15

Nunca terminas de conocer a una persona por mucho que creas que sabes de ella. Nadie puede saber cuál es su límite hasta que no se le pone a prueba. Y aún así hay muchos que piensan que no hay límites para el sufrimiento humano.

«Que nunca Dios nos mande todo lo que podemos soportar» decía una frase que se pierde en el tiempo.

Definitivamente aquella noche no había sido la mejor en la vida de Javier Torres, el hijo de los panaderos. Ahora ya sabía dónde se encontraba Sofía, su gran amor, y su mente trabajaba a velocidad de vértigo para intentar buscar una manera de romper con la cruel distancia que les separaba.

Sus padres le habían aconsejado que dejara pasar algunos días en los que tener las ideas más claras le ayudarían a pensar con más sentido común sobre lo que hacer, y sobre todo que no hiciera ninguna tontería que fuera a complicar aún más las cosas… cómo si eso fuera posible a estas alturas de la historia. Pero él no podía esperar más, tenía que encontrar lo antes posible a su princesa para volver a ver su dulce cara, y cegarse con sus preciosos ojos, y abrazarla sintiéndola otra vez junto a él, y cubrirla de besos para recorrer ese lugar que era sólo de ellos y al que viajaban cada vez que la besaba.

Ahora sabía hacia dónde debía dirigir sus pasos, y quedarse sentado dejando pasar el tiempo era lo último que estaba dispuesto a hacer. El problema era que no podía permitirse el viaje hasta Salamanca por varias razones. La panadería de sus padres, después de la remodelación, no había funcionado todo lo bien que la familia Torres había esperado y Javier era consciente de que aquél no era un buen momento para pedirles el dinero a sus progenitores. Además cuando supieran para lo que lo quería seguro que se hubieran negado en redondo a dárselo. Aquella idea sería también considerada como locura por sus padres y no tenía muchas ganas de agobiarles más de lo que ya estaban; bastantes preocupaciones tenían ya.

Aquella noche Javier dejó pasar las horas lamentándose de su mala suerte; su desilusión llegó hasta tal punto que pensó que estaba desamparado, que nadie cuidaba de él… que no tenía lo que algunos llamaban «ángel de la guarda».

Y en esos pensamientos estaba sumido cuando llegó a su mente una leyenda que le contó su abuela hacía ya varios años, pero que regresó a su cabeza con una nitidez extrema. Él debía tener diez u once años y siempre le habían gustado los cuentos que su abuela le relataba mientras le cuidaba en su casa. Por aquella época sus padres atendían la panadería y su abuela se encargaba de cuidarle para que no estuviera solo. Nunca había sido un niño fácil para las comidas; hacerle comer era una auténtica odisea y su abuela sólo encontraba remedio a ese problema encandilándole con cientos de historias, algunas de ellas inventadas sobre la marcha y para la ocasión.

Ahora, con la perspectiva de los años, Javier se daba cuenta de que seguramente la mayoría fueran inventadas, pero reconocía que todas cumplieron su misión: aquel niño revoltoso y rebelde que era él de pequeño terminaba comiéndose todo lo que tenía delante ayudado por las palabras de su abuela.

Pero de todas las historias que escuchó y que recordaba, muchas ciertamente, una siempre le gustó más que el resto; una que en las circunstancias que estaba atravesando en esos momentos quizá le pudiera ayudar… aunque fuera mentira. Y eso que su abuela sólo se la contó una vez.

Aquella tarde en la que no quería merendar su abuela le cogió de la mano, le sentó en una silla de su salón y le dijo que le iba a contar una leyenda muy antigua que decía que todos los hombres tenían su propio «ángel de la guarda». Ese ángel era alguien que desde el mundo de los muertos cuidaba a la persona que, estando bajo su tutela, aún permanecía en el mundo de los vivos. En la época en la que se originó la leyenda, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia, hubo gente incrédula al respecto. Y por eso un día uno de esos ángeles custodios decidió aparecerse a su protegido para demostrar su existencia y acallar a muchos bocazas.

* * *

«Sucedió hace mucho, mucho tiempo, en una noche oscura, en un pueblo ya olvidado. Un hombre se levantó de su cama alertado por unos extraños ruidos que le habían hecho despertarse de su plácido sueño. Vivía solo en una mansión, alejado de cualquier contacto con sus vecinos. Nunca le había asustado la soledad, pero aquella noche todo iba a ser distinto para él. Se armó con una escopeta que tenía en su habitación y se dirigió, con paso firme y decidido, en busca de una explicación a los golpes que había escuchado anteriormente.

Como era noche cerrada, el hombre tuvo que encender una vela para poder recorrer los pasillos de su mansión, aunque no la hubiera necesitado puesto que él mismo había diseñado personalmente la disposición de cada metro cuadrado que ahora recorría inquieto entre la penumbra reinante. Y ocurrió que al pasar por al lado de uno de los múltiples espejos que decoraban los corredores algo sobresaltó al hombre. Rápidamente volvió sobre sus pasos… pero no vio nada ni escuchó sonido alguno. Todo estaba como debía estar.

Tras unos segundos de indecisión, el hombre prosiguió su extraña búsqueda; ahora, eso sí, con más cautela y atención porque estaba seguro de que alguien había entrado en su propiedad y quería robarle. Claro que él no se lo permitiría: había tenido que trabajar mucho, y muy duro, para conseguir todo aquello que le rodeaba y no estaba dispuesto a que un ladrón cualquiera se llevara algo que no merecía. Además tenía claro que no tendría contemplaciones con el asaltante. En cuanto estuviera a tiro de su escopeta no dudaría en dejarlo tieso de un disparo. Así no podría robar nunca a nadie más. Luego no valdría de nada lamentarse; que se lo hubiera pensado antes.

Pero al pasar por delante de otro espejo, el hombre volvió a tener la misma sensación de inquietud. Muy nervioso por todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, apoyó la escopeta contra la pared del largo pasillo y se acercó lentamente hacia el espejo esperando encontrar allí la respuesta a su excitación, que iba en aumento cada segundo que pasaba. Afinó los ojos para poder observar mejor, pero sólo pudo observar su propio reflejo y el de la vela que todavía conservaba en su mano izquierda sobre un fondo negro que parecía envolverlo todo.

Aquello le tranquilizó un poco, aunque no se le pasó por alto que las dos veces en las que su cuerpo se había estremecido de forma tan inesperada habían coincidido con su paso por sendos espejos. Un poco más calmado levantó la vela a la altura de su cara para observarse una vez más, y lo que vio le dejó sin aliento.

El cristal le mostró la imagen de una mujer, que por la perspectiva debía encontrarse detrás de él y que había fallecido apenas un año antes. Estaba tan bonita como el hombre la recordaba: era la que hasta hacía muy poco fue su esposa. Ella le sonreía dulcemente y él creyó encontrarse soñando en el mismísimo cielo. Entonces la mujer habló con voz dulce y le dijo al hombre que Dios, como había sido muy buena en vida, le había encargado que cuidara de él desde el cielo ahora que había muerto. Le dijo que no se preocupara, que ella siempre estaría a su lado, y que bien podía hacer por llevarse mejor con sus vecinos del pueblo si quería volver a ser feliz lo que le quedara de vida. Allí, encerrado en la mansión, sólo conseguiría consumirse poco a poco. Además le dijo que lo que él había visto podía compartirlo con el resto de las personas. Todos tenían derecho a saber que alguien les cuidaba desde el cielo, pero debía de tener mucho cuidado de a quién le revelaba ese conocimiento, pues no todos los hombres estaban preparados para poder soportar la visión de su «ángel de la guarda».

Desde ese momento el hombre hizo todo lo posible por ser un vecino normal en su pueblo y, aunque al principio sus paisanos recibieron con escepticismo su repentino cambio en la forma de ser, pronto llegó a ser muy querido entre las gentes del pueblo hasta el mismo día de su muerte en el que volvió a estar con la mujer que había cambiado su vida antes y después de morir. Gracias a él, su experiencia sirvió para que a lo largo de los años hombres y mujeres pudieran sentirse protegidos en las adversidades».

* * *

Quizá fuera una historia inventada. Quizá fuera todo mentira, pero tampoco iba a perder más de lo que ya había perdido hasta ahora por intentarlo. Quizá a él, si es que tenía «ángel de la guarda», también le podría ayudar el suyo con algún consejo como el del hombre de la leyenda de su abuela.

Javier se levantó de su cama con decisión y tras poner los pies en el suelo y comprobar que no había ningún ruido en la casa, intuyó que por la hora que debía ser sus padres ya se habrían marchado a la panadería. Era una suerte que últimamente no le obligaran a tener que ir a trabajar con ellos. Algo bueno tenía que tener todo lo que estaba sucediendo a su alrededor.

Perfecto entonces, pensó, así nadie le molestaría mientras realizaba su experimento. Solo le hubiera faltado tener que explicar a sus progenitores que ahora se proponía encontrar a su «ángel custodio»; de ésa seguro que hubiera acabado en un centro psiquiátrico.

Desayunó rápidamente un vaso de leche caliente y unas galletas, y más rápido aún recogió todo para dejar la cocina como si no hubiera estado nadie allí desde que la noche anterior la limpiara su madre. Siempre había sido un chico responsable y limpio, y ahora no había ninguna razón que pudiera justificar el dejar de serlo. Por eso regresó a su habitación y también la ordenó después de hacer su cama.

Cuando las tareas básicas de la casa estuvieron terminadas, cosa que le llevó algo más del tiempo previsto inicialmente, decidió que era momento de poner en práctica la idea que le estaba rondando en la cabeza. Buscó por toda la casa una vela y una caja de cerillas, imprescindibles ambas para realizar el experimento. La vela tardó algo más en encontrarla que la caja de fósforos, ya que no recordaba la última vez que había tenido una entre sus manos. Las cerillas eran otra cosa: siempre había en la cocina, así que no fue ningún problema hallarlas.

De vuelta a su habitación se dio cuenta de que se sentía cada vez más nervioso. Aquella idea había empezado siendo una ocurrencia sin más, pero ahora se daba cuenta de que cabía la posibilidad de que fuera cierta. ¿Y si de verdad pudiera conocerse a tu «ángel de la guarda»? ¿Y si aquella leyenda fuera verdad?

Por si acaso mejor no pensarlo, se dijo Javier. Se rió de sí mismo ante aquella patética situación, puesto que tuvo que admitir que él nunca había creído en todas esas supercherías y no tendría porqué encontrarse así… aunque en el fondo sentía curiosidad por saber que sucedería minutos después.

Se dirigió a la ventana y muy lentamente fue bajando la persiana de madera hasta dejar pasar la luz mínimamente necesaria para poder encender la vela. Una, dos y hasta tres cerillas necesitó Javier para hacerlo posible. Sus nervios no se lo permitieron antes. En ese momento empezó a comprender cómo se debía sentir aquel hombre de la historia de su abuela.

Con la vela ya encendida, bajó la persiana hasta el fondo y suspiró hondo para intentar calmarse: comenzaba el experimento.

Su habitación tenía un espejo y estaba situado en la pared que había enfrente de su cama. Tomó la vela con ambas manos y muy lentamente arrastró sus pies hacia el objeto que debía darle una respuesta a sus dudas, y para la cual no sabía si realmente estaba preparado.

Uno, dos, tres, cuatro pasos… ahora se encontraba a menos de un metro del espejo. Miró fijamente al frente, pero sólo pudo ver su propio reflejo proyectado por aquel cristal… ya sabía él que la leyenda debía ser mentira.

Se acercó un poco más, sólo un paso, sin tanta presión y volvió a observar toda la superficie del maldito espejo… nada otra vez, su reflejo y nada más.

¿Por qué había guardado una mínima esperanza de que fuese cierta? Estaba demostrado que era sólo un cuento para entretener a los críos inquietos y rebeldes.

Pero al mirarse a sí mismo otra vez, el reflejo del espejo le devolvió una imagen en la que Javier se notó diferente: más mayor, más cansado… más viejo que nunca.

Entonces levantó la vela a la altura de su rostro para poder apreciar mejor aquel envejecimiento prematuro. Vio un rostro abatido, vio unas ojeras prominentes, vio una expresión de tristeza inmensa… y otro rostro detrás del suyo. La sorpresa hizo que el chico casi dejara caer la vela de sus manos al suelo con el peligro que eso hubiera conllevado; pero su destino no era ése.

Casi sin querer verlo, Javier volvió a poner la luz a la altura de su cara y en un instante recuperó la visión que había tenido segundos antes: el espejo le devolvió la imagen de una mujer que conocía bastante bien, a pesar de que hacía casi tres años que había fallecido. El chico vio el rostro de esa mujer por encima de su hombro izquierdo y la visión resultó idéntica a como él la recordaba cuando todavía estaba viva. Le sonreía dulcemente, como lo había hecho siempre. Además su porte seguía siendo tan distinguido como antes. Parecía tan real…

Javier se quedó desconcertado ya que no se explicaba cómo podía ser ella su «ángel de la guarda».

La mujer lo miraba con expresión serena y tras un breve instante de indecisión le volvió a sonreír muy dulcemente. Javier se sintió totalmente desbordado por su hallazgo y por los acontecimientos, aunque extrañamente también se sintió feliz por su descubrimiento. Ni por lo más remoto habría nunca podido imaginar que su «ángel custodio» era aquella mujer, pero de algo estaba seguro: era la mejor persona que Dios había podido ponerle como protectora de sus pasos entre los vivos. Sí, era una suerte que fuera ella quien lo guiara desde el cielo. Al final la historia de su abuela se había demostrado cierta y él también tenía un «ángel de la guarda» que, ahora estaba seguro, le iba a ayudar en su penar.

Pero… un momento, pensó Javier… quizá pudiera hablar con ella como lo había hecho el hombre de la leyenda… el protagonista de la historia llegó a hablar con su esposa, por qué él no. A lo mejor podría comunicarse con ella también….

¡¡¡RING!!! ¡¡¡RING!!! ¡¡¡RING!!!

El timbre de la puerta de la calle hizo sobresaltarse a Javier, que esta vez no pudo evitar que la vela acabara en el suelo y su habitación en la más absoluta oscuridad.

—¡¡Dios!!, que torpe que soy —masculló Javier visiblemente fastidiado—. Veremos a ver quién viene ahora a molestar.

A tientas buscó desesperado la vela, acción que le llevó bastante más tiempo del que hubiera deseado. Cuando logró dar con el palo de cera, volvió a levantar la persiana dejando pasar la luz nuevamente al interior de su cuarto. Tanta luminosidad súbitamente hizo que sus ojos se resintieran ante tal grado de luminosidad y que tardaran unos instantes en adaptarse a la soleada mañana que hacía en Madrid.

¡¡¡RING!!! ¡¡¡RING!!! ¡¡¡RING!!! ¡¡¡RING!!!

La puerta… seguían llamando… y al final quemarían el timbre.

Y por la insistencia en los timbrazos, el importuno visitante no debía tener ninguna gana de irse sin que le abrieran.

Javier, totalmente enfadado, tiró la vela a su cama y se dirigió con una furia inusitada hacia la puerta de la entrada. Si por él hubiera sido, habría ahogado con sus propias manos a la incomoda visita. Por su culpa iba a perder la oportunidad de hablar con aquella mujer que lo cuidaba desde el más allá.

Abrió con suma desgana y en un fogonazo de su mente una persona conocida, a la que no supo identificar en un primer momento, entró en la casa como una exhalación con una bolsa entre las manos mientras otra figura, también conocida, hizo lo propio con más tranquilidad. Aquella mañana no parecía terminar de depararle sorpresas. ¿Qué sería lo próximo?

—Ya creíamos que no estabas en casa —dijo Mónica dirigiéndose al salón.

Javier la había visto pasar por delante suyo sin decirle nada y pensó que era fruto del disgusto que, con total seguridad, debía de seguir sintiendo con él desde el último encuentro que habían tenido. De hecho, la chica le había dirigido la palabra sin, ni siquiera, mirarle. Mal comienzo, pensó. Y además estaba Antonio, cosa que tampoco ayudó a tranquilizar a Javier, ya que se imaginó que sus dos amigos habían ido a visitarle para recriminarle nuevamente su aptitud. Lo que menos deseaba en esos momentos era discutir con ellos precisamente.

Pero contra todo pronóstico Antonio, que todavía se encontraba en la entrada de la casa, le pasó un brazo por encima del hombro a Javier y le dijo:

—Tus padres nos han dicho que estarías aquí, ¿qué tal estás?

—Pues puedo jurarte, sin ningún tipo de duda, que he tenido días mejores. Te lo aseguro —contestó con una sonrisa amarga.

Mientras los dos se observaban en silencio, Mónica volvió a aparecer de repente en el pasillo asustando a los dos chicos, que volvieron al mundo real con ayuda de sus palabras:

—Mira, hemos traído unos churros para desayunar todos juntos —dijo agitando levemente la bolsa que portaba—. ¿Te apetecen?

Esto hizo despertarse del todo de su letargo a Javier. Miró alternativamente las caras de sus dos amigos y precisamente advirtió en ellos a las personas que estaba deseando ver y con las que estaba deseando estar. La vida todavía le dejaba disfrutar de cosas buenas pero, qué cruelmente se estaba portando con él. La amistad y la lealtad de Antonio y de Mónica eran algo que jamás pondría en duda. A pesar de todo lo que les había hecho, ellos estaban ahora allí con él. Se merecían todo lo bueno que pudiera pasarles, porque ellos eran los mejores amigos que podía tener.

—Sentaos en el salón y esperadme, que ahora os traigo la leche —dijo Javier con un tono más cordial.

Él ya había desayunado antes de realizar su experimento pero sus amigos no lo sabían, y no tenían por qué saberlo. Desayunaría otra vez con mucho gusto junto a ellos. Le apetecía estar a su lado, aunque tuviera que desayunar dos veces, hecho que no recordaba haber realizado ninguna vez en su vida. Además así tendría la oportunidad de comer algo más de lo que estaba comiendo en los últimos días; que también falta le hacía.

Con una rapidez inusual para él en los últimos tiempos, Javier llevó hasta el salón una bandeja con tres tazones, una jarra de leche caliente, cacao, azúcar y unas cucharillas.

—Si os apetecen magdalenas, tenemos unas con pepitas de chocolate buenísimas.

—Hombre… pues yo no te diría que no a una proposición así —contestó Antonio como si tal cosa.

—¡¡Niño!! —le recriminó inquisitiva Mónica—. Es que siempre estás pensando comer. Hemos dicho que traíamos los churros para no hacer gasto, así que ya estás cerrando esa boquita que tienes.

El chico bajó la cabeza en señal de arrepentimiento y asintió ante las palabras de la que ahora era su novia. La chica tenía razón. Antes de visitar a su amigo, Mónica y él habían comprado los churros porque ambos sabían que a los tres les gustaban mucho. A ellos tres y a Sofía también, aunque la andaluza seguía estando demasiado lejos de todos.

—Déjale mujer, que Antonio es de los míos. A los dos nos gustan estas chusmerías, por eso se lo he dicho. Esperad un momento que ahora vuelvo.

Dicho esto Javier se volvió a levantar del sitio que ocupaba y se dirigió a la cocina. Antonio deseó con toda su alma ser tragado por el suelo que pisaba ya que era incapaz de soportar la mirada a Mónica, que parecía bastante irritada con su metedura de pata. Aunque tampoco era para tanto, pensó el chico. Javier no se había enfadado por su comentario porque, al fin y al cabo, sólo era una magdalena. Tampoco era para ponerse así por algo tan absurdo. De todas formas Antonio no tomó en cuenta la reacción de su chica, ya que la atribuyó, con acierto, al momento tan delicado que estaban pasando todos a costa de lo que les estaba sucediendo en los últimos tiempos.

El tenso silencio reinante en el salón se vio interrumpido por la llegada de Javier, que portaba triunfante una bolsa de estraza rebosante de las magdalenas prometidas.

—Cómete las que te apetezcan, que yo te defiendo de mamá… —dijo Javier, en tono burlón, mirando a Mónica de forma maliciosa.

—Vaya dos patas para un banco que estáis hechos los dos —respondió con aire molesto la chica—. Vamos a dejarlo porque parecéis críos. A ver cuando maduráis un poquito.

Acto seguido los tres amigos se dispusieron a prepararse el desayuno, tiempo en el que sólo se escuchó el entrechocar de las cucharillas con las tazas y el ruido propio de la acción que estaban realizando.

—Todavía no te hemos preguntado cómo te encuentras después de saber lo de Sofía —fue Antonio el que rompió el silencio, mientras degustaba a placer una de las magdalenas.

Casi con una teatralidad extrema, Javier dejó el churro que se estaba comiendo en el plato de su taza y suspiró hondo antes de contestar a su amigo. Era un alivio saber que aún se seguían preocupando por él, a pesar de que el común de los mortales lo hubieran dejado por imposible hacía tiempo; pero Antonio y Mónica no.

—Bueno, pues por un lado me siento más tranquilo porque ahora ya sé dónde está Sofía; pero por otro mi angustia cada vez es más grande porque no sé qué hacer para sacarla de allí y traerla conmigo. Me siento totalmente impotente. Quisiera hacer miles de cosas y no se me ocurre ninguna.

Sus dos amigos permanecieron en silencio durante unos segundos comprendiendo las palabras que Javier acababa de pronunciar. Era complicado ponerse en su lugar, pero los dos intentaban entenderle lo mejor que podían. Sabían que lo que más necesitaba en esos momentos era sentirse apoyado por la gente más cercana.

—Lo que no me explico todavía es cómo os ha podido pasar. Pero, ¿en qué estabais pensando los dos? —dijo Mónica de repente.

—No lo sé. No sé en qué estábamos pensando, pero pasó —contestó Javier—. Ahora ya no hay marcha atrás. Ojalá pudiera cambiarlo todo, pero no puedo. Dicen que hay cosas en esta vida que pasan porque tienen que pasar.

—Pero también hay otras que pasan porque nosotros las provocamos — sentenció Antonio.

Mónica y Javier se sorprendieron enormemente ante ese comentario y miraron a su autor con extrañeza porque sabían que esas palabras no eran propias de la persona que las había pronunciado.

—Bueno, no hace falta que me miréis así —replicó el chico visiblemente contrariado por aquella reacción de sus amigos—. Eso lo decía mi abuela, y mi abuela sabía mucho de estas cosas.

Mónica lo miró con desgana y tras mover la cabeza en claro signo de desesperación, hizo ademán de reconducir la conversación por su cuenta con Javier.

—¿Y qué tienes pensado hacer ahora? —se interesó la chica.

Un nuevo instante de silencio recorrió la habitación mientras los tres amigos apuraban los restos del desayuno.

—Quiero ir a Salamanca. Eso es lo único que tengo medianamente claro — confesó apesadumbrado Javier—, pero no sé cómo. No tengo suficiente dinero para el viaje y a mis padres no se lo puedo pedir porque se negarían en redondo. He llegado a pensar que tendré que intentar llegar en autostop y confiar mi suerte a algún alma caritativa que quiera ayudarme y llevarme hasta Sofía. Necesito una idea genial que me ayude, pero mi mente está totalmente bloqueada.

—Pero, ¿tú estás loco? ¿Pretendes irte a Salamanca así como así? —le increpó Mónica exaltada—. Y, ¿qué vas a hacer cuando estés allí, eh?

—No lo sé, ya te lo he dicho. No lo sé. Lo único que quiero es ver a Sofía y saber que está bien.

—Que están bien ella y el bebé —comentó como si nada Antonio.

Javier, al escucharle decir eso, comprendió que su amigo conocía la existencia de su bebé porque Mónica se lo debía haber contado. No se sintió mal, al contrario, agradeció en silencio el que su amiga le hubiera ahorrado el trago de tener que relatárselo también a Antonio.

—Sí, claro. Y vas a asaltar el internado para poder verla, ¿no? —dijo Mónica.

Javier la miró sin poder articular palabra. Sabía que, una vez más, la chica tenía razón en lo que le decía. Pero, qué otra alternativa le quedaba.

—Y, supongo que ya tendrás pensado dónde vas a dormir el tiempo que estés allí. Dónde te vas a alojar, dónde vas a comer…

—No, no lo tengo pensado, Mónica —dijo Javier fastidiado—. Eso es lo de menos ahora, ya encontraré algo…

—Muy típico de los hombres: hacer las cosas a lo loco y sin pensar en las posibles consecuencias —concluyó la chica—. ¿Sabes lo que te digo?… que creo que deberías ver las cosas desde un punto de vista más calmado y dejarnos que las personas que te queremos te podamos ayudar. Seguro que si nos…

—¿Sabéis lo que yo os digo? —dijo Javier interrumpiendo a Mónica—. Que haré lo que yo quiera, os guste o no. Además no creo que me estéis ayudando mucho para ser mis amigos con tantos reproches, ¿sabes?

En ese preciso momento Antonio, que había permanecido en silencio durante el dialogo entre su novia y su amigo mientras degustaba otra de las magdalenas con pepitas de chocolate, se levantó como un resorte del sillón en el que estaba sentado. Las últimas palabras de Javier le habían hecho cambiar el gesto de su cara y ahora se le notaba afectado por aquella injusta acusación que acaban de recibir tanto él como Mónica.

Con visible cara de enfado y fastidio dijo en un tono que ninguno de sus dos oyentes había escuchado en él nunca:

—Javier, no te consiento que nos digas eso a Mónica y a mí. Somos tus amigos, y lo sabes, y desde el principio hemos querido ayudarte, pero tú no nos lo has permitido; así que no vuelvas a decir que no te ayudamos porque la próxima vez que lo hagas lo mismo te tengo que cruzar la cara de un guantazo. Lo que Mónica te está diciendo es que queremos que hagas las cosas con cabeza porque si lo haces sin pensar lo más seguro es que te salga mal, y me parece que no estás en posición de empeorar todavía más las cosas.

Silencio.

Nadie dijo nada. Mónica sorprendida por la reacción de Antonio; Javier aún más.

—Por el dinero no tienes de qué preocuparte: yo te lo daré —continuó el chico sin apenas disminuir el tono severo—; es más, yo mismo me iré contigo para acompañarte si hace falta. No creo que sea buena idea que te vayas tú sólo hasta Salamanca. Además, hace mucho que no tenemos ninguna aventura juntos. Espero que me hayas entendido bien, porque la próxima vez que te lo tenga que aclarar no voy tener tantas ganas de hablar contigo, ¿estamos?

Javier bajó la cabeza abatido ante las duras, pero merecidas, palabras que su amigo le acababa de dedicar en exclusiva. Sabía que tenía toda la razón, sabía que se había pasado con ellos y que la paciencia siempre tenía un límite; sabía que se merecía ese reproche. Se sentía como un auténtico despojo, nada podía arrebatarle el nudo que tenía dentro de sí. Era una mala persona, con todas las letras y en todo el significado más extenso de aquella expresión.

Con cara de total culpabilidad levantó el rostro y en un susurro sólo acertó a decir:

—Lo siento… no quería decir eso. Perdonadme, por favor.

—Bueno, ya está bien. La verdad es que estamos todos muy nerviosos y decimos cosas que seguro que no sentimos. Así que vamos a olvidarnos de lo que ha pasado y tratemos de unirnos para buscar una solución —dijo Mónica tratando de poner serenidad a la tensa situación creada—. Vamos a tranquilizarnos todos un poco, ¿vale?

Tras unos segundos de indecisión, Antonio se volvió a sentar en el sitio que ocupaba con el gesto algo más relajado y suspiró airadamente.

—Perdóname tú a mí, Javier. Mónica tiene razón: eso que te he dicho no lo sentía de verdad, pero lo de el dinero y lo de irme contigo supongo que sabes que te lo decía de veras —dijo arrepentido.

Javier asintió con la cabeza varias veces mientras intentaba sonreírle a su amigo para demostrarle que aceptaba sus disculpas. Nunca podría enfadarse con él y estaba seguro que los reproches que le había lanzado eran sólo producto del nerviosismo, nada más.

—Eso está mejor —sentenció Mónica.

Todos volvieron a guardar silencio. Ninguno hubiera pensado, tiempo atrás, que llegaría el día en que terminaran hablándose en aquellos términos. Pero la vida había enredado, en colaboración con el destino para que incluso ellos, que eran de los mejores amigos, tuvieran un encontronazo. Afortunadamente la amistad verdadera siempre se imponía a cualquier adversidad.

—¿Sabéis?… Anoche escuché una conversación muy interesante entre mis padres mientras acostaba a Marta —dijo Antonio dando por zanjado el asunto.

Nuevamente un silencio sepulcral se instaló en la habitación donde se encontraban los tres mientras Javier y Mónica miraban a su amigo con expresión deseosa de conocer los detalles del contenido de la citada conversación. Cualquier cosa podía servir para ser el punto de partida de la solución al problema tan ansiada por todos.

—Bueno, ¿nos lo vas a contar hoy? —le fulminó Mónica con su rotunda voz.

—Sí, sí, ya voy —respondió Antonio intimidado—. El caso es que estaba yo acostando a la peque, que no tenía muchas ganas de dormirse, y como os he dicho escuché que mis padres estaban hablando algo sobre Rafael Olmedo y Javier. No pude escuchar el principio de la conversación porque Marta no paraba de juguetear y de enredar en su habitación sin querer quedarse sola para dormir. Después de prometerle mil cosas para que me dejara en paz, ya sabéis lo cabezona que se pone cuando quiere algo, pude salir de su habitación y desde el pasillo me puse a escuchar escondido. En ese momento mi madre le preguntaba a mi padre que cuál era la situación. Mi padre le contestó que estaba todo muy complicado porque ese asunto cada vez tenía más puntos oscuros. Además el señor Olmedo era una persona influyente y era lógico que intentara utilizar sus contacto para su propio beneficio, que en este caso concreto sería en detrimento de Javier. Dijo que prueba de ello era el intento de intimidarte cuando te llevaron al cuartelillo. Eso podía ser sólo el principio y nadie, excepto él podía saber hasta dónde sería capaz de llegar. De momento parece ser que le habían podido parar los pies, pero mi padre dijo que Rafael Olmedo no era el tipo de hombre al que se le olvida un objetivo por un pequeño contratiempo así, si lo tenía entre ojos. Sólo era cuestión de tiempo que volviera a lanzarse contra ti. Mi madre, entonces, empezó a lamentarse por tu suerte y por la de Sofía… y mi padre le dijo que había una posibilidad de que se conociera la verdad, pero que era muy arriesgada…

Mónica y Javier permanecieron callados mientras Antonio tomaba aire. Aquel discurso era mucho más de lo que ambos habían esperado oír de la boca del chico. Ninguno de los dos quería decir nada… lo único que deseaban era conocer el plan del comandante Rivera que, aunque arriesgado, seguro que era mejor de lo que cualquiera de ellos podía haber llegado a pensar.

—Mi padre dijo que la única posibilidad de que Javier demostrara su inocencia era que denunciara al señor Olmedo… —prosiguió Antonio algo dubitativo.

—¡¡¡Qué!!!, pero eso es una auténtica locura —le interrumpió Mónica antes de que el propio Javier pudiera hacerlo.

—Calla, calla. Ésa es la misma reacción que tuvo mi madre. Ella decía que eso sería como meterse en la boca del lobo —intentó aclarar Antonio—. Mi padre dijo que si Javier denunciara a Rafael Olmedo y si llegaran a juicio, Sofía tendría que volver a Madrid para declarar. Mi padre no sabe nada de la carta que os ha enviado desde Salamanca, pero intuye que el señor Olmedo conoce el paradero de Sofía y que se lo calla intencionadamente porque no le interesa que ella cuente la verdad. Si ella declarara en el juicio, tendría que confirmar que Javier es inocente y que no la violó; sólo así, con la palabra de la propia Sofía, todo quedaría aclarado… aunque todo este plan tiene su parte complicada, claro.

—Sorpréndenos —dijo Mónica en tono desesperado.

Javier asintió con la cabeza dando a entender a su amigo que le daba permiso para contar el resto de lo que sabía. Antonio lo hizo así:

—El señor Olmedo debe de tener los mejores abogados de Madrid a su servicio o, al menos, acceso a ellos. Y para que una denuncia contra él prospere hace falta algo más que suerte y justicia… —apostilló.

—¿Qué opinas tú, Javier? —comentó Mónica.

—Creo que tienes razón: denunciar a Rafael Olmedo es una completa locura. Además no creo que tenga ni una sola posibilidad de que salga bien. Lo que decía el padre de Antonio es verdad: él puede pagar a los mejores abogados y siempre sacarían algo para acusarme a mí por mucho que Sofía lo negara. Sería como darme de cabezazos contra una pared para abrir un túnel: inútil y muy doloroso —respondió Javier muy apesadumbrado—. Pero gracias por intentarlo de todas formas.

Antonio se quedó sorprendido ante la reacción de Javier, pero prefirió no añadir nada más a su monólogo ya que, en el fondo, él también reconoció que la idea que había expuesto su padre la noche anterior era totalmente descabellada. Quizá no hubiera sido muy buena idea habérselo comentado a sus amigos. A veces le daba la sensación de que manteniendo la boca cerrada en ciertos momentos se hubiera evitado muchas cosas de las que le habían sucedido. A ver si aprendía alguna vez a callarse a tiempo, porque eso sería todo un logro para él.

—Pues algo tenemos que hacer, eso está claro —dijo Mónica—. Y cuanto antes mucho mejor. Yo cada día que pasa me acuerdo más de Sofía. Debe de estar pasándolo fatal sin saber nada de lo que está ocurriendo aquí. La verdad es que no se lo deseo ni a mi peor enemigo.

—Yo sigo pensando que lo mejor que puedo hacer es marcharme a Salamanca lo antes posible y buscarla hasta que la encuentre y después… después Dios dirá —declaró abiertamente Javier a sus dos amigos.

—Tú estás tonto —le recriminó la chica airadamente—. Pues como confíes en el mismo Dios que te ha puesto en la situación en la que estás, vas listo bonito. Lo que hay que intentar es que el señor Olmedo entre en razón y escuche a Sofía para que ella le pueda contar que Javier no la violó y que el bebé es querido por los dos.

—¿Ah, sí? —habló nuevamente Antonio—. ¿Y quién le va a hacer entrar en razón? ¿Tú, quizá?

Mónica le volvió a lanzar una mirada llena de rabia contenida.

—Ahora, ¿quién es el más tonto aquí?

La chica lo fulminó con los ojos y su fastidio fue en aumento al comprobar que su novio parecía tomarse todo aquello como un juego. Y no estaba la cosa para tomársela a broma.

Mónica quería, necesitaba hacer algo para ayudar a sus amigos Javier y Sofía. Pero no se la ocurría ninguna idea factible que utilizar; las únicas cosas que venían a su mente eran automáticamente desechadas por ser poco aconsejables.

Algo debían de poder hacer…, pero ¿qué?

—Gracias chicos, os lo agradezco de verdad. Pero no quiero que os metáis en esto más de lo que ya lo habéis hecho. No quiero arrastraros a nada. Ya habéis hecho mucho más de lo que me merezco. Yo sólo me lo he buscado y yo sólo tengo que encontrar una solución —dijo Javier mientras se levantaba de su sitio y se disponía a recoger los cacharros del desayuno.

Antonio y Mónica reaccionaron rápidamente y le ayudaron a llevarlo todo a la cocina y a limpiar lo que habían manchado.

De todas formas ninguno de los dos pensó en dejar solo a su amigo. Le seguirían ayudando, pasara lo que pasara.