6
Amediados de diciembre el frío en Madrid era dueño y señor de la climatología existente en la ciudad. La ropa de abrigo era más que necesaria para soportar las bajas temperaturas que se estaban registrando en la capital. Aún así la gente no perdía las ganas de salir a las calles y de comprar un billete de lotería que pudiera librarlos de una vida igual al resto de sus vecinos. El sorteo de Navidad estaba próximo y no era raro encontrarse con vendedores por cualquier lugar del centro asegurando que ese año ellos llevaban el número que sería agraciado. La suerte, cuya lógica consistía simple y llanamente no en buscarla con desesperación si no en que ella te encontrara a ti, era muy caprichosa y sus elecciones muy discutibles. Ella elegía a sus afortunados y no había nada que objetar al respecto. El veintidós de diciembre a mediodía unos habrían sido tocados por la diosa Fortuna; mientras que otros seguirían confiando ciegamente en que alguna vez serían ellos los que disfrutaran de tal privilegio. Hasta entonces todos, los unos y los otros, serían felices manteniendo las esperanzas intactas hasta que la bolita de madera barnizada marcara el rumbo de los elegidos de ese año.
A este ajetreo había que sumar también los preparativos que ya se estaban realizando para las próximas fiestas. Navidad y Año Nuevo también estaban cercanos y las calles de Madrid se engalanaban para ofrecer su aspecto más colorido a todos los ciudadanos. Aquellas fechas invitaban a ser bueno, aunque sólo fuera en esa época del año. Muchos creían que esas celebraciones constituían la mayor farsa conocida por el ser humano, ya que era digno de observar como cambiaba radicalmente el comportamiento de las personas en ese último tramo del año. Todo el mundo parecía aparentar que no tenía rencillas contra los demás, pero era vox populi que pasado el día uno de enero todo volvería a estar como antes. Como mucho algunos lograban mantener este engaño hasta pasada la festividad de los Reyes Magos.
Pero no sólo las calles se vestían de gala para recibir a la Navidad, al Año Nuevo y a los Reyes de Oriente. También los escaparates de las tiendas pugnaban por ser los más vistosos y elegantes de la ciudad. Espumillones, bolas de colores y lucecitas intermitentes se encargaban de todo ello. La imaginación de los comerciantes no tenía límite alguno y todos se afanaban en conseguir que sus tiendas fueran las que atrajeran a más compradores con el reclamo de admirar sus decorados escaparates.
El frío no le gustaba nada a Javier. Hacer los repartos con ese tiempo no era lo más agradable que uno pudiera desear. Aunque tenía que reconocer que desde que Eduardo le ayudaba con los encargos tenía que realizar menos salidas. Ahora era él quien estaba más tiempo en la tienda mientras que su primo era el que realizaba más viajes. A cada lo que se merecía.
Todo había pasado muy rápido hacía cosa de quince días: una mañana en la que Isabel, Rocío y Joaquín estaban terminando de hornear la primera tanda de magdalenas del día.
Joaquín salió a la tienda para buscar la bandeja donde colocar los dulces que luego expondrían en el mostrador para que los clientes terminaran con ellas en menos de una hora. Todo sucedió muy rápido. Eduardo en un primer momento no se dio cuenta de la presencia de su tío, pero Joaquín pudo verle metiendo la mano en la caja registradora. El chico al advertir que había sido pillado con las manos en la masa se sorprendió e intentó buscar alguna excusa que le librara de la comprometida situación en la que se encontraba. Tartamudeando logró decir que estaba comprobando cuánto dinero había en la caja para el cambio, ya que en el último reparto que había hecho se había quedado sin monedas. Joaquín, evidentemente, no le creyó. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Era una excusa absurda porque él nunca se había encargado de eso; el dinero era cosa de los mayores. Ni él ni Javier tenían permiso para coger dinero por propia iniciativa y siempre que traían las vueltas de los encargos debían dárselas a Isabel, o en su defecto a Joaquín. Ni siquiera Rocío tenía potestad en el capital de los pedidos; sólo cuando tenía que encargarse ella sola de la tienda podía hacerlo, dando las debidas explicaciones después a los verdaderos dueños del negocio.
Aquella situación enfadó mucho al señor Torres y decidió que, para evitarse posibles problemas futuros, Eduardo tendría que informar siempre antes de salir, y al volver de cada encargo, del dinero que llevaba encima. Más valía prevenir ahora que curar después.
Ahora que la tienda había cogido buen ritmo a la hora de vender sus productos, los recados crecían y Javier no daba a vasto con todos los pedidos. Así que desde ese momento Eduardo alivió considerablemente la carga que sufría Javier y a la vez se alejó de la caja de la panadería. Joaquín acababa de encontrar sin proponérselo la solución a dos problemas de una sola vez.
Después de entregar dos pedidos separados a mucha distancia el uno del otro, Javier entró en la panadería con los pies reventados. Miró a su alrededor y comprobó que Eduardo todavía no había vuelto. De repente una sonrisa maliciosa se le formó en la cara recordando la posibilidad de que su primo se hubiera vuelto a perder en las calles de Madrid. Él se conocía al dedillo toda la zona, puesto que desde pequeño sus padres le habían llevado a conocer toda la ciudad, pero Eduardo no tenía ese sentido de la orientación que Javier poseía. Seguro que se había vuelto a perder.
Entonces el teléfono de la panadería sonó y Javier no tuvo ninguna duda de que el su primo estaría al otro lado de la línea. Ahora empezaría a protestar y a decir que siempre le mandaban los encargos más difíciles; la misma cantinela de siempre. La sonrisa aumentó de intensidad por momentos en la cara de Javier. Tenía que reconocer que estaba disfrutando con esa situación.
Isabel contestó a la llamada cogiendo el teléfono antes que los demás:
—Dígame…
Era turno del interlocutor. Pero para sorpresa de Javier, la panadera dibujó una sonrisa de oreja a oreja que le hizo descartar por completo la posibilidad de que fuera el torpe de Eduardo quien la estuviera hablando.
—Hola hija. ¿Qué tal estás?… Bien, bien, ¿y tú? ¿Qué tal el viaje?… Me alegro un montón…
Estaba claro que no era su primo quien llamaba. Javier se extrañó por la dulzura con la que su madre trataba a la persona con la que estaba hablando. Posiblemente sería alguna clienta y eso significaba que en menos de cinco minutos volvería a estar encaminando sus doloridos pies hacia alguna casa para entregar otro pedido. Así que decidió aprovechar el poco tiempo libre que le iba a quedar descansando. Y para ello se dirigió hacia la trastienda para sentarse en una silla y poner los pies en alto. Al pasar por al lado de Isabel, su madre le agarró del brazo y le retuvo un instante mientras decía:
—Bueno hija, pues muchas gracias por llamar. Me alegro muchísimo de que te haya ido bien. Cuando quieras te pasas por aquí para que te veamos, ¿vale? Espera que te paso con él. Venga muchos besitos, cielo.
Y acto seguido le pasó el auricular del teléfono a Javier, que puso cara de no saber lo que estaba sucediendo.
—Es Sofía —dijo su madre para aclararle sus pensamientos.
Al chico, en ese momento, le empezaron a temblar todos los músculos de su cuerpo. Sofía había regresado. Ya se encontraba otra vez en Madrid. Y se había acordado de él. Estaba cumpliendo su promesa y ahora le estaba llamando para hablar con su caballero.
—Hola, princesa… —es lo único que pudo articular ante el vertiginoso nerviosismo que lo embargaba.
Durante espacio de unos cinco minutos los dos amigos estuvieron hablando de muchas cosas: sobre todo del viaje de Sofía. Javier se interesó por las cosas que la niña podía haber visto, y la sevillana le intentó explicar a duras penas todo lo que recordaba. Le contó también que ella y su padre habían llegado la tarde del día anterior, pero que con el lío de volver a instalarse en su casa y el cansancio que traían después del largo viaje, no había podido llamarle antes. Javier la disculpó y le dijo que no hacía falta que hubiera corrido tanto para contactar con él, aunque en el fondo se sentía muy importante por el hecho de ser el destinatario de aquella llamada. Tras unos instantes en los que la conversación se mezclaba a partes iguales con las risas que ambos se provocaban, los chicos quedaron en verse al cabo de dos días. Sofía, al principio, había propuesto verse al día siguiente pero Javier la terminó convenciendo de que era mejor que descansara un poco más para que estuviera más recuperada. Ella, finalmente, se lo agradeció y reconoció que todavía estaba demasiado cansada, pero que también tenía muchas ganas de verle. La conversación terminó como otras muchas veces había concluido: quedarían en la «esquina de la rotonda» a la hora de siempre.
Pero Sofía antes de concluir la llamada le dijo algo a Javier, que lo tuvo pensando en ello aquellos dos días:
—Prepárate porque tengo una sorpresa para ti…
Al colgar el teléfono el chico comprobó que no había estado solo en su conversación con Sofía. Su madre se había metido en la trastienda, ya que no había clientes para atender, pero tan ensimismado estaba en su diálogo que no se había apercibido de la presencia de su primo Eduardo. Esa cara de imbécil integral le observaba con una expresión que ahondaba aún más en la convicción que tenía Javier de que su primo era un tremendo payaso. Los últimos acontecimientos ocurridos habían llevado al chico a tener la seguridad de que su primo había robado hacía años a su abuela y de que Eduardo tenía las manos manchadas también de culpabilidad por el atraco a la panadería. Su confianza en él era inexistente, nunca le había gustado la idea de que trabajara en el negocio familiar… y ahora lo tenía delante de él con cara de bobo.
—¿Es tu novia? —preguntó Eduardo demasiado interesado por la cuestión. Javier lo miró de arriba abajo con desprecio. Le daba asco estar a su lado después del terrible descubrimiento que había hecho recientemente. Encima ahora pretendía meterse en su vida privada, cosa que no habían hecho ni sus propios padres. Sabía que debía andarse con cuidado con lo que decía a su primo, porque éste sería capaz de emplearlo en su contra a la primera oportunidad que tuviera. Eduardo era traicionero y sabía que no podía fiarse de él. Si le dabas la mano, te cogería todo el brazo y no dudaría en retorcértelo cuando él lo creyera preciso. Daría igual que fueras su amigo, familiar o conocido… la forma de actuar para él era ésa; la única persona que le importaba era él mismo. Todos los demás le sobraban.
—¿Te interesa mucho? —le contestó Javier en tono despectivo.
Eduardo no se sintió molesto, al contrario. Agudizó aún más su sonrisa burlona y enseñó sus dientes como un lobo que intenta asustar a su presa. Patético.
—Puede…
La ira se instaló en Javier en poco más de un segundo. Tenía ganas de recorrer los diez o doce pasos que le separaban de Eduardo, agarrarle del cuello y borrarle la sonrisa de un puñetazo. Pero no quiso agravar aún más la tensión que ya existía entre las dos familias que regentaban la panadería. Debía contenerse, al menos por esta vez.
—¿Puede? —preguntó Javier irritado.
Y la carcajada de Eduardo pudo escucharse incluso fuera de la tienda. Estaba disfrutando con lo que hacía y se regocijaba de ello. Se sentía superior haciendo sentir mal a los demás. Definitivamente se le podía calificar de mala persona.
—Vete a la mierda —le increpó Javier mientras se dirigía a la calle. Y cuando ya salía por la puerta escuchó perfectamente las palabras de su primo, que decía:
—Así que es eso… es tu novia.
Después volvió a oír la estridente risa de aquel sinvergüenza.
* * *
A medida que se acercaba la hora de su reencuentro con Sofía, Javier se encontraba más nervioso. La noche de antes apenas había dormido una o dos horas, y sólo aquella mañana los errores en la entrega de algunos pedidos habían superado la media mensual con creces. Las horas pasaban demasiados lentas y sabedor era de que en cuanto se encontrara con su amiga sucedería todo lo contrario; el tiempo empezaría a correr de manera alocada sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Cuando terminó con los encargos de la mañana, Javier se quedó en la tienda esperando a que sus padres cerraran para comer. Tenía permiso para no ir por la tarde, cosa que no le agradó nada a Eduardo, ya que el resto de pedidos los tendría que hacer él solo; pero eso no le importó a Javier, más bien se alegró de que por una vez su primo tuviera claro que había cosas que tenía que hacer sin objetar nada. Ahora trabajaba en la tienda y tenía obligaciones que cumplir. Además la sola idea de que volviera a perderse en alguna salida le hacía sentirse mucho mejor.
Comieron rápido y tras ayudar a su madre con los cacharros, Javier se fue a su habitación. Allí se sentó en su cama e intentó visualizar cual sería su reacción cuando volviera a reencontrarse con Sofía. Tenía muchas ganas de verla; dos meses y medio había sido demasiado tiempo.
¿Seguiría estando igual de guapa? ¿Permanecería siendo tan simpática como antes? ¿Conservaría la gracia tan típica que tenía al hablar? ¿Continuaría siendo igual con él después de tanto tiempo? Tantas preguntas hicieron que su cabeza empezara a resentirse un poco y no tuvo más remedio que tumbarse en la cama y cerrar los ojos. Necesitaba relajarse, pero incluso con los párpados cerrados la podía ver con absoluta nitidez. La percibía tan bonita como siempre, tan simpática como siempre y como si en el tiempo que había pasado fuera no hubiera sucedido nunca. Al abrir los ojos se descubrió así mismo con una sonrisa de oreja a oreja. Sofía tenía la habilidad de dibujar en Javier sonrisas en cualquier momento. Ella siempre hacía que el chico no pudiera estar deprimido mientras fuera capaz de evitarlo con sus bromas, su compañía y sus conversaciones. No permitía que ningún pensamiento triste nublara la mente de su caballero; ella estaba presente para que el sol brillara siempre en la vida de Javier. Algo relativamente fácil de conseguir para ella, que era el mismo sol para su amigo.
Antes de vestirse debidamente para su cita, Javier dirigió su mirada hacia la mesilla y recordó que todavía tenía allí guardada la carta que Sofía le había enviado desde la capital italiana. Y sin pensárselo dos veces volvió a leer las palabras que ya se sabía prácticamente de memoria tras haberlas repasado tantas y tantas veces.
Decidió que unos pantalones marrones y una camisa de cuadros serían buena indumentaria para acudir al encuentro de su princesa. Además resolvió darle una alegría a su madre y llevarse también el chaquetón que ésta le había comprado para el invierno y que todavía no había estrenado. El frío seguía azotando con dureza a Madrid y aunque la hora era temprana, no convenía hacerse el héroe y terminar con una pulmonía por una tontería de no protegerse convenientemente. Así mataría dos pájaros de un tiro: él abrigado y su madre encantada.
Tras despedirse de sus padres, Javier se dispuso a realizar el trayecto desde su casa hasta «la esquina de la rotonda» a pie. El sol le acompañaría en sus pensamientos. Mientras caminaba recordó que en su conversación telefónica con Sofía, ésta le había dicho que tenía una sorpresa para él.. Las hipótesis sobre lo que podía consistir esa sorpresa se acumularon en su mente a una velocidad vertiginosa. ¿Sería algún recuerdo de Roma? ¿Sería algo que le tuviera que decir?… podían ser miles de cosas, pero ¿qué?
A pesar de hacer frío, la caminata hizo que Javier llegara a sudar del esfuerzo. No era lo mismo estar andando por la calle dándote el sol en el cogote, que estar parado a la sombra. Así, andado, parecía incluso que no hacía tanto frío. El cuerpo humano era extraño para ciertas cosas.
Según iba llegando a su destino, el chico se sorprendió de ver que Sofía ya lo estaba esperando. Se miró el reloj y comprobó que aún no era la hora a la que habían quedado y pensó que era de las pocas veces que la niña había llegado antes que él a una cita. Apretó el paso porque no quería desperdiciar ni un solo segundo para estar con ella.
Sofía estaba apoyada en la barandilla con la mirada puesta en la Puerta de Alcalá. Vestía una camisa blanca, una falda negra y un abrigo a juego. Llevaba el pelo suelto, como a Javier le gustaba y los rayos de sol se reflejaban en su cabello dándole un tono negro casi inexistente en cuando a su brillo. Mientras se acercaba hasta ella, Javier vio que a sus pies descansaba una bolsa de papel, y a medida que se iba acercando comprobó que tenía algo escrito en italiano. Quizá en su interior estuviera la sorpresa prometida.
Sofía no se había dado cuenta de la llegada de su caballero y Javier aprovechó para gastarle una broma; así rompería el hielo del reencuentro. Sigilosamente recorrió los últimos pasos que le separaban de ella, se colocó detrás de su amiga y con vos profunda dijo:
—Una señorita tan guapa no debería estar tan sola…
La niña se asustó ante el comentario tan inesperado, pero al darse la vuelta su cara cambió en un segundo y la sonrisa que tanto había añorado Javier en esos meses de ausencia volvió a manifestarse en la cara de la andaluza.
—Mira que eres tonto —le dijo dándole una palmada cariñosa en el pecho.
Y acto seguido se echó a sus brazos y le abrazó. Javier correspondió al saludo de su amiga y aquel abrazo se convirtió en algo eterno para los dos. Sin necesidad de palabras ambos se dijeron lo mucho que se habían echado de menos, lo mucho que deseaban volver a verse y lo felices que eran ambos de estar otra vez juntos. Todo eso y muchas cosas más se dijeron en ese abrazo. Cuando se soltaron, ambos se dieron dos besos en la frente. Javier volvió entonces a oler aquella dulce fragancia a lilas que siempre desprendía Sofía. Aquel olor siempre le recordaba a su princesa. Aunque una sombra de duda recorrió la mente de Javier. No sabía muy bien lo que había sucedido durante ese abrazo, pero sintió que Sofía no era la misma. Su amiga no había hecho nada diferente a otras veces cuando se habían encontrado, pero él pudo notar que todo no era como antes. Pero intentó convencerse de que su extraña sensación provenía del hecho de que llevaran sin verse tantas semanas. Imaginó que retomar el grado de confianza que tenían antes del viaje de Sofía le costaría unos días más, no todo podía ser llegar y besar el santo; y se prometió que la daría todo el tiempo que necesitara para volver a ser la de antes. Eso sí, sin agobiarla ni hacer nada que pudiera romper el encanto que antes tenía su relación.
—¿Vamos hasta el estanque? —dijo Sofía.
—Vamos —contestó Javier.
Y sin más discusión pusieron rumbo hacia el Parque del Retiro. Aquel oasis era el preferido de los dos para dar sus paseos. Aquél era centro de su reino imaginario; el lugar que ellos sentían como suyo y en el que se podían evadir de cualquier cosa que los rodeara.
Durante el trayecto hablaron más bien poco, ya que la sevillana estaba más preocupada de cuidarse para no coger frío, que de hablar. Siempre había sido propensa a los catarros y no quería sufrir ninguno ya que tardaba muchos días en recuperarse. Más valía prevenir que curar. Aún así le volvió a contar a Javier todo lo que había visto en Roma, eso sí, con muchos más detalles de los que le había podido dar en su conversación telefónica dos días antes. Así Javier se enteró de que su amiga había sido una turista ejemplar porque había visitado muchos monumentos de la ciudad romana. Por el tono en el que Sofía contaba su viaje se podía deducir que le había gustado mucho la experiencia, aunque a Javier no se le pasó por alto que niña rehusaba hablar de cualquier otra cosa que no fueran catedrales, museos y demás sitios de obligada visita para cualquier viajero. Quizá fuera la excitación que la producía el tener que contarle tantas cosas y quererlo hacer en tan poco espacio de tiempo, pensó Javier.
Cuando llegaron al Retiro se encaminaron directamente hacia la parte en la que se encontraba el estanque. Esa zona era precisamente el epicentro de su reino. Allí habían vivido algunos de los mejores momentos de sus vidas. Aquel lago simbolizaba para ellos la amistad que los unía, y aquella agua se encargaba de recordarles una promesa que tendrían que cumplir pasados varios años. Si ambos cumplían su palabra de volver a aquel sitio pasadas cuatro décadas, demostrarían que la amistad verdadera existe y que todavía quedaban personas que merecía la pena conocer en esta vida.
Al llegar al estanque buscaron un banco al que le diera el sol y que estuviera vacío. Cosa difícil, ya que los bancos de sombra estaban totalmente disponibles pero los de sol estaban todos ocupados por gente que descansaba mientras pasaban la tarde en el parque. Viendo que era imposible sentarse en ninguno de los bancos, los chicos decidieron ir a sentarse al anfiteatro del lago. Allí también había una zona con sol y no estaba ocupada. Tendrían que andar un poco más, pero les merecería la pena hacerlo.
El anfiteatro no estaba muy concurrido para ser la hora que era. Unas veinte personas se desperdigaban por el aforo del mismo en grupos de varias personas. Javier y Sofía decidieron ocupar unos sitios cerca del lugar donde se podían alquilar las barcas del estanque. En el lago sólo dos parejas recorrían las aguas a sus anchas. Javier pensó que por mucho que intentaba recordar, no le venía a la memoria el recuerdo de ver tan pocas embarcaciones en el lago. Era extraño que nadie más se animara a surcar las calmadas aguas. Y se le ocurrió la idea de invitar a Sofía a subir a una de las barcas, pero rápidamente desechó su propia idea al recordar, una vez más, su experiencia como marino. Aún así se prometió que algún día llevaría a su amiga en barca para que, al menos, se riera de él.
Cuando al fin se sentaron Javier se quedó mirando fijamente a la cara de Sofía y descubrió que sus ojos brillaban de una forma especial. Casi ochenta días sin verla no habían sido suficientes para que el chico hubiera olvidado aquellos ojos que le tenían embrujado. Pero los ojos que ahora veía eran todavía más bonitos que los que recordaba. Pensó que quizá fuera por las ganas que tenía de volver a verlos y que, a lo mejor, seguían siendo igual que siempre. Pero no, también se dio cuenta de que el rostro de su princesa también tenía un brillo especial. Toda ella irradiaba algo que no se podía explicar con palabras, pero que la hacían estar todavía más hermosa.
Sofía se dio cuenta de que su caballero la observaba con detenimiento y se ruborizó al comprobar que su amigo la sonreía con una cara tan dulce que sólo podía presagiar algún comentario de los que a ella tanto le agradaban. Aunque en esos momentos no tenía ganas de escuchar nada de eso… si daba pie a que Javier la regalara otro de sus preciosos cumplidos terminaría por echarse a llorar, y si lo hacía haría que su caballero se preocupara por ella… y entonces no la quedaría más remedio que tener que contárselo ya… Todavía no estaba preparada para decírselo…
Así que para evitarse todo eso, la andaluza metió la mano en la bolsa que Javier había visto cuando se había acercado a ella en la «esquina de la rotonda» y sacó una paquete cuadrado envuelto en papel de regalo.
—Toma, a ver si te gusta —le dijo entregándoselo con cuidado.
Javier recogió el presente que le ofrecía Sofía con cierto recelo. No le gustaba la idea de que la niña se hubiera gastado dinero en comprarle algo. Para él su amistad era suficiente regalo y con mantenerla por siempre no necesitaba que le regalara nada más. Lentamente retiró el papel de regalo y comprobó que la sorpresa estaba dentro de una caja de cartón que tenía impresas las mismas palabras en italiano que la bolsa que hacía unos segundos había sido su refugio.
—No tenías que haberte molestado, princesa.
—Ábrelo ya hombre y no digas tonterías —dijo Sofía aún más impaciente que su amigo.
Javier no la quiso llevar la contraria porque notó cierto tono de enfado en las palabras de Sofía; cosa extraña, por otra parte. Así que con mucho cuidado de que no se le cayera la caja al suelo debido al peso que tenía, abrió la tapa y descubrió con asombro que la sorpresa consistía en una reproducción del Coliseo en un tamaño que superaba sus dos manos juntas. Era una réplica casi exacta del estado actual de anfiteatro Flavio. Javier recordó que aquel monumento, famoso en todo el mundo, fue mandado construir por el emperador Tito y que el nombre con el que la humanidad lo recordaba se debía a la imponente estatua que en sus tiempos de esplendor se encontraba junto a la entrada principal de aquel símbolo de la arquitectura del imperio romano, que tras el saqueo sufrido en la Segunda Guerra Mundial había quedado como se podía admirar en la actualidad.
La niña le sonrió dulcemente.
—Me alegro que te guste. No sabía que traerte y como alguna vez te he oído decir que era uno de los monumentos que más te gustaban, cuando lo vi en una de las tiendas supe que tenía que comprártelo.
Javier no sabía qué decir. Seguía ensimismado mirando su Coliseo. Le daba vueltas para observarlo desde todos los ángulos posibles y cuanto más lo miraba más le gustaba. Estaba claro que su princesa había dado en el clavo con aquel regalo. Le conocía demasiado bien y una vez más había dado sobradas muestras de ello.
—De verdad que no era necesario que lo hicieras —comentó Javier mientras volvía a meter la réplica en su caja con sumo cuidado.
Tras hacerlo quiso entregarle la caja a su amiga para que la volviera a guardar en su bolsa, pero al parecer las sorpresas no habían terminado todavía. Sofía rechazó con un gesto de su mano la caja que Javier le ofrecía y volvió a internar su brazo derecho en la bolsa y sacó otro paquete envuelto también en papel de regalo; aunque éste era mucho menos pesado que el anterior.
Esto terminó de desarmar al chico. Un recuerdo tan especial como el que acababa de recibir podía entenderlo, pero dos sorpresas le parecían excesivo regalo para lo que él se merecía. Fuera lo que fuera no podía aceptarlo. Era demasiado.
—Toma, a ver si esto te gusta también —dijo Sofía con ese tono dulce que sólo ella podía poner cuando quería.
—Pero, ¿por qué lo has hecho? —comentó Javier con cierto sentimiento de culpa ante la situación tan incomoda que se le planteaba—. Si con esto ya era suficiente. Yo no me merezco tantas cosas… Lo siento, pero sea lo que sea no puedo aceptarlo.
La niña entonces lo miró con expresión de sorpresa pícara. Javier conocía perfectamente esa cara. Sabía que Sofía la ponía cuando se sabía superior en alguna conversación o discusión. Pocos segundos después Javier siempre terminaba aceptando que su amiga tenía razón en sus planteamientos, y que se haría lo que ella decía.
—¿Que no lo vas a aceptar? —dijo manteniendo la expresión pícara—. Vale, pues tú verás. Pero que sepas que es algo que me ha dado mi padre para ti.
Aquella afirmación no entraba en los planes de Javier. ¿Aquello que sostenía aún Sofía en su mano era un regalo de Rafael Olmedo para él? ¿Y qué podía ser? Ahora se encontraba como vulgarmente se solía decir «entre la espada y la pared». No podía aceptar otro regalo más, pero tampoco podía rechazar un presente del señor Olmedo. No quería molestarlo con una impertinencia así y mucho menos enfadar a Sofía con un gesto de tan mala educación.
La niña pudo observar la sombra de la duda que se cernía sobre su caballero. En cierto modo estaba disfrutando con esa situación porque ella ya conocía lo que se escondía bajo el envoltorio que le estaba ofreciendo. Además estaba segura de que a Javier le iba a gustar mucho la sorpresa cuando decidiera abrirla. Así que para evitar que se alargara en exceso el tiempo que Javier iba a necesitar para aceptar el regalo, decidió ayudarle a su manera:
—Vamos a hacer una cosa —le dijo en tono serio—: Tú ábrelo y miras lo que es. Si te gusta te lo quedas y si no te gusta pues me lo devuelves y ya me inventaré yo algo para decírselo a mi padre, ¿vale?
La jugada era maestra por parte de Sofía, porque con ese comentario conseguía que a Javier no le quedara más remedio que abrir el paquete y, a la vez, le obligaba a que lo que hubiera bajo el papel de colores fuera de su agrado. Aunque ella era sabedora de que le gustaría; tan segura estaba, que se podría apostar algo tan importante para ella como la amistad que tenía con el chico que ahora la contemplaba con expresión de incredulidad a escasos centímetros; apuesta que sin ninguna duda ganaría.
—Está bien, está bien —dijo Javier al fin—. Pero que conste que sigo pensando que no deberíais haberos molestado. Con el Coliseo era más que suficiente.
—Bla, bla, bla —se burló Sofía de él—. Bla, bla, bla. Toma, ábrelo ya anda. Y déjate de tonterías.
Al recibir el nuevo paquete, Javier noto que también pesaba un poco. A simple vista no parecía que fuera otra caja con alguna sorpresa dentro como la anterior. No se notaba el pliegue de la tapa por ningún sitio. Decidió darle un poco de emoción al momento dándole vueltas en busca de alguna pista que le revelara qué podía ser aquello antes de abrirlo. De reojo miraba a Sofía y para sus adentros sonreía viendo el grado de impaciencia que iba poseyendo poco a poco a su amiga. Se podría afirmar que en esos momentos seguramente que ella estaba más nerviosa que él. Así que después de agitar el paquete y de comprobar que no emitía ningún ruido extraño, decidió quitar el envoltorio con mucho cuidado.
Y lo que apareció tras el papel de regalo hizo que a Javier le cambiara el rostro por completo. De todas las cosas posibles que podían haber estado envueltas bajo ese papel decorado con colores vivos, aquello era lo último que podía habérsele ocurrido que fuera. La sorpresa se mezcló con la alegría a partes iguales. Lo rozó suavemente con los dedos recorriendo todo el contorno, casi para comprobar que fuera real lo que estaba viendo. Se había olvidado por completo de él, pero al parecer ni el señor Olmedo ni Sofía habían tenido tan mala memoria. Este regalo hacía que ahora Javier no supiera cual de los dos era más importante para él: si el anterior o ése. Se sentía muy feliz de tener una amiga como Sofía. Una vez más había sabido demostrarle que era importante para ella.
—Bueno, ¿te gusta o no? —preguntó Sofía al ver que su amigo no reaccionaba.
—Claro que me gusta. ¿Cómo no me va a gustar?
—Entonces te lo quedas y así no tendré que inventarme ninguna excusa absurda para mi padre. Que sepas que es una primera edición y que te la ha dedicado expresamente el autor. Mi padre dice que espera que tenga éxito y que seguro que con el tiempo un ejemplar como este valdrá mucho dinero, aunque espero que no lo vendas.
Javier abrió el libro y comprobó que efectivamente el autor le había dedicado personalmente aquel ejemplar. Su felicidad no encontró límites: entre sus manos tenía una primera edición con dedicatoria de La Sombra del viento. Desde ese momento aquel libro fue algo más que un simple regalo para él: se convirtió en uno de sus tesoros más preciados. Cuando llegara a casa guardaría la carta de Sofía en el interior de aquella obra, así siempre recordaría que se lo había regalado su princesa.
—Gracias, no sé qué decir —logró articular Javier—. Dile a tu padre que se lo agradezco un montón y que no se preocupe porque no lo pienso vender por nada del mundo.
Tras eso Sofía volvió a guardar los dos regalos en la bolsa en la que habían viajado hasta allí y cuando se disponían a marcharse Javier vio a un barquillero que andaba tranquilo al otro lado del estanque. Sin dejar tiempo a que su amiga le contestara, la dijo que le esperara y se marchó corriendo hacia el hombre. La niña adivinó la intención de su caballero en cuanto vio hacia donde se dirigía a la carrera y tuvo que reírse y agitar la cabeza pensando que estaba loco. Una locura que a ella la encantaba, pero que la recordaba que tenía un secreto que aún no le había contado y que posiblemente le haría cambiar completamente la concepción que tenía de ella. Sabía que más pronto o más tarde se lo debería de decir, se tendría que enfrentar a esa revelación y no sabía como iba a reaccionar Javier. Sólo podía confiar en él; era su único amigo de verdad, pero aquella noticia podía partirle en dos cuando la supiera. Javier no se merecía eso, y Sofía se sentía culpable al saber que iba a destrozarle la vida en cuestión de muy poco tiempo. Sin proponérselo, de sus ojos se escaparon dos lágrimas producto de la pena que la daba pensar en el daño que le iba a hacer a su caballero. Ella no hubiera querido que fuera así, pero había sucedido y ahora debía encontrar el momento para contárselo. Además sabía que no podía retrasarlo mucho tiempo, ya que en breve Javier se daría cuenta y sería un golpe aún peor que no hubiera sido ella misma la que se lo hubiera confesado.
Al momento llegó Javier con expresión de satisfacción en el rostro y con cuatro barquillos en la mano. Cuando llegó a la altura de su amiga le ofreció dos y se sentó para comérselos a gusto.
—Gracias —solamente pudo decir Sofía.
Javier notó que los ojos de su princesa estaban vidriosos. Pensó que el hecho de que la hubiera comprado los barquillos no debía ser suficiente para provocar esa reacción en su amiga; otras veces que lo había hecho Sofía no había terminado llorando. Tampoco podía ser de la emoción. ¿Entonces?… Aquello no parecía justificado.
—¿Te pasa algo, Sofía? —dijo con preocupación.
—No, ¿por qué? —contestó ella con pesadumbre.
—No sé, pero me parece que estabas llorando.
La niña se puso entonces muy nerviosa. Javier se lo había notado. Aquél no era momento para confesiones, así que tuvo que reaccionar rápido para buscarse una excusa con la que desviar la atención con que su amigo se preocupaba por ella. Siempre había agradecido los cuidados que recibía de él, le hacían sentirse muy especial pero en aquel momento le hacían sentir muy desgraciada por que se sentía mal con ella misma, se sentía mala persona y, sobre todo se sentía sucia…
—No… verás… —empezó a decir—. Es que mientras estabas comprando los barquillos se ha levantado aire y se me ha debido de meter arena en los ojos. Por eso me lloran.
Después de decir esto se sintió fatal. Estaba mintiendo a Javier, algo que no había hecho nunca y la sensación que le estaba quedando en su interior no la gustaba en absoluto. No había nada más doloroso en este mundo que mentir a la persona que más querías, y Sofía comprobó que aquel dolor no tenían comparación con ningún otro conocido en cuanto a temas del corazón.
Javier la miró extrañado y aceptó la explicación sin decir nada más. Ella para intentar que fuera más creíble su excusa se puso a frotarse los ojos y le pidió que le miraba por si todavía tenía alguna motita de arena. Javier lo hizo sin rechistar y comprobó tras varios soplidos que los ojos de Sofía no tenían nada anormal en su interior; seguían siendo igual de bonitos que siempre.
Aquella tarde terminó con la vuelta a casa de los niños. En el portal de Sofía ambos se citaron para un próximo encuentro y la niña le dijo a Javier que ella se pasaría por la panadería para ver a su madre y que entonces quedarían, cosa que el chico aceptó sin poner ninguna objeción al respecto.
Cuando llegó a su casa Javier introdujo la carta de Sofía en el libro que le había regalado y acto seguido lo ubicó en la estantería de su habitación. Desde ese momento ocuparía un lugar destacado, no sólo en su habitación si no también en su vida.
* * *
Durante la siguiente semana los pedidos en la panadería aumentaron en número. La proximidad de las fiestas navideñas habían hecho que la venta de dulces, pasteles y bollos se hubiera disparado. Esta situación hizo que tanto Eduardo como Javier estuvieran colapsados haciendo viajes a todos los domicilios que precisaban de los productos que vendían. Como era de esperar Eduardo se tomó aquello como una venganza de su tío contra él; totalmente al contrario que Javier, que se resignó a seguir ayudando a sus padres con la tienda. Además así podía tener la cabeza despejada y no pensar en Sofía. Habían pasado ya varios días sin que tuviera noticias de ella, y aquello no era normal. Durante ese tiempo Javier había estado dándole vueltas a la idea de que algo debía haberle pasado a su amiga durante su viaje a Roma. Cada vez que regresaba a la panadería de realizar un recado preguntaba si le había llamado, y su madre siempre le respondía de la misma manera: no. Javier recordaba perfectamente que Sofía le había dicho la última vez que estuvieron juntos que iría a visitar a su madre a la tienda; pero todavía no lo había hecho…
Después de volver de otro de los pedidos, Javier entró cansado en la panadería y vio que no había ningún cliente en la tienda. Debía de ser la primera vez en mucho tiempo que no tenían a nadie para atender. Su madre estaba colocando las barras de pan en las estanterías y tras saludarla volvió a preguntar por Sofía.
—No, hijo, no ha llamado ni ha venido —le contestó Isabel con tono cansino.
La expresión de Javier reflejó con abatimiento lo que estaba sintiendo por dentro. Su decepción no parecía conocer límites. No podía dejar de pensar en su princesa ni un solo segundo y el estar tanto tiempo sin saber de ella lo ponía más triste de lo habitual. Isabel se dio cuenta del detalle y comprendió que algo le pasaba a su hijo. Ella también se había percatado de que hacía varios días que no tenían noticias de Sofía. Nunca se había metido en la vida de su hijo ni le había agobiado con preguntas que sabía que al chico no le gustaría contestar, pero la aptitud de Javier en los últimos días le habían demostrado que estaba preocupado por alguna razón; algo que, por supuesto, no le había querido contar.
—¿Por qué no la llamas tú y acabas con esto de una vez? —le aconsejó su madre terminando de colocar el pan en el mostrador.
Aquella era una buena idea, pensó Javier. Pero había algo en su interior que le decía que no debía hacerlo. Sentía un miedo extraño por algo que desconocía, pero que con seguridad sabía que existía. Era como un fantasma que no podía ver, pero que podía sentir. Y sin contestar nada a la proposición de Isabel agachó la cabeza, se metió en la trastienda y se sentó a pensar en lo que debía hacer.
Definitivamente no la llamaría, no sabía muy bien por qué pero esa posibilidad para liberarse de sus preocupaciones no le parecía la más acertada en ese preciso momento. Desde luego tenía que hacer algo para saber que le pasaba a su amiga. Y casi sin proponérselo dio con la solución que le pareció más correcta: no llamaría por teléfono a Sofía… mejor iría a su casa para hablar con ella directamente. Tendría que comerse su gran timidez a la hora de actuar en ciertas circunstancias, pero por Sofía podría hacer eso y mucho más. Necesitaba verla y apoyarla en lo que fuera que la estuviera sucediendo; porque estaba claro que algo la estaba pasando… seguro, casi tanto como de que la quería con todo su corazón…
Pero decidió que aquella mañana ya se le había hecho tarde. A esa hora posiblemente el señor Olmedo estaría ya en su casa y prefería hablar con Sofía a solas. Pensó que así ella no estaría presionada y que le contaría con más libertad lo que fuera que la estuviera pasando; así que se prometió que al día siguiente visitaría a su amiga y acabaría con esa incertidumbre que le estaba quitando el sueño y la vida por cada segundo que pasaba. Con renovadas ilusiones salió a la tienda y le comentó a su madre la idea que se le había ocurrido. Isabel le escuchó en silencio y le dijo que estaba de acuerdo con lo que iba a hacer. En el fondo a ella también le preocupaba Sofía. Desde que se enteró de que la madre de la niña había muerto dejando en esta vida solos al señor Olmedo y a ella, un sentimiento de compasión había hecho que Isabel viera a la niña como alguien que necesitaba de un cuidado especial. Así que sin que nadie más se enterara Isabel le dio permiso a su hijo para que al día siguiente no se pasara por la mañana por la panadería, y ambos se terminaron riendo pensando en la cara que podría Eduardo cuando se enterara de que todos los recados del día le iban a corresponder a él.
* * *
La mañana se presentó soleada. Seguía haciendo frío, pero el sol mitigaba en parte la ola polar que había llegado a la capital. La gente seguía acostumbrada a tenerse que abrigar para salir a la calle y muchos daban por hecho que aquél iba a ser uno de los inviernos más fríos que se recordaran.
Javier había pasado toda la noche en vela. Se podían contar por miles las veces que había revivido lo que podría suceder aquella mañana. En su cama había estado ensayando las palabras exactas que debía pronunciar para que Sofía no creyera que se quería entrometer en su vida, pero para que sintiera que estaría ahí, junto a ella, para todo lo que pudiera necesitar. No quería que quedara ninguna duda al respecto de que él siempre estaría dispuesto a ayudarla, fuera lo que fuera lo que la sucediera. Ella era su razón de ser y cuando alguien quería a otra persona como Javier quería a Sofía, su obligación era estar junto a ella en los momentos difíciles. Sobre todo el los malos momentos.
Pero a pesar de estar toda la noche sin dormir, no había encontrado la fórmula exacta para presentarse en casa de su amiga y preguntarle por lo que la sucedía. Sabía que por mucho que tuviera ensayado su discurso, en cuanto la viera cara a cara todo lo que tuviera preparado se convertiría en algo tan volátil como el aire que se escapaba de sus pulmones cada vez que respiraba. Su amiga le intimidaba mucho más de lo que él mismo estaría dispuesto a admitir. Su presencia, ahora más que nunca, le provocaba un estado de nerviosismo que había llegado a creer que era fruto de su apasionado amor por aquella criatura tan preciosa.
Como esa mañana también estaba liberado de ir a la panadería decidió desayunar ligero y vestirse con lo mejor que encontrara en su armario para que Sofía se llevara una buena impresión. No sería demasiado convincente el hecho de presentarse en casa de su amiga para ofrecerle ayuda y hacerlo con cualquier ropa. Así que tras una rápida ojeada a su armario creyó que lo ideal era vestirse totalmente de negro: camisa y pantalones. Ese color siempre había denotado seriedad y lo que él estaba dispuesto a ofrecer a su amiga era algo muy serio. Un color que desgraciadamente sería acertado para lo que se le vendría encima. Maldijo que su madre ya se hubiera marchado a la panadería porque ese día, más que ningún otro, le hubiera gustado conocer la opinión de Isabel con respecto al vestuario que iba a utilizar. Por esta vez su decisión no tendría ni aprobaciones ni objeciones; él sería responsable de aquella elección.
Tras terminar de vestirse se miró en el espejo de la habitación de sus padres y pensó que su madre había perdido una gran oportunidad de volverle a echar la bronca por estar tan delgado. El negro siempre se había dicho que adelgazaba la figura de quien elegía este color para vestirse, y aunque él nunca se había considerado excesivamente delgado lo cierto era que tampoco se podía decir que se sobrara mucha carne. Después 125 de dejar recogida su habitación miró por la ventana y decidió ponerse el abrigo a la vista de las personas que andaban por la calle. No quería constiparse, y menos estando las navidades tan próximas
Bajó a la calle y con paso lento se dispuso a completar un camino que se conocía a la perfección, pero que en ese momento se le hacía muy difícil de recorrer. Aún no sabía qué es lo que iba a hacer cuando estuviera frente a Sofía; no sabía cómo la iba a explicar su presencia en su casa a aquellas horas de la mañana. Tendría que ser muy convincente, porque un fallo en esas circunstancias podía ser fatal para su relación con su princesa. Si no acertaba con sus argumentos la niña podría pensar que estaba loco, si no lo tenía claro ya, y eso podría desencadenar una serie de acontecimientos que a Javier no le hacía ninguna gracia siquiera evaluar como posibilidades.
Mientras caminaba, se encontró con varios viandantes que se cruzaron en su camino. Pensó que ellos también tendrían sus propias historias y problemas, y que cada uno tendría una preocupación tanto o más grande que la que tenía ahora él. Desde luego era casi imposible encontrar a una persona que fuera totalmente feliz. La felicidad era muy difícil de encontrar, pensó Javier, pero la felicidad absoluta era algo totalmente imposible de alcanzar; una quimera, una utopía. Se podía ser muy rico, se podía ser muy afortunado, pero siempre faltaría algo para que todo fuera perfecto. Todas las personas tenían que buscar algo en esta vida para sentirse realizados y la búsqueda de esa felicidad absoluta se convertía en uno de los anhelos más codiciados por el ser humano.
Centrado en sus pensamientos estaba Javier cuando, sin darse prácticamente cuenta, se encontró en la puerta del número tres de la calle Felipe IV. Ahora quedaba la parte más delicada de su plan; ahora comenzaba lo realmente complicado.
Suspiró hondo tratando de recoger todo el aire posible para no necesitar respirar nunca más y con nerviosismo dirigió su mano temblorosa hacia la puerta para comprobar si estaba abierta. Tan alterado estaba que no se dio cuenta de que segundos antes de que él pudiera poner su mano sobre la puerta, una señora mayor que bajaba a calle la había abierto. En ese momento la situación fue bastante cómica ya que la mano del chico quedó suspendida en el aire tratando de empujar un objeto inexistente. La señora lo miró de arriba abajo y tras llegar a comprobar que no era ningún borracho ni ningún indigente, le dijo:
—Buenos días, ¿quieres algo?
Javier se quedó sorprendido al comprobar que la puerta que hacía unos segundos estaba ante él había desaparecido y que en su lugar se encontraba ahora una señora de pelo blanco que le impedía subir hasta el piso de Sofía. Todo había sucedido tan rápido que no se había dado cuenta del cambiazo. Intentó reaccionar de la mejor manera posible y sonrió forzadamente. Tenía que inventarse algo para que la señora no sospechara de él. Además no podía decirle la verdad sobre a quién venía a visitar, porque seguro que conocía al señor Olmedo y se lo contaría en cuanto le viera. La idea de que Rafael Olmedo supiera que había estado en su casa, a solas con su hija, le horrorizaba. Él sabía que no pasaría nada entre Sofía y él, pero la gente hablaba mucho y ciertas palabras mal intencionadas unidas a ciertos oídos predispuestos a escuchar según qué cosas, podían propiciar una situación muy desagradable en el futuro.
—Buenos días, señora —dijo Javier con su mejor sonrisa—. Verá soy el hijo de los panaderos Torres y he venido porque nos han llamado para hacer un pedido. ¿Es usted la que nos ha llamado?
La mujer le miró extrañada. La vestimenta que llevaba aquel chico no era muy propia de un repartidor de pan, y menos siendo de un negro casi impoluto. Aunque bien es cierto que había oído hablar de esa tienda que cada vez tenía más clientela. Incluso alguna vez había oído a alguna vecina hablar de los buenos que eran sus productos.
—No, no he sido yo —dijo un poco azarada—. Pero no te preocupes que creo que lo haré pronto, porque me han hablado muy bien de vuestro pan.
—Espero que no sólo de nuestro pan, señora. Supongo que también sabrá que vendemos los mejores bollos de todo Madrid y los pasteles y tartas más dulces que usted haya podido comer nunca.
Sin proponérselo estaba haciéndole publicidad a la tienda de sus padres. Si Joaquín le escuchara…
—Sí, claro, por supuesto que también me han hablado de todo eso —dijo la señora en un tono más bien de culpabilidad.
—Bueno, pues si me permite tengo que subir para apuntar el encargo. Buenos días, señora.
—Si claro, hijo, perdona. Y buenos días para ti también.
Mientras subía las escaleras del portal, Javier se felicitó por la rapidez mental con que había resulto el problema. Había logrado contrarrestar aquel imprevisto de una manera más que aceptable. Esperaba poder hacer igual con lo que siguiera. Después de este pequeño contratiempo y de lo bien parado que había salido de él estaba envalentonado.
Subió el último tramo de escaleras de dos en dos. Por suerte no escuchó ningún ruido en el portal que le indicara que otro vecino estuviera cerca. Mejor así, no quería tener que echar más mentiras a nadie. Se plantó ante la puerta de Sofía y tratando de controlar en la medida de lo posible los nervios que volvían a instalarse en todo su ser, llamó al timbre dos veces. Esperó unos segundos pero nadie abrió la puerta. Contaba con que el señor Olmedo no estuviera en casa, aunque siempre había alguna posibilidad de que sí estuviera; pero que no se encontrara Sofía le parecía bastante raro. Quizá estuviera ayudando a su padre con algún tema de la editorial. Tras esperar como cosa de dos minutos se decidió a volver a llamar al timbre, esta vez con más insistencia. Pudiera ser que Sofía estuviera ocupada haciendo algo y no le hubiera escuchado la primera vez… o quizá hubiera salido a comprar y no podía oírlo de ninguna manera.
Le pareció escuchar algo en el interior: un ruido metálico, pero tampoco nadie le abrió esta vez. Esperó otros dos minutos y decepcionado decidió que había realizado aquel viaje para nada. Una vez más debía haber hecho caso a su madre y haber llamado a Sofía por teléfono. Todavía no había aprendido a darse cuenta de que su madre casi siempre tenía razón en todo lo que le decía, y él se empeñaba sistemáticamente en hacer todo lo contrario; y así le iba…
Convencido de que era inútil permanecer allí más tiempo suspiró hondo, y abatido dio media vuelta sobre sus pasos y empezó a bajar las escaleras de regreso a la calle poco a poco. Tan afligido estaba que ni siquiera se dio cuenta que a su espalda una puerta se abrió y una figura aún más destrozada por la desesperación que él salió a la escalera y lo abrazó con fuerza mientras el único sonido que se podía escuchar era el un llanto lleno de tristeza.
—Perdóname, Javier, perdóname —logró decir a duras penas Sofía.
El chico, en un primer momento, se asustó ya que no se espera aquella sorpresa tan inesperada. Cuando se giró y comprobó que era su amiga la que le suplicaba perdón dos escalones por encima de él con la cara desencajaba de dolor empezó a preocuparse por lo que estuviera pasando. Sin darse tiempo para pensar en nada, subió los dos peldaños y la abrazó con firmeza mientras la daba besos en la cabeza, como había hecho otras tantas veces, pero en esta ocasión para tranquilizarla. Sofía estaba sufriendo un ataque de nervios que hacía que temblara alarmantemente ante el abrazo protector de Javier. No podía estarse quieta, se apretaba a Javier y a la vez alzaba su cabeza en busca de los ojos de su amigo. Lloraba con una pena que no estaba en ningún escrito y sólo repetía una palabra:
—Perdóname, perdóname, perdóname.
Javier dejó de abrazar a su princesa, aunque ésta no le soltó a él. Necesitaba estar unida a su caballero y no quería que se marchara de allí por nada del mundo. El chico entonces apartó el pelo de la cara de Sofía y dejó sus manos en el cuello de la niña mientras la atraía hacia sí y la besaba en la frente. En esos momentos la cara de Sofía era la rostro más triste que Javier hubiera visto en toda su vida. Notó que la niña había debido de estar llorando mucho tiempo porque sus ojos tenían un tono enrojecido que empezaba a ser preocupante. Tras unos segundos de indecisión ante aquella situación, Javier hizo que Sofía le mirara a los ojos y la dijo:
—¿Qué pasa, princesa? Cálmate. ¿Qué te pasa?
Pero la sevillana no reaccionaba. Las lágrimas seguían brotando de sus ojos como un río desbocado. Algo muy grave debía de estar sucediendo, ya que la forma de comportarse de Sofía no era normal. Javier nunca la había visto así; el ser humano reaccionaba de manera imprevisible ante situaciones extremas y aquélla era una situación extrema para ella.
—Venga, cálmate Sofía —dijo Javier abrazándola de nuevo—. ¿Qué pasa? ¿Por qué estás así?
Pero la niña seguía abrazada a él y no decía nada. La preocupación del chico había aumentado hasta un límite que ni él mismo conocía. No sabía cómo, pero tenía que hacer que su amiga volviera en sí y le contara lo que sucedía. Quizá no pudiera ayudarla, pero al menos estaría junto a ella para escucharla; al menos esa opción siempre se la podría ofrecer. Otra cosa es que ella lo quisiera aceptar.
Y de repente Sofía pareció recuperar la compostura. Liberó a su caballero de su abrazo y secó sus lágrimas con las mangas del pijama de dos piezas que aún vestía. Hasta ese momento Javier no se había dado cuenta de que Sofía ni siquiera estaba vestida siendo la hora que era ya de la mañana. Aquello, definitivamente, era muy raro. Pero a la niña no pareció importarle el que su amigo la viera de esa manera. Bien era cierto que tenía otra cosa mucho más importante de lo que preocuparse.
—Vamos dentro, por favor —dijo la niña en tono de súplica.
Una súplica a la que Javier no pudo negarse. Daba igual quien los viera, daba igual lo que dijeran las malas lenguas; ahora lo único que importaba en esta vida era Sofía.
Javier entró en la casa de Sofía tras su amiga y ambos se dirigieron al salón. La habitación era amplia y el sol entraba por el ventanal que hacía también las veces de puerta al balcón desde el que tantas noches Sofía se había despedido de él cuando habían vuelto de alguno de sus paseos. De lo único que pudo fijarse era de la cantidad de estanterías llenas de libros que cubrían todas las paredes de la estancia.
Los dos chicos se sentaron en un sillón de tres plazas que se encontrara al lado de una mesa baja de mármol y madera. Javier cogió las manos de su amiga y las apretó con ternura para transmitirle todo su apoyo y energía. Sofía mantenía la cabeza baja y seguía llorando inconsolablemente.
—Por favor, princesa, dime lo que te pasa. Que no me gusta verte así.
Sofía alzó un poco la cabeza, pero la volvió a agachar. No se sentía con fuerzas de mirar a Javier a los ojos. Estaba totalmente destrozada. Sabía que había llegado el momento de contarle su secreto y el miedo a la reacción que pudiera tener su caballero cuando se enterara de lo que le tenía que contar la estaba matando por dentro.
—Perdóname, Javier, perdóname…
Entonces Javier apretó con más fuerza las manos de su amiga y se sentó más cerca de ella. Tenía que demostrarle que estaba allí para ayudarla, que podía confiar en él para lo que fuera, pero no se le ocurría ninguna otra manera de hacérselo comprender. En esos momentos estaba en manos de la confianza que ella tuviera en él, debía confiar en que la amistad que tenían se impusiera a cualquier otra cosa.
—¿Qué te tengo que perdonar? —trató de decirle Javier—. Yo no tengo que perdonarte nada. Me estás preocupando, Sofía. Siempre he estado contigo y nada me gustaría más que poder ayudarte, pero necesito que confíes en mí y me cuentes lo que te pasa.
Y acto seguido abrazó a su amiga, que le correspondió sin dudarlo. Mientras se mantenían así unidos, Javier siguió dando besos al pelo de su amiga que pareció calmarse poco a poco ante los cuidados de su caballero. Ahora se sentía protegida y quería mantener esa sensación todo el tiempo que le fuera posible. Estaba aterrada por lo que tenía que confesarle a Javier, pero sus abrazos, su calor y sus besos la estaban tranquilizando por momentos; aunque por otro lado la hacían sentir más culpable.
Tras unos segundos de silencio en el que la respiración entrecortada de Sofía fue lo único que se escuchó en la habitación, la niña se separó lentamente de su amigo. Miró a Javier a la cara y éste vio que ya no lloraba. Supuso que no sería porque no tuviera ganas, si no porque seguramente ya no le quedaría ninguna lágrima por derramar. Aquel llanto encerraba en sí toda la tristeza y la pena que se pudiera conocer.
Los ojos de su princesa seguían siendo igual de bonitos. Incluso después de un sofocón como el que habían tenido que soportar seguían brillando como la más rutilante estrella de un firmamento en el que ella sola eclipsaba a todas las demás. Aquellos ojos le hablaban, siempre lo habían hecho y ahora le decían que soportaban horas de insomnio y llanto. Le decían que estaban a punto de darse por vencidos. Entendido el mensaje, Javier supo que jamás permitiría que esos ojos perdieran el brillo que sólo ellos poseían y que su dueña tampoco perdería la sonrisa de su cara mientras él estuviera allí para evitarlo; mientras él estuviera vivo Sofía sonreiría, costara lo que costara. Aunque ése no era momento para ninguna broma.
—Perdóname, Javier —dijo algo más calmada mientras seguía luchando por ocultar las últimas lágrimas que pugnaban por salir a recorrer su dulce rostro—. Perdóname por no haber querido hablar contigo en todos estos días. Perdóname… Estoy muy asustada y no sabía lo que hacer. Ahora que estás aquí me doy cuenta de que me he equivocado y de que tenía que habértelo contado antes porque sé que me quieres ayudar de verdad y a ti es al único que puedo contarle esto. Por favor, perdóname.
Javier no sabía que decir ante lo que acababa de escuchar. Se sentía incómodo de cualquier manera y volvió a intentar aposentarse en el sillón sin encontrar la posición idónea para sobrellevar lo que estaba viviendo; sin saber que aún le quedaba lo peor por escuchar. Intentando buscar las palabras correctas para aquel delicado instante, se pasó las manos por la cara como si quisiera despertarse después de un mal sueño.
—Pero que no tengo que perdonarte nada, mujer —habló al fin—. Tranquilízate, princesa. Y, por favor, dime lo que te pasa que si no me va a ser muy difícil poder ayudarte. Para eso estamos los amigos y no le des importancia a lo de no hablar conmigo, porque no la tiene.
Aquellas palabras tenían su parte de verdad, pero también su parte de engaño. Era cierto que Javier necesitaba calmar a Sofía como fuera y que tenía que quitarle gravedad al hecho de que su amiga no hubiera acudido a él antes si estaba sufriendo algún mal. Estaba realmente preocupado por su amiga, nunca la había visto así. Además lo que padeciera la andaluza se reflejaba en él: si Sofía sufría, él sufría; no lo podía evitar. Ésa era una de las debilidades a las que debía enfrentarse un enamorado como él.
—Javier, voy a decirte una cosa que no sé si te va a gustar —comentó Sofía con abatimiento—. Creo que debería habértela contado antes, pero es que no me atrevía a hacerlo. Antes de nada tengo que pedirte que me prometas que nada de lo que escuches saldrá de esta habitación, ya que nadie sabe todavía lo que te voy a contar. Y también tengo que advertirte de que después de oír lo que tengo que decirte, tú opinión sobre mí puede cambiar. Es posible que ya no ve vuelvas a ver de misma manera… es posible, incluso que ya no me… que ya no me quieras como hasta ahora…
—Pero, ¿qué estás diciendo? —replicó Javier tratando de ser lo más convincente posible—. ¿Cómo voy a dejar de quererte? Escúchame y escúchame bien: nada de lo que hayas podido hacer cambiará nunca lo que yo siento por ti. Nada en este mundo hará que pueda dejar de quererte. No sé lo que te está pasando, pero sea lo que sea sabes que puedes contar conmigo y que no te voy a dejar sola.
La niña evaluó las palabras de Javier y se dio cuenta de que eran ciertas. Su amigo la había ayudado desde que se conocían y su apoyo en cualquier situación había sido incondicional. Siempre la había antepuesto a cualquier otra cosa, incluso a él mismo, y eso era mucho más de lo que ella creía merecerse. El sentimiento de culpa era insoportable. Tenía delante a la persona que más quería en este mundo y estaba a punto de marcarle para toda la vida…
—Prométeme que no se lo dirás a nadie —le dijo con pena—. Necesito que me lo prometas.
—Te lo juro, princesa. Te lo juro.
La solución a todas conjeturas que Javier tenía amontonadas en su cabeza estaba cercana. En ese momento no supo si realmente quería saber lo que le pasaba a Sofía o no. Todo había sido muy extraño desde el principio: el silencio de su amiga, el posterior arrepentimiento por algo que aún no sabía lo que era… debía ser algo malo, seguro que lo era.
Sofía, entonces, decidió que no merecía la pena retrasar más lo inevitable. Ese era un momento igual de malo que otro cualquiera para confesarle a Javier su secreto. Además jugaba con la ventaja de que aquella mañana estaban solos los dos; de otra forma habría tenido que buscar el cobijo de algún banco en algún parque y prefería que nadie los viera mientras contaba su triste relato. Así que sin pensárselo ni un segundo más, se colocó en su sitio del sillón con la cara frente a la de su amigo y suspiró hondo. Una lágrima empezó a recorrer su mejilla izquierda. Javier trató de decir algo al comprobar que aún quedaban reservas de sollozos en el interior de la niña, pero Sofía le enmudeció con un gesto de su mano. No quería que la interrumpiera; si no se lo contaba ahora no lo haría nunca.
—Verás… Llevaba unos seis días en Roma cuando, una tarde al volver de los paseos que me daba para quitarme el aburrimiento y ver la ciudad, me encontré con que mi padre tenía un invitado en el estudio que habíamos alquilado mientras estuviéramos en Italia. Mi padre al verme me lo presentó y me dijo que era el representante de la editorial más importante de la ciudad. Era un hombre muy alto, de complexión fuerte y con una tupida barba. Yo, después de corresponder al saludo, me retiré a su habitación para no molestarlos, porque supuse que tendrían que hablar de sus negocios. De hecho ya sabes que ése era el motivo por el que estábamos allí, así que les dejé solos. Cuando terminó la reunión entre los dos hombres, mi padre y yo nos dispusimos a cenar algo de pasta que había comprado por la mañana. Durante la cena me reveló que si lograba cerrar el contrato con la editorial italiana, tendría en exclusiva los derechos de las obras más importantes de este país para poder publicarlas en castellano. Sería una oportunidad única que haría que su editorial tomara la cabeza en cuanto a las ventas en España, y no podía dejarla escapar de ninguna manera. Ése era el contrato con el que había estado soñando toda su vida. Yo traté de animarle y le dije que no se preocupara porque seguro que lo conseguiría. Él era uno de los mejores editores del país, para mí el mejor claro está, y aquél sería otro de los muchos éxitos que ya había conseguido a lo largo de su carrera. Antes de terminar la cena mi padre me comentó que al día siguiente estaría casi toda la jornada fuera porque tenía que continuar con las reuniones con los italianos. Se excusó por no poder comer conmigo y me pidió que me distrajera en su ausencia. Además me prometió compensarme cuando todo el lío del dichoso contrato hubiera terminado. Yo le dije que no se preocupara, que no tenía importancia. Lo que verdaderamente importaba era que las negociaciones con los italianos salieran bien. Ya habría tiempo de recuperar todo lo que ahora no podíamos hacer. Mi padre, entonces, se levantó de la mesa y me abrazó dándome dos besos. Después me dijo que se iba a dormir porque necesitaba descansar para la reunión del día siguiente. Yo le dije que se marchara, que yo recogería la cena y me iría a acostar cuando terminara… y él antes de irse a la cama me dijo que era una bendición de hija…
La niña hizo una pequeña pausa para poner en orden sus ideas. Javier escuchaba en silencio el relato de Sofía e intentaba encontrar alguna razón en lo que acababa de oír que justificara la reacción de su amiga minutos antes; aunque por muchas vueltas que le daba no podía encontrar una explicación que le convenciera. Quizá debería esperar a que la historia avanzara un poco más. Lo que no se le escapó fue el hecho de que ahora Sofía lloraba con más intensidad y eso sólo podía indicar que la relativa calma del principio de la narración no iba a durar hasta el desenlace. Sabiendo que si hablaba cometería el error más grande de su vida, se mantuvo en un silencio respetuoso para evitar mayores sufrimientos a la niña que un día le había robado el corazón y que ahora le estaba robando el alma.
—… A la mañana siguiente —prosiguió Sofía—, mientras limpiaba un poco el estudio como cada día, llamaron al timbre de la puerta. Me pareció muy extraño porque yo no esperaba a nadie, ya que en Roma no tenía amigos, y mi padre me había dicho la noche de antes que estaría fuera casi todo el día; además él tenía llave del estudio, ¿quién podía ser entonces? Me dirigí a la puerta pensando que la persona que llamaba podía ser un vecino del edificio, o el cartero, o yo qué sé quién. El caso es que al abrir me encontré con el italiano que había estado reunido la tarde anterior con mi padre. El hombre se presentó en un torpe castellano y creo que sólo le llegué a entender que se llamaba Fabio. Tras un reverencia absolutamente innecesaria y absurda por la situación, me preguntó por mi padre. Yo me extrañé por la pregunta, ya que me pareció muy raro que este señor no supiera que mi padre estaba reunido; y encima se suponía que con él precisamente. Aún así le dije que no estaba allí y que no sabía cuando volvería porque estaba muy ocupado. El italiano puso un gesto extraño en su cara. No sabría decirte si era de disgusto, de picardía o de indecisión… en ese momento no lo sabía, pero ahora lo tengo muy claro. El caso es que me sorprendió cuando en vez de irse del estudio me pidió que si podía ofrecerle un vaso de agua. Yo le miré extrañada y en un mejor castellano del que había hecho gala al presentarse me dijo que necesitaba tomarse una medicina y sólo la podía tomar con agua. A mí me pareció convincente, no tenía por qué dudar de lo que me decía, así que lo invité a pasar y tras dejarlo en el salón fui a la cocina a por el agua. Cuando regresé el italiano se había acomodado en uno de los sillones que teníamos con vistas al ventanal de la calle. Aquella pose me puso en alerta. Algo estaba pasando, algo se me escapaba. Ese señor no parecía tener ninguna prisa por irse del estudio y recé para que no me dijera que iba a esperar a mi padre allí, porque no me hacía ninguna gracia tener que compartir la mañana con un desconocido. Quizá no había sido una buena idea invitarlo a entrar… A veces hacemos cosas por simple educación y al final se nos convierten en puras complicaciones sin saber muy bien por qué. Yo ante lo inesperado de la situación comencé a ponerme muy nerviosa. Aquello no me gustaba nada. El italiano se tomó una pastilla de color rojo que tenía en la mano seguido de un gran trago de agua. En dos tentativas se bebió entero el vaso que le había ofrecido. Y de repente algo me confirmó que aquella no había sido una visita casual: la mirada del italiano se volvió muy inquietante. Aquellos ojos reflejaban un mal deseo, una mala intención…
Sofía volvió a parar en su relato. Cada vez la costaba más que las palabras salieran de su boca. Por su parte, Javier empezaba a tener más claras las cosas. Se temía lo peor, aunque la sola idea de que lo que se le estaba pasando por la mente fuera lo que realmente hubiera sucedido le asqueaba las entrañas. Un sudor frío le recorrió todo el cuerpo haciendo que sintiera un escalofrío de una intensidad desconocida para él. Además algo que nunca había sentido estaba macerando en su interior a cada palabra de Sofía: ira. No se había dado cuenta de que volvía a tener agarradas las manos de su princesa, y tal fue la rabia que tenía que tampoco supo calcular la fuerza con la que apretaba los dedos de la niña, que al sentir el dolor se soltó con rapidez. Pero no dijo nada al respecto. Seguía concentrada en su historia.
—… Después de tomarse la medicina, el hombre se quitó la chaqueta que llevaba y la tiró al otro lado del sillón donde se encontraba sentado. Comenzó a hablar en italiano y por los gestos que hacía con las manos y con la cara supuse que lo que estaba haciendo era recitar algunos versos. Yo cada vez estaba más nerviosa y de la manera más amable que pude le pedí que se marchara. Le dije que cuando mi padre volviera yo le diría que había venido y que él le llamaría. Entonces el italiano se levantó del sillón de un salto y con una rapidez pasmosa me agarró del brazo tan fuerte que me hizo bastante daño. Yo forcejeé todo lo que pude intentando librarme de aquel hombre que me atraía poco a poco hacia él mientras se reía a carcajadas con cara de imbécil. Yo le pedí, por favor, que me dejara. Se lo supliqué, pero era inútil. Cada vez estaba más cerca de mí y me retenía con más fuerza. Seguidamente empezó a tocarme con la mano que le quedaba libre. Mientras recorría mi cuerpo nervioso seguía riendo y hablando en italiano cosas que no podía entender. Yo lloraba y le pedía que parara, pero eso parecía gustarle más, ya que la intensidad que ponía a lo que estaba haciendo iba en aumento. Y sucedió algo que me dejó sin habla: cuando iba a gritar para pedir ayuda a quien pudiera escucharme, el italiano pareció leerme el pensamiento y me dijo algo que me dejó paralizada. Me dijo que si quería que mi padre firmara el contrato con su editorial tendría que hacer lo que él me mandara. Lo que más me horrorizó fue el perfecto castellano con que aquel hombre había pronunciado su amenaza. Seguidamente el italiano, si realmente lo era, prosiguió tocándome por todas partes y lanzándome piropos ahora ya en castellano…
En ese momento de la historia Sofía no pudo aguantar más y rompió a llorar nuevamente. Javier, aún desconcertado por lo que estaba oyendo, se acercó a ella y la abrazó tratando de consolarla. La niña se abrazó a él y continuó llorando sin compasión alguna. Javier acarició el pelo y la dio varios besos mientras comprobó que él también estaba llorando de pena. Aunque también lloraba de rabia, de odio y de enfado. Lloraba porque se temía cual podía ser el final de aquella fatídica visita, y lo que más le dolía era que tuviera que ser precisamente Sofía la que hubiera tenido sufrir algo así.
—¿Qué paso después, Sofía? —dijo Javier de la forma más cariñosa que pudo.
La niña le miró con expresión de terrible dolor. Toda la tristeza del mundo estaba concentrada en el rostro de aquella princesa que lloraba amargamente sin consuelo. Sus labios se movían sin sentido, producto del nerviosismo que la atenazaba. Sus ojos vidriosos suplicaban comprensión en silencio. A punto estuvo Javier de abrazarla otra vez para intentar calmarla, pero las palabras de su amiga le frenaron y le dejaron sin una gota de sangre en el corazón. Quizá no debía haber preguntado…
—Me violó, Javier… me violó…
—¿Qué? —saltó el chico de su asiento.
—Me violó varias veces. Me obligó a hacer todo lo que quiso… Yo nunca lo había hecho con nadie y nunca pensé que hacer el amor fuera tan horrible… lo siento, no podía resistirme…
Y Javier comprendió que todas sus sospechas, las peores, se habían hecho realidad. El mundo que giraba a sus pies se había parado en seco y le había expulsado de su órbita. De repente todo le giraba a su alrededor. Estaba seguro de que no se había mareado, pero la cabeza le daba vueltas a una velocidad demasiado rápida. Miles de millones de ideas recorrían su mente y todas acababan de la misma manera: Sofía era forzada por el supuesto italiano a hacer Dios sabe qué cosas.
Sin darse prácticamente cuenta de sus actos, Javier se separó de Sofía en el sillón y se levantó con cara desencajada. Sin decir nada comenzó a dar vueltas por la habitación con las manos en la cabeza. También lloraba, también estaba sufriendo. Aquella noticia le había roto totalmente todos los esquemas, todas las previsiones… le había roto la vida. Pero aún en ese momento pensó que lo más importante de todo era Sofía. No podía dejarla sola con ese trauma. No estaba dispuesto a que viviera sola aquella pesadilla. Estaría a su lado para que no se derrumbara. Estaría con ella hasta el final, costara lo que costara.
—Antes me has dicho que nadie lo sabía —dijo mientras seguía dando vueltas sin sentido al salón—. ¿No le has contado a tu padre lo que te hizo ese cabrón?
Sofía levantó el rostro al escuchar a Javier. Nunca le había escuchado hablar en esos términos, y una palabra malsonante pronunciada por una persona como él que habitualmente no lo hacía, sonaba extremadamente extraña.
—No, claro que no se lo he dicho —contestó mientras seguía con la mirada los pasos sin rumbo de su amigo—. El italiano me amenazó con que mi padre no firmaría el contrato con la editorial y yo no podía hacerle eso a mi padre…
—¿Qué no podías hacerle eso a tu padre? —dijo Javier parándose en seco y mirando a su princesa.
Acto seguido deshizo la distancia que existía entre ellos dos y se puso de rodillas ante su amiga. La cogió de las manos nuevamente e intentó que ese contacto la transmitiera todo el apoyo que estaba dispuesto a darle. Quería que sintiera el cariño que estaba dispuesto a darle y, sobre todo, quería que sintiera que estaría junto a ella pasase lo que pasase.
Al mirarse a los ojos ambos comprobaron que lloraban a la vez por algo que les había sobrepasado. Ninguno de los dos hubiera podido imaginar que tal día como aquél estarían en ese lugar y en esas circunstancias. La vida era imprevisible, te daba y te quitaba la felicidad sin evaluar las posibles consecuencias de hacerlo sin previo aviso. Nunca se podía estar tranquilo, el ser humano debía estar en constante alerta ya que en el momento menos esperado la espada de Damocles podía caer sobre la cabeza de cualquier persona desprevenida; y sin avisar.
Sofía se deshizo del contacto de sus manos y se abrazó a Javier llorando con más intensidad. Sentía que tenía que agradecerle todo lo que estaba haciendo por ella, pero no sabía cómo hacerlo.
—¿Cómo estás tú, princesa? —preguntó Javier mientras seguía acariciando el pelo de la niña—. ¿Estás bien?
Entonces Sofía se separó lentamente del abrazo que la unía a su caballero. Puso sus manos temblorosas en el rostro de Javier y acercó su cara a la del chico hasta que sus narices se tocaron mínimamente. En otras circunstancias ambos hubieran coincidido en que la situación hubiera acabado de otra manera, pero en ese momento todo acabó con la última confesión que le quedaba por descubrir a Sofía:
—Yo estoy bien… estoy… estoy embarazada
Parecía imposible. Javier hubiera apostado su vida hacía un solo minuto a que no podría escuchar nada peor a la violación de Sofía, pero una vez más se rendía ante la evidencia del cruel juego del destino. En menos de una hora había descubierto, por fin, el secreto de su amiga y la cruda verdad le había dejado sin palabras.
—Embarazada… —repitió casi en un suspiro—. ¿Del italiano?
Sofía contestó a la pregunta de dos formas. Asintió con la cabeza mientras bajada los ojos y aclaró la duda de su amigo diciendo:
—Claro, ya te he dicho que nunca lo había hecho. ¿Sabes?, siempre soñé con que mi primera vez fuera contigo y que fuera maravilloso… pero ahora ya no podrá ser…
—Calla, princesa. No digas eso —contestó Javier incómodo por aquella inesperada confesión.
Él también había pensado alguna vez en ese momento, pero había desechado la idea muy rápido. Quería tanto a Sofía y sentía tanto aquel amor por ella, que tenía la sensación de que si alguna vez llegaba a suceder algo entre ellos dos sería incapaz de volver a mirarla a los ojos por vergüenza. La quería demasiado y sabía que aquel momento íntimo entre los dos sería como estar en el cielo en sin haber muerto. Más de una vez había pensado que si alguna vez sucediera lo que ahora Sofía le había confesado que soñaba, él sería la primera persona en la historia de la humanidad que tras su muerte podría presumir de haber visto el cielo dos veces: una vivo y otra al morir.
Todo aquello le estaba produciendo un tremendo estado de nerviosismo a Javier, que amenazaba con hacerle explotar la cabeza en cualquier momento. Se levantó otra vez y volvió a dar vueltas por la habitación intentando asimilar y ordenar todo lo que había escuchado. Sofía había sido violada por un italiano, estaba embarazada de aquel mal nacido, el señor Olmedo no sabía nada y para colmo ella le había declarado que esperaba que la primera vez que hiciera el amor fuera con él… demasiadas cosas para asimilarlas en aquel momento tan delicado.
Podría ser de día o de noche, podría hacer frío o calor; daba lo mismo, el chico no sentía nada excepto una rabia cada vez más creciente que no había conocido en sus diecinueve años de vida anteriores.
—Entonces tu padre no lo sabe todavía —acertó a decir mientras seguía dando vueltas por la habitación.
Sofía lo observaba a cada paso que su amigo daba. Sabía que haberle contado su secreto la había liberado de la tensión que había acumulado en los días anteriores, pero también era consciente de que el palo que había recibido el chico al enterarse de lo que la pasaba podía haberle marcado para el resto de sus días. Se sentía culpable por el rumbo que tomara la vida de Javier a partir de esos momentos. Cualquier cosa podía pasar. La hubiera gustado poder decirle que la odiara, que la olvidara y que no se volviera a juntar con ella para evitarle más sufrimiento… pero inmediatamente supo que aunque lo hiciera, Javier no la dejaría nunca. Ella tampoco deseaba realmente que la hiciera caso en sus peticiones, ya que en cierto modo se sentía más fuerte y protegida si él estaba a su lado; sobre todo en estos instantes.
—No lo sabe, pero se lo tengo que decir cuanto antes —comentó Sofía—. Mi bebé crecerá y dentro de poco será evidente que estoy embarazada. No lo podré ocultar por mucho tiempo.
Javier seguía dándole vueltas a la cabeza tratando de buscar alguna posibilidad de que lo que había escuchado no fuera cierto. Aquella historia no podía ser mentira, Sofía no bromearía nunca con algo así. Ella era todo para él, e imaginar lo que podía haber pasado aquella mañana en el estudio de Roma lo estaba machacando literalmente.
Tan metido en sus pensamientos estaba que no se dio cuenta de que Sofía se levantó del sillón y aprovechando la situación lo abrazó por la espalda. Javier cerró los ojos ante el contacto con su amiga y correspondió a la caricia de la niña apretando sus brazos a su cuerpo. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no volver a llorar delante de su princesa. No quería que ella lo viera derrumbarse en esos momentos. Quería demostrarla que estaba con ella y, sobre todo, quería quitarle gravedad al asunto… si es que eso era posible. Tras unos segundos en los que ninguno de los dos se dijo nada, Javier se dio la vuelta y ambos amigos volvieron a estar de frente, mirándose a los ojos.
En ese momento la pena embargó a Javier. No podía imaginarse cómo una niña como Sofía había tenido que sufrir lo que estaba sufriendo. Ella era buena, nunca había hecho mal a nadie; al contrario, siempre estaba dispuesta a ayudar al que lo necesitara. Por qué entonces la estaba pasando aquello. Quién era el que decidía las cosas que cada persona debía vivir. Sofía se merecía ser feliz, se merecía que nada malo la sucediera… la vida le tendría que devolver algún día lo que ahora la estaba robando.
—Ayúdame, Javier. Te lo suplico —rogó Sofía mientras apoyaba su cabeza en el pecho de su caballero—. Estoy muy asustada, no me dejes sola, por favor.
Javier jugó inconscientemente con el pelo de su amiga mientras la daba algún beso aislado en la cabeza. Ni por un segundo se le había pasado por la mente abandonar a su princesa. Si hasta esa mañana la quería con locura, desde ese momento la quería aún más. Se sorprendió al comprobar que no le importaba nada lo que Sofía le había contado. Su amor por ella podría con eso y mucho más. Ahora tocaba apoyarla en todo lo que pudiera; ya habría tiempo de confesarle todo lo que su corazón guardaba celosamente.
—No te preocupes, princesa. No te voy a dejar sola en esto. Tenemos que pensar cómo se lo vamos a decir a tu padre. De momento no le digas nada hasta que no sepamos lo que vamos a hacer, ¿vale?
Y durante un tiempo indeterminado los dos chicos permanecieron abrazados.