16

A veces el tiempo tiene la extraña facultad de dar la sensación de que pasa rápido y lento a la vez. Y eso que siempre avanza al mismo ritmo constante, aunque no lo parezca. Para dos personas diferentes un sólo un segundo puede significar el mejor momento de su vida; o el mayor calvario de su existencia… siendo igualmente un solo segundo.

* * *

Después del desayuno, las todas internas de Santa María Redentora tenían el tiempo justo de preparar sus cosas para las clases del resto de la mañana. Era ése el momento en que las niñas aprovechaban para ultimar los trabajos pendientes de entregar a las monjas, para terminar de adecentar sus habitaciones (revisadas todos los días por dos Hermanas), o simplemente para hablar en uno de los pocos momentos en que lo podían hacer con total libertad.

Todas las niñas eran conscientes de que estaban muy controladas y de que sus movimientos siempre estaban observados por la inquisitiva mirada de algunas de las monjas, que no perdían el tiempo en contarle cualquier anomalía que vieran a la hermana Virtudes. El resto de la historia era bien sabida por todas: si Virtudes consideraba que algún comportamiento no era apropiado, la niña era castigada. Sabían a lo que atenerse y procuraban andarse con mucho cuidado.

El ajetreo en los pasillos del convento a esas horas era inevitable y Sofía utilizó esa confusión para evadirse furtivamente del grupo de chicas que iban a las clases y dirigirse hacia a un lugar donde se suponía que no debía ir; al menos no en ese preciso momento.

Atravesó varios pasillos en dirección contraria al resto hasta llegar a las entrañas mismas del convento. La mayoría de las niñas con las que se cruzaba en su caminar se la quedaron mirando más por su avanzado estado de gestación, que por el supuesto camino erróneo que estaba tomando. Desde hacía unas semanas el «bombo» de Sofía era la comidilla de las niñas. Todas parecerían en disposición de opinar sobre el tema, cosa que inquietó bastante a la andaluza que no entendía como había pasado de ser un auténtico mueble, a estar en boca de cada una de las personas con las que se cruzaba cada día. Además llegó a notar cierta hostilidad en alguna de sus compañeras, sensación acrecentada por los movimientos inesperados de su bebé en ciertos momentos a modo de advertencia para ella.

Sofía conocía perfectamente el camino que tenía que recorrer para llegar hasta el lugar donde se dirigía, porque todas las niñas estaban obligadas a visitar aquella parte del internado al menos una vez al día. Aunque ella últimamente, y precisamente por a causa de su embarazo, había sido perdonada en más de una ocasión. Ése era el único privilegio que había tenido desde que llegara a Santa María Redentora.

Mientras andaba el último tramo que la separaba de su destino, la sevillana pensó que realmente no debería tener razones para quejarse del trato que estaba recibiendo en el convento. Excepción hecha de la hermana Virtudes, el resto de las monjas cumplían con su papel de protectoras y cuidadoras de las niñas; aunque alguna se extralimitaba en sus funciones un poco más de lo debido.

Cuando llegó a la entrada de la iglesia se paró unos segundos ante las puertas de madera labradas con motivos religiosos que la delimitaban y la separaban del resto del internado. Suspiró hondo para intentar relajarse, pues notó que su corazón estaba a punto de estallar en parte por lo que había caminado, y en parte por el nerviosismo que la estaba atenazando. Tenía miedo. Estaba horrorizada ante la posibilidad de que alguien la descubriera allí. Sabía perfectamente que no estaba haciendo nada malo con aquella visita pero, aún así, se sentía incómoda porque conocía cuál sería la represalia que tomaría Virtudes con ella.

Lo que tenía que hacer debía hacerlo sola y a solas; sin testigos.

Poco a poco, y como si cada paso que daba le costara un extraordinario esfuerzo, Sofía avanzó por la nave central entre la fila de bancos de madera dispuestos a ambos lados de la iglesia. El suelo, de baldosas que formaban un bonito mosaico de formas geométricas, guiaba a quien lo pisaba hasta el altar situado al fondo de la construcción. A ambos lados de las paredes, empotrados en zócalos hechos a la medida y para tal fin, varias imágenes de distintos santos dieron la bienvenida a la niña. A pesar de haber estado en aquel lugar cientos de veces, la andaluza no terminaba de reconocer a cada uno de esos hombres si no fuera por los letreros que bajo sus pies identificaban a cada una de las imágenes allí perpetuadas. En cualquier caso no la importaba en demasía aquella insignificante ignorancia, porque ninguno de ellos era su objetivo. Por encima de sus imágenes varios rosetones, construidos con vidrios de múltiples colores, dejaban pasar la luz natural inundando toda la nave con su claridad.

Tras unos segundos de incertidumbre, Sofía descubrió aliviada que se encontraba sola en la iglesia. Avanzó unos pasos más y divisó, al fondo, el altar mayor. Para acceder hasta él había que subir cuatro pequeños peldaños de baldosas igualmente decoradas con motivos geométricos indescifrables para la niña.

A ambos lados del frío mármol del que estaba construido el altar, aún encendidos, seis cirios se consumían lentamente transmitiendo a su entorno un cierto tono de inquietud y misterio.

Al fondo, tras el propio altar, un retablo antiquísimo mostraba a todo aquél que quisiera admirarlo, varias escenas inspiradas en pasajes de la Santa Biblia. Una antigua historia, con más visos de leyenda que de veracidad, contaba que aquella representación pictórica había sido encargada y escogida personalmente por el mismísimo Papa Alejandro IV en el año 1258 como regalo al convento por algún favor todavía poco claro. A Sofía nunca le había gustado; siempre le pareció demasiado recargado.

Y coronando el altar, rematando el retablo y glorificando la iglesia entera, una enorme talla de un Cristo crucificado vigilaba desde las alturas con gesto agónico, casi suplicante. Sofía nunca había entendido por qué la Iglesia Católica veneraba con tanto fervor aquella imagen de su Dios en los últimos segundos de su vida. A ella le gustaba más ver a Jesucristo, su Jesusito como decía que lo llamaba desde pequeña gracias a su madre, en un Belén cuando aún era niño. Siempre le había hecho mucha gracia verle representado como a un bebé regordito y con una cara preciosa. Esa sí que era una imagen divina, apropiada a lo que realmente era ese niño: un Dios.

¿Por qué entonces recordarle siempre clavado a dos ásperos maderos? La imagen de la Cruz era todo lo contrario a lo que cualquiera podía definir como bella. Era desgarradora, horrible, cruel, dolorosa, violenta, aterradora, imponente, inhumana, brutal, atroz… era todo eso y mucho más. Nadie merecía morir y mucho menos crucificado, ya que era una de las muertes más lentas que se recuerdan en la historia de la humanidad; ni siquiera aunque fuera un Dios incomprendido en su tiempo por los contemporáneos.

El ser humano era impredecible cuando se trataba de hacer sufrir a su prójimo, y a lo largo de la historia los hombres habían cometido suficientes malas acciones como para ganarse a pulso, y merecidamente, el calificativo de monstruo.

De todas formas Sofía nunca creyó que aquel hombre representado en su expiración lograra resucitar al tercer día de su muerte, como siempre le habían contado. Pensaba que habría sido un hombre bueno, muy bueno; pero le costaba horrores creer todas esas leyendas fantásticas que circulaban alrededor de su persona.

La sevillana ascendió los cuatro peldaños que daban directamente al altar y desde allí contempló al Cristo. Calculó a groso modo que la imagen debía estar suspendida a unos cinco metros de altura sobre el suelo. Desde su posición inferior, Sofía dedujo que la talla debía de tener el tamaño de dos hombres de normal estatura. A pesar de ello, el realismo de la imagen era espectacular. Daba auténtico miedo observar las huellas de las heridas producidas por la corona de espinas en la cabeza, las de los clavos en las muñecas y los pies, y la huella en el costado provocada por la famosa lanza de Longino. Aquella imagen era terrorífica; al verla daba la sensación de que en cualquier momento Jesucristo expiraría allí mismo y se desplomaría de la aquella cruz.

Ése era el objetivo de Sofía; a Él era a quien quería ver y con Él era con quien quería hablar. Poco a poco, y con la torpeza propia de su estado, la niña se arrodilló muy lentamente en un gesto de sumisión absoluta. Ahora se sentía como una auténtica sierva de su Dios… es ese momento podría hacer lo que Él le pidiera. Extrañamente sintió una paz y una calma que no sentía desde hacía mucho, mucho tiempo; desde nunca…

—Señor, hola Señor… —comenzó a decir Sofía con un hilo de voz—. Soy yo, Sofía. Seguro que ya sabes quien soy, ¿verdad?

Estaba muy nerviosa y se le notaba en la manera de expresarse. Aunque estaba decidida a continuar adelante con su plan. Necesitaba contarle a alguien lo que llevaba en su interior.

—No sé muy bien por qué hago esto… no sé por qué estoy aquí… bueno porqué estoy aquí sí que lo sé… estoy aquí porque necesito hablar contigo, Señor. Necesito que me escuches y que me ayudes a superar todo esto que me está sucediendo. Quiero que sepas que acepto con humildad lo que me tenga que pasar y que jamás he dudado de tu infinita bondad. Sé que sabes lo que haces y que todo lo que sucede tiene una explicación… aunque te confieso que yo ahora mismo no puedo entenderlo. Por eso necesito que me guíes y me enciendas una luz en esta oscuridad en la que se está convirtiendo mi vida. Sólo tú puedes hacerlo, Señor, porque sólo tú sabes lo que es realmente sufrir por algo que crees injusto que te suceda. Te lo suplico, ayúdame Señor… ayúdame…

En ese momento levantó la cabeza y miró a su silencioso escucha. Su sufrimiento se veía reflejado en la expresión de su rostro, que era de profunda tristeza. Además por sus mejillas fluían dos regueros provocados por las lágrimas de escapan de sus preciosos ojos de color miel.

—Y si puedo abusar de tu bondad, Señor, me gustaría pedirte también que cuides de mi mamá —continuó la andaluza—. La echo mucho de menos desde que la llamaste a tu presencia. Ahora, más que nunca, hubiera necesitado de sus consejos y su apoyo. Yo la quería con locura y creo que ella a mí también. No recuerdo haberla visto un mal gesto ni una mala palabra. Nunca olvidaré la paciencia que tenía para hacerme comer; se inventaba mil historias para distraerme mientras lograba alimentarme sin que yo apenas de diera cuenta. Por las noches nunca me ponía mala cara ni se enfadaba cuando la pedía que me contara un cuento, de esos que tanto me gustaba escuchar de su voz, para poder dormir mejor. Ella estaba muy cansada de trabajar todo el día, pero mi cuento siempre llegaba puntual y mi beso de buenas noches también… Que buena era mamá, ¿a que sí, Señor?

Dicho esto Sofía se levantó igual de torpemente que se había agachado del frío suelo de la iglesia y retrocedió unos pasos hasta apoyarse en el altar. Desde allí tenía otra perspectiva del Cristo y decidió que aquella posición era buena para seguir hablando con Él.

—Recuerdo que una vez mamá me contó una historia de una joven que tenía todo lo que podía desear en esta vida: era rica, tenía todos los juguetes del mundo y cientos de sirvientes que la procuraban una existencia cómoda, placentera y sin ningún sobresalto. Pero la joven no era feliz, porque no tenía familia ni amigos. Sus padres habían fallecido en un accidente en el transcurso de un viaje en el que sólo ella se había salvado y se había quedado sola sin hermanos. Su existencia se basaba en asistir a cientos de recepciones y visitas a sitios que carecían de interés para ella. La joven veía pasar su vida por delante y no lograba encontrar nada que la alegrara su triste existencia. Un día, harta de no saber lo que realmente significaba vivir y teniendo la sensación de que llevaba años encerrada en una jaula de oro, se escapó de su séquito durante una de las múltiples salidas con las que intentaban distraerla y estuvo vagando durante varios días por un bosque alejado de su casa. Sólo los animales, inquilinos permanentes de aquella arboleda, la acompañaron y la asustaron en más de una ocasión mientras seguía buscando la felicidad añorada…

Sofía guardó silencio durante unos segundos. En cierto modo se sentía muy identificada con aquel relato. Ella también había tenido todo lo que había necesitado en su casa, pero ahora sabía que la felicidad estaba fuera de ella; junto a su bebé y a Javier. Era curioso que después de tantos años, aquella historia parecía cobrar sentido en la mente de la sevillana.

—… pero pasaron varios días —prosiguió Sofía—, y la niña cada vez se encontraba peor de salud. Casi no había comido nada en su quimérico peregrinaje, pues el bosque era yermo en cuanto a alimentos para alguien como ella. Una mañana, en la que las fuerzas empezaban a abandonarla del todo, la niña encontró un claro en el bosque por el que se filtraban los rayos del sol. Debido al gran cansancio que la atenazaba decidió sentarse en una gran piedra que encontró en el centro de aquel extraño lugar. Poco a poco una agradable sensación de somnolencia se fue apoderando de todo su cuerpo…

A medida que avanzaba en su narración, la niña se dejaba envolver por ella. La emoción se hacía patente en cada palabra que pronunciaba; y el Cristo la dejaba hablar, la escuchaba porque le encantaba su dulce voz.

—… se acordó de sus padres y lloró. Recordó a sus sirvientes, y muy lentamente se dejó arrastrar por el adormecimiento que la invadía. Justo antes de dejarse llevar del todo, la niña pensó que la muerte no era tan horrible como se la habían contado desde siempre; la muerte era muy dulce… era lo más parecido a la felicidad que había sentido nunca; por fin la había encontrado… y se dejó llevar al lugar donde la quisieran llevar… ahora la daba igual… ya era feliz….

Y las lágrimas volvieron a recorrer su delicado rostro. Echaba mucho de menos sentir de nuevo la sensación de felicidad que últimamente ni siquiera recordaba. Añoraba profundamente el volver a sonreír como antaño. Y sobre todo deseaba sobre todas las cosas que aquella pesadilla que estaba viviendo se acabara de una vez por todas.

—… y de repente se despertó sobresaltada y totalmente desorientada —añadió Sofía totalmente entregada a su propia fábula—. Estaba descansando en una cama muy confortable, dentro de una habitación que no conocía. No estaba sobre la fría piedra que recordaba… definitivamente el cielo la gustaba muchísimo; era mucho mejor que el mundo que había conocido hasta entonces, y le gustaba…

Ahora hasta los santos escuchaban con respeto la historia que la niña les estaba relatando. Todos estaban ansiosos por saber más de aquel bonito cuento.

—… mientras se regocijaba en esa nueva sensación que la invadía cada poro de su piel, se abrió una puerta al fondo de la habitación donde se encontraba y que había pasado desapercibida para la niña. Muy lentamente una señora se asomó y al verla despierta se le acercó con una agradable sonrisa dibujada en el rostro. Se sentó en la cama con ella y la habló dulcemente. La explicó que su marido la había encontrado en el bosque mientras cazaba. Al parecer al principio el hombre se había asustado mucho porque había creído que estaba muerta, pero al acercarse a ella comprobó que sólo había perdido el conocimiento y que todavía respiraba débilmente. Rápidamente la había llevado a su casa y ella la había cuidado durante tres días, en los que la niña sólo había tenido fuerzas para dormir. La mujer le contó, además, que su marido y ella vivían solos en aquella casa porque su única hija había fallecido hacía ya tres años de una terrible enfermedad…

La compostura había vuelto a Sofía. Hablaba de manera fluida e incluso sonreía mientras evocaba las mismas palabras que años atrás había escuchado de boca de su madre.

—… pasaron los días y la niña se recuperó totalmente gracias a los cuidados de los que ella ya consideraba sus nuevos padres. Una mañana la mujer le preguntó si no recordaba quién era porque estaba segura de que su familia la debía estar buscando. La niña, entonces, permaneció en silencio durante unos segundos antes de contestar. En ese intervalo de tiempo pensó en sus verdaderos padres, que seguro que no la estarían buscando porque se encontraran donde se encontraran, ya nunca la podrían hallar. Deseó con todas sus fuerzas que hubieran estado vivos y que la estuvieran buscando; pero ellos no estaban y a ella el resto de personas no la importaban en absoluto. Aunque últimamente estaba cogiendo mucho cariño a su nueva familia. Ante la cara de impaciencia de la señora, la niña contestó que no recordaba nada. Desde que había sido rescatada de una muerte segura por aquella pareja se había sentido querida de verdad, como nunca antes lo había sido; y había descubierto aquella felicidad por la que en su búsqueda había huido de su antiguo hogar. Su nueva familia, su verdadera familia desde entonces, no tenía los lujos que ella había disfrutado durante toda su vida, pero a ella no la importaba porque así, en esas circunstancias, era muy feliz. Y lo fue durante toda su vida porque la pasó junto a esos nuevos padres, que la hicieron volver a nacer cuando la rescataron de aquella fría piedra en el claro del bosque… Renunció a todo lo que tenía por ser feliz. Qué bonito, ¿verdad, Señor?

En ese momento levantó el rostro y buscó con su mirada la aprobación del Cristo. La talla le devolvió la mirada serena y fija en ella, y Sofía se sintió muy reconfortada ante aquella visión.

—A mi madre le encantaba esta historia y yo reconozco que a mí también — siguió hablando la sevillana—. Mi mamá decía que la moraleja de este cuento era que aunque tuvieras muchas cosas en el mundo lo que verdaderamente era importante en esta vida era tener a alguien que te quisiera y quien poder querer, porque la felicidad vendría después. Con amor y cariño no se necesitaba nada más.

Sofía volvió a agachar la cabeza y mirando al suelo tristes lágrimas recorrieron su dulce cara. Sus manos, poco a poco, fueron a reposar a su vientre. Casi inconscientemente empezó a acariciar a su bebé de manera protectora.

Llorando con una pena infinita, Sofía levantó otra vez el rostro y volvió a buscar la mirada cómplice del Cristo mientras le decía en tono de súplica:

—Ayuda a mi niña, Señor. Y ayúdame a mí para poder cuidarla, porque ella es lo único que tengo en estos momentos. No permitas que me la quiten, por favor, te lo suplico. A ti, Señor, no puedo ocultarte que cuando supe de mi embarazo un miedo inmenso me invadió por todos los poros de mi piel. El mundo, mi mundo, ése que empezó a desmoronarse como un castillo de cartas con la muerte de mi madre, se terminó de derrumbar en ese preciso instante. Por mi cabeza pasaron varias ideas, a cual más violenta y espantosa, para acabar de una vez por todas con mi situación… pero creo que mamá desde allí arriba, donde está contigo, me entregó las fuerzas necesarias para no cometer ninguna de las locuras que se me habían ocurrido en mis tristes horas en vela. Y hoy me alegro de no haber hecho nada de eso que hubiera acabado también con la vida de mi niña. Cada día que pasa la siento crecer en mi interior. Siento su vida dentro de mí y ella me transmite las ganas que yo necesito para seguir viviendo.

En todo ese tiempo podrían haber entrado en la iglesia cualquiera de las Hermanas, las cientos de compañeras que compartían cada segundo de aquel injusto encierro… pero nadie entró, nadie la interrumpió. Alguien estaba dejando que se desahogara del todo, que tuviera toda la libertad posible. Las cosas, a veces, pasaban porque tenían que pasar…

—No te puedo negar que lo estoy pasando mal, muy mal, pero creo que mi niña me cuida desde aquí dentro —comentó sin pasar de acariciar su tripa—. Por eso no puedo permitir que me la quiten, Señor. Porque yo soy parte de ella y ella es parte de mí; lo es todo para mí. Seguro que será una niña muy guapa y muy lista. Será una niña que necesitará también de su madre, como yo la he necesitado, y yo estaré allí para poder ayudarla… Estaré yo y estará su padre. Javier, Señor, la querrá tanto como yo. Él la ha querido desde que se enteró de mi embarazo y seguro que también daría su vida por ella. A él también le gustan mucho los niños. Javier es el chico más bueno que he conocido en mi vida. Fíjate si es bueno que él cargó con la paternidad de mi niña, de nuestra niña, sabiendo que no era el padre. ¿Acaso eso lo haría alguien que no fuera bueno, Señor? Me duele pensar que pueda estar pasándolo mal con todo esto porque no se merece nada malo. Espero que tú puedas hacer algo para que no sufra. Ayúdale a él también, Señor. Javier tiene un gran corazón y yo… yo cada día le quiero más. Seguro que será un padre maravilloso y seguro que junto a él seremos muy felices las dos. Podría apostarme la vida a que él también me quiere. Nunca me lo dijo, o quizá me lo decía a todas horas pero yo no me daba cuenta; yo se lo notaba y reconozco que me gustaba sentirme querida por él. Dios, cuanto le quiero, Señor. Qué ganas tengo de volver a verle, no veo el momento de poder besarle otra vez, de abrazarle con todas mis fuerzas y de no separarme nunca más de su lado. Te juro que si alguna vez volvemos a estar juntos sólo tú, cuando decidas llamarme a tu lado, lograrás separarme de Javier; sólo la muerte nos impedirá estar unidos. Y si me permites una sugerencia te recomiendo que nos llames a los dos a la vez, porque ninguno podríamos soportar el vivir sin el otro… En realidad creo que quiero Javier desde el primer en que lo conocí. Él me ha enseñado muchas cosas de tantas historias que me ha contado siempre, pero sobre todo he aprendido a amar; a amarlo a él… Javier es mi primer pensamiento cada mañana y el último cada noche. Siento que me falta algo muy importante sin él, y mi felicidad no será completa hasta que tenga a mi niña y a Javier junto a mí. Entiéndeme, Señor, por favor, te lo suplico, yo le quiero. Le quiero con toda mi alma. Por eso también te suplico que cuides de él. Que hagas que se acuerde de mí, por favor Señor, que no se olvide nunca de que mi bebé y yo le queremos. Y, si puedes, dile que le quiero… que le quiero mucho.

Sofía se quedó entonces en silencio durante unos segundos, como meditando sobre sus propias palabras y pensamientos. Le había abierto su corazón al Cristo de par en par, pero él no la podía contestar. Sólo había podido ser un mudo testigo de aquella confesión.

Apenas pudo contener sus lágrimas mientras por su mente pasaban nuevamente, como una cruel tortura, las imágenes del hombre italiano que la había violado, de su padre, de Javier, de su madre… y de su niña. El mundo a su alrededor le daba vueltas a una velocidad desorbitada; una velocidad que la mareaba y que creía no poder seguir.

Su monólogo con aquella talla de madera le había servido para desahogarse totalmente de la asfixia que sentía en su interior y, sobre todo, para sentirse un poco mejor. Lo necesitaba. Lo necesitaba casi como el respirar. La opresión que ejercían los muros de Santa María Redentora la estaban marchitando y Sofía era consciente de que ese tiempo se la estaba escapando y de que nunca lo podría recuperar. El tiempo pasa y no vuelve.

La soledad la estaba matando. Necesitaba ser libre, como siempre lo había sido; y como dudaba que volviera a serlo alguna otra vez en su vida. Precisaba huir lejos de allí, y cuanto antes mejor. Deseaba, más que nada, encontrarse con Javier y no separarse nunca más de él. Pero sabía que no era posible, que su deseo era una utopía; que ahora no había manera de escapar a su destino…

Muy torpemente Sofía se acercó a la gran Cruz y observó con tristeza y pena al hombre que se encontraba clavado de pies y manos por encima de su cabeza. Entonces, con una delicadeza extrema depositó un dulce beso en los maltrechos pies del Cristo que la había estado escuchando momentos antes. Una escena que recordó a la que miles de años antes protagonizó la Virgen María en la cima del monte Gólgota cuando su hijo acababa de expirar crucificado.

—Gracias, Señor —dijo en tono sincero—. Gracias por escucharme.

Lentamente se fue retirando de la imagen y, quizá fuera el reflejo de los cirios y las velas, o tal vez fueran sólo imaginaciones suyas, pero durante un breve y fugaz instante la niña creyó ver en las alturas dos lágrimas resbalando por las mejillas de Jesús, seguidas de una leve sonrisa. Esto la sobresaltó y la hizo ponerse muy nerviosa. Aquello no podía ser verdad. Ella había escuchado cientos de historias sobre posibles milagros muy parecidos a lo que creía haber presenciado, pero nunca se las había creído. Esas cosas no podían ser ciertas. Siempre había intentado buscarles alguna explicación humana y lógica, y ahora se había encontrado con algo sin explicación aparente…

Intentó tranquilizarse acariciando nuevamente a su bebé, que curiosamente no había dado ninguna muestra de preocupación en su vientre. Con mucho cuidado abandonó la iglesia sin volver a mirar la cara de crucificado. Ahora le tenía un respeto aún mayor que antes.

Debía volver rápido a su habitación antes de que alguien notara su injustificada ausencia de la misma.

* * *

Durante el tiempo que Sofía permaneció en la iglesia, María estuvo buscándola por todo el convento cruzando los pasillos de Santa María Redentora a toda prisa, sin importarla el más que probable castigo al que se estaba volviendo a arriesgar.

No había visto a la sevillana desde el desayuno y estaba muy preocupada por su amiga. Debido a su incómoda situación con las monjas no podía permitirse el lujo de perderse ninguna de las clases, puesto que la hermana Virtudes últimamente la vigilaba muy de cerca. Y para colmo de males, tampoco había podido encontrar el momento para hablar con Piedad. Otra de las internas le había contado que la niña ciega estaba enferma y que debería guardar cama varios días. Se le había pasado por la cabeza ir a visitarla a su habitación, pero después desechó la idea ante una posible situación embarazosa si lo hacía.

Recientemente María había visto a Sofía muy hundida, mucho más de lo que la sevillana había estado dispuesta a admitirle. Desde que se habían conocido, su memoria no recordaba haberla visto así nunca. La tristeza, esa gran enemiga de cualquier ser humano, había cobrado todo su significado y esplendor en el sentir de su amiga en los últimos días; y no sabía cómo actuar para poder ayudarla. Era consciente de que ella era uno de los poco apoyos con los que Sofía contaba en esos momentos, pero tampoco deseaba ser un estorbo para su amiga. Sabía que tan malo era para una relación preocuparse en exceso que no hacerlo lo suficiente. Y en ese dilema se encontraba cada vez que quería ofrecerle su auxilio a Sofía. Le daba auténtico miedo hablarla y cansarla con su sola presencia… pero es que en el fondo ella también la necesitaba cerca porque la había dado todo lo que nunca había tenido y siempre había añorado tener. Desde que una mañana aquella niña de mirada triste y con una luz extraordinaria en los ojos se había cruzado en su vida, su sola existencia había encontrado el sentido que llevaba buscando desde que tenía uso de razón.

Estaba en deuda con esa chica que la había devuelto la alegría de vivir y no quería estropearlo y perderla por nada del mundo; y menos por ser equivocarse a la hora de tratar aquella situación. Tenía en su interior una sensación muy extraña porque no sabía cómo comportarse, pero había una cosa que tenía clara y que la ayudaba superar su miedo: quería a Sofía y daría su vida si fuera necesario por su amiga… la quería como nunca había querido a nadie nunca y por muchas vueltas que diera su vida la seguiría queriendo como hasta ese momento; o quizá más, quién lo podía saber.

No podía permitirse el lujo de perder a alguien tan especial como era Sofía para ella.

Mientras recorría a grandes zancadas el laberinto de pasillos del internado se prometió que siempre que su amiga se lo permitiera ella estaría ahí para ayudarla, apoyarla en todo lo que pudiera y demostrarla que siempre sería su amiga y que podría contar con ella las veces que fueran necesarias. Daría su vida por ella, volvió a pensar, porque se lo merecía todo; porque la había hecho muy feliz desde que sus destinos se habían cruzado en aquel triste lugar.

De repente se sintió muy nerviosa, ésa era una sensación extraña para ella porque nunca la había sentido precisamente con Sofía de por medio.

Paró sus pasos frente a uno de los ventanales que daban al patio interior de Santa María Redentora. Desde allí divisó la fuente situada en el centro del jardín y a las chicas, internas como ella, que lo cruzaban a toda prisa camino de sus próximas clases.

Dudó durante unos segundos sobre lo que debía hacer en ese momento. Bien es cierto que se moría de ganas por salir corriendo y ver Sofía, por abrazarla y sentir esa amistad que, al menos para ella, era ya eterna… se moría por mirarla a la cara, por ver ese brillo en sus ojos y por llorar de alegría como nunca antes había llorado.

Respiró hondo y se sintió pequeña, muy pequeña, insignificante; y una duda se instaló en su débil pensamiento: «¿qué sería de ella si algún día perdía a Sofía?». En esos momentos no concebía la idea de que su vida quedara huérfana también de su compañía. Ya había perdido a muchos seres queridos y no quería perder a la única persona que la había hecho volver a creer en sí misma. Perderla de su lado sería el empujón definitivo hacia el fondo de un abismo en el que había estado instalada hasta que conoció a Sofía.

Necesitaba verla, de eso estaba segura. No la importaba que la hermana Virtudes la castigara; estar unos segundos juntos a su amiga merecía la pena de cualquier posible condena a su osadía.

Tras un paseo que la pareció eterno, María se encontró ante la puerta de la habitación de Sofía. Aquel lugar era uno de los pocos que la quedaban por explorar en busca de la niña andaluza. Volvió a suspirar hondo y notó que su corazón se desbocaba en su pecho. A su mente le llegaron miles de pensamientos antes de llamar a la puerta con los nudillos de su mano. Llamó muy despacio y esperó a escuchar la voz de su amiga permitiéndola pasar…

Silencio.

Esperó unos segundos y volvió a golpear la puerta con la mano, esta vez con más fuerza debido a los nervios que la empezaban a desquiciar. Incluso llegó a hacerse daño en los nudillos del ímpetu que puso a su llamada…

De nuevo sólo el silencio le contestó.

Entonces María se asustó ante la falta de respuesta de Sofía y decidió abrir de par en par la única barrera que la separaba de su amiga para ver lo que estaba sucediendo en el interior de aquella habitación. Pero al entrar la decepción se apoderó de la niña porque comprobó desconcertada que no había nadie en el interior: ni Sofía, ni Cristina.

Angustiada e impotente se dejó caer en la cama de Sofía y se echó a llorar sin saber ni por qué, ni lo que hacer a partir de ese momento. Entonces cogió la almohada y la abrazó muy fuerte para liberarse de toda la presión que tenía acumulada. Siguió llorando un tiempo y al mirar hacia el cabecero de la cama descubrió una hoja de papel doblada. Aquello la extrañó y con mucho cuidado la recogió la leyó tras haberla desplegado.

Hola cariño:

Soy yo, mamá. Todavía no sé muy bien por qué te estoy escribiendo esto, ¿sabes?. Sé que aún no has nacido y que tardarás mucho tiempo todavía en aprender a leer… Sé que nunca podrás leer esto que te escribo pero, me da igual, necesito escribírtelo. Necesito hablar contigo, cariño. Porque no estoy segura de si alguna vez lo podré hacer mirándote a la carita…

Tu mamá está triste, seguro que lo has notado. Ahora mientras te escribo estoy tocando mi tripa, te estoy tocando a ti; y te siento dentro de mí. Estoy triste, mi amor, porque no creo que ninguna de las dos nos merezcamos nada de lo que nos está pasando. Esto debe de ser una pesadilla de la que ninguna de las dos somos capaces de despertarnos…

Cada día que pasa tengo más ganas de verte, mi cielo… de ver tu carita, tus manos… Pero también tengo mucho miedo. No quiero que te separen de mí, no podría soportarlo. Eres mi vida y si algo malo te sucediera no tendría ningún consuelo posible. Puedes estar segura de que mamá te cuidará siempre y de que hará todo lo que esté en su mano para protegerte de cualquier mal que te aceche…

Y papá también, mi niña. Papá también te quiere mucho y seguro que se le caerá la baba cuando te vea. De tu padre no te he contado casi nada, ¿verdad?, sólo que te quiere. Papá se llama Javier y es el mejor padre que una niña como tú pueda tener…

No te inquietes, cariño. Mamá está llorando sí, pero ahora es de felicidad porque estoy recordando a papá. ¿No te he dicho que papá es muy guapo?… Pues lo es y a su lado cualquier cosa es maravillosa. Él es maravilloso y nos quiere mucho a las dos.

Ojalá estuviéramos ahora con él. Ojalá fuera todo diferente…

Esta noche he tenido un sueño muy extraño. No te lo puedo explicar, no sé cómo ha pasado, pero el caso es que ya sé cual será tu nombre cuando nazcas. Papá todavía no lo sabe, pero seguro que estará encantado de que sea el que yo he soñado cuando se lo diga. Te podré el nombre de dos personas que son muy importantes para mí. Cuando nazcas te voy a llamar Elisa M…

La carta estaba inacabada.

Después de leer la hoja de papel, María se sintió mal, muy mal. En su interior empezó a emerger un sentimiento de culpa acusado. Tenía la impresión de ser un ladrón que hubiera robado una de las joyas más valiosas del mundo. Ella había profanado la carta que Sofía le había escrito a su niña, y eso no tenía ningún tipo de perdón.

Mientras su culpabilidad se acrecentaba por momentos, decidió doblar la carta y volverla a poner en su sitio; de donde nunca debería haber sido sacada por ella. Ahora tendría que decírselo a su amiga y, dadas las circunstancias, preferiría que los últimos minutos de su vida nunca hubieran sucedido. No quería arriesgarse a que Sofía se enfadara con ella por hacer leído la carta, pero también sabía que no podría vivir con el cargo de conciencia de no contárselo…

Cuando el papel estaba casi colocado en su primitiva posición, la puerta de la habitación se abrió con prisa. María se asustó al sentirse descubierta y al comprobar quien era la persona que entraba fatigada al interior se levantó de la cama rauda a su encuentro, dejando caer al suelo la almohada que hasta entonces había estado descansando encima de sus piernas.

Sofía avanzaba con paso lento por la habitación y al acercarse María la sonrió dulcemente con la expresión cansada.

María lloraba por sentirse una mala persona y con cierta timidez acabó de recorrer el espacio que la separaba de su amiga. Miró a Sofía a los ojos y sintió que no era digna de hacerlo. Además la andaluza, con su embarazo más que evidente, cada día estaba más bonita. Ni siquiera lo grandes artistas habían podido plasmar en sus cuadros una belleza como la de Sofía.

Finalmente las dos se abrazaron y liberaron tensiones, cada una las suyas propias, mientras María entre sollozos decía:

—Lo siento… lo siento… no tenía que haberlo hecho… lo siento… perdóname…

Sofía se sintió extrañada ante el inexplicable comportamiento de su amiga. Sólo se la ocurrió abrazarla con más fuerza para que se callara y así transmitirle que fuera lo que fuera a lo que se estaba refiriendo, no había razón para pedirle perdón. Pero viendo que aquello no surtía el efecto deseado decidió susurrarle al oído:

—No te preocupes cariño, ¿te ha gustado lo que le he escrito a mi bebé?

Al abrazarla Sofía había visto que la carta que iba dirigida a su hija descansaba ahora encima del colchón sin la protección de la almohada. A eso debía estar refiriéndose María y, por supuesto, nunca podría enfadarse con ella por haberla leído.

—Es preciosa, de verdad —contestó María tragándose literalmente las lágrimas que surcaban su rostro.

Sofía sonrió un poco más y besó a la niña en la frente mientras con tono amable y tierno, como sólo ella podía expresar, la dijo:

—Venga, cálmate mujer. Que te pones muy fea cuando lloras. No me importa que la hayas leído, es más, tenía pensado enseñártela para que me ayudaras por si tenía algún fallo. Así que prefiero que la hayas visto tú sola para que me digas si tengo que cambiar algo.

María no podía hablar de la emoción que le estaban provocando las palabras de Sofía, así que se limitó a negar con la cabeza dando a entender que no había nada que hubiera que cambiar en la carta.

—Bueno pues por lo menos cuéntame como estás, cielo. Y deja ya de llorar que al final me vas a hacer que llore yo también.

Durante la siguiente hora las dos niñas se pusieron al día de todo lo que sabían y ambas se sintieron reconfortadas por el hecho de estar de nuevo juntas.

—¿Sabes que llevo unos días notándote un poco tontorrona? —preguntó Sofía.

María se ruborizó en un claro gesto de culpabilidad que no pudo ocultar a su amiga.

—No te estará pasando algo que no me has contado, ¿verdad? —insistió la andaluza.

—Pues verás… es que…

Sofía miró a María y sus grandes ojos ofrecieron cobijo a las inquietudes que atenazaban a la niña. María se sintió sin fuerzas para seguir ocultando durante más tiempo lo que la estaba matando por dentro.

—Lo que me pasa es que creo que últimamente estoy siendo más un estorbo para ti que una ayuda. Siempre he querido ayudarte en todo lo que necesites, pero me da la sensación de que estoy siendo demasiado agobiante.

—Pero, ¿qué estás diciendo María? —dijo sorprendida Sofía.

—Lo que oyes, cariño. Yo sé que tú nunca me vas a decir que te deje tranquila, pero está claro que tú necesitas tu espacio y que yo no te lo dejo. No quiero que te canses de mí y que llegue el día en que me aborrezcas por haber estado tan pegada a ti. Ya sabes que para mí eres la hermana que nunca he tenido y que te quiero con locura, pero tan malo es no tener a nadie que se preocupe por ti, como no poder separarte de un amigo pesado.

—Tú no sabes lo que dices —habló Sofía cada vez más atónica—. ¿Acaso tengo que decirte que eres mi mayor apoyo aquí? ¿O que si no fuera por ti seguramente ya habría cometido alguna locura? No sé que te pasa, pero no quiero que olvides nunca lo que te voy a decir: eres mi amiga, y lo vamos a ser siempre, ¿de acuerdo?

Durante unos segundos las dos niñas se quedaron en silencio mientras pensaban como continuar una conversación que había tomado en los últimos momentos un giro inesperado.

—A partir de ahora me gustaría saber cómo debo comportarme contigo porque no quiero que te enfades por nada de lo que haga o deje de hacer. Tú tienes la palabra.

—¿Que cómo quiero que te comportes? Pues como siempre. ¿Es que ha cambiado algo entre nosotras y yo no me he enterado? Mira, María, tú eres muy importante para mí y no tengo la intención de permitirme el lujo de perderte por ninguna tontería, así que dame un abrazo y júrame que vas a espantar esos pájaros negros que tienes en la cabeza y vas a seguir siendo la misma de siempre conmigo. Convéncete porque yo te necesito… y mi bebé también.

María sonrió levemente y asintió aún más sutilmente confirmando las palabras de su amiga. Se sentía culpable y aliviada a la vez. Culpable por haber preocupado a Sofía, y aliviada por las siempre amistosas palabras de la sevillana.

—Gracias. Muchas gracias, Sofía. Eres un sol, tú si que eres especial. No cambies nunca, por favor —agradeció la chica mientras ambas se fundían en un abrazo cargado de emotividad.

—Gracias a ti por apoyarme y preocuparte por mí siempre. Tú tampoco cambies, prométemelo.

María volvió a asentir.

—Me voy, cielo, que supongo que mi ausencia no habrá pasado desapercibida para las hermanas. Veremos que me invento ahora para justificar mi desaparición… Lo mismo me invento algún milagro para excusarme… además en un sitio como éste no debería ser raro ese tipo de cosas, ¿no?

Y ambas rieron por la nueva ocurrencia de María.

—Que bicho que estás hecha —bromeó Sofía.

—Cuídate mi niña, y gracias por lo que tú ya sabes. En cuanto que pueda me escapo y vengo a verte, ¿vale?

—Ven cuando quieras, que ya sabes lo mucho que me ayuda tenerte cerca. Y no vuelvas a pensar tonterías…

María desapareció rápidamente de la habitación de Sofía para que nadie la viera y para evitar posibles represarías tanto para ella misma como para la andaluza; a estas alturas más preocupada por la otra que por ella misma.

Sofía al sentirse sola en su habitación volvió a guardar la carta de su niña donde siempre había estado escondida y buscó bajo su colchón, metida entre las sábanas, su tesoro. Se lo quedó mirando y las lágrimas volvieron a aflorar en su precioso rostro. Lo besó mil veces, como llevaba haciéndolo desde que había llegado a Santa María Redentora, e incluso le habló en voz baja manteniendo un monólogo cargado de sentimiento.

Su tesoro también había sido un importante apoyo para ella. Menos mal que en su atropellada salida de Madrid había tenido tiempo de acordarse de él.