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Durante varios días Javier estuvo muy ocupado ayudando a sus padres en la panadería. Casi no tenía tiempo libre para emplearlo en sus cosas porque cuando no estaba repartiendo los pedidos, estaba aprendiendo el oficio en la tienda.
Su padre hacía tiempo que estaba pensando en enseñarle los entresijos del negocio familiar. Su bisabuelo había sido panadero, su abuelo también, él lo era y Javier debería seguir con la tradición familiar. Joaquín Torres pensaba que el futuro de su hijo estaba entre esas cuatro paredes con eterno olor a pan recién horneado; pero ni Isabel ni Javier pensaban lo mismo.
El chico todavía recordaba una noche en la que desde su habitación había escuchado a sus padres discutir. La acalorada conversación le había llegado a retazos, pero lo suficientemente nítida como para saber que su padre quería que dejara los estudios para dedicarse al oficio de panadero. Su madre, por su parte, lo defendía con todos los argumentos posibles y le repetía una y otra vez que su hijo merecía un futuro mejor que el de ser un simple panadero. Javier terminó por dormirse antes de que la discusión entre sus padres acabara, pero desde ese momento tuvo claro que su vida de estudiante tenía los días contados. Además Joaquín se había planteado hacer una reforma en el local, que les permitiría poder vender mayor variedad de productos. Eso, sin duda, implicaría que se necesitaría a alguien más para atender a la clientela y Javier sabía que él era el candidato número uno a ocupar ese puesto de responsabilidad. No tenía salvación, sería panadero como lo era su padre, como lo había sido su abuelo y como lo fueron su bisabuelo y su tatarabuelo… Al menos no tendría que preocuparse en saber qué quería ser de mayor, como el resto de sus amigos; ese problema ya lo tenía resuelto de antemano gracias a que su progenitor ya lo había decidido por él.
Aquella mañana hacía un calor insoportable para la hora tan temprana que era.
El verano seguía castigando a los madrileños y no parecía tener piedad ninguna. Para colmo ese día Javier había estado más ocupado de lo habitual porque los clientes de la panadería parecían haberse puesto de acuerdo para solicitar que les llevaran los pedidos a casa. Por un momento Javier odió con todas sus fuerzas el teléfono que no había parado de sonar para hacer peticiones. Pero por otro lado se alegraba porque eso significaba que el negocio iba bien para sus padres y él no deseaba lo contrario.
A eso de las dos del medio día se encaminó hacia el número siete de la calle Mallorca. Esperaba que ya no hubiera ningún pedido pendiente de entregar, o que si lo había se pudiera retrasar hasta después de comer, porque él estaba molido de recorrerse Madrid durante toda la mañana cargado con bolsas y más bolsas. Deseaba, más que otra cosa en ese momento, poder comer a gusto y descansar al menos una hora antes de reanudar su tarea. El estómago ya le estaba indicando que tenía necesidad de ingerir algo sólido y el olor del horno de su panadería no le iba a ayudar en nada a olvidar el tremendo hambre que tenía.
Casi con temor a tener otro encargo preparado Javier entró en la panadería con mucho cuidado. En un primer vistazo le tranquilizó que sólo hubiera una persona en la tienda. Quizá tuviera suerte y ya no tendría que volver a patearse las calles por lo menos hasta el día siguiente, pensó.
—Buenas, ya he vuelto —dijo con mucha cautela.
Entonces reparó en la persona que estaba hablando con su madre al fondo de la tienda. Y de pronto todo su cansancio, toda su hambre y todo su miedo se desvanecieron en cuestión de décimas de segundo. Por el contrario una sonrisa nerviosa se le dibujó en la cara y creyó que le sería imposible borrarla de su rostro. Durante los días anteriores había pensado mucho en ella, pero al estar tan ocupado no había podido encontrar un momento para verla. Pero ella, una vez más, había cumplido su promesa y había acudido a verle. Realmente se sentía feliz, muy feliz de que estuviera allí y no podía, ni quería, ocultarlo.
—Hola, cariño. Mira quien ha venido a verte —dijo Isabel desde el otro lado del mostrador—. Anda que ya podías haberte dado prisa porque la pobre chica lleva ya un rato esperándote. Si es que te entretienes con cualquier tontería…
Sofía entonces se echó a reír al ver a Javier como se ponía colorado por las palabras de su madre. Intuyó que no debía estar pasándolo muy bien, así que se volvió hacia el chico, avanzó unos pasos y guiñándole un ojo le dijo:
—No te preocupes que tampoco llevo tanto aquí. He venido para comprar el pan y como me han dicho que no ibas a tardar mucho en volver pues te he esperado. Pero vamos, que me lo he pasado genial hablando con tu madre un rato.
—Lo siento, es que me he entretenido un poco… perdón —sólo pudo decir Javier agachando la cabeza en señal de arrepentimiento.
Y tanto Isabel como Sofía se rieron a carcajada limpia por la reacción del chico.
Les hacía gracia que Javier se tomara tan en serio lo que le estaban diciendo. Pero es que ellas no sabían que en el fondo Javier se lamentaba de verdad por haber hecho esperar a su amiga, porque deseaba mucho verla y pasar con ella todo el tiempo que fuera posible. Había perdido unos minutos de su compañía que nunca podría recuperar y eso le hacía sentirse culpable… ¡¡¡malditos pedidos!!!
—Di que sí, hija, que yo también me lo he pasado muy bien hablando contigo este rato —dijo Isabel mientras recogía el mostrador y se iba a la trastienda—. Os dejo un momento que voy a ver como van los bollos que está haciendo tu padre. Si entra alguien me llamáis, ¿vale?
Javier recobró algo de la dignidad que había perdido segundos antes y con seriedad dijo:
—Sí, ya me imagino como os habréis divertido. Seguro que tú, mamá, le has estado contando cosas mías de cuando yo era pequeño y os habréis reído a mi costa a base de bien. Como si os viera.
—No —dijo Sofía intentando mediar—. No digas eso, hombre. Si tú de pequeño debías ser muy mono. Quiero decir, gracioso… Vamos que tenías que ser muy rico.
—Anda, anda que siempre estás igual —dijo su madre perdiéndose en la trastienda.
En ese momento los dos chicos se quedaron solos en la panadería y el mundo pareció pararse para ambos. Durante unos segundos se miraron a los ojos y se dijeron lo mucho que se habían echado de menos durante el tiempo que llevaban sin verse. Fue una comunicación sin palabras, pero ambos entendieron el mensaje a la perfección. Los dos supieron que les había pasado lo mismo.
—Vamos fuera Sofía, que necesito que me dé un poco el aire. Esto está muy cargado.
Y mientras ella salía a la puerta de la panadería, Javier metió la cabeza en la trastienda y anunció a sus padres que estaría fuera con su amiga. Su madre le contestó que no se fuera a casa, que en cuanto terminaran de hornear los bollos se irían todos a comer.
Al reunirse otra vez con Sofía, notó que la cara de la chica había cambiado.
Seguía siendo tan bonita como siempre, pero ahora había algo que no sabía si definir como tristeza o como preocupación; podrían ser ambas cosas. Más que nada se le notaba en los ojos, que aunque seguían irradiando una luz especial, ahora parecían haber perdido algo de intensidad. Javier se preocupó durante un instante y sin esperar más tiempo le dijo:
—¿Te pasa algo princesa?
La niña lo miró y Javier pudo confirmar que sus ojos iban perdiendo luz por segundos. Debía de pasarla algo, estaba seguro, y él estaba dispuesto a ayudarla en lo que fuera; como siempre lo había estado y como siempre lo estaría.
—Vamos, mujer, dime lo que te pasa que ya sabes que no soporto verte triste.
—Verás… —comenzó a decir la chica.
Pero se volvió a callar de repente.
Y Javier pudo ver, sorprendido, algo que en los años que llevaba conociendo a Sofía nunca había visto: la cara de la niña se tiñó de un rojo vergonzoso que la hizo agachar levemente la cara y mirar hacia el suelo. La indecisión se apoderó del chico durante unos segundos, pero rápidamente se deshizo de sus pensamientos y sin pensarlo se acercó un poco más a su amiga y le dijo:
—A ver si esto te ayuda un poco —y acto seguido la besó en la frente.
Sofía pareció reaccionar a la ayuda que Javier la tendía y se abrazó a su amigo y ambos se sintieron más juntos que nunca. El abrazo duró unos segundos, pero a los dos les pareció mucho más corto todavía. Se sentían bien estando abrazados y podrían haber dado su vida por estar así el resto de días que les quedaran en este mundo.
—La verdad es que no he venido sólo a comprar el pan —comenzó a sincerarse Sofía—. He venido porque también necesitaba verte.
Aún sintiéndose un poco culpable por alegrarse en ese preciso momento, a Javier le sonaron a gloria aquellas palabras bonitas de su amiga. Aquél sería otro momento de los que jamás podría olvidar. Y cada vez eran más los que ocupaban su mente. Le encantaba oírla hablar así. Cada día la veía más bonita, cada día la quería más… pero ese tampoco era el momento de sincerarse con ella. Ahora parecía necesitarle de verdad y él era el único que la podía ayudar.
—Pues tú dirás. Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras, así que venga, que seguro que no es para tanto.
Sofía, entonces, suspiró hondo y miró hacia todos lados cerciorándose de que nadie la podía escuchar. También se interesó por el interior de la panadería; al parecer nadie la interrumpiría en lo que tenía que decirle a su caballero.
—Es que he venido para pedirte un favor —logró decir con dificultad.
—¿Y desde cuándo para pedirme un favor tienes que dar tantos rodeos? —dijo Javier con toda naturalidad—. Ni que me fueras a pedir que te diera mi vida.
Y acto seguido se arrepintió de haber dicho eso porque sabía que también podría pedírselo si quisiera, ya que él estaría dispuesto a prescindir de aquello que realmente es propio de cada persona si Sofía se lo pidiera. Se la daría, ¿por qué no? No habría regalo mejor que pudiera ofrecerla.
—Lo siento, perdona, pídeme lo que quieras —rectificó al momento.
—Verás, mi caballero, hoy es un día muy especial para mí y me gustaría que me acompañaras esta tarde a un sitio al que quiero ir. De momento prefiero no decirte nada más para mantenerlo en secreto. No sé si te gustará, pero me haría mucha ilusión que vinieras conmigo. Necesito que confíes en mí y que de momento sólo aceptes mi invitación sin hacerme preguntas…
Javier se quedó un poco sorprendido con las palabras de Sofía. Su amiga parecía preocupada, o triste, por algo y le estaba invitando a acompañarla a un sitio que decía era especial para ella. Algo no cuadraba en esa historia. Pero Javier confiaba en ella por encima de cualquier cosa y no veía razón para negarse. Además eso podría ayudarla a mejorar su estado de ánimo. Aceptaría, ¿qué otra cosa podía hacer en su situación?
Aparte de que viniendo la idea de Sofía no podía ser nada malo lo que le deparara aquel extraño secretismo.
—¿Y para eso tantas vueltas, mujer? —dijo cariñosamente Javier—. Pues claro que acepto tu invitación, aunque no estaría de más que me dijeras donde vamos a ir… lo digo más que nada para saber lo que debo ponerme, no vaya a ser que desentone un poco. Que yo soy un desastre con la ropa.
Ella le miró a los ojos y esbozó una sonrisa nerviosa, mezcla de la tristeza y la alegría que en esos momentos sentía, mezcladas con el alivio que recorría todo su cuerpo.
—Gracias, Javier —le dijo—. No te preocupes por lo que ponerte, tú siempre vas guapo. Además si tienes alguna duda pregunta a tu madre, que seguro que estará encantada de ayudarte.
Y Javier suspiró pensando en el futuro que le esperaba esa tarde. Ya no tenía tan claro que le gustara que no hubiera pedidos que repartir después de comer, porque se pusiera lo que se pusiera, Isabel le diría que no le pegaba y que se cambiara al instante.
Era una batalla que sabía que tenía perdida de antemano, así que se limitó a asentir con la cabeza para no crearle más confusión a la sevillana.
—O sea que mi madre lo sabe —dijo por fin.
—Claro —contestó Sofía—. He venido a pedirle permiso para que te dejara venir y ella me ha dicho que no había ningún problema, así que la decisión sólo dependía de ti. Espero que no te moleste que lo haya hecho así… es que de verdad que es muy importante para mí que vengas conmigo.
—No, si no me importa, de verdad —aclaró Javier con el tono más convincente que pudo poner en ese momento—. Ya veo yo lo bien que os entendéis las dos sin necesidad de nadie más…
Y ambos se rieron a carcajada limpia por la ocurrencia que había tenido Javier.
El sol iluminó por unos segundos el rostro de Sofía devolviéndole parte de la energía que parecía haber perdido minutos antes. A Javier le gustaba verla así, sonriente, feliz, como realmente era ella: una estrella con forma humana.
—Vale, entonces, ¿te parece bien que pase a recogerte por tu casa a eso de las cinco más o menos? —dijo Sofía con el rostro ya mudado hacia la normalidad.
—¿A recogerme? —preguntó intrigado Javier—. Eso sí que me lo vas a tener que explicar porque no lo entiendo, princesa.
La niña sostenía entre sus manos la barra de pan que había comprado, o mejor dicho que Isabel le había regalado como siempre que iba a la panadería. La apretó con tanta fuerza que estuvo a punto de partirla en dos. Debía tener cuidado con las explicaciones que daba si no quería que la sorpresa se rompiera en mil pedazos. No podía permitirse que ahora que le había logrado convencer de que la acompañara, una mala palabra lo estropeara todo.
—Si ya decía yo que me había salido muy preguntón mi caballero —dijo finalmente con una sonrisa—. El caso es que donde vamos a ir esta un poco lejos y mi padre ha pedido a uno de sus empleados que nos lleve en coche, así que por eso iré yo a recogerte a ti a tu casa. ¿Contento?
Javier se quedó sin palabras. ¿Cuál sería el lugar de destino de aquella invitación que le había propuesto Sofía si tenían que ir en coche? Durante unos segundos barajó la posibilidad de varios lugares, pero ninguno le pareció correcto para aquella confusa aventura. Todo era muy raro, pero Sofía parecía tenerlo perfectamente planeado.
—Pues mira sí, estoy satisfecho —contestó Javier en tono burlón—. Me alegra que el caballero y su princesa recorran todo su reino en carruaje. Reconozco que me tienes intrigado, pero tú sabrás lo que haces. A las cinco me tendrás como un clavo esperándote, así que no me hagas esperar, ¿eh?
La niña se volvió a reír con ganas ante los argumentos que le ofrecía su amigo.
Era una maravilla poder contar con alguien así en su vida. Alguien al que le podía confiar cualquier cosa sabiendo que jamás la traicionaría. Alguien con el que no la importaría compartir el resto de sus días…
—Mira que llegas a ser tonto cuando quieres —le dijo mientras con su mano le acariciaba dulcemente la mejilla.
—¿Tonto yo? —contestó Javier poniendo cara de incredulidad.
En esos momentos Joaquín e Isabel salieron a la calle. Llevaban el pan que en breve se comería en la casa de los Torres y dos bolsas con bollos recién horneados.
Cerraron la panadería con los cerrojos metálicos que habían instalado el año anterior ante la oleada de robos que se habían producido en el barrio y se dirigieron hacia donde estaban hablando los chicos.
Ambos querían a Sofía desde que la conocían y a la madre de Javier no le hubiera importado que aquella sevillana de melena color negro azabache y grandes ojos color miel se convirtiera con el tiempo en su nuera. Más de una vez le había tirado indirectas a su hijo para recordarle lo interesante que era esa chica y lo buena pareja que hacían, pero Javier siempre se salía por la tangente diciendo que los dos aún eran muy jóvenes para plantearse algo así.
—Toma, hija, para que los probéis tu padre y tú —dijo Isabel mientras entregaba a Sofía una de las bolsas con bollos.
La niña recogió la bolsa, todavía caliente, con timidez y agradeció a los padres de Javier el presente.
—No debería aceptarlo, señora Torres —dijo sintiéndose un poco culpable—. Al menos cóbreme lo que valgan, porque son ustedes demasiado buenos con nosotros.
Los tres notaron el mal momento por el que estaba pasando Sofía y fue Joaquín el que deshizo el embarazoso instante con unas palabras que sorprendieron tanto a Isabel como a Javier por lo inesperadas que les resultaron:
—Anda, anda, no digas tonterías. Vosotros coméroslos y si luego os gustan ya vendréis a comprar más. Esto es una nueva táctica: primero ofrecemos el producto y si a la gente le gusta terminará adquiriéndolo, ¿a que es una buena idea? —dijo riéndose con ganas—. Se me ha ocurrido a mí.
La cara de Isabel reflejaba a partes iguales sorpresa y alegría por lo que acaba de escuchar de boca de su marido. Joaquín siempre había tenido muy claro que la tienda era un negocio, su negocio, y no era amigo de dar nada a nadie sin cobrarlo. Pero que él fuera quien ofreciera un producto gratis era digno de un milagro hecho por el mismísimo Jesucristo. Algo debía tener esta Sofía, pensó Isabel, para que lograra hacer que un hombre tosco como Joaquín hiciera eso.
El panadero también quería a Sofía, a su manera porque él era un hombre rudo, pero la quería. Sobre todo le hacía mucha gracia el acento que tenía la niña al hablar.
Ese soniquete tan peculiar cuando se expresaba había conquistado a toda la familia Torres. Indirectamente todos sus miembros se preocupaban por ayudar a esa niña que se merecía todo lo bueno de la vida… porque los tres conocían su historia.
—¿Ya habéis quedado? —preguntó Isabel mirando a los chicos.
—Sí, señora —respondió rápidamente Sofía—. Ya le he contado a Javier lo que tiene que hacer, aunque parece que no se fía mucho de mis explicaciones.
El chico puso cara de indiferencia. De todos los presentes, parecía ser el único que no sabía nada de los planes de su amiga. Todos parecían conocer lo que le esperaba esa tarde, excepto él. Y eso le ponía nervioso. Le gustaría saber a lo que atenerse, pero no iba a preguntárselo a Sofía. Confiaba en ella, y además ya había aceptado su invitación. Aunque lo más extraño de todo era que su padre no se hubiera opuesto a que faltara a sus obligaciones en la tienda
—Bueno, pues en vista de que nadie quiere decirme nada más, creo que lo mejor será que nos vayamos a comer porque si no, voy a tener que darme mucha prisa para prepararme —dijo Javier con un ligero fastidio.
Sus padres y Sofía le miraron con guasa y se rieron de lo que había dicho. Javier se sintió incomodado porque sabía que esas risas eran producto de su ignorancia con respecto a su futuro más inmediato. No le gustaba nada que se rieran de él, y mucho menos que confabularan a sus espaldas. A pesar de todo seguía pensando que el secreto no debía de ser malo, ya que los intrigantes eran sus padres y Sofía.
—Tienes razón —respondió Sofía—. Es mejor que me vaya ya, por que como me entretenga más no me va a dar tiempo a mí tampoco. Gracias otra vez, señores, por los regalos.
Entonces fue dando dos besos a los tres para despedirse y agradecerles los presentes. Y de los seis que dio, los que le correspondían a Javier le parecieron más especiales que el resto. Algo la estaba creciendo en su interior…
—A las cinco, que no se te olvide —dijo mientras se marchaba camino de su casa.
Javier asintió mientras la veía desaparecer en la distancia. Últimamente cada vez que la veía alejarse de su lado sentía una dolorosa punzada en su corazón. Algo parecido a la tristeza más absoluta se instalaba en su alma cuando no estaba cerca de su princesa. Además esa mañana le había sorprendido por partida doble: por ir a verle a la panadería y por invitarle a que la acompañara a algún sitio que todavía debía descubrir.
* * *
Durante el trayecto que los llevó hasta su casa en la calle Fray Luis de León, Javier no habló nada. Sus padres dialogaban sobre asuntos relacionados con la panadería y no parecían tampoco hacerle caso. Él seguía sumido en sus pensamientos intentando encontrar el lugar que iba a visitar junto a Sofía aquella tarde. Cualquier sitio podía ser posible y, a la vez, cualquiera podía no serlo. Se sorprendió de la poca paciencia que estaba demostrando con este asunto en concreto. Siempre había sabido esperar en la vida, aunque eso le había traído algún que otro disgusto, pero ahora no podía contener las ganas de que llegaran las cinco de la tarde. Se prometió que tendría que cambiar esa forma de ser que tenía: que cuando sintiera algo no esperaría acontecimientos, así no tendría que lamentarse de tantas cosas como se había arrepentido hasta la fecha…
Pero también sabía que él no era así, que no podría cambiar de la noche a la mañana y que seguiría sufriendo como lo había hecho siempre por culpa de esa timidez que no le abandonaría nunca. Ése era el mayor de los muchos defectos que tenía; era una persona imperfecta, alguien que no se merecía tener amigos como Sofía. Y casi sin darse cuenta, se sorprendió limpiándose las lágrimas que le brotaban de manera espontánea. No podía explicarse porqué había tenido tan mala suerte en toda su vida…
Y había algo que le rondaba en la cabeza y que le pesaba más que cualquier otra cosa en el mundo: le daba mucho miedo contagiar a Sofía la mala suerte que parecía acompañarle en todo lo que ponía su ilusión. Que su vida estuviera destrozada podía sobrellevarlo, pero destrozársela a su amiga sería una condena que no podría soportar nunca. Nada le haría más feliz que ver a Sofía alegre en la vida y tenía la sensación de que si seguía a su lado, algún día se arrepentiría de haber compartido su tiempo con él.
Pero, a la vez, tenía muy claro que no podía vivir sin ella, que la necesitaba más de lo que podría demostrarle nunca y que si alguna vez le faltaba su compañía, su vida no tendría ya ningún sentido.
Ese día comió rápido, excesivamente rápido, cosa que sorprendió por igual a sus padres. Javier siempre había sido muy especial para las comidas y desde muy pequeño había demostrado que no era persona de comer en cantidad. Más de una ve había tenido que soportar los comentarios de la gente mayor diciéndole que con lo que él comía no podría alimentarse ni un pajarito. Pero Javier sabía que no necesitaba más. Que si hubiera requerido más alimento, su cuerpo le hubiera dado algún aviso y, de momento, eso aún no había sucedido. El caso es que esa tarde fue el primero en terminarse el pollo a la cerveza que había cocinado su madre. Isabel, por su parte, se alegró de que su hijo hubiera degustado la comida con tantas ganas. Ella, que le había visto tan enfermo de pequeño, no podía remediar alegrarse cuando lo veía crecer cada día sano. Las mínimas esperanzas de que Javier pudiera sobrevivir a las enfermedades que había sufrido de pequeño y que le habían dado hacía años se multiplicaban para ella cada día que pasaba.
Su hijo ya había cumplido diecinueve años, diecisiete más de los que le habían prometido los médicos cuando nació y eso para Isabel era un motivo de alegría cada jornada.
Sin esperar a que sus padres terminaran de comer, Javier se levantó de la mesa, recogió su plato y se fue a su habitación a buscar algo que ponerse adecuado al acontecimiento que iba a vivir en poco más de una hora. Tras pasarse varios minutos rebuscando la ropa adecuada en su armario se dio cuenta de que no encontraba nada porque no sabía realmente lo que estaba buscando. Sofía no le había dicho dónde iban y encontrar algo de vestir que pegara en un sitio secreto para él se le antojaba bastante complicado para sus pocas nociones de moda. Así que se decidió por la opción más segura, la que nunca fallaba: cerró su armario de golpe y salió de su habitación. Cuando llegó al comedor comprobó que su madre estaba terminando de recoger la mesa de la comida mientras su padre descansaba en uno de los sofás. Javier ayudó a terminar de llevar los cacharros a la cocina y, con cierta vergüenza, preguntó a Isabel:
—Mamá, ¿me puedes ayudar a saber qué tengo que ponerme para ir con Sofía?
Ella, al principio, no le hizo mucho caso. No era la primera vez que Javier al sentirse atrapado en ese tipo de dudas la pedía ayuda… y seguro que no sería la última.
Ambos sabían que en este caso concreto se necesitaban el uno al otro. Javier tenía la seguridad de que su madre le iba a aconsejar bien e Isabel se quedaba más tranquila viendo como su hijo se ponía lo que ella le decía.
—Vamos mamá. Tú debes saber donde voy ir —dijo Javier en tono de súplica—. Al menos me lo podías decir para no quedar como un imbécil delante de Sofía.
Isabel, entonces, dejó los platos que iba a empezar a fregar y tras secarse las manos con un paño de cocina se puso sería al hablar con su hijo:
—Mira Javier, si pretendes que falte a mi palabra con Sofía no lo vas a conseguir hagas lo que hagas y digas lo que digas. Claro que sé donde vas a ir esta tarde, pero le prometí a esa niña que no te diría nada y no lo haré. Lo que sí que puedo decirte es que si no hubieras aceptado acompañarla, yo misma te hubiera obligado aunque hubiera sido a base de bofetadas, así que más te vale que te pongas uno de los pantalones nuevos y una camisa para salir esta tarde.
El chico se quedó sorprendido por la reacción de su madre y a la vez intimidado por las palabras que había escuchado. No era normal ver a Isabel Valverde utilizar ese tipo de expresiones, y menos con su hijo. El caso es que seguía sin saber cual era su destino más inmediato… pero al menos ahora sabía lo que debía ponerme, en eso había dado un paso adelante.
—Está bien, ya veo que nadie quiere decirme nada —dijo mientras se marchaba de nuevo a su habitación un poco fastidiado—. Gracias por la ayuda, mamá.
Un pantalón de vestir negro y una camisa blanca fue la elección de Javier para esa tarde. Tras ponérselos comprobó que le sentaban bastante bien. Parecía más mayor con esa ropa y poco a poco se fue convenciendo de que no era lo que más le gustaba para vestir, se sentía bastante incómodo así de encorsetado. En ocasiones especiales, como ésta, no podría negarse pero para el día a día prefería ropa mucho más cómoda.
Acabada la primera fase de su preparación se fue al baño donde buscó la colonia de su padre. La ocasión parecía merecer la pena, así que un poco de ayuda extra no le sobraría. Se echó una cantidad que estimó suficiente y se peinó lo mejor que pudo, esmerándose como pocas veces recordaba. Esa tarde tendría que ser perfecta y nada podía hacer que él la estropeara. No recordaba nunca haberse mirado tantas veces en el espejo antes de salir y se puso un poco nervioso al comprobar las múltiples tonterías que estaba realizando. Nervios producto de lo desconocido que le esperaba, inquietud por todo lo que le pudiera suceder en aquella tarde.
Por fin, decidió darse el visto bueno a sí mismo y salió del baño en busca de su madre. La encontró terminando de arreglar la cocina, a punto de prepararse para volver junto con Joaquín a la panadería para comenzar el turno de tarde. Aunque antes tendría unos minutos de descanso, pensó Javier. Isabel vio aparecer al chico y su cara reflejó a partes iguales la sorpresa y la alegría que le proporcionaban el verle vestido como un hombre. Esa expresión era otra de las que Javier no soportaba de su madre.
—Mira que guapo estás, cariño —le dijo mientras le daba un par de sonoros besos.
Después se separó de él y le miró de arriba abajo recreándose en su creación.
Difícilmente una madre podría querer tanto a su hijo como ella lo quería a él.
—Pero si te has echado colonia de la de tu padre y te has peinado. Me alegro mucho, porque ya verás como no te arrepientes.
Javier se sintió incómodo por el recordatorio tan poco acertado de su madre.
Sabía que ella se lo decía por su bien, pero esperaba que algún día le viera como algo más que su niño.
—Bueno pues a mí me parece que estás perfecto —le volvió a decir dándole otro beso más—. Y yo que tú me iría bajando ya al portal porque mira la hora que es.
Efectivamente, Javier miró su reloj y comprobó que faltaban siete minutos para las cinco de la tarde. Se despidió de su padre desde la puerta del comedor y le dio un beso a Isabel a modo de despedida. Mientras bajaba por las escaleras del edificio Javier oyó a su madre que le decía:
—Dale un beso a Sofía de nuestra parte, cariño.
Al abrir la puerta del portal Javier pudo comprobar que su amiga aún no había llegado. Teniendo en cuenta el calor que hacía en la calle decidió quedarse dentro del portal, que estaba más fresquito, y esperarla allí hasta que llegara. Podría verla a través del cristal oscuro que remataba la puerta de hierro descolorido que lo protegía del bochorno reinante en la calle.
A esas horas de la tarde la calle Fray Luis de León estaba prácticamente desierta.
Pocas personas se atrevían a salir y los pocos que lo hacían debía ser por obligación, pensó Javier. Mientras esperaba se puso a pensar en las vueltas que daba su vida. Poco se podía imaginar él esa misma mañana que por la tarde iba a estar esperando a su mejor amiga a que viniera a recogerle en coche para llevarle a un sitio secreto. Poco se podía imaginar hacía unos meses que le fueran a pasar todas las cosas que le estaban pasando… y que la culpable fuera Sofía, su Sofía.
Desde el portal miró al frente y vio el edificio vecino al suyo y pensó que cada inquilino de aquellos pisos también tendría su propia historia personal. Unas historias que seguro serían tanto o más importantes que la suya. Unas historias que para cada uno de sus dueños serían especiales; como para él era la suya.
Dándole vueltas estaba a la importancia de las historias de cada persona que no se dio cuenta de la llegada a la puerta de su portal de un coche negro que paró frente a él. Fueron pocos segundos los que tardó en volver al mundo real, ya que del flamante coche se bajó alguien que conocía perfectamente. Sofía traía el pelo recogido en una coleta y vestía un vestido negro que la hacía más mujer de lo que realmente era. Javier salió a su encuentro y según se iban acortando los metros que los separaban sintió que el corazón le iba a dar un vuelco. También esa tarde estaba preciosa, como todas. No recordaba haberla visto nunca con algo que mereciera un calificativo menor que bonita o preciosa, pero esa era una opinión muy subjetiva y, además, viniendo de él tampoco tenía mucho valor. Pero el caso es que la veía muy guapa, demasiado hermosa y empezó a preguntarse si no tendría algo que ver con lo que él sentía por ella. Rápidamente se contestó a sí mismo: sí, él la quería y para él siempre sería la chica más bonita del mundo.
—Hola, princesa —dijo mientras ofrecía su mejor sonrisa.
La niña le devolvió la sonrisa y tras darle dos besos le dijo:
—Hola, caballero. Espero que no te enfades por no haberte dicho donde quiero que me acompañes. Quiero pedirte perdón si crees que me he portado mal contigo, pero es que no sabía si querrías acompañarme si te lo decía. Por favor, perdóname.
Javier entonces entendió que era el momento perfecto para quitar importancia al plan de Sofía. No le gustaba que le pidiera perdón por nada de lo que hacía por ella, porque no se sentía digno de tal privilegio. Él hacía esas cosas porque quería… y porque la quería… ¿era necesario que entonces le pidiera perdón?…
—Bueno, bueno, vamos a dejarlo ya. No tengo nada que perdonarte. Además si lo pensamos fríamente creo que debería ser yo el que te diera las gracias por poder pasar la tarde contigo, que ya sabes que para mí es todo un placer. Así que venga, vámonos ya donde tengamos que ir, porque sí que te reconozco que algo extrañado me tienes.
Y entonces sucedió otra cosa que Javier recordaría siempre. Casi sin darle tiempo a reaccionar Sofía se abrazó a él con fuerza y tras varios segundos unidos, se separó levemente, le cogió las manos, le miró a los ojos y le dijo:
—Gracias, Javier. Gracias por todo. Nunca podré vivir lo suficiente para agradecerte lo que haces por mí. No me faltes nunca, por favor.
Javier, por su parte, creyó que sus lágrimas no iban a poder vencer la resistencia que estaba intentando ofrecerlas desde lo más profundo de su corazón. No quería que Sofía le viera llorar. Y no se le ocurrió otra cosa mejor que pasarle un brazo por encima del hombro y decir:
—Venga, venga princesa. No digas eso, que yo no me merezco tantas palabras bonitas dichas por tu boca. Ya te he dicho alguna vez que tú eres tan especial que haces que los que estamos a tu lado hagamos las cosas sólo por verte sonreír; porque mirarte a los ojos y ver esa sonrisa tuya pueden darle la vida a cualquiera, así que alegra esa cara tan preciosa que tienes.
La chica le sonrió con agradecimiento y apretó la mano de su amigo con fuerza de manera que en cierto modo se sintió protegida por Javier. Ambos recorrieron así el espacio que les separaba del coche que los estaba esperando y se montaron en los asientos traseros del mismo. Javier, entonces, se dio cuenta de que el padre de Sofía debía de ser una persona más importante de lo que había estimado hasta la fecha. Estaba montado en un coche último modelo de su propiedad y encima tenía chofer.
Definitivamente Sofía sólo podía ser un sueño inalcanzable para él. Jamás podría ofrecerla todo lo que ella se merecía. Con sólo ser amigo suyo ya debería sentirse más que afortunado, pero… a pesar de todo no podía evitar quererla, amarla con todas sus fuerzas.
Mientras el coche del señor Olmedo recorría Madrid, Javier vio pasar las calles de su ciudad como imágenes de un álbum de fotos. La tarde era perfecta: el sol brillaba en lo más alto del cielo madrileño dando una luz especial a la capital del país.
Javier se acordó de que alguna vez le había dicho a Sofía que cada vez que veía una mañana soleada se acordaba de ella. Le había confesado que sus ojos eran los que iluminaban el mundo y que sabía cuando estaba triste porque esos días eran días nublados y lluviosos. Su amiga le había contestado que le agradecía lo que la decía, pero que sentía no ser capaz de hacer que el sol brillara a su voluntad. Además Javier ese día le confesó que por las noches cuando miraba las estrellas también le recordaban a ella. Lo que no pudo confesarle en aquella tarde es que todo le recordaba a ella, que la tenía siempre en sus pensamientos, que era lo mejor que le había pasado en la vida y que desde que la conocía había visto una nueva luz en su oscura existencia. Aunque aún albergaba la esperanza de poder confesárselo algún día, a pesar del miedo que le daba la reacción que pudiera tener la muchacha.
Pero esa tarde era perfecta y Javier tuvo la seguridad de que Sofía había tenido algo que ver para que el sol brillara de esa manera y lograra sacar toda la belleza de su ciudad.
Durante todo el trayecto ninguno de los dos hablaron nada. Ambos, por diferentes razones, se sentían nerviosos por la situación que les esperaba en unos instantes. En un momento dado la voz del conductor hizo que los dos chicos salieran de sus pensamientos para volver a la realidad.
—Estamos llegando, señorita.
Entonces Javier se dio cuenta de dónde estaba. ¿Aquel lugar era su destino?
—Gracias Sebastián —dijo Sofía—. Procuraremos no tardar mucho. Espéranos en la entrada, por favor. Prefiero que nos dejes solos.
—Como usted quiera, señorita.
Y acto seguido el conductor aparcó el coche con la mayor suavidad posible junto a una tapia de ladrillo en la que había aparcados otros vehículos.
Sofía fue la primera en bajarse del coche, quizá porque ella ya sabía del destino de aquel viaje. Javier tardó algo más en reaccionar. Todavía no podía creerse dónde se encontraba. Desde luego ese sería el último lugar que se le habría ocurrido pensar. Aún sorprendido puso los pies en el suelo y observó con respeto la entrada al recinto donde seguro iba a tener que dirigir sus pasos. Observó unos segundos lo que se advertía a través de las puertas y pudo ver a varias señoras mayores que salían con unos cubos en la mano y que se cruzaban con otras tantas que entraban con ramos de flores bajo el brazo. Casi sin darse cuenta su mirada se cruzó con la de Sofía y pudo ver en el rostro de su amiga una expresión de preocupación por la reacción que él pudiera tener al reconocer el sitio al que lo había llevado. Javier era consciente de que había aceptado la invitación desde el principio y aunque el lugar era el que menos se podía esperar, no le importaba haber llegado hasta allí. Lo que no terminaba de entender era porqué ese lugar, porqué no cualquier otro… ¿Qué tendría de especial para Sofía?
Y como vio que la niña parecía impacientarse ante su silencio, volvió a pasarle el brazo por encima del hombro, la dio un beso en la mejilla y la dijo con la mejor de sus sonrisas:
—Vamos, princesa. Hoy seré yo el que me deje guiar hasta donde tú quieras.
Ella le agradeció con una sonrisa aquel gesto, y de esa manera los dos cruzaron la puerta del Cementerio del Este. Aquel lugar hacía aflorar en Javier una sensación extraña. Los cementerios no le gustaban nada y menos ése que era uno de los más grandes que existían. Aquella sí que era una necrópolis en el más estricto sentido de la palabra. Todo lo que podía cubrir la vista de Javier eran tumbas, mausoleos o nichos; ese último hogar que a todos, mas pronto o más tarde, les tocaría ocupar.
Mientras seguía a Sofía por el laberinto de calles del cementerio, Javier comprobó que hasta después de la muerte había clases. Era triste que en esos momentos de descanso eterno, los habitantes de aquella lánguida ciudad tuvieran tanta diferencia entre unos y otros. Puede que la Parca no tuviera preferencias a la hora de elegir a sus victimas, pero estaba claro que los que se quedaban a este lado de la vida demostraban su poder adquisitivo a la hora de honrar a sus familiares desaparecidos… pero aunque todos echaran de menos a sus parientes, las clases se podían diferenciar perfectamente por el nivel de las tumbas que albergaban a los muertos: unas tan sencillas que ni siquiera tenían la identidad de la persona que custodiaban; otras, por el contrario, eran tan exageradamente recargadas que parecían cualquier cosa menos un lugar de reposo para un muerto. Esto hizo a Javier convencerse aún más de una idea que le llevaba rondando desde hace tiempo: prefería que lo incineraran cuando se muriera; que donaran sus órganos antes para poder ayudar al que lo necesitara y que después lo quemaran para no tener que acabar el resto de los días confinado en un agujero a varios metros por debajo del nivel de la tierra. Así podría ser eterno y no arrastraría a sus seres queridos a desplazarse hasta su última morada para ver sólo una fría losa de mármol con su nombre inscrito en letras que con el paso del tiempo se oxidarían como su alma…
Durante unos minutos encaminó sus pasos guiado por Sofía entre las tumbas del cementerio. Su amiga debía saber a la perfección el lugar al que se dirigían porque se desenvolvía con absoluta seguridad por aquella laberíntica necrópolis. Javier tuvo claro que había perdido la oportunidad de recordar el camino que había recorrido desde que había entrado en el cementerio y se reprochó no haber prestado más atención por si alguna vez lo hubiera necesitado. Total a esas alturas daba igual, ya era muy tarde para memorizar el trayecto.
Y cuando más ensimismado estaba en sus pensamientos, Javier se tropezó con Sofía ya que ella se paró en seco delante de una tumba jaspeada de mármol negro. No era ni tosca ni recargada. Tenía un Cristo crucificado de acero de unos cuarenta centímetros de alto en el frente de la misma. Encima de la losa principal, un jarrón con un abundante ramo de rosas rojas era lo único que la sacaba de una austeridad forzada.
—Bueno, pues ya hemos llegado —dijo Sofía con un tono de tristeza que no se le escapó a Javier.
El chico, por su parte, seguía sin entender nada de lo que le estaba sucediendo en esos precisos momentos. Su cara reflejaba con total claridad el desconcierto que estaba sufriendo. Algo muy gordo se le escapaba, seguro. Pero, ¿qué? Sofía se dio cuenta del mal momento que estaba pasando su caballero y tratando de ayudarle a ubicarse le señaló con la mirada hacia la lápida que tenían a su lado. Javier leyó mentalmente lo que estaba grabado en el mármol negro y su cara le mudó de tal manera que Sofía se asustó y creyó que su acompañante se iba a desmayar allí mismo.
Dª ELISA RAMOS ROMERO
SUBIÓ AL CIELO EL 10-07-1964
A LOS 42 AÑOS DE EDAD
TU ESPOSO E HIJA NO TE OLVIDAN
D.E.P.
Javier no supo cómo reaccionar en aquel momento. Ahora encajaban todas las dudas que había tenido desde que hablara con Sofía esa misma mañana. Ahora sabía porqué estaba allí. Había sido un auténtico imbécil durante todo el día al pensar que iba a ir a divertirse con Sofía, olvidando una fecha tan señalada para su princesa. No se sentía con fuerzas para mirarla a la cara, se arrepentía enormemente por las tonterías que le había dicho. Se había equivocado y su metedura de pata le hacía sentirse fatal.
—Dios mío… Tu madre… Yo… —pudo decir finalmente con mucho esfuerzo—. Hoy hace años que murió… Lo siento, Sofía. Siento de verdad haberme olvidado. Por favor, perdóname…
Y sin querer evitarlo Javier dejó que sus lágrimas recorrieran las facciones de su cara como muestra del tremendo remordimiento que sentía. Se daba cuenta de que le había fallado a la persona que más quería en el mundo no acordándose del día en el que estaba. Nada podría ya deshacer aquel descuido que había cometido con su princesa…
¿Acaso se merecía él que Sofía le quisiera después de lo que le había hecho? ¿Cómo podría pensar en pasar el resto de su vida junto a ella si no era capaz de recordar algo como eso? Y lloró no sólo por su torpeza, lloró por muchas cosas más que en ese momento creyó perdidas para siempre. Cosas que ya nunca podría recuperar por más que se esforzara.
Sofía se sorprendió de ver a su amigo en esas circunstancias. Nunca había presenciado una reacción así en Javier y se sintió culpable por haber provocado algo que podría haber evitado si no le hubiera dicho nada aquella mañana. Abrazó a su caballero y trató de consolarle acariciando su pelo, como sabía que le gustaba a él.
—No te preocupes —le dijo casi en un susurro—. No te dije dónde quería que me acompañaras porque pensé que no te iba a gustar y que no querrías venir conmigo.
Fui un poco egoísta porque sabía que si te lo pedía vendrías conmigo a cualquier sitio, así que creo que soy yo la que debe pedirte perdón por haberte traído engañado. Pero la verdad es que necesitaba que vinieras conmigo porque mi madre te quería mucho y tú lo sabes. Estoy segura de que desde donde esté, estará sonriendo al ver que hemos venido juntos para verla. Tengo que confesarte que mi padre ha venido esta mañana, las flores son suyas, y me ha dicho que viniera con él, pero yo quería venir contigo. Por eso he ido a la panadería a pedirles permiso a tus padres para que no tuvieras que hacer ningún reparto esta tarde… porque no podía venir sola… porque quería venir contigo, que sé que eres el único que me entiende…
Javier todavía estaba intentando asimilar lo que le estaba sucediendo cuando recibió la confesión de Sofía. Todo había cobrado un sentido que si se hubiera esforzado más en buscar podría haber descubierto sin tener que quedar como un auténtico tonto delante de su niña. Pero algo tenía claro en ese momento: el culpable era él, ella no tenía nada por lo que pedirle perdón.
—Sabes que iría contigo al fin del mundo, princesa. Nada hubiera cambiado a la hora de aceptar tu invitación si me lo hubieras dicho. Hubiera aceptado igualmente.
Como hubiera aceptado acompañarte a cualquier lugar que tú necesitaras ir. Para mí eso es un honor y no podría nunca negarme a hacerlo… no podría porque yo te…
Y en ese momento una idea le cruzó por la mente como una revelación. Estar en un cementerio debía de dar esas cosas. Alguien debía iluminar a los vivos en la tierra de los muertos. Y aunque sabía que lo que se le acaba de ocurrir no iba a servir para compensar la deuda que había adquirido con su amiga, le pareció que era una buena manera de empezar a saldarla.
—Espera un momento. No te muevas, que vuelvo enseguida.
Y después de darla un beso en la frente, Sofía le vio desaparecer a toda prisa por entre el laberinto de calles del cementerio en dirección a ninguna parte. Ahora era ella la que debía confiar en él, se lo debía…
Javier creía haber visto un puesto de flores en el trayecto que había realizado junto a Sofía cuando iban buscando la tumba de Elisa. En el momento de pasar al lado de él no le había dado demasiada importancia, pero ahora la había adquirido toda.
Necesitaba encontrarlo cuanto antes y así sorprender a la niña andaluza que ahora le esperaba incrédula al lado del lugar donde reposaban los restos mortales de su madre.
Efectivamente, Javier había calculado bien donde estaba el puesto de flores. La encargada del negocio era una señora mayor que debería rondar los sesenta años. Su pelo canoso la dotaban de una dulzura en la cara acentuada por sus indescriptibles ojos azules. Andaba ligeramente encorvada, fruto de los años de trabajo en el campo, pero con una agilidad impropia de una persona de su edad. La gente como ella era gente fuerte, curtida en lo que era trabajar de verdad.
Cuando Javier llegó a la altura del puesto observó que la cantidad de flores diferentes que se abrían ante sus ojos era más grande de lo que se podía esperar.
Crisantemos, margaritas y rosas eran sólo una pequeña muestra del género que allí se vendía. Y eso se le planteó como un problema. Volvió a maldecir su suerte, porque sabía que si Sofía estuviera con él le podría haber ayudado a elegir, pero claro que no podía estar allí porque si no se hubiera roto la sorpresa. Así que decidió utilizar la salida más fácil que se le ocurrió en ese momento.
—Perdone —le dijo a la señora mayor—. ¿Podría darme el ramo más bonito que tenga?
La dueña del puesto se giró para observarle y dejó lo que estaba haciendo para atenderle. Miró pensativa por todo el puesto para hacerse una idea de cómo cumplir el encargo que acababa de recibir y antes de empezar a realizarlo puso por delante el precio de lo que le iba a costar. Javier aceptó sin pensarlo, cualquier precio le hubiera parecido poco en ese momento. Así que cerrado el trato la mujer comenzó a trabajar.
—¿Estas flores son para algún familiar, joven? —le preguntó mientras daba forma al ramo.
—Algo así, sí… algo así…
Javier fue viendo como en poco más de tres minutos el ramo había quedado terminado y con un aspecto digno de los mejores reyes. No en vano, él sabía que esa colección de flores iría destinada a la madre de una princesa: a una reina. Y le pareció que había merecido la pena haber hecho esa locura sin consultarle a Sofía.
¿Qué expresión pondría su amiga cuando le viera aparecer con las flores? ¿Se habría enfadado con él por haberla dejado sola? Esperaba que no, porque para ella también había comprado un regalo.
Así que sin esperar más pagó a la florista el precio convenido y empezó a desandar el tramo que le separaba de Sofía. Al principio creyó que se había perdido al no reconocer el sitio por el que estaba pasando, pero algo le debió dirigir por el buen camino porque casi sin darse cuenta se encontró de frente con la tumba de Elisa. Su amiga estaba callada mirando al suelo, rezando supuso Javier. Y mientras llegaba a su altura su corazón se aceleró advirtiéndole de que aquél sería un momento delicado.
—Ya estoy aquí —dijo en tono lo más jovial que pudo—. Siento haberte dejado sola, pero mira lo que me he encontrado.
La niña levantó la mirada con expresión de alegría por volver a verle y al instante se quedó petrificada al observar el hermoso ramo de flores que Javier la estaba ofreciendo.
—Verás, princesa… —dijo Javier—. Me gustaría que aceptaras este regalo para tu madre. Yo también la quería mucho, porque conmigo siempre fue muy buena.
Aunque sea poco para lo que ella se merece… No sé cómo se me ha podido olvidar esta fecha… Por favor acéptalo…
La niña sonrió con la expresión más dulce que el mundo hubiera visto nunca.
Agarró el ramo de flores y se puso a admirarlo con devoción. Las tocaba casi con miedo de romperlas, las olía una a una y disfrutaba de ese momento como si fuera a ser único en su vida. A Javier le tranquilizó bastante el ver como Sofía trataba el ramo; eso le daba a entender que su locura había sido todo un acierto. Su deuda, ésa que nunca podría saldar con Sofía, ya tenía una letra menos que pagar.
—Qué bonito es —dijo Sofía—. No tenías que haberte molestado. Te ha debido de costar un montón. A mi madre seguro que le habrá gustado mucho, pero desde donde esté estará echándote la bronca por hacerlo. A mi madre le gustaban mucho las flores y este ramo es el más bonito del mundo. ¿Por qué lo has hecho? No me merezco que seas tan bueno conmigo.
Y acto seguido le dio un beso al ramo y lo depositó en la lápida de Elisa, cerca del jarrón.
—Mira, mamá, lo que te ha regalado Javier. ¿A que son preciosas?
Javier creyó que otra vez iba a llorar ante las palabras de Sofía. Aquella niña le hablaba al frío mármol con tal naturalidad que parecía que estuviera hablando realmente a su madre. En cualquier otro lugar hubiera abrazado a su amiga y la hubiera cubierto de besos para ayudarla a pasar ese mal momento… en cualquier otro lugar…
Y entonces se dio cuenta de que no le había dado el regalo que había comprado para ella. Al principio tuvo dudas de si debía entregárselo o no, pero pensó que ya que había llegado hasta ahí era absurdo no hacerlo. Así que se abalanzó sobre el ramo de flores que ahora descansaba en la fría piedra y tras rebuscar unos segundos extrajo una rosa roja. Era la única que había y sin pensárselo ni una vez más se la ofreció a Sofía y la dijo:
—Ésta es para ti, para que me perdones por todos los fallos que tengo. No sé porqué pero contigo siempre siento que meto la pata. Procuro hacer las cosas lo mejor que puedo, pero siempre acabo haciendo alguna estupidez. Tú te mereces esto y mucho más. Tú te mereces todo, princesa. Perdóname, te lo suplico…
La niña aceptó agradecida el presente de Javier y por un momento se quedó sin palabras con las que compensar a su caballero. Durante unos segundos los pétalos de la rosa acariciaron su mejilla y Javier sintió envidia de aquella afortunada flor. Después Sofía llevó la rosa a sus labios y tras oler su perfume la besó dulcemente.
—Gracias, no me lo merezco, pero gracias.
Y durante unos minutos los chicos permanecieron en silencio con las cabezas mirando al suelo. Javier, de vez en cuando, miraba de reojo a Sofía e interiormente se alegraba por verla acariciar la flor que le había regalado. Para él era muy importante que ella hubiera aceptado ese regalo. Ojalá esa rosa nunca se marchitara y así cada vez que ella la viera le recordaría a él.
Ojalá pudiera decirle que la quería…
Se levantó algo de viento y ambos tuvieron que protegerse para que la arena no se les metiera en los ojos. Fue un solo golpe de aire, pero suficiente como para haber creado un disgusto a quien no hubiera estado rápido a la hora de cubrirse.
Pasada la ventisca todo volvió a la normalidad. Ahora la afluencia de gente en el cementerio era más notable. Javier supuso que la hora que era debía ser la de más intensidad en cuanto a visitas se refería. Era paradójico contemplar como la gente acudía en masa a visitar no a sus familiares, si no a las frías piedras que los custodiaban.
Aunque Javier creyó que la gente iba hasta los cementerios no a visitar a sus familiares, no a ver las tumbas, si no más bien a reencontrarse con los recuerdos que aquellas personas les hacían revivir a pesar de no estar ya en este mundo. Recordar tiempos pasados a veces era bueno, siempre que ese pasado mereciera la pena ser recordado.
—¿Te acuerdas mucho de ella? —dijo Javier de repente.
Sofía pareció salir de un estado de inconsciencia voluntaria. No se esperaba la pregunta y tardó en reaccionar. Javier después de hacerle aquella consulta se había quedado mirando al suelo como si nada hubiera pasado. Parecía no querer mirarla a los ojos para no obligarla a contestarle. Ella, interiormente, agradeció la pregunta de Javier, porque aquel silencio estaba consiguiendo que aumentara su tristeza. Levantó la mirada al horizonte y habló sin evitar que las lágrimas cubrieran su rostro.
—Claro que me acuerdo de ella. Y cada día más. La echo mucho de menos porque hay momentos en los que necesitaría que estuviera a mi lado. Mi padre se ha portado muy bien conmigo, pero hay cosas que él no puede abarcar y cosas en las que nadie puede sustituir a una madre. Sé que me cuida desde el cielo, porque yo sé que como era tan buena estará en el cielo… en el sitio más bonito que haya allí arriba… Ese sitio habrá estado reservada hasta que ella llegó.
—Seguro que sí, no lo dudes —afirmó Javier.
La niña le agradeció su apoyo con una media sonrisa llena de tristeza y prosiguió:
—Pero no creo que fuera justo que se muriera y menos sufriendo tanto. Nadie se lo merecía menos que ella. Nunca hizo nada malo para que tuviera que marcharse así.
Pero, ¿sabes una cosa? Estoy segura de que me estará esperando en el cielo a que yo llegue y cuando me vuelva a ver me dará un abrazo enorme y un millón de besos, y me volverá a contar sus cuentos.
A Javier se le creó un nudo en la garganta. Era la primera vez que veía llorar a Sofía y sus palabras le habían calado muy hondo. Nunca había sabido reaccionar en ciertos casos a la hora de dar ánimos y ése en concreto se le antojaba de los más difíciles que se iba a encontrar en su vida. Metería la pata, como siempre, dijera lo que dijera.
Pero algo tenía que decir si no quería quedar aún peor. Sin querer evitarlo él también empezó a llorar ante su amiga. Posiblemente también fuera la primera vez que ella lo veía en ese estado, pero no le importaba. Apoyar a la niña ahora era asunto prioritario, más allá de lo que sus emociones pudieran expresar.
—Nadie se merecer morir, princesa —empezó a decir Javier—. Pero tienes razón en que tu madre quizá fuera una de las que menos se lo merecía. Aunque puedes mirarlo por el lado de que seguro que ahora, en el cielo, ya no sufrirá como lo hizo los últimos días que estuvo aquí. Tienes que ser fuerte, Sofía. Yo estaré contigo para lo que necesites, ya lo sabes. Y todas las veces que quieras venir a verla espero que cuentes conmigo para acompañarte, porque estaré encantado de hacerlo.
La niña se secó las lágrimas con un pañuelo bordado que sacó de su bolso y acto seguido hizo lo mismo con su caballero. Suspiró hondo y con el sol de media tarde como testigo le ofreció a Javier una sonrisa de agradecimiento que llegó al fondo del corazón de su amigo. Hasta en esos momentos tristes, la belleza andaluza de la niña sobrepasaba cualquier instante de mal rato. Y Javier tuvo que volver a contenerse para no abrazar y besar a Sofía en medio de aquel cementerio.
—Gracias, Javier. ¿Qué haría yo sin ti?
«Buena pregunta», pensó Javier. Esa era la cuestión que a él le rondaba en la cabeza las veinticuatro horas del día: ¿qué haría él sin ella? El vacío más grande que se pudiera imaginar sería su condena si alguna vez le faltaba la compañía de Sofía. Algo por lo que no estaba dispuesto a pasar por nada del mundo.
Durante varios minutos los dos chicos estuvieron en silencio. Javier supuso que Sofía estaría rezando por su madre. Él nunca había sido muy partidario de las súplicas a Dios, aunque reconocía que a veces las había utilizado y que a veces incluso habían surtido efecto. Decidió también que él rezaría algo por la inquilina del sepulcro que tenía delante. Elisa se merecía aquel esfuerzo y Sofía todavía más. Y rezó lo que supo y se sintió importante por poder ayudar a su amiga de esa ínfima manera.
Entonces, casi sin darse cuenta, Sofía se puso delante de él. Ahora parecía más tranquila. No parecía quedar en su rostro apenas restos de la tristeza que instantes antes la había invadido. Únicamente sus ojos enrojecidos por el llanto indicaban un resquicio de mínima pena en su interior. Alzó sus manos y acarició las mejillas de su amigo con una dulzura que a Javier le pareció digna del mejor cuento de hadas. Le sonrió con aquella cara que era lo máximo a lo que podía aspirar a ser la mismísima belleza y le dijo:
—Gracias, mi niño. Nunca podré pagarte todo lo que haces por mí. No desaparezcas nunca de mi vida. Te lo suplico.
Javier la abrazó cariñosamente y la dijo en un susurro al oído:
—Si tú tampoco desapareces de mi vida me sentiré pagado con creces.
Y ambos se miraron a los ojos durante unos segundos y se perdieron en la mirada el uno del otro. Un silencio que sirvió para que los dos se reafirmaran en los sentimientos que sentían… unos sentimientos que ambos decidieron guardarse por el momento.
—¿Te apetece que nos vayamos ya y que demos un paseo? —preguntó Sofía.
Javier la dio un beso en la frente y la sonrió mientras la decía:
—Lo que tú quieras, princesa. Hoy soy tu esclavo y puedes llevarme a cualquier sitio que a ti te apetezca. Tú encamina tus pasos que yo te seguiré.
—Pues venga, nos vamos.
Sofía se dirigió hacía el Cristo crucificado de la tumba y le dio un beso mientras le decía:
—Cuida de mamá, Señor. Cuídala mucho.
Después colocó el jarrón con las flores que había traído su padre aquella mañana de manera que el viento no pudiera tirarle y tapando parcialmente las letras del epitafio dispuso el ramo de flores que había comprado Javier. No se olvidó de recoger su rosa, la que su caballero le había regalado; para ella, la flor más bonita del mundo.
Javier, por su parte, también se despidió de Elisa a su manera. Se persignó torpemente, fruto de la inexperiencia que tenía en esa materia y deseó que la madre de su amiga estuviera en un sitio mejor. Se lo merecía y si Dios de verdad existía seguro que habría hecho todo lo posible porque así fuera.
Mientras salían del cementerio se cruzaron con muchos visitantes. Dadas las dimensiones del Campo Santo la afluencia de familiares en busca de sus seres queridos podía desencadenar en una concentración de gente bastante numerosa. Era muy difícil calcular, a simple vista, la cantidad de moradores que tenía aquella necrópolis.
Cualquier número pensado al azar se quedaría corto, sin lugar a dudas. Definitivamente aquel sitio era fascinante y aterrador a partes iguales: última morada para los vivos y lugar de descanso eterno para los muertos. Con todo, algo debían de tener estos sitios para que creyentes y no creyentes terminaran visitándolos, en vida, alguna vez por razones tan diversas como personas hay en el mundo.
¿Qué sería de la vida sin la muerte?
A la salida del cementerio el chofer de Rafael Olmedo los estaba esperando.
Fumaba apoyado en el lateral del coche y miraba sin curiosidad a las oleadas de personas que iban y venían. No le había hecho mucha gracia el encargo que le había confiado su jefe, pero pensó que hubiera sido peor tener que asistir a una presentación de algún libro, con el consiguiente ajetreo que ello provocaba a la hora de ir hasta el lugar de la presentación y tener que esperar a mucha distancia del evento debido al tráfico cada vez más creciente en esta ciudad. Así que aceptó porque pensó que esa salida no le reportaría ningún problema. A él tampoco le gustaban esos sitios y como esta vez no había tenido que entrar, pues mejor que mejor.
Los chicos llegaron con paso lento a la altura del coche que los estaba esperando. Ya era media tarde, pero la temperatura existente invitaba a cualquier cosa menos a recluirse dentro de una casa. Daban ganas de disfrutar de todo lo que Madrid ofrecía a esas horas. Además los dos necesitaban despejarse y recobrar la normalidad después de lo que habían vivido minutos antes. Y por si fuera poco, ninguno de los dos quería separarse del otro. Sofía necesitaba que Javier continuara a su lado más tiempo; y Javier necesitaba estar al lado de Sofía para apoyarla en lo que fuera preciso.
—Gracias por habernos esperado, Sebastián —dijo la niña cuando estuvieron cerca del chofer.
—No es molestia, señorita. ¿Todo bien?
Sofía sonrió forzadamente por cumplir, ya que no le apetecía nada tener que dar explicaciones a un desconocido de lo que había vivido en el cementerio. Esa historia quedaría sólo para ella… sólo para ella y para Javier.
—Sí, gracias.
Entonces los dos se metieron en el coche mientras el conductor terminaba de apurar su cigarro. No parecía tener prisa, así que los chicos pensaron que tardaría más de lo que realmente tardó en acabárselo. Y con el sol a sus espaldas iniciaron el viaje de regreso.
A Javier le pareció que la vuelta se le hacía más larga que el camino que habían hecho para llegar hasta el cementerio. Pensó que la perspectiva de poder pasar más tiempo a solas con Sofía le estaba creando un grado de impaciencia preocupante. Le apetecía, más que nada en ese momento, pasear con su amiga y tratar de seguir pagando el descuido que había tenido al olvidarse del aniversario de la muerte de Elisa.
Definitivamente las calles pasaban más lentas, seguro. No había manera de que el coche que los llevaba avanzara más deprisa. Alguien debía estar conspirando en algún sitio para que el tiempo pasara en balde; un tiempo que tras pasar nunca podría recuperarse. Esa era una de las características más importantes del tiempo: que nunca se puede recuperar y que la mayoría de las veces es insuficiente.
—Sebastián, déjanos en Atocha que queremos dar un paseo —dijo Sofía rompiendo el silencio reinante en el coche.
El conductor miró por el espejo retrovisor a los chicos y dijo:
—Como usted quiera, señorita.
Y acto seguido todos los ocupantes del vehículo volvieron a quedarse en silencio. El día había sido de lo más extraño para Javier. No nunca habría podido pensar que iba a transcurrir de esa manera. La vida estaba llena de sorpresas…
Después de un rato que a los chicos les pareció eterno el coche del señor Olmedo enfiló la glorieta de Atocha y paró en uno de los laterales para que Sofía y Javier pudieran bajarse. Ambos le dieron las gracias a Sebastián y éste tras despedirse de ellos se dirigió hacia la editorial para dar cuentas a su jefe del encargo realizado.
Todavía quedaban algunas horas de sol y los dos decidieron tomarse con calma el camino que les restaba hasta la casa de Sofía. Hacía una tarde estupenda para pasear y ninguno de los dos quería desaprovecharla. Comenzaron a caminar por la calle Alfonso XII y cuando llegaron a la altura del Jardín Botánico los dos se pararon a admirar las plantas y flores que se divisaban desde la verja.
—¿Has venido alguna vez a visitar el Jardín? —preguntó Javier.
Sofía parecía estar hipnotizada con la pequeña muestra de especies que sus ojos divisaban. La gustaban las flores, daba igual su color o su forma, ella le gustaban todas.
Otra herencia que guardaba de su madre, quien también había sido una gran amante de las plantas. Javier recordaba que el balcón de la casa de Sofía siempre estaba cubierto de macetas con flores diversas mientras Elisa vivió allí; y también recordaba que desde que murió ninguna flor había vuelto a verse en aquel balcón.
—Pues no, la verdad es que no. Y mira que me gustaría porque debe haber cosas preciosas ahí dentro.
Y Javier no pudo evitar pensar que Sofía no decía la verdad porque, para él, ninguna flor ni ninguna otra cosa podría ser nunca tan bonita como ella.
—Pues tendremos que arreglar eso, porque yo tampoco he estado nunca. Así que dejamos pendiente una visita juntos, ¿vale?
—Me parece perfecto —contestó Sofía.
Y así siguieron avanzando con paso lento por la calle. A esa hora también se cruzaron con muchas personas que al igual que ellos habían decidido salir a tomar el aire y estirar las piernas. Andar era un buen ejercicio y pasado el calor matutino, aquella hora era una de las mejores para disfrutar de las calles de Madrid.
Los dos amigos anduvieron durante unos minutos en silencio. Ninguno de los dos decía nada y a ninguno de los dos les parecía normal aquella situación. Ellos que hablaban por los codos en cualquier momento; y ahora estaban mudos. Sofía pensó que Javier no decía nada porque aún se estaba reprochando lo de su madre; y Javier pensó que Sofía no estaba muy habladora porque el día que era precisamente no invitaba a estar muy alegre. Ambos tenían sus razones, pero los dos sabían que estaban donde querían estar en ese mismo momento.
—¿Todavía te acuerdas de ella? —preguntó Sofía de improviso.
Javier se sorprendió de la pregunta y al mirar a su amiga vio que ésta seguía caminando con la mirada fija en el suelo. No quería mirarlo, porque en el fondo la daba vergüenza haber hecho esa pregunta.
—¿De quién?
Aunque Javier sabía perfectamente de quién estaba hablando Sofía. La conocía suficiente y también sabía que para ella no habría sido nada fácil llegar hasta ese punto.
Pero algo debía preocuparla porque no era normal que sacara ese tema. Hacía mucho tiempo que no hablaban de ello.
—¿De quién va a ser?… —dijo la niña con tristeza—. De Belén.
Confirmado. Sofía le estaba preguntando a Javier por la chica con la que estuvo saliendo hasta hacía dos años. Una relación que no acabó bien por culpa de terceras personas que nunca dejaron que la pareja pudiera decidir que era lo mejor para ellos.
Una relación que había dejado marcado de por vida a Javier.
—Claro que me acuerdo de ella. Nunca podré olvidarla. Pasamos muchas cosas juntos y eso no se puede olvidar de la noche a la mañana. Aunque supongo que ella sí que me habrá olvidado, porque con el paso del tiempo creo que para ella fui un simple pelele. Hay tantas cosas que me dijo y que nunca se hicieron realidad que me gustaría volver a verla para preguntarle algunas dudas que ahora tengo y que se quedaron sin aclarar. Pero olvidarla, no puedo.
Sofía, entonces, paró sus pasos en seco y mirando al horizonte dijo con cierta amargura:
—Entonces, ¿todavía la sigues queriendo?
Y Javier, por primera vez se sintió incómodo con la pregunta de su amiga. Se extrañaba mucho que le preguntara eso, puesto que precisamente ella había sido su mayor apoyo en el momento de la ruptura. El chico recordaba perfectamente como dos años atrás, Sofía había hecho lo indecible por ayudarle a no hundirse en un pozo de tristeza al que estaba condenado a caer si no hubiera sido por ella. Tardes enteras de charlas y todo el cariño que una persona en sus circunstancias pudiera necesitar habían sido el remedio que había servido para que Javier superara aquellos malos momentos.
Esa era otra de las cosas de las que siempre tendría que estarle agradecido a Sofía… otra de las cosas que jamás podría devolverle aunque quisiera…
—Pues si quieres que te diga la verdad, creo que quererla ya no la quiero. Al menos como la quise antes. En su día tuvo la oportunidad de defenderme ante lo que los demás estaban diciendo de mí y que no era verdad, y no lo hizo. Así que no creo que se merezca que la defienda yo ahora; pero como te he dicho antes hay cosas que no puedo olvidar y que siempre formarán parte de mis recuerdos.
Y Javier notó cierta tristeza en el rostro de su amiga. No supo identificar la razón de dicha reacción, pero sabía que estaba triste… la conocía… no le podía engañar…
—¿Quieres que te diga algo? —dijo Javier—. Hay una cosa de la que me arrepentiré siempre, princesa. Lo mío con Belén es algo pasado y ya nada puede cambiar lo que sucedió. Pero sí hay algo que me hubiera gustado que cambiara en mi vida…
Sofía entonces se volvió hacia el chico con una expresión de sorpresa en su rostro. No sabía de lo que estaba hablando Javier y no le gustaba nada que se pusiera trágico. Ya había intentado más de una vez convencerla de que no merecía la pena como persona y ella siempre le había dicho que eso era una tontería, que para ella era muy importante. Pero no parecía que Javier se convenciera de aquello. Él seguía pensando que la vida le estaba tratando muy mal y que todo el que se acercaba a él terminaba sufriendo por su culpa. Sofía se prometió, hacía varios años, que nunca permitiría que su amigo se sintiera menos importante de lo que realmente era… sobre todo para ella…
Javier suspiró hondo porque sabía que en lo que iba a decirle a su princesa se jugaba bastante de la amistad de los unía hasta ese momento. Aunque también sabía que sería un buen comienzo para irle declarando sus sentimientos a Sofía poco a poco.
—De lo único que me arrepiento es de no haberte conocido antes, Sofía. Desde que te conozco mi vida ha cambiado por completo a mejor —prosiguió—. Eres todo lo que siempre había soñado tener y que nunca había conseguido encontrar. Es cierto que no me puedo quejar de ti, porque siempre has sido muy buena conmigo… pero la vida ha jugado conmigo… Nunca pensé que pudiera existir alguien como tú… alguien por el que mereciera la pena vivir… alguien que el simple hecho de conocerla ya fuera suficiente para compensar toda una vida triste como la mía. No sé qué debí hacer mal cuando nací pero el caso es que siempre he tenido que soportar uno tras otro los golpes que el destino me ha ido dando. No sé si me los merezco o no, yo creo que sí, pero desde que tú apareciste en mi vida tengo una ilusión que intento conservar cada día. No me puedo imaginarme el despertar algún día y saber que ya no puedo contar contigo, el saber que no estarás si te necesito o simplemente saber que ya no formas parte de mi vida. Pero también sé que algún día tendrás que partir que yo no podré resistir el verte marchar. Me quedaré con mi pena, que me irá consumiendo poco a poco hasta que acabe conmigo. Y entonces, cuando esté pasando los peores momentos por no tenerte a mi lado, pensaré que algún día pude verte feliz y que tuve la inmensa suerte de conocerte y de compartir tus alegrías.
Sofía le miraba con una expresión de sorpresa propia del efecto que el monólogo de Javier la estaban provocando. No sabía qué decir, no tenía palabras para contestarle.
Era lo más bonito que había escuchado en su vida y precisamente se lo estaba diciendo el chico que ella más quería… Aunque tuvo la lucidez suficiente para detectar cierto tono de abatimiento en lo que su amigo le decía. Una vez más el discurso de Javier terminaba por infravalorar a la persona a la que hacía referencia: él mismo.
—¿Por qué dices eso, Javier? —le dijo mirándole a los ojos.
El chico miró a Sofía con cierto sentido de culpa y pudo perderse durante unos segundos en esos tremendos ojos color miel que parecían tener luz propia. Ella, por su parte, notó que su amigo estaba haciendo verdaderos esfuerzos para sujetar unas lágrimas que luchaban por cubrir su rostro.
—Porque esa es la verdad, princesa. Porque si hay algo en esta vida que me dé miedo es perderte y, sobre todo, hacerte daño. No podría soportar ese cargo de conciencia… no sé lo que haría. Antes que hacerte daño preferiría desaparecer de tu vida para dejarte ser feliz. Daría todo lo que tengo si eso me garantizara que seremos amigos siempre y que nunca te perderé… pero yo soy un bufón y los bufones no pueden vivir eternamente con sus princesas. Las princesas conocen caballeros y comparten sus vidas con ellos, olvidándose de sus bufones…
En ese momento Sofía alargó su brazo derecho y puso su dedo índice en los labios de su caballero haciéndolo callar. No podía permitir que se siguiera martirizando de esa manera, máxime cuando ella sabía que lo que estaba diciendo jamás iba a suceder.
El grado de asombro de Sofía había ido aumentando en proporción a lo que el chico la decía. Sabía que lo que estaba escuchando salía del corazón de Javier y por eso le daba aún más pena oírlo. Conocía casi toda la historia de la vida de su amigo, porque él se la había ido contando desde que se conocían; y también había llegado a la conclusión de que no había sido muy afortunado en ciertos temas. Amigos y amores, sobre todo amigos, eran dos temas en los que la vida, o el destino, se habían burlado a conciencia de Javier. Por eso tampoco la extrañaba que dijera eso. Definitivamente la vida no había sido justa con el chico que tenía delante y que la miraba con expresión triste… definitivamente se merecía algo mejor. Sofía siempre supo que era una buena persona y jamás entendió el por qué de aquella extraña condena que estaba sufriendo de manos de quien manejara los hilos de la vida. Alguien en el cielo se estaba equivocando con Javier, y ese error era demasiado grave… porque a una persona como él nada malo le debería pasar…
—Pero es que esta princesa nunca abandonará a su caballero. No quiero que vuelvas a decirme que eres un bufón porque no es verdad, ¿entiendes? Y no digas que vas a desaparecer de mi vida porque si lo haces estoy dispuesta a buscarte donde haga falta y cuando te encuentre serás el primero en conocer lo que se siente cuando te abofetee. Y ya que estamos diciéndonos verdades, quiero que sepas que nunca permitiré que nada ni nadie se interponga entre lo que tenemos tú y yo. Sinceramente creo que no podría aguantar el hecho de vivir sin tu compañía. Yo también te debo muchas cosas,
¿sabes?, y pienso estar a tu lado hasta que te las pague todas… y eso nos asegura muchos años juntos… créeme.
Ambos se rieron debido a que el comentario de Sofía había surtido un efecto de alivio de la tensión que flotaba en la conversación. Los dos lo necesitaban porque esas conversaciones les ponían nerviosos.
Pero, pasados esos primeros momentos de risas, Javier puso nuevamente serio el rostro y le dijo a su amiga:
—Mi princesa dirá lo que quiera, pero yo sigo creyendo que soy un bufón. Y lo soy porque sólo sirvo para hacerte reír. Me encanta tu sonrisa y sabes que te lo he dicho un millón de veces… y que te lo seguiré diciendo, pero… pero no puedo dejar de pensar que algún día te vas a cansar de mí y ese día la vida me habrá dado el golpe de gracia.
Entonces la niña vaciló unos segundos sobre como actuar. Sopesó varias opciones para no equivocarse, y decidió poner sus manos en el rostro de Javier. El chico sintió un tremendo escalofrío cuando recibió el tacto de su amiga y una sensación de indescriptible bienestar le recorrió todo el cuerpo. Sofía acarició las mejillas de su caballero durante unos segundos y el silencio les hizo cómplices de un secreto que ambos habían empezado a descubrir.
—Deja de decir tonterías, Javier. A ver si esto te ayuda a convencerte de que nunca me cansaré de ti…
Y acto seguido se alzó un poco sobre la punta de sus zapatos, atrajo la cabeza de Javier hacía la suya y le besó en los labios de la manera más dulce que el mundo hubiera visto jamás.
Fue corto, muy corto, pero lo suficiente para que ambos sellaran en ese momento un pacto indivisible y eterno entre los dos.
Javier se sorprendió por la reacción de Sofía, aunque en el fondo lo agradeció de manera especial. Nunca pensó que besar a su princesa fuera alcanzar el cielo. En ese momento se sintió el hombre más importante del mundo. Se había imaginado, y había soñado, miles de veces con ese momento… pero ninguno podría superar lo que realmente había sentido al tener los labios de Sofía acariciando los suyos. Ése sería otro momento que jamás podría olvidar: su primer beso a Sofía, el primero que le daba al amor de su vida.
Entonces sin pensárselo dos veces, el chico abrazó a su amiga con la máxima dulzura que era capaz de expresar en esos momentos. Estaba nervioso, muy nervioso y todavía no tenía muy claro si lo que acababa de suceder había sido real o uno de sus múltiples sueños en torno al día mágico en que pudiera besarla. De todas formas si era un sueño no quería despertar nunca.
—Gracias, Sofía, gracias —fue lo único que pudo decir.
La niña le sonrió agradeciéndole sus palabras y correspondió al abrazo de su caballero. Durante unos instantes volvieron a caminar en dirección a la casa de Sofía en silencio. Ambos daban vueltas en sus respectivas cabezas a lo que había sucedido escasos minutos antes. Miles de sensaciones cruzaban sus mentes; pero de algo estaban los dos seguros: jamás se arrepentirían de lo que acababan de hacer, porque era algo que ambos estaban deseando.
Casi sin darse cuenta se encontraron ante el edificio donde vivía Sofía. Los dos se volvieron a mirar y tuvieron el mismo pensamiento a la vez.
—Me alegro de que hayas venido conmigo, Javier. Eres alguien muy especial,
¿sabes? Y aunque no nos hayamos conocido antes, me siento muy afortunada por tenerte como amigo y por ser tan importante para ti. Gracias por todo, mi caballero… te lo dice una princesa que siempre te será fiel…
Estas palabras llegaron a lo más profundo del corazón de Javier que se sintió nuevamente mucho más importante de lo que realmente era. Jamás podría explicar con palabras lo que sentía cada vez que Sofía le decía algo así. Era seguir viviendo el sueño de su vida. Era estar cada vez un poquito más cerca de su corazón.
—De nada, Sofía, era lo menos que podía hacer por ti…
Y tras despedirse con sendos besos en la frente, los dos se prometieron verse nuevamente cuando tuvieran tiempo libre. Necesitaban estar juntos, necesitaban no estar separados demasiado tiempo.
* * *
En el camino de regreso a su casa Javier, analizó su día y llegó a la conclusión de que era uno de los mejores que había vivido en mucho tiempo.