
La andaluza volvió a llamar los dos días a la panadería para preguntar por Isabel.
Ya era algo habitual que sobre el mediodía sonara el teléfono y la panadera dejara lo que estuviera haciendo para atender una llamada de la que sabía quién era la persona que estaba al otro lado de la línea antes de atenderla. Como Javier había predicho, su madre y su amiga también estaban forjando poco a poco una pequeña amistad. A ellas también les había unido la operación de Isabel. El último de esos días, además, aprovechó para confirmarle a Javier que la siguiente tarde quedarían en el portal de su casa después de comer.
La mañana del viernes salió mejor de lo esperado para Javier. El chico había estado rezando para que los pedidos no fueran demasiados y así poder liquidarlos cuanto antes. No quería dejar nada para por la tarde, ya que ese tiempo iba a ser dedicado en exclusiva para su princesa. Y alguien le tuvo que hacer caso en algún lugar porque los recados fueron escasos comparados con los que solía tener que realizar los viernes. Así que casi sin pensárselo terminó antes de lo que había previsto.
Cuando llegó a la panadería después del último vio que no había mucha clientela y les dijo a sus padres que se marchaba a casa para poder ducharse antes de comer. Lo primero que hizo al entrar en su habitación fue colocar encima de su cama el sobre con el libro que debía devolver al señor Olmedo. Por nada del mundo quería que pensara de él que era un aprovechado por retenerlo en su poder tanto tiempo. Sofía ya le había comentado que no debía preocuparse por eso, que su padre entendía que con el lío de la operación de su madre no había podido devolvérselo antes, pero Javier pensaba que cuanto antes lo hiciera mejor, y qué mejor que aquella tarde en la que iba a su casa para dar una vuelta con su hija. Miró con melancolía el sobre sepia y tuvo la sensación de que en él se escondía algo más que un simple libro prestado. Por primera vez en su vida sentía tristeza al devolver algo que, aún sabiendo que no era de su propiedad, tenía la sensación de que debería ser suyo por alguna razón que desconocía. Cuando saliera a la venta él sería uno de los primeros en comprarlo; se lo juró en silencio. Y tras ello se preparó para ducharse y esperar a que volvieran sus padres para comer.
Aunque ninguno de los dos había hablado de horario concreto, Javier sabía que su amiga le esperaría a las cinco, que era el horario oficial para los dos. No era ni muy temprano ni muy tarde, era la hora justa. Así que cuando terminó de comer ayudó a su madre a recoger todo y a fregar los cacharros. Aún le sobraba tiempo antes de irse, así que lo aprovechó en echarse en su cama e imaginarse lo que le podría deparar la tarde.
Miles de combinaciones le cruzaron por la cabeza, pero curiosamente ninguna llegaría a ser la correcta. No podía imaginarse lo que en unas horas después iba a escuchar de boca de Sofía. Y esa inocencia fue la que hizo que su ignorancia sobre lo que iba a ocurrir, le proporcionara la alegría de saber que pasaría otra tarde con su princesa.
Antes de salir de casa se despidió de su padre y fue a la cocina a darle dos besos a su madre. Y cuando se disponía a salir por la puerta, la voz de su madre le hizo esbozar una sonrisa:
—No vuelvas tarde, cariño. Y dale un besito de mi parte a Sofía.
«De tu parte», pensó Javier mientras se dirigía a la calle.
A las cinco menos diez Javier enfilaba la calle Felipe IV dirección a la casa de Sofía. Se miró el reloj y sonrió satisfecho pensando que esa vez no le tendría que esperar. Él era una persona puntual cuando quedaba con alguien y no le hacía mucha gracia que le hicieran esperar, así que él procuraba no hacer de esperar a los demás. La puntualidad también es un signo de educación le había dicho su madre alguna vez, pero él nunca había entendido que relación podían tener una cosa con la otra.
En cualquier caso como llegaba con tiempo aminoró el paso ya que tampoco quería llegar demasiado pronto, no fuera que Sofía todavía no estuviera preparada y tuviera que esperarla azarándola por saber que la estaba aguardando. Debía de llegar a la hora justa, ni antes ni después. Mientras recorría los últimos metros que le separaban del portal de su amiga su brazo izquierdo se empezó a resentir del esfuerzo de llevar el sobre con el libro desde su casa. No era un dolor intenso, pero la sensación de tener el brazo dormido empezaba a extenderse por encima del codo. Así que decidió cambiárselo de mano en el mismo momento en que llegaba al portal de Sofía y en el mismo instante en el que Rafael Olmedo salía a la calle de manera precipitada. Tal fue la poca atención que tenían puesta el uno en el otro, que prácticamente chocaron a escasos palmos de la puerta.
—Perdón —dijo el señor Olmedo en un primer momento—. No te había… ¡¡¡hombre, Javier!!!. ¿Qué tal estás?
El chico estaba aún recuperándose del susto que había recibido segundos antes al sentir que alguien se le venía encima sin poder evitarlo. Al ver que el individuo era el padre de Sofía no supo muy bien si sentía alivio o aún más nerviosismo. Trató de poner una expresión neutra para que el señor Olmedo no se diera cuenta del efecto que causaba en él.
—No se preocupe, estoy bien gracias. No ha sido nada.
El hombre le miró de arriba abajo para comprobar que estuviera todo correcto y que no le hubiera pasado nada, pues su sensación era que, al menos, le había pisado sin querer.
—¿Qué tal está tu madre? Sofía me dijo que ya estaba mucho mejor. Me alegro mucho de que se haya mejorado. Cuidadla bien, que una madre lo es todo.
Javier también miró a Rafael Olmedo y se sintió extraño y desconcertado por las palabras que acababa de escuchar. Debía ser muy difícil hablar así para un hombre que había perdido a su esposa de la manera más absurda y cruel que pudiera recordarse. Un fallo cardiaco durante una operación había provocado que Elisa Ramos hubiera conocido la otra vida pocas horas después de salir del quirófano de un hospital sin apenas proponérselo y abrazada a su hija. Las operaciones sin riesgo no existían; todo en esta vida tiene un riesgo. Sólo había que saber valorarlo y ser conscientes de que la más mínima posibilidad podía terminar siendo la que imperara sobre las demás. Y para Elisa lo que había sido una esperanza de salvación a su terrible enfermedad se había terminado convirtiendo en el viaje sin retorno que todo ser humano debe emprender algún día.
Pero las palabras de Rafael Olmedo parecían sinceras, así que Javier se tranquilizó y le sonrió mientras le contestaba:
—Sí, muchas gracias. Ya está mucho mejor. La verdad es que nos dio un susto tremendo a todos, pero bueno lo importante es que todo ha salido bien.
El hombre también le sonrió, pero Javier notó una punzada de tristeza en su expresión. El chico pensó que el señor Olmedo podía estar pensando que con un poco de suerte su mujer podría estar aún junto a él y a su hija. Tan afectado le notó Javier que rápidamente intentó desviar el tema:
—Tome —dijo entregándole el sobre—. Siento haber tardado tanto en devolvérselo.
—¡¡Oh, vaya!! No te preocupes, hombre. Que no pasa nada. Espero que te haya gustado. Sofía me dijo que tú podrías hacerme una buena crítica, porque te gustaba mucho leer.
El chico se sonrojó un poco y confirmó la sospecha que había tenido cuando su amiga le había entregado el libro: ella había tenido mucho que ver en el hecho de que él terminara leyendo aquella obra.
—Pues la verdad es que me ha gustado mucho, señor —dijo Javier casi con vergüenza—. Me ha parecido un libro genial y creo que será todo un éxito.
El hombre soltó una carcajada sonora y abrazó el sobre con ambas manos a la altura de su pecho mientras miraba fijamente al chico que tenía delante.
—Vaya, pues me alegro de que te haya gustado tanto porque ya hemos firmado el contrato con el autor y en breve saldrá a la venta. Espero que tengas buen ojo como vidente y que el libro termine siendo todo un éxito.
—Yo desde luego que me lo compraré, señor —respondió Javier.
—Me parece muy bien, al menos ya sé que uno venderé —comentó en tono jovial Rafael—. Bueno, te dejo que tengo una reunión importante. Llama a mi hija que como no la metas un poco de prisa… ya sabes que a las mujeres las gusta hacernos esperar… Y por cierto, dale recuerdos a tu madre y dile que me alegro de que esté mejor.
Y ambos se despidieron. Javier vio como el padre de Sofía se introducía en un coche y se marchaba algo más rápido de lo debido por la calle abajo.
Indeciso y sin saber si hacía bien subiendo para llamar a su amiga comenzó a ascender por la escalera del portal cuando al poner el pie en el segundo peldaño Sofía apareció del recodo que tenía delante. Bajaba las escaleras de dos en dos y al ver a Javier se quedó parada un momento y dijo con tono pícaro:
—¡¡Vaya por Dios!!, mira que me he dado prisa para llegar la primera y poder echarte la bronca otra vez por tardar y resulta que ya estás aquí. Si no me hubiera entretenido con mi padre, ahora estarías recibiendo una buena reprimenda por hacerme esperar.
Y los dos se rieron con ganas. Estaba claro que las palabras de la niña no eran, ni mucho menos, una reprimenda ni una bronca. Eran fruto de otra de las maravillosas bromas que le gastaba a Javier, y que a él tanto le gustaban.
Tras darse dos besos a modo de saludo el chico le comentó que se había encontrado con su padre en el portal y le describió la pequeña conversación que habían mantenido.
—Ves como mi padre no es un ogro —le dijo Sofía—. Además me preguntaba todos los días por tu madre. La verdad es que sigo sin entender porqué dices que le tienes tanto respeto.
Pero Javier sí que lo sabía: Rafael Olmedo era el padre de Sofía, y eso ya era suficiente para tenerle más respeto que a cualquier otra persona en este mundo. Por extensión, además, era el padre de la persona que más quería y eso le hacía estar en guardia en todos sus comportamientos porque le importaba sobremanera lo que ese señor pensara de él. Y por si fuera poco, al haber muerto hacía años la madre de Sofía, Rafael Olmedo era para su amiga padre y madre a la vez. Todo buen padre quiere lo mejor para sus hijos, como toda buena madre. El señor Olmedo al ser las dos cosas para Sofía querría lo mejor para ella, pero aumentado al cuadrado. Y evidentemente Javier no lo era ni lo sería nunca, así que mejor que la relación entre ambos hombres se siguiera limitando a ciertas conversaciones esporádicas que se producían cuando no había manera de evitarlas.
Cuando salieron a la calle el sol les saludó con sus rayos omnipresentes. Era una tarde perfecta para pasear, pues la temperatura no era demasiado alta. Además una pequeña brisa se levantaba de vez en cuando calmando el ambiente existente.
Mientras caminaban Javier notó que Sofía estaba más callada de lo habitual.
Iban hablando como siempre, pero cada cierto tiempo la niña se paraba y contemplaba los monumentos, los edificios y las cosas que iban dejando atrás a su paso como si quisiera retenerlos y recordarlos por alguna extraña razón. El chico pensó que quizá fueran imaginaciones suyas y prefirió no interrogarla a respecto: sabía que si a su amiga le pasara algo se lo contaría, y si no le decía nada sería simplemente porque no la pasaba nada.
Tras dejar atrás la plaza de Cánovas del Castillo ascendieron por la Carrera de San Jerónimo en dirección a la plaza de Canalejas. Sofía seguía atenta a las cosas que veía mientras intentaba seguir la conversación con su amigo. Sus gestos eran contradictorios, porque su expresión era la de querer captar toda aquella belleza en un solo segundo y sin embargo no perdía hilo de lo que estaba hablando con Javier. El chico pensó que cualquier persona que se cruzara con ellos aquella tarde pensaría que su princesa había venido de fuera y que él la estaba llevando a visitar Madrid para que conociera lo bonita que era la ciudad. Tenía toda la pinta de ser una turista que se estaba dejando embrujar por la magia de la capital de España.
Cuando llegaron a la Puerta del Sol los dos chicos se quedaron admirando el famoso reloj de la Real Casa de Correos. Sus manillas marcaban las seis menos veinte.
Sin mediar palabra Javier se separó de Sofía y se marchó en dirección a la carretera.
Ella lo miró sorprendida y vio como su amigo se paraba a escasos centímetros de la calzada con la mirada fija en un punto indeterminado del suelo. Casi por instinto se acercó hacia el lugar donde estaba Javier y se fijó en lo que el chico estaba mirando.
—El kilómetro cero —dijo él con indiferencia—. Desde aquí se supone que salen todas las carreteras del reino y desde aquí se supone que se miden todos los kilometrajes. Qué curioso que algo tan importante sea simplemente una placa en el suelo que todo mundo pisa sin darse cuenta de lo que significa.
Mientras hablaba, algunas personas se habían acercado también para observar aquella señal en la que estaba dibujado el mapa de España sobre el que había pintada una aguja de una brújula y por encima una inscripción que ponía «KM. 0». Podría parecer que no, pero entre los madrileños aquel símbolo era uno de los más reconocidos para ellos. La mayoría sabían que las carreteras no se medían desde ese punto, entre otras cosas porque el verdadero centro del país no se encontraba allí, pero la leyenda le había dado cierta veracidad al hecho de que si pisabas la placa estabas en el centro de todos los caminos.
—Tienes razón —acertó a decir Sofía.
Javier la miró con expresión risueña y tras unos segundos de indecisión se echó a reír ante la mirada asombrada de su amiga.
—Me alegra que me des la razón, aunque sea como a los tontos.
Tras escuchar las campanadas que anunciaban a las seis menos cuarto los dos chicos enfilaron la calle de Postas camino de la Plaza Mayor. Éste era otro de los centros de atención tanto para los madrileños residentes, como para los turistas ocasionales. Era de obligada asistencia el pasear bajo sus soportales y admirar uno de los espacios más interesantes de Madrid.
Aquí, la afluencia de gente era mucho mayor que en las calles adyacentes. La Plaza Mayor siempre había sido un lugar donde las personas iban a pasar la tarde y se notaba que aquel día era propicio para estar fuera de casa.
—Qué bonito es este sitio —dijo Sofía—. Posiblemente sea uno de los lugares que más me gustan de tu Madrid.
«Y del tuyo», pensó el chico en silencio.
Javier recorrió con la mirada toda la extensión del lugar donde se encontraban y muy lentamente fue a posar sus ojos sobre los de su amiga que le miraba con una expresión de dulzura que él conocía muy bien.
—Sí que es verdad —comenzó a decir—. Y no te creas que es de ahora. La originaria estaba situada fuera de la muralla medieval de la ciudad; básicamente era una plaza orientada hacia el campo. Creo que fue Felipe III el que la mandó rehabilitar en 1617. Luego sufrió varios incendios y allá por 1790 el arquitecto Juan de Villanueva decidió cerrar la plaza todavía más.
La niña lo miraba con la ansiedad de querer saber más cosas. No podía evitar disfrutar cada vez que su caballero la contaba esas historias. La luz de esos tremendos ojos se iluminaban cada vez más al escuchar todo lo que Javier la tenía que contar.
Había encontrado en él a su guía perfecto…
—Y no sólo eso —prosiguió el chico—. En este lugar se realizaron Autos de Fe en tiempos de la Santa Inquisición y hasta corridas de toros años después. Y mira allí, ¿ves ese edificio?…
Sofía miró hacia el lugar que le señalaba su amigo y asintió con la cabeza sin decir nada. No se atrevía a romper la magia de esa clase de historia que estaba recibiendo.
—Pues ése fue el primer edificio que se construyó en la plaza; era La Real Casa de la Panadería, que era panadería en la planta baja y la residencia de los reyes en las plantas superiores.
La chica giró en redondo sobre su posición para abarcar con la mirada todo el conjunto arquitectónico en el que estaba integrada. Se detuvo varias veces en su recorrido intentando asimilar la historia de aquel lugar que acababa de conocer. Se la hacía difícil imaginar un toro corriendo por el suelo empedrado y a la temible Santa Inquisición realizando juicios en ese lugar, pero si Javier lo decía debía ser cierto. Él sabía muchas cosas y ella tenía la seguridad de que no la mentiría nunca en algo así.
Su recorrido visual al interior de la plaza acabó en los ojos de Javier que la miraban curiosos, pues seguía teniendo la sensación de que esa tarde Sofía estaba más observadora de lo que había estado nunca…
«Demasiado», pensó el chico para sí mismo.
Sin decirse nada los dos empezaron a andar sin rumbo fijo por los soportales cubriéndose así del sol y mirando a las personas que sentadas en el suelo comían algo mientras charlaban amigablemente. Una pareja llevaba a su niño de poco más de un año de la mano, pero el pequeño prácticamente no podía andar ya que sus pies se tropezaban cada dos por tres con los altibajos del empedrado del suelo. Aún así el niño se reía y sus padres todavía más.
Era una tarde perfecta, al menos de momento.
Cuando llegaron a la esquina de la cual partía la calle Cuidad Rodrigo ambos vieron que un grupo de gente se arremolinaba en torno a una persona que parecía hablarles, aunque la distancia a la que estaban no les permitía saber con exactitud lo que recitaba. Los dos se miraron y sin decirse nada decidieron sumarse a las demás personas que curioseaban la escena. Al llegar a la altura del lugar indicado, se dieron cuenta de que el hombre que hablaba era un fotógrafo y que lo que pedía era personas que posaran para él. A cambio de algunas pesetas podía retratar a cualquier voluntario y en cuestión de minutos el sujeto podía llevarse su instantánea en color sepia.
Javier recordó entonces que cuando se inventó la fotografía, algunos puritanos declararon herejes a los fotógrafos, porque según ellos esas máquinas eran un invento del diablo y los retratos realizados por esas máquinas capturaban el alma de las personas. Desde luego, pensó Javier, la cantidad de burradas que el ser humano había cometido a lo largo de la historia por simple ignorancia, solamente era comparable a la cantidad de ellas que todavía le quedaban por cometer.
Al parecer los últimos voluntarios habían sido una pareja que ahora esperaba impaciente el resultado de su exposición a la cámara fotográfica de aquel hombre. El fotógrafo, mientras mezclaba ciertos líquidos contenidos en extraños frascos hundía una especie de papel cuadrado en varias cubetas. Al mismo tiempo seguía gritando que por un módico precio cualquiera podía llevarse un recuerdo imborrable de su paso por Madrid. Tras varios minutos de espera el fotógrafo le entregó a la pareja la instantánea que les había hecho y ambos asintieron satisfechos. Javier y Sofía pudieron ver el retrato perfectamente, ya que los protagonistas estaban a su lado y observaron que habían posado el uno al lado de otro y con una sonrisa un poco forzada. Al fondo de la fotografía se veían los arcos de los soportales de la plaza. Un fondo igual para todos las exposiciones, ya que el fotógrafo no tenía intención de cambiar de lugar su cámara.
La pareja se marchó contenta con el resultado de su posado y la gente empezó a mirarse los unos a los otros para saber quién sería el siguiente. El fotógrafo seguía gritando para atraer a más clientes. Mientras se secaba las manos con un trapo sucio, preparaba lo necesario para otro disparo de aquella caja sujetada por un trípode de lo más rudimentario, alegando que nadie perdiera la oportunidad de hacerse una fotografía como la que él realizaba. Las mejores de la capital, según sus propias palabras. Además aseguraba que si el resultado no era del agrado del cliente, él se comprometía a realizar otra sin cobrarle nada por ello…
—¡¡¡Satisfacción máxima al cliente!!! —decía a voz en grito.
Javier se fijó en el fotógrafo y sintió algo de lástima. La verdad es que el hombre no era precisamente lo que se llamaba un galán. Mas bien todo lo contrario: era delgado, muy delgado. Tenía el pelo negro y grasiento y en su cara se dibujaba un bigote mal cuidado y una barba mal afeitada. Vestía traje negro, pero a pesar de que parecía de su talla le sobraba tela por todos lados. Cuando reía se podía apreciar que le faltaban varias piezas de la dentadura. Pero a pesar de todo era muy simpático con las personas que lo rodeaban. Parecía buena persona y su habilidad con la fotografía era inversamente proporcional a la apariencia que tenía. Javier supuso que era lo único que sabía hacer y por el aspecto que tenía dedujo que el negocio no debía de irle como él esperaba.
Tras darse varias vueltas por el interior del corro que le observaba pidiendo algún voluntario para retratarse, el hombre decidió sentarse en una silla plegable que tenía situada al lado de la cámara fotográfica. Nadie parecía decidirse a ser el siguiente y Javier se sonrió pensando que lo mismo quedaba alguno que todavía pensara que su alma podía quedarse atrapada en aquellos pedazos de papel.
Entonces sintió que una mano le agarraba el brazo. Por un instante se sintió asustado pensando que aquella mano fuera la de algún ladrón que aprovechara la coyuntura para llevarse a casa algo de lo que no era su propietario legítimo. Pero al mirar hacia su costado le tranquilizó ver que aquella mano era Sofía. Aunque le extrañó que la expresión de la niña era diferente a todas las que él conocía, o creía conocer. Su cara parecía querer decirle algo, pero con arrepentimiento. Era lo más parecido a cuando un niño pequeño era pillado haciendo una travesura y sabía que le iba a caer una buena regañina.
—¿Nos hacemos nosotros una foto? —dijo por fin con timidez.
Y esto sí que le sorprendió a Javier, porque de todas las cosas que se le podían haber ocurrido que le dijera su amiga en aquel momento, eso era lo que nunca se imaginaría.
La miró desconcertado y sin saber qué contestarle. Lo había dejado sin palabras con esa proposición y encima ahora lo miraba con esa cara que sólo ella podía poner y con la que Javier no podía negarle nada de lo que le pidiera.
—No… mira… —empezó a decir—. Ya sabes que a mí no me gustan las fotos…
—Anda, por favor… si vas a salir muy guapo.
El chico se puso rojo y sintió que algunas miradas de las personas que estaban todavía allí se volvían hacia él. No era una situación cómoda la que estaba viviendo en esos momentos.
—Venga, por favor —le volvió a pedir la sevillana.
—No me hagas esto, princesa.
Ahora todo el grupo de personas lo miraban a él. La petición parecía no ser sólo de Sofía, los demás también parecían hacer fuerza. Javier vio como el fotógrafo dirigía la mirada hacia el lugar donde se encontraban y ponía atención a lo que sucedía por si podía ganarse algunas pesetillas más.
—Hazlo por mí, por favor —concluyó Sofía en tono suplicante.
Y aquellas palabras fueron las que terminaron por convencer a Javier de que debía cumplir una promesa que se había hecho hacía tiempo.
«Haría eso y todo lo que me pidieras» le había dicho a su princesa aquella tarde junto al estanque del Retiro, y en aquel preciso momento tenía una buena oportunidad de demostrarlo aunque tuviera que hacer algo que no le gustaba en exceso. Pero por Sofía se podía hacer una excepción.
—Está bien, está bien. Vamos a hacernos la dichosa foto. Pero como salga mal te vas a acordar de mí.
La chica al oír esas palabras pegó un salto, se abrazó a su cuello ante las carcajadas de los allí presentes y le dio dos sonoros besos en la cara mientras se reía y le decía:
—Gracias, gracias, Javier. Ya verás como sales muy guapo, además como iba a salir feo mi caballero.
Tras esto se agarró del brazo del chico y ambos atravesaron el círculo de personas que los miraban en dirección al fotógrafo que los sonreía en la distancia.
Después de conversar unos segundos con el hombre encargado de hacerles el retrato decidieron que posarían también de pie. El fotógrafo les dijo que así en el fondo saldría más parte de la plaza que si lo hacían sentados y que si luego querían presumir de ella cuando la enseñaran a sus amistades lo mejor es que se viera sin ningún tipo de dudas que habían estado en «la Plaza Mayor de Madrid».
Aclarado ese primer punto el hombre les pidió un poco de paciencia mientras terminaba de preparar lo necesario para realizarles el retrato. Javier miraba de reojo a Sofía mientras se preguntaba qué hacía allí, en medio de la Plaza Mayor esperando a que le hicieran una foto. Cuando se enterara su madre lo mataría, porque siempre estaba diciéndole que se hiciera alguna foto para tenerla ella y él siempre le daba excusas.
Claro que ésta no era una foto cualquiera, en ésta quedaría inmortalizado con su princesa: con Sofía…
Pasados varios minutos el fotógrafo se dirigió a los jóvenes y les hizo colocarse encima de una marca que tenía pintada con tiza en el suelo. Ese lugar indicaba el lugar exacto donde debían colocarse las personas que quisieran quedar inmortalizadas con una de esas instantáneas. Los chicos se dispusieron como el hombre les indicó y Javier empezó a notar un leve nerviosismo que le ascendía lentamente desde los pies.
Definitivamente lo suyo no eran las fotos, pero no quería decepcionar a Sofía ahora que había aceptado salir en una junto a ella.
Cuando estuvo todo preparado el fotógrafo recorrió la distancia que había desde la pareja hasta la cámara y les pidió que miraban fijamente al objetivo, sonriendo para salir más guapos. Javier sintió que esas palabras iban dirigidas en exclusividad para él, y en tono de mofa, porque era materialmente imposible que saliera bien en ninguna foto.
Recordaba las que tenía su madre en casa y era difícil elegir en cual de ella estaba peor.
No era fotogénico y tampoco pensaba que fuera tan importante serlo, así que para qué forzar algo que la naturaleza había decidido no concederle. Mejor ser realista y no apuntar más alto de donde debía…
—¿Listos? —preguntó el fotógrafo camuflado tras la cámara.
En ese instante los dos chicos se estiraron un poco en su sitio a la vez y procuraron poner la mejor cara para salir en la fotografía.
Durante un segundo, Javier pensó que a Sofía no le sería difícil salir guapa en ese retrato. Aquel rostro sería irrepetible a lo largo de la historia. Aquella belleza innata de su amiga podría ser retratada hasta el más mínimo detalle por un pintor ciego, porque Sofía pertenecía a ese grupo de chicas por las que la diosa Afrodita habría sentido, desde que los antiguos griegos crearan sus leyendas, una feroz envidia basada en saber que algunas mujeres mortales podían, incluso, superarla en belleza. Decían que Helena de Troya había desencadenado una guerra; Sofía podría haber provocado las que quisiera.
—Un momento —dijo el chico de repente.
Entonces ante la sorpresa de la niña Javier se acercó un poco más a su amiga, la sonrió dulcemente y la cogió su mano izquierda. Sofía sonrió y sus ojos se iluminaron aún más bajo aquella tarde clara. Ella apretó la mano derecha de su caballero y Javier creyó que por un segundo el tiempo se había vuelto a parar nuevamente sólo para ellos dos.
—Así saldremos mejor, ¿no crees? —susurró Javier.
—Sí, mucho mejor.
Segundos más tarde el fotógrafo accionaba el mecanismo encargado de inmortalizar aquella escena para siempre. Un momento retenido en un recuerdo que podría valer toda una vida. Un instante que marcaría un punto entre lo actual y lo que estuviera por llegar.
Mientras el hombre terminaba de introducir el papel fotográfico en las cubetas para mostrar el resultado, los chicos esperaban impacientes a ver como habría quedado su retrato. Javier no dejaba de observar a hurtadillas a Sofía, porque seguía notándola rara. Seguía sin saber qué era exactamente lo que no veía claro en su comportamiento, pero algo no marchaba bien. Hacerse la fotografía parecía haberla devuelto la alegría momentáneamente. Quizá debería preguntárselo directamente y dejarse de darle tantas vueltas, aunque el miedo a meter la pata le retuvo de tal osadía.
—Bueno, pues aquí está, pareja —dijo el fotógrafo.
Les entregó el papel donde estaba su fotografía y ambos pudieron observar el buen trabajo de aquel hombre. Javier tuvo que reconocer que el resultado le había gustado hasta a él. Seguía pensando que había salido muy mal, pero no tanto como había imaginado al principio. En cuanto a Sofía aquello era otra historia. Parecía que alguien la hubiera puesto allí para mejorar una fotografía en la que su protagonista no parecía estar muy seguro de por qué estaba allí. Era inevitable dirigir los ojos hacía la sonrisa de esa niña que atraía toda la atención del retrato. Ella sola podía constituir la fotografía sin más añadidos.
—Pero qué guapo que has salido, Javier.
El chico miró a su amiga con cierto tono de suspicacia. No sabía muy bien cómo tomarse sus palabras: podían ser sinceras o podían ser de broma; y realmente no sabía qué le disgustaría más. Ella seguía mirando la fotografía y no le prestaba la menor atención. Giraba el rectángulo de papel orientándolo en todas las direcciones posibles para observar mejor cada detalle. Parecía ilusionada en extremo con aquella cosa que tenía entre manos.
—¿Puedo quedármela?, por favor —dijo de repente mirándole a los ojos a Javier.
El chico que había terminado de pagar al fotógrafo el importe del retrato se quedó sorprendido por la pregunta de su amiga. Devolviéndole la mirada a sus ojos, Javier sintió en los de Sofía una tristeza que no había conocido antes. Aquello no era una simple pregunta, era una súplica. Algo a lo que no podía oponerse. Le dio la impresión de que si se negaba rompería mucho más que un simple deseo. La sensación de que algo raro pasaba se le acentuaba por segundos.
—Pues claro, princesa. Será toda tuya.
Y sin poder resistirlo la abrazó y la dio un beso en la frente.
—Gracias —sólo pudo decir ella.
Entonces ambos decidieron sentarse en un banco para descansar y retomar fuerzas para regresar a casa. Se había levantado una ligera brisa que ayudaba a la decisión de querer agotar hasta sus últimos segundos aquella tarde.
Javier miró de reojo a Sofía y vio que su amiga miraba fijamente la fotografía que tenía entre sus manos. Seguía callada y parecía estar muy lejos del lugar donde estaba sentada. Entonces Javier vio a lo lejos a un barquillero que recorría la plaza ofreciendo sus dulces a todo aquél que quisiera degustarlo. Y no pudo resistirse. Sabía que eso podría dar un golpe de efecto a la situación y sin pensárselo dos veces se levantó y le dijo a Sofía:
—Espera un segundo, princesa, que ahora vuelvo.
La niña levantó la vista hacia su amigo y sólo pudo verle marchar apresuradamente hacia un lugar en el centro de la plaza que, al principio, no pudo identificar. Pocos segundos después Javier regresó y en la mano traía cuatro barquillos.
Nunca le confesaría que había tenido que pagar el doble por ellos, ya que el barquillero no tenía la intención de vendérselos si no accionaba la ruleta. Por más que el chico había insistido en que sólo quería cuatro el barquillero no quería ceder. Hasta que al final Javier ofreció el doble de lo que valía una tirada normal y el hombre había terminado aceptado. Pero no se arrepentía de haberlo hecho, la sonrisa de Sofía valía eso y mucho más. La alegría de su amiga no tenía precio… fuera el que fuera.
La niña sonrió de forma cansada y agitó la cabeza para despejar su melena mientras recogía los barquillos que Javier la estaba ofreciendo.
—Te los debía desde aquel día en que no encontramos ninguno en el Retiro. Así que no digas nada, que te conozco.
Ella volvió a agachar la cabeza y comenzó a comerse uno de los dulces. Estaba triste, muy triste. Y se daba cuenta de que su caballero no era ajeno a ese sentimiento que la embargaba. Además se sentía culpable por estar preocupándole, sabía que él sufría cuando ella lo pasaba mal, pero la noticia que quería darle no era buena para ninguno de los dos. Quizá fuera una tontería, pero hacía tiempo que ella había comprendido lo que sentía por Javier y la embargaba un miedo tremendo a lo que tenía que comunicarle. El problema es que ya no le quedaba casi tiempo, sabía que estaba obligada a hacerlo esa misma tarde. Aunque no encontraba ni la manera ni el momento.
La cabeza le daba mil vueltas buscando la combinación de palabras perfecta para no hacer de ese momento un instante más doloroso. Sabía que después de aquello ninguno de los dos podría dormir esa noche, y posiblemente tampoco en alguna de las siguientes.
Y le dolía tremendamente hacer sufrir a Javier, porque sentía que la había ayudado más de lo que se merecía desde que la había conocido y pagarle con esa moneda no era propio de una buena amiga.
—¿Por qué haces todo esto por mí? —dijo de repente con un hilo de voz—. ¿Por qué eres tan bueno conmigo?
El chico se sorprendió al oír la voz de Sofía. Una voz que había formulado dos preguntas sin exigir ninguna respuesta por su parte. Una expresión que denotaba un gran sentimiento de culpa en cada palabra. Un sentir que pedía perdón a voces por algún pecado cometido o por cometer.
—¿Qué por qué?… déjame que piense… —comenzó a decir Javier con un tono que pretendía suavizar la tensión que había entre ambos—. Pues quizá sea por amistad, porque me importas y porque te lo mereces. ¿Por qué si no iba a hacerlo?
Pasaron unos segundos y ninguno de los dos dijo nada. Javier se notó nervioso al no poder calibrar las consecuencias exactas de sus palabras en Sofía. No se había atrevido a mirarla mientras le contestaba y cada segundo que pasaba en silencio le hacía reafirmarse en su idea de que nada bueno se avecinaba.
Al volver a mirarla a los ojos comprobó que la niña había comenzado a llorar sin razón aparente. Las lágrimas recorrían su rostro formando un río que desembocaba en su cuello. Ella intentó sonreír al darse cuenta de que su caballero la observaba, pero con ese esfuerzo sólo consiguió que aquel cauce aumentara de intensidad por su cara como un torrente desbocado. Javier supo entonces que algo no iba bien. Esa no era la actitud de su princesa. Nunca la había visto así. Ella era el sol mismo, y las penas huían de su lado porque no podían acercarse a un ser que era la definición de alegría personificada.
Y Javier pensaba eso porque Sofía seguía siendo la más bonita de todas las chicas que hubiera conocido en toda su vida, pero aún siéndolo no dejaba de haber cambiado de manera imperceptible para quien no la conociera. Quien se encontrara con ella sólo podría admirarse de contemplar aquellos ojos color miel que poseían la intensidad de alguna estrella que había dejado su luz en aquel rostro tan perfecto y bonito. Pero Javier notaba que ni los ojos que ahora le miraban fijamente, casi con miedo, poseían la misma intensidad de siempre ni el rostro de su amiga reflejaba aquel don que la estrella de su cuento le había dejado como legado para todos los que la conocieran.
Definitivamente Sofía había bajado del pedestal de los ángeles y se había convertido en una simple mortal. Javier sabía que su lugar estaba muy por encima de cualquier persona normal y decidió que no podía quedarse más tiempo con la incertidumbre de saber si a su amiga le sucedía algo. Sentía miedo de la posible respuesta de la sevillana y no tenía muy claro si podría ayudarla en el caso de que realmente la sucediera algo, porque tenía la sensación que era algo importante.
Tras dejar pasar unos minutos en silencio, dieron un rodeo a todo el perímetro de la Plaza Mayor y decidieron que era mejor volver paseando hasta casa. Sin necesidad de decirse nada ambos supieron que su caminata de regreso tenía como primer destino la casa de Sofía donde Javier la dejaría a buen recaudo y después él mismo se iría a la suya donde esperaría la llegada de un nuevo día. Era el plan de siempre, a ambos les agradaba así que para qué cambiar.
La temperatura era ideal, pero Javier se sentía cada vez más agobiado porque no encontraba la forma de preguntarle a su amiga por lo que la estaba pasando. Ninguno de los dos decía nada y eso no le facilitaba la tarea de sacar el tema. Mientras caminaban, de vez en cuando, el chico la miraba de reojo. Parecía más calmada, ahora ya no lloraba 85
y seguía sin soltar la foto que se habían hecho de su mano derecha. Daba la sensación de que si alguien quisiera arrebatársela debería llevarse a la niña con él.
Javier también notó que ella no le miraba a él; y eso no era normal. Que no hablara nada era muy raro, que no se le pusiera delante mientras andaban para decirle cualquier cosa y después reírse a carcajadas al ver la cara que él ponía al verla era muy sospechoso; pero que ni siquiera le mirara a la cara mientras paseaban no tenía ninguna explicación lógica tratándose de Sofía.
El trayecto de vuelta a casa de la andaluza fue un auténtico tormento para ambos. Cada uno por sus propias razones había recorrido una distancia que se les había hecho aún más larga de lo que realmente era debido a que ninguno de los dos se había atrevido a decir nada. Sin duda nunca les había pasado que un regreso de uno de sus encuentros fuera tan incómodo y desesperante a la vez.
Cuando doblaron la esquina y entraron en la calle de Felipe IV, Javier no pudo aguantarlo más y echándose a la espalda todo lo que había estado conteniéndose durante toda la tarde suspiró hondo y dijo con tono cansino:
—Sofía, ¿te pasa algo?
La niña se paró en seco. Caminaba dos o tres pasos por delante de Javier. Se giró lentamente y agachó la cabeza mirando a la acera. Así estuvo unos segundos sin hacer ni decir nada. Parecía haber caído en un embrujo que la hubiera reducido a un ser sin voluntad.
Javier se acercó a ella lentamente y la cogió por los antebrazos mientras intentaba que le hiciera caso. La chica no parecía reaccionar ante su amigo, aunque Javier notó que había vuelto a empezar a llorar porque hasta el suelo habían empezado a caer lágrimas de aquellos ojos que no merecían sufrir por nada de este mundo.
—Venga, princesa, cuéntamelo. Que ya sabes que puedes confiar en mí y que estoy aquí para lo que necesites.
En ese momento la niña levantó la mirada y Javier pudo certificar lo que no necesitaba confirmación: estaba llorando, y ahora con más intensidad aún. Tenía los ojos enrojecidos por el esfuerzo al que estaban siendo sometidos.
«Aún así está preciosa», pensó Javier.
No se explicaba cómo, incluso en esas circunstancias, podía ser tan bonita. No podía ser sólo porque fuera sevillana, no podía ser sólo porque fuera un ángel caído del cielo, no podía ser sólo porque todo el sentido de la vida estuviera encerrado en el cuerpo de aquella niña de diecinueve años; no podía ser por todo eso. Debía haber algo más, algo que a Javier se le escapaba… o no. Porque el chico sabía que algo tendría que ver el hecho de que quisiera con locura a aquella niña que lo observaba a menos de medio metro de distancia.
Sentía un deseo tremendo de abrazarla y comérsela a besos para hacerla entender que no podía haber nada en este mundo que tuviera la fuerza suficiente como para poder arrebatarle su hermosa sonrisa. Pero pensó que si hacía eso pondría en peligro la amistad que le unía a aquella chica que era todo para él. Hacía tiempo que se había impuesto miles de barreras para que ninguno de sus impulsos le hicieran cometer un error fatal en su relación con Sofía. Aunque desde unos meses atrás sentía que los cimientos de aquellas barreras cada vez se resentían más. No sabía muy bien cómo, pero el caso es que su princesa había logrado pasar por todas las murallas que él había impuesto a su corazón y había entrado por la puerta grande hasta lo más profundo de su alma.
Nunca pensó que el amor fuera así de bonito y de cruel a la vez. Sentía unas ganas tremendas de decirle que la quería, que la amaba como nadie nunca había amado, que bebía los vientos por ella y que sería capaz de traerle la luna a sus pies si así se lo pidiera; pero a la vez sentía miedo y vergüenza por lo que pudiera pasar tras esa íntima confesión.
Y desde luego ése no era el momento más adecuado para sacar a relucir algo que no parecía encajar de ninguna manera en el contexto de la situación que estaban viviendo en ese preciso instante. Por un instante, en la mente de Javier se cruzó la idea de que Sofía nunca llegaría a saber lo que realmente él sentía por ella. Y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y se prometió buscar la manera de que más pronto o más tarde ella se enterara de sus sentimientos. No podía permitirse morir sin que supiera lo que significaba para él, aunque antes debería evaluar los posibles daños que la confesión podía acarrearle a la andaluza. El mismo día en que impuso murallas a su corazón se prometió, también, que la felicidad de su amiga estaría por encima de cualquier cosa, incluso de su propia felicidad; y eso incluía el que no haría ni diría nada que pudieran provocarla un mal rato. Durante el tiempo que había pasado desde ese día alguna que otra vez había tenido que actuar de forma poco habitual para que su princesa no tuviera que pasar por un mal rato, al menos en su compañía; pero lo peor de todo, sin lugar a dudas, era haber tenido que acallar a ese corazón que se desbocaba cada vez que la tenía a su lado. Aquel disimulo de unos sentimientos que no podía evitar le estaban convirtiendo en un enamorado furtivo que se conformaba con amarla en silencio a cambio de no perder una amistad que, egoístamente ahora, le parecía muy poco premio.
Pero lo primero siempre sería su felicidad, hubiera que renunciar a lo que hubiera que renunciar.
Al llegar a la puerta del portal de la casa de Sofía los dos supieron que el fatídico momento había llegado.
—Verás, Javier… —comenzó a hablar Sofía—. Tengo algo que decirte, pero no sé cómo hacerlo, porque no es una buena noticia.
El chico se la quedó mirando sin decir nada. Confirmado, algo pasaba. Sabía, sentía el sufrimiento que su amiga estaba abrigando en ese momento y decidió no aumentar esa sensación con palabras vanas.
—Debería habértelo dicho antes, pero es que no he encontrado el momento. Perdóname, he querido aguantar hasta el último instante porque sabía que lo iba a pasar mal…bueno, en realidad, los dos lo vamos a pasar mal, ya verás… No quiero que sufras por mi culpa, Javier.
El miedo ocupaba ya todos y cada uno de los rincones de la mente de Javier.
Todo su ser estaba en alerta ante el posible anuncio que Sofía se proponía a desvelarle.
No sabía si hablar o no; estaba en una total indefensión. Sentía que interrumpirla sería un sacrilegio sólo comparable a dejarla seguir hablando. Una vez más la idea de que no sabía estar a la altura en los momentos importantes empezó a fraguar en su interior.
La sevillana ante la muda expresión de su amigo y percibiendo en su rostro la preocupación que le estaban provocando sus palabras decidió que ya no podía demorar más la información que tenía en su poder. Suspiró hondo, miró al cielo que ahora anunciaba la inminente llegada de la noche en Madrid y dijo:
—El caso es que me voy a Roma con mi padre. Desde hace unos meses está intentando cerrar un contrato con una editorial italiana y parece ser que ya han llegado a un acuerdo. Así que ahora mi padre tiene que ir hasta allí para firmar los contratos de licencia para editar esos libros aquí, en España. Al parecer esa editorial está trabajando con varios escritores que están teniendo bastante éxito en Italia y mi padre cree que aquí podrían venderse igual de bien. Yo no puedo quedarme sola, no me hace ninguna ilusión tener que irme, pero tampoco lo puedo dejar solo a él. Lo siento, no sabía cómo decírtelo…
El impacto de la confesión de Sofía había hecho que el rostro de Javier perdiera cualquier signo de vida. Durante toda la tarde había imaginado cientos de respuestas al extraño estado de su princesa, pero separarse de ella no entraba en ninguna de las posibilidades.
—¿Y cuándo te marchas? —acertó a decir a duras penas.
—Pasado mañana. Por eso estaba tan triste toda la tarde, porque sabía que hoy iba a ser el último día que nos viéramos antes de que me vaya. Perdóname si no te lo has pasado tan bien como otras tardes. Eres un cielo y me duele no haber podido decírtelo antes, pero es que no quería hacerme a la idea. La culpa es sólo mía.
Javier seguía sin poder articular palabra. Todo se le estaba viniendo abajo. Decía su abuela que había días que era mejor no levantarse y Javier pensó que ése era uno de esos días. Qué más le podía pasar.
—Bueno, Sofía, no te preocupes —dijo al fin—. Que ya sabes que yo te estaré esperando para recibirte con los brazos abiertos cuando regreses. Y para volver a pasear por las calles de Madrid que ahora se quedarán huérfanas porque su princesa no estará para visitarlas.
La niña intentó sonreír, pero la mueca que le salió sólo contribuyó a aumentar la pena que Javier estaba sintiendo por ella.
—¿Podrás esperarme dos mes?
—¿Dos meses? —se sorprendió Javier—. ¿Vas a estar dos meses fuera?
Sofía le miró fijamente y Javier no necesitó confirmación a ninguna de las dos preguntas. Ahora era él quien sufría el peso del mundo a sus espaldas. Se sentía como el titán Atlas de la mitología griega; aquél al que el dios Zeus había condenado a cargar sobre sus hombros los pilares que mantenían la tierra separada de los cielos. Sólo que en su caso, no estaba seguro de poder aguantar con tan terrible condena. Aquello había sido otra cruel jugada del destino.
—Entonces no estarás aquí para mi cumpleaños —sentenció.
A cada segundo que pasaba Sofía se sentía peor. Era tal el sentimiento de culpa que la embargaba que no sabía muy bien si quedarse allí o salir corriendo sin dirección fija. Había calculado lo difícil que sería ese momento, pero cualquier previsión se había vuelto pequeña en comparación con lo que realmente le estaba sucediendo.
Javier notó el sufrimiento de su amiga y decidió que debía hacer algo para aliviarla. Así que sin darse mucho tiempo a sí mismo para evaluar las posibles consecuencias de su acto, abrazó a Sofía mientras la daba varios besos en su cabeza. De haber estado en un momento menos grave no lo hubiera hecho, pero ese momento no requería demasiadas vueltas a la cabeza; había que actuar, y había que hacerlo rápido.
—No podré estar en tu cumpleaños. Lo siento —logró decir Sofía—. Pero sabes que me hubiera encantado estar. De todas formas me acordaré de ti ese día… bueno… en realidad me acordaré de ti todos los días… Tú también piensa en mí, ¿vale?, y así estaremos juntos aunque sea en la distancia.
Un nudo se instaló en la garganta de Javier. Él también la recordaría todos los días, no hacía falta que ella se lo pidiera. Sólo que para él las jornadas serían mucho más largas de lo habitual. No se podía ni imaginar estar dos meses sin tener a su princesa cerca. Desde que se conocían no habían pasado tanto tiempo sin verse y aquello podía suponer demasiadas cosas malas para el futuro de ambos. Cualquier espacio de tiempo sin ver a Sofía era demasiado, pero dos meses se le antojaban un periodo de tiempo fuera de lo humanamente conocido.
—No te preocupes princesa —la intentó tranquilizar—. Tú lo que tienes que hacer es intentar pasártelo muy bien en Roma. Allí podrás ver muchas cosas y luego cuando regreses me las tendrás que contar todas. Y quiero que te fijes muy bien porque luego te preguntaré muchas cosas para ver si lo has visto todo bien. Así podrás tú hacerme de guía a mí, porque alguna vez tendrás que enseñarme algo.
Ambos se separaron del abrazo que los unía y Sofía tras mirarle a los ojos unos segundos se echó a reír con todas sus ganas. Sus ojos vidriosos y las lágrimas que aún recorrían toda su cara se mezclaron con la sonrisa más dulce que alguien pudiera imaginar. Aquel rostro no podía pertenecer a ningún ser mortal. A pesar de haber evacuado lágrimas por cantidad insospechada, aquellos ojos seguían siendo especiales.
—¿Qué sería de mí si no te hubiera conocido? —dijo Sofía.
Y seguidamente, sin pensar tampoco en las consecuencias, agarró el rostro de Javier con las dos manos, lo giró un poco lentamente y le besó en los labios parando el giro del mundo sólo para ellos.
—¿Me esperarás a que regrese?
Aquella pregunta sorprendió más a Javier que el propio beso que acababa de recibir. Aún estaba conmocionado por aquel segundo arranque de efusividad de su amiga, pero en nada estaba disgustado por ello. Volvía a estar en una nube, como lo había estado la primera vez en que se habían besado, sólo que este momento no era el más idóneo para celebrar nada.
Intentó volver a guardar la compostura y sabiendo que su cara debía haber adquirido un color bermellón de gran intensidad dijo:
—Pues claro que te esperaré, Sofía. ¿Acaso piensas que te podría olvidar algún día? Y cuando retornes volveremos a hacer las mismas cosas que hacemos ahora.
Además podemos planteárnoslo como que ahora tú te vas de vacaciones y dentro de poco volverás para contarme mil historias. Así no sufriremos tanto por estar separados.
Pero ninguno de los dos creyó que eso fuera posible. Ambos sabían que desde el momento en que se despidieran esa misma noche, un vacío tremendo les quedaría a cada uno hasta que se volvieran a ver. Aunque la idea de Javier de buscar alguna excusa al viaje de Sofía no era mala del todo. Quizá sí que los pudiera ayudar a sobrellevarlo un poco mejor.
—No volveré a sonreír hasta que esté de regreso aquí.
—Ni yo tampoco —susurró Javier—, ni yo tampoco.
Durante unos segundos los dos se quedaron en silencio. Ninguno se atrevía a comenzar lo que, sin lugar a dudas, iba a ser la despedida más difícil que recordaran desde que se conocían. Javier miraba la punta de sus zapatos inquieto y Sofía no dejaba de mirar al fondo de la calle sin saber lo que buscaba.
—Bueno princesa —empezó Javier—. Pues creo que va siendo hora de que nos despidamos. Ya sabes lo que te he dicho: pásatelo muy bien, diviértete mucho y visita todo lo que puedas, que Roma tiene muchos monumentos esperando a que los admires.
Pero Sofía no pudo evitar volver a llorar llegado ese momento. No la hacía ninguna gracia tener que despedirse de su caballero. Además, no había querido decírselo a Javier, pero desde hacía unas noches tenía extraños sueños relacionados con su viaje.
No había logrado descifrar el significado de lo que sentía, pero una sensación de inquietud se había apoderado de ella. Pensó que todo sería fruto de las pocas ganas con las que iba a afrontar aquel viaje y esperó que esos malos presentimientos sólo fueran eso, sueños y nada más…
—Sí, lo intentaré… —contestó sin ningún convencimiento Sofía—. ¿Sabes?, se me van a hacer eternos estos dos meses. Ojalá pudieras venirte conmigo. Voy a pensar en ti cada día y espero que tú también pienses en mí. Cuando regrese te llamaré y volveremos a quedar, ¿vale?
Javier asintió con la cabeza y se dio cuenta de que él también estaba llorando.
Pensó que era extraño que no lo hubiera hecho antes porque aquel anuncio le había roto por completo todos los esquemas; y el corazón.
Y sin más los dos se volvieron a abrazar sabiendo que ese sería el último contacto que tendrían en mucho tiempo. Tras pasar entrelazados un espacio de tiempo indeterminado para los dos ambos se separaron, solamente quedando unidos por las manos. Javier se quedó mirando al suelo unos segundos y con toda la delicadeza de la que fue capaz alzó las manos de Sofía hasta su boca y las besó de manera alternativa.
Después las apretó levemente y terminó por soltarlas para dejar totalmente libre a su princesa.
—Hasta pronto, princesa.
—Hasta pronto, mi caballero.
Y acto seguido Javier la vio desaparecer por el portal de su casa, como la había visto tantas veces. Sólo que ahora no era como en ocasiones anteriores. Ahora tardaría mucho más en volver a ver esa cara que un día le devolvió las ganas de vivir. Desde ese momento tendría que sobrellevar su ausencia a base de recuerdos. Y Javier sabía que los recuerdos podían ser agradables, pero que en ciertos casos aunque fueran basados en buenos momentos, los recuerdos podían terminar por convertirse en una trampa que poco a poco te podía llevar al oscuro camino de la desesperación.
Cuando supuso que la andaluza habría entrado en su casa se marchó en dirección a la suya. Esta vez no esperó a que ella saliera al balcón para decirle adiós, como cada noche. No se sentía con fuerzas para verla, y mucho menos para ver al señor Olmedo.
Sofía tampoco salió esa noche a despedir a Javier.
* * *
La cena ya estaba a punto de servirse cuando Javier llegó a su casa. No tenía hambre así que intentó disculparse diciendo que no le apetecía cenar, pero Isabel no le permitió irse a la cama sin haber probado antes bocado.
Esa noche, además, había para cenar tortilla de patata y embutidos con queso, una de las cenas preferidas de Javier, pero ni eso sirvió para que comiera algo más de dos pinchaditas de la tortilla y algo de pan. Ni siquiera probó el agua, no había nada que regar aquella noche.
—¿Te pasa algo, cariño? —le preguntó Isabel—. Mira que a mí no me puedes engañar. Que te noto las cosas antes de verte.
Javier sabía que las palabras de su madre eran tan ciertas como que él era hijo suyo. Isabel había desarrollado un extraño sentido por el cual era capaz de saber lo que le sucedía sin ni siquiera tenerlo cerca. Ella decía que era porque lo había tenido en su interior, pero Javier no conocía de ningún otro caso parecido en otras mujeres que también hubieran sido madres. Este extraño poder de Isabel le preocupaba puesto que sabía que no podía ocultarla nada. Además era consciente de que más de una vez su madre se había callado muchas cosas aún sabiendo que algo le sucedía.
—No, mamá. No te preocupes. Es que estoy algo triste y no tengo hambre. Eso es todo.
Pero Isabel sabía que aquella respuesta no era del todo cierta. Sabía que su hijo la ocultaba algo, pero quizá ese no fuera el mejor momento para intentar sacárselo.
Esperaría a que estuvieran solos.
Mientras, Joaquín estaba en uno de los sillones del salón leyendo el periódico ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Cuando le llegó el olor de la cena recién hecha que Javier llevaba a la mesa se levantó como un resorte y se dirigió a ocupar su lugar.
—Vaya, ya has llegado — le dijo a Javier—. ¿Te ha contado tu madre la noticia ya?
El chico puso cara de bobo, puesto que no sabía de qué estaba hablando su padre. Y un intenso miedo le recorrió todo el cuerpo. Ése no era un buen día para recibir noticias. La prueba la había tenido escasos minutos antes. Quizá fuera mejor esperar a que llegaran las doce de la noche y que oficialmente ya fuera mañana, porque desde luego que cualquier anuncio dentro de ese día no iba a ser nada bueno.
Cuando los tres estuvieron sentados a la mesa Joaquín repartió el pan y todos empezaron a cenar. Todos menos Javier que seguía dándole vueltas al viaje de Sofía. No podía quitarse de la cabeza el tiempo que iba a estar sin ver a su amiga. Por su mente veía pasar miles de combinaciones de cosas que podían suceder en esos dos meses de ausencia. Todas malas, o peores…
—Cariño, tenemos algo que decirte.
Las palabras de su madre le pusieron en alerta. Javier sabía que había llegado el momento de enterarse de lo que su padre sólo había dejado caer anteriormente. No estaba preparado para otra mala noticia, así que si su mundo terminaba de derrumbarse en los próximos minutos no sería culpa suya. A veces la vida te da más palos de los que uno pueda soportar. Aquel refrán que decía que «Dios aprieta, pero no ahoga» no era del todo cierto. La vida elegía a sus víctimas y las apretaba y apretaba hasta ahogarlas muy lentamente; así se sufría más y el destino, que era cruel por naturaleza, disfrutaba de lo lindo haciendo exhibición de aquel macabro poder.
Casi sin darle importancia Javier levantó la cabeza de la parcela que le correspondía de mesa y dirigió la mirada hacia su madre. Y al observarla pudo ver que Isabel tenía una extraña luz en sus ojos. Parecía ilusionada y eso hizo que Javier se relajara mínimamente ante el inminente anuncio que se le avecinaba. Sus dedos jugaban distraídamente con el tenedor que tenía en su mano izquierda. Había llegado el momento de saber que era lo siguiente que le deparaba el destino.
—Verás —comenzó a decir Isabel—. Como ya sabes tu padre y yo queríamos haber hecho la obra de la panadería en verano, pero como sucedió lo de mi operación no nos fue posible. Y ahora que ya estoy recuperada, hemos decidido que vamos a realizarla lo antes posible. Llevamos unos días hablando con los obreros y al final nos han confirmado que empezarán el lunes, así que esperamos que te alegres porque cuando acabemos tendrás que ayudarnos en el negocio.
Javier no supo por qué, pero no le sorprendió nada lo que acababa de escuchar.
La verdad es que prácticamente ya había olvidado lo de la obra de la panadería, pero estaba claro que sus padres no. Sus temores de pasar el resto de su vida siendo panadero se estaban cumpliendo de manera inexorable. Nada ni nadie podía cambiar eso ya.
Una vez más se cumplía aquello de que «los males nunca vienen solos».
—Me alegro mamá —dijo al fin Javier.
Sin más gesto que demostrara el grado de satisfacción que le había producido la noticia de la ampliación de la tienda, Javier se levantó de su sitio y se dirigió a su habitación. Al llegar a la puerta del salón notó a su espalda la mirada preocupada de su madre. Joaquín también lo miraba, molesto, ya que se había levantado de la mesa sin que los demás hubieran acabado de cenar y eso era una tremenda falta de educación para el cabeza de familia.
Se giró sobre sus pasos y tratando de ser lo más convincente posible dijo:
—Perdonadme, pero es que me duele un poco la cabeza y estoy mareado. Yo creo que me voy a resfriar. Voy a leer un poco en la cama y a ver si puedo dormirme pronto.
Isabel se levantó al instante y Joaquín la sujetó por el brazo cuando se disponía a encaminarse hacia su hijo.
—¿Seguro que estás bien, cariño? —le preguntó inquieta.
—Que sí mamá. No te preocupes. Seguro que mañana estaré mejor.
Y dicho esto se marchó a su habitación dejando a Isabel preocupada y a Joaquín enfadado.
* * *
Al llegar a su habitación cerró la puerta tras de sí y se dejó caer a plomo sobre su cama. Pensó que ese era uno de los peores días de su vida. Cerró los ojos y su mente le devolvió la imagen de Sofía diciéndole que no quería irse a Roma. Revivió nuevamente la conversación que ambos habían tenido horas antes y de repente se sintió muy intranquilo por su princesa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo. En ese momento no supo qué era lo que acababa de activar todas sus preocupaciones, pero tuvo el convencimiento de que más pronto o más tarde encontraría la explicación a su, ahora, incomprensible preocupación. Algo le decía que había una variable con la que no habían contado ninguno de los dos hasta ese momento; algo le decía que aquello no había terminado todavía.
Se tumbó cual largo era en su cama y sin darse cuenta se encontró llorando a lágrima tendida, por todo lo que le estaba sucediendo liberando así la presión que llevaba dentro. Se maldijo por su mala suerte y volvió a pensar que alguien estaba jugando a maltratarle sin piedad simplemente para divertirse como sádico placer. Y se prometió que cuando muriera, si existían el Cielo y Dios, le pediría explicaciones al Todopoderoso de por qué él era merecedor de semejante castigo; y esperaba recibir una respuesta convincente por que si no…