8
La mañana del sábado amaneció como todas las anteriores, aunque para algunos fuera distinta a cualquier otra. El tiempo había sido clemente con los ciudadanos de Madrid y les había regalado unas temperaturas agradables, que unidas al sol reinante hacían que apeteciera mucho salir a recorrer las calles de la urbe.
Ese día era frecuente encontrarse con algún turista de Bilbao, y es que por la tarde el Athletic jugaba un partido de liga frente al Real Madrid y eso se notaba. Los aficionados vascos aprovechaban así esta excusa para venirse a la capital y conocer los sitios más emblemáticos mientras esperaban la hora del encuentro. El fútbol volvía a ser un fenómeno de masas. Además, ambos equipos se jugaban el título de campeón de invierno, y aunque sólo fuera un mero formalismo a los dos les agradaba la idea de quedar líderes en la clasificación después de jugar la primera vuelta del campeonato.
La llegada del fin de semana anunciaba más trabajo de lo normal en la panadería de la familia Torres. El negocio seguía marchando estupendamente y los asiduos cada día aumentaban en número. Ya no sólo se ocupaban de una clientela fija, ahora los compradores eran mucho más variados. Incluso algunos decían venir de otros distritos de Madrid sólo porque el pan y los dulces que allí se vendían eran de los mejores de toda la ciudad.
Pero eso también significaba más pedidos y encargos. Y de eso podían dar buena cuenta tanto Eduardo como Javier. Para ellos los fines de semana eran los días en los que más trabajaban. Ambos habían mejorado ligeramente su relación: ahora se hablaban lo justo y así no tenían que discutir como antes. Los dos daban por bueno no tener que cruzar más de dos frases al día; cada uno por sus propias razones. De momento les iba bien así, así que para qué cambiar.
Para Javier aquel día fue de los más extraños que había vivido nunca. Al desprecio con el que le seguía tratando su primo Eduardo debía añadir el silencio que había tenido que aguantar de sus padres en las pocas veces que se había cruzado con ellos.
El chico había notado que su padre lo miraba con desprecio cada vez que coincidían en la panadería y la única vez que había tenido que hablar con él para que le aclarara un encargo, Joaquín le había hablado de manera seca y muy distante.
Por su parte Isabel miraba a su hijo con pena y tristeza, y Javier tenía la sensación de que cada vez que se cruzaba con él terminaba por llorar.
Por todo aquello agradeció que aquel día fuera sábado y hubiera más encargos que entre semana. Así podría estar ocupado y lejos de la panadería y, sobre todo, alejado de sus padres.
Pasadas las doce y media de la mañana, Javier regresó a la tienda de hacer uno de los encargos que más le había costado ya que la dirección donde debía entregarlo estaba equivocada y tuvo que andar más de lo previsto para llegar a la correcta. Por un segundo pensó en que el culpable de ese error hubiera podido ser Eduardo, siempre Eduardo, pero rápidamente desechó ese pensamiento porque no tenía ningún fundamento. Trató de descansar un rato sentándose en una silla, pero el alivio le duró poco porque Joaquín, sin mediar palabra, le dejó encima de la mesa una bolsa con pan y bollos y un papel con la dirección donde debía hacer la próxima entrega. Y sin más se marchó para cuidar el horno. Su madre atendía a dos señoras mayores y su tía estaba envolviendo una tarta de cumpleaños para otros clientes; a Eduardo no se le veía por allí, seguramente no hubiera vuelto todavía de su último encargo.
Para no caldear más el ambiente, el chico decidió descansar lo justo y llevar a cabo el encargo que le había dejado su padre. Se levantó de la silla y sin decir nada a nadie se marchó de la panadería camino de su nuevo destino.
Mientras caminaba por la calle no pudo dejar de pensar en Sofía. Hacía horas que no la veía, que no sabía nada de ella y, sin embargo, le parecían siglos enteros. Dudó entre hacer el encargo o dejarlo todo y dirigirse a casa de su amiga, pero prefirió no provocar más a Rafael Olmedo. Sabía que su presencia en el domicilio de la sevillana sólo podía reportarle problemas a los dos. De momento seguiría con el plan que le había propuesto su madre, al día siguiente podría intentar que las cosas se calmaran un poco.
Pensó que tenía muy mala suerte en la vida porque, aunque era verdad que ambos eran muy jóvenes para ser padres, pero lo cierto era que seguro que ambos hubieran sido muy felices criando juntos a ese inocente bebé. Cierto que la criatura que Sofía llevaba en su interior no tenía nada que ver con él, pero ya era también parte suya. A él no le importaría adoptarla, ser su verdadero padre siempre que Sofía lo aceptara. Ambos podrían haber sido muy dichosos junto a aquel bebé, pero una vez más el destino había vuelto a jugar con él… con ambos.
En todos estos pensamientos estaba metido cuando sintió que una mano le sujetaba por el hombro. Su primera reacción fue protegerse y al darse la vuelta para comprobar quién era la persona que lo retenía, se relajó al comprobar que le era sumamente conocida.
—Tranquilo Javier, que soy yo —dijo Mónica dándole dos besos a modo de saludo—. Chico, como vuelvas a cruzar un paso de cebra con esa parsimonia me parece a mí que no vas a llegar a la jubilación. Por poco no te ha pillado un coche. Tienes que tener cuidado, que hay mucho loco suelto en las carreteras.
Javier se sintió muy aliviado al ver la cara de su amiga sonriéndole. Ella lo miraba con la expresión simpática que siempre había tenido. Su pelo rubio platino brillaba a la luz del sol de Madrid. Siempre había tenido una palabra amable para él y al igual que Antonio, no recordaba haber discutido nunca con ella. Bien es cierto que para hacerlo tenías que tener muchas ganas de reñir, porque aquella chica parecía tener una paciencia extrema.
—Hola Mónica, ¿qué tal?
La chica le miró de arriba a abajo con desconfianza. Le notaba extraño, pero no podía decir que era lo que evidentemente no le cuadraba de su amigo. Algo había cambiado en él.
—Madre mía, cada día estás más raro —le dijo la chica.
Javier se limitó a mirarla con ojos perdidos sin contestarla. Debía reconocer que le alegraba haberse encontrado con ella, pero no tenía ninguna gana de mantener una conversación con nadie. No estaba atravesando el mejor momento de su vida y ese hecho hacía que ni siquiera los que eran sus amigos de verdad tuvieran un hueco entre las cosas que necesitaba para mejorar su delicada situación. Sinceramente no sabía qué cosas podían hacerle mejorar en esos momentos. Todo estaba negro, muy negro…
En vista de que Javier no se arrancaba, nada raro por cierto, Mónica decidió tomar una vez más la iniciativa de la conversación que más parecía un monólogo:
—Por cierto, ¿qué tal tú cita de ayer? ¿Se puede saber ya en qué consistía y con quién o todavía el pueblo llano debemos esperar para conocer el secreto?
Javier y Mónica se conocían desde hacía muchos años y el chico estaba seguro de que aquellas palabras de su amiga no encerraban ningún tipo de reproche ni mala fe. Mónica era así, decía las cosas tal cual la venían a la mente, pero no pretendía con ello hacer daño a sus amigos.
—Prefiero no hablar de ello —contestó Javier.
—¿Y por qué no me sorprende nada tu respuesta?
El chico se encogió de hombros y puso un gesto en su cara de no saber qué contestar a la pregunta de su amiga.
—¿Te han dicho alguna vez que eres como un libro abierto? —prosiguió Mónica en su intento de hacer hablar al chico—. Yo creo que ya sé lo que te pasa. Las mujeres tenemos un instinto especial para conocer lo que les sucede a los hombres. Tú te has enamorado… Sí, sí, tú te has enamorado y ayer en la primera cita las cosas no fueron muy bien, ¿a qué sí?
La cara de Javier era todo un poema ante las palabras que estaba escuchando de boca de su amiga. No se atrevía a interrumpirla, ya que la chica parecía tener muy clara su opinión sobre su situación y no escatimaba en argumentos.
—Pero no tienes que estar así por eso, hombre. Aunque ayer las cosas no fueran muy bien, tienes que pensar que a una chica no se la conquista en un solo día. Si quieres que te ayude, yo soy chica. Me puedes contar lo que creas que fue mal y yo te puedo aconsejar para que no vuelvas a meter la pata. Oye, por cierto, ¿la conozco?
Mónica le miraba con una sonrisa de oreja a oreja y Javier tuvo una extraña sensación al mirarla a los ojos: no tenía muy claro si lo que deseaba en ese preciso momento era echar a correr y huir de aquel lugar ó abrazarse a su amiga y comérsela a besos para agradecerle la ayuda que le estaba ofreciendo.
—Gracias, Moni —balbuceó Javier con el rostro rojo tras la última pregunta de su amiga—. Pero es que tengo que terminar el reparto de la mañana y ya se me está haciendo tarde. Otro día hablamos, ¿vale? Gracias por todo.
La sonrisa de la chica se acentuó todavía más. Negó lentamente con la cabeza como dando por perdido el caso de Javier y dijo:
—Vamos que no hay duda de que estás más enamorado que Don Juan Tenorio. Lo que no entiendo es a qué viene tanto misterio. Querer a una persona no es nada malo. Yo creo que nadie debería avergonzarse de sentir amor por otra persona, pero en tu caso la verdad es que es todo muy extraño.
La paciencia de Javier volvió a colmarse y su expresión mudó a una más agresiva. Todo el mundo parecía querer meterse en sus asuntos, y él precisamente lo que necesitaba es que le dejaran en paz. Sólo deseaba una cosa: ver a Sofía y no separarse de ella nunca más.
—Cállate —pronunció Javier bruscamente—. No tienes ni idea de lo que me está pasando, así que no hables de lo que no sabes. Por mucho que quisieras no podrías ayudarme. Nadie puede ayudarme.
Mónica se quedó helada ante las palabras de Javier. Su tono y su gesto expresaban claramente que el chico estaba muy enfadado. Quizá hubiera ido demasiado lejos en sus suposiciones. Eso era lo que tenía la amistad entre dos personas: que a veces uno intentaba implicarse demasiado en los problemas de otro y no se daba cuenta de que se estaba metiendo en un lugar que no le correspondía. La amistad era un don que había que saber utilizar en cada momento en su justa medida, porque si no sabías hacerlo podías acabar mal.
—Perdón, no quería molestarte —dijo al fin la chica disculpándose—. Sólo quería ayudarte. Lo siento.
En ese momento Javier también se sintió culpable. Sabía que se había pasado en la contestación que le había dado a su amiga, pero era mejor delimitar las cosas antes de que tuviera que arrepentirse de haber hablado demasiado. Su arrebato no tenía ningún tipo de disculpa. Mónica no se merecía algo así; tendría que compensarla nuevamente cuando todo se acabara; si es que alguna vez se acababa.
Sin más y un poco más calmado, Javier recogió las bolsas que había dejado en el suelo mientras hablaba con su amiga e hizo intención de reanudar su camino. Dio unos poco pasos cortos y se giró hacia el lugar donde aún estaba Mónica mirándole con expresión sorprendida. Al volverla a mirar sintió que se había equivocado al tratarla así; ella sólo pretendía ayudarle, pero últimamente todo el que le ofrecía su ayuda acababa regañando con él.
—Tengo que irme, Mónica… lo siento. Ya nos veremos.
Después de esto continuó su camino.
La chica todavía impresionada por lo que acababa de suceder sólo pudo acertar a decir en un suspiro:
—Sí, ya nos veremos.
Estaba segura de que Javier no la había escuchado, pero aún así repitió las mismas palabras otras vez con la esperanza de que se llegaran a cumplir.
El resto del día fue una tortura para los pies de Javier, que estuvieron paseando por las calles de Madrid hasta la misma hora del cierre de la panadería.
* * *
Aquella noche la cena fue como Javier se esperaba. En silencio tanto él como sus padres comieron lo que Isabel había preparado y no se oyó ni una sola palabra en el comedor. La situación era muy tirante. La tensión entre las tres personas se podía mascar en el ambiente.
Terminada la cena, Javier ayudó a su madre a recoger las sobras y cuando hubo terminado se marchó a su cuarto. No tenía ningún deseo de quedarse a solas con su padre en la misma habitación porque sabía que Joaquín aprovecharía hasta el último segundo de que dispusiera para seguir machacándole con sus ataques.
Ya en su dormitorio lo primero de hizo fue buscar la carta de Sofía y volverla a leer. Necesitaba tener algo de ella para sentirla cerca, aunque también sabía que recordarla era sinónimo de pasar un mal momento. Aún así la leyó y no pudo evitar que las lágrimas volvieran a hacer acto de presencia en su rostro. La quería, la quería demasiado.
De repente unos toques en la puerta sobresaltaron a Javier. Deseó con todas sus fuerzas que la persona que llamaba no fuera su padre y tras guardar la carta de Sofía en la mesilla preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, cariño —contestó Isabel—. ¿Puedo pasar un momento?
Un alivio enorme, eso es lo que sintió Javier al escuchar la voz de su madre por detrás de la puerta. Con ella no tenía ningún problema, siempre lo había apoyado en todo y estaba seguro de que siempre lo apoyaría, pasara lo que pasara en su vida.
Se sentó en la cama e hizo pasar a su madre confirmándole el permiso de entrada a su cuarto.
Isabel se encontró a su hijo con la mirada perdida en algún punto de la ventana de su habitación. Notó por la expresión de Javier que había estado llorando y ella misma sintió una punzada en su corazón al tener la seguridad de que su hijo estaba sufriendo.
—Hoy no has hablado nada —dijo en tono dulce.
Javier giró su cabeza hacia su madre, que ahora estaba sentada a su lado. Intentó sonreírle, pero su voluntad sólo consiguió un amago de mueca que acentuó más la patética imagen que estaba ofreciendo a su madre.
—¿Y para qué voy a decir nada? Si todos debéis considerarme un monstruo por lo que he hecho.
El tono de las palabras de Javier describían perfectamente su estado de ánimo. Eran los vocablos que pronunciaba cansados en su forma y en su entonación, además de arrastrados en su pronunciación. La sensación que daba el chico al escucharlo era de que no tenía ninguna motivación por la que seguir luchando. Estaba cayendo, poco a poco, en un abismo que no parecía tener fondo a la vista.
—Eso, ¿lo dices por tu padre? —preguntó Isabel.
Javier guardó silencio.
—No le des tanta importancia a su reacción —continuó Isabel ante el mutismo de su hijo—, que ya sabes como es tu padre. En algunas cosas es un poco bruto, eso lo sabemos los dos, pero también es verdad que te ayudará en todo lo que pueda.
La tentativa de Isabel era buena, pero no convenció a Javier para cambiar de opinión. La madre se dio cuenta e intentó convencerlo concluyendo:
—Además, en cierto modo me tienes que reconocer que la reacción podría estar justificada ya que la noticia que nos diste no nos la podíamos esperar ninguno de los dos. No te digo que estuviera bien lo que hizo, pero que sus razones tenía sí.
Javier, entonces, se olvidó de todo lo que le estaba reteniendo en la cordura y se echó a llorar como un crío. Miro a su madre con ojos cristalinos provocados por las lágrimas de su llanto y la cogió por las manos apretándolas con fuerza, fruto de la rabia que se debatía dentro de su ser.
—Yo quiero mucho a Sofía, mamá —imploró desesperado el chico—. Haría cualquier cosa por ella, ¿sabes? Sólo puedo pensar en ella y en el bebé. Quiero ayudarla, ayudarles a los dos… pero también tengo mucho miedo de lo que el señor Olmedo pueda hacerle.
El sufrimiento de Javier quedaba patente cada segundo que pasaba. Sus palabras eran sinceras y provenían del fondo de su corazón. No cabía ninguna duda de que estaba hablando de veras.
—Pues claro que quieres a Sofía, Javier —dijo Isabel—. Y no sólo desde que te dijo que estaba embarazada, ¿verdad? Tú la quieres desde hace mucho tiempo. Había que estar muy ciego para no darse cuenta que los dos estabais muy a gusto el uno con el otro. Ella es una niña preciosa y muy buena; nos lo ha demostrado siempre. Pero tú, tú tenías que haber sido más valiente y haberle declarado lo que sientes por ella mucho antes.
Una vez más las frases de Isabel tenían toda la razón posible. Javier no recordaba que nunca hubiera fallado en sus consejos. Y una vez más, con la rabia de no haberlo hecho antes, tuvo que reconocer que otro gallo le habría cantado si hubiera seguido el consejo de su madre.
—De todas formas tú ahora lo que tienes que hacer es estar tranquilo y dejarnos que tu padre y yo hablemos con el padre de Sofía para ver si podemos entre todos ayudaros con el bebé. Yo ahora voy a hablar con tu padre para intentar calmarle un poco y mañana domingo aprovechando que cerramos a mediodía iremos a ver al señor Olmedo para intentar hablar con él.
Aquellas intenciones de Isabel devolvieron en parte la ilusión a Javier. Su madre siempre lo había apoyado en todo y estaba claro que siempre lo haría. Isabel era mucho más que una madre.
Entonces Javier soltó las manos de su madre y la abrazó como hacía años que no ocurría. Más de una vez Isabel le había reprochado que era muy despegado y muy poco cariñoso, pero ahora sólo se le ocurría esa manera de agradecerle todo lo que se estaba preocupando por él.
—Muchas gracias mamá —dijo cuando terminó el abrazo—. No sé qué habría sido de mí sin ti.
Isabel le sonrió dulcemente y le abrazó de nuevo. No pudo contener las lágrimas al darse cuenta de que su pequeño niño se había convertido ya en todo un hombre. Había crecido demasiado deprisa; y encima iba a ser padre. Recordó todo lo que había pasado cuando Javier era pequeño y dio por buenos todos los malos ratos que habían ocurrido en su niñez. Al fin y al cabo había logrado sacarlo adelante y lo había educado de la mejor manera que pudo. Le había dado momentos malos y también buenos, pero había algo que nunca podría cambiar: Javier era su hijo y lo querría siempre.
El chico se zafó del abrazo de su madre y la miro a los ojos. Notó que estaba llorando y bajando la cabeza habló en un tono que pareció más una súplica que una simple petición:
—Mamá, por favor, haz todo lo posible para que a Sofía y al bebé no les pase nada. Prométemelo, por favor…
Durante unos segundos ambos se quedaron en silencio mirándose el uno al otro. No había palabras que decirse. Los dos tenían claro que lo más importante era que la niña y su bebé estuvieran bien. La respiración de ambos era el único sonido que rompía el silencio reinante en el cuarto de Javier.
—Claro que sí, cariño. Te lo prometo —contestó Isabel emocionada—. Tú no te preocupes por eso… ¡Ay Javier!, nunca llegarás a entender lo que te va a cambiar la vida desde este momento. Lo que todavía no entiendo es como os ha podido pasar, si los dos sois unos chicos muy responsables.
Javier prefirió guarecerse en la protección que le ofrecía el silencio y no contestó a su madre. De momento, y sólo además de Sofía, era el único que sabía que ese bebé no era suyo. De momento debía seguir siendo así.
Isabel dio por terminada la conversación. Se levantó de la cama seguida del chico. Entonces le dio un beso en la cara y se dirigió a la puerta mientras su hijo la seguía con la mirada desde el lado opuesto de la habitación.
—Buenas noches, cariño —le dijo antes de marcharse—. Trata de dormir un poco porque tienes muy mal aspecto y cada día se te nota más cansado.
Javier la sonrió forzadamente y la puerta se cerró tras ella.
Otra vez solo en su habitación, recorrió el cuarto como un condenado en su celda. No tenía sueño, lo había perdido durante los últimos días y era consciente de que tumbarse en la cama e invocar al dios Morfeo era algo inútil en aquellas circunstancias, al menos para él. Así que tras varias vueltas en redondo decidió abrir la ventana y apoyarse en ella mientras veía la calle y el aire fresco traspasaba cada poro de su piel.
Ya era tarde y eso se notaba en que la calle estaba prácticamente desierta. Sólo algún vecino que sacaba a su perro rompía la tranquilidad absoluta que reinaba en el edificio de Fray Luis de León. Como en la tierra no había nada interesante que observar, Javier dirigió su mirada al cielo. Allí decenas de estrellas brillaban intermitentemente sobre el firmamento de Madrid. Aquellos puntos de luz tan distantes y, a la vez, tan cercanos le sirvieron de evasión momentánea; y el chico quedó durante unos minutos hipnotizado ante ellos.
Pero su mente abandonó las estrellas y regresó a un punto menos equidistante de su realidad reciente. Javier volvió a pensar en Sofía: en sus ojos, en su cara, en su risa, en su voz. Todo le seguía pareciendo precioso en ella, pero ahora tenía la sensación de que esas cosas estaban más lejanas de él que aquellas estrellas que había estado observando. Maldijo su mala suerte y pensó que no era justo lo que le estaba pasando, aunque menos justo aún era por lo que tendría que pasar Sofía por culpa de aquel italiano.
Y entonces sitió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Fue un solo segundo, pero suficiente como para darse cuenta de que algo malo presentía esa sensación. En ese momento Javier no supo lo que podía significar realmente, pero le pareció que no podía achacarse a la coincidencia aquel hecho. Él estaba pensando en Sofía y había sentido el escalofrío; definitivamente no podía ser casualidad.
Durante unos segundos se dedicó a intentar averiguar la razón por la que su sexto sentido le había puesto en guardia. Recordó haber leído una vez en algún periódico que se habían dado casos de personas que tenían una especial habilidad para sentir cosas que podían pasar a su alrededor. Estas personas decían tener una sensibilidad extrema que les permitía saber cuándo algo iba a suceder. Ellos no podían decidir qué tipos de cosas iban a presentir y la mayoría de las veces solían ser desagradables sucesos. Al parecer este tipo de personas eran más receptivas a las penas que a las alegrías. Muchos decían desear que ese extraño don desapareciera de sus vidas y otros inclusos afirmaban que hubieran sido más felices si nunca hubieran tenido la facultad de poder ver esas revelaciones. En su día Javier no entendió esas palabras de aquellas personas, pero en ese momento y encerrado en su habitación empezó a compadecerlos. Ahora sí que los comprendía perfectamente. Él acababa de saber que había sentido algo raro en su ser y estaba seguro de que tenía que ver con Sofía y con el bebé; y sobre todo, que no era nada bueno.
De repente volvió en sí de sus pensamientos y sintió que un profundo miedo se estaba apoderando de él. Sus manos temblaban ostensiblemente y su cabeza parecía querer estallar desde lo alto de su cuerpo. No supo a ciencia cierta si es que llegó a marearse, porque durante unos segundos todo cuarto empezó a darle vueltas. Se sentía muy mal y sólo se le ocurrió salir al pasillo en busca de su madre. Ella era la única que podía ayudarle. Seguro que con algún medicamento haría que se le pasara el malestar que estaba sufriendo.
Salió de su habitación como un toro desbocado y sudando de manera exagerada. Estaba siendo el protagonista de un episodio de ansiedad máxima que no parecía querer abandonarle. Miró a ambos lados del pasillo y frenó en seco su ímpetu al comprobar que ya no había ninguna luz en la casa. Supuso que sus padres ya se habrían ido a dormir. Desconocía cuanto tiempo había pasado desde que su madre lo había ido a visitar a su habitación, pero desde luego parecía haber sido el suficiente para que ya no quedara nadie despierto.
Decidió, entonces, no despertarlos. Isabel ya tenía demasiados problemas en la cabeza como para irle a las tantas de la madrugada con más. Ya la estaba dando demasiados quebraderos de cabeza y, en cierto modo, se sentía culpable de ello. Así que dio media vuelta y volvió a encaminar sus pasos hacia su cuarto. Cerró la puerta con cuidado tras él para evitar hacer ruido y volvió a introducirse en la oscura soledad que le ofrecía su habitación.
Vagó durante unos minutos por sus dominios y cuando el aburrimiento y el cansancio pudieron con él se tumbó cuan largo era en su cama. Desde allí se fijó en el techo y supo, una vez más, que aquella noche tampoco iba a poder dormir.
* * *
La mañana del domingo se presentó a los madrileños con un sol espléndido. El tiempo parecía querer acompañar a todo aquel que quisiera pasearse por las calles de la capital, pues también corría una brisilla muy de agradecer.
Los domingos no había reparto en la panadería de los Torres, así que Javier no tuvo que levantarse pronto ese día. Tampoco le hubiera importado madrugar porque la verdad es que no había dormido nada en toda la noche. Él se quedó en casa mientras sus padres trabajarían media jornada. Por la tarde llegaría la prueba de fuego: después de comer irían a visitar a Rafael Olmedo y a su hija.
En contra de lo que pudiera parecer, ese domingo la panadería estuvo menos frecuentada de lo habitual. No hubo aglomeraciones como otras veces y tanto Isabel como Rocío se bastaron para atender a la clientela sin necesidad de ayudas extraordinarias.
A las tres menos cuarto en punto de la tarde cerraron las puertas de la panadería ya que llevaban cerca de media hora sin que entrara nadie y creyeron innecesario seguir teniendo abierto hasta las tres, que era la hora normal de cierre los domingos. Rocío fue la primera en terminar la caja de la pastelería y se marchó rápidamente con la excusa de que tenía muchas cosas que hacer en su casa. Joaquín e Isabel se quedaron para dejar todo recogido.
—Deberíamos darnos prisa con esto para poder irnos a comer pronto —dijo Isabel a su marido—. Tenemos que intentar que no se nos haga muy tarde para ir a hablar con el señor Olmedo.
A Joaquín no le había hecho mucha gracia la idea que había tenido su mujer de visitar al editor, pero era consciente de que aquello era algo que podía retrasar en el tiempo las veces que quisiera, aunque más pronto o más tarde acabaría teniendo que hacerlo. El tema a tratar era bastante delicado y la perspectiva que se vislumbraba poco esperanzadora, pero aun así debían hacerlo.
—Está bien, voy a la trastienda a dejarlo todo recogido por allí y nos vamos, ¿de acuerdo?
Isabel le dio su consentimiento con un movimiento de su cabeza y Joaquín desapareció por la puerta que daba a la otra habitación.
Para asegurarse de que ningún cliente rezagado llegara y pudiera entretenerles a esas horas, Isabel cerró la puerta de la entrada por dentro y echó ligeramente la reja para dar la sensación de que la panadería estaba cerrada. Como Joaquín todavía no había vuelto de la trastienda la mujer se dedicó a colocar un poco las cestas que descansaban en el mostrador. Al terminar se puso a barrer el suelo para dejarlo todo preparado para el día siguiente y a colocar los botes de cereales en la estantería. Joaquín no debía tardar ya.
En ese instante tres formidables golpes sonaron en la puerta como tres truenos e hicieron que Isabel se asustara dejando caer la escoba que tenía entre las manos. Tras respirar hondo y recuperarse del susto que acababa de recibir, se dirigió con paso firme hacia el lugar de donde provenían los golpes. Al llegar a la puerta se quedó un tanto sorprendida por la figura que se encontraba al otro lado del cristal.
Allí esperaba un hombre, más o menos de su misma edad, pero con un porte inigualable. Era alto, de complexión fuerte, tenía un bigote perfectamente cuidado y unos ojos negros inquietantes. Vestía un traje negro con corbata y una gabardina oscura que parecía conjuntar a la perfección con el resto de su indumentaria. Pero lo más extraño era su expresión. Para nada parecía un cliente al uso.
—Lo siento señor pero ya hemos cerrado —dijo Isabel desde dentro de la panadería—. Si quiere algo vuelva usted mañana, por favor. Gracias.
Pero el hombre no se marchó. Muy al contrario se quedó quieto observándola con cierto aire de superioridad. Esto puso muy nerviosa a Isabel que intentó sin éxito sostener la mirada de aquel desconocido.
—No se preocupe, que no vengo a comprar nada —dijo por fin el hombre. Isabel no encontraba límites a su asombro. Buscó con la mirada a su marido, pero no lo encontró en la panadería; debía seguir en la trastienda ajeno a todo lo que estaba ocurriendo fuera. Intentó hacerse la fuerte y contestó al desconocido secamente:
—Pues si no ha venido a comprar nada quizá se haya equivocado de establecimiento.
El hombre sonrió de forma sarcástica y mostró una perfecta dentadura blanca como la nieve. Se sentía superior a aquella mujer y lo demostraba cada segundo que pasaba. Estaba jugando con ella y se sentía bien mientras lo hacía.
—Pues yo creo que estoy en el sitio correcto —dijo arrastrando las palabras.
En ese momento Isabel perdió la poca paciencia que le quedaba y se dio media vuelta intentando dejar plantado en la puerta a aquel misterioso hombre.
—Es usted la madre de Javier, ¿verdad? —soltó de improviso el hombre sabiendo perfectamente lo que decía.
Isabel se quedó paralizada ante aquella pregunta y sin pensárselo dos veces volvió a dirigirse con pasos rápidos hasta el lugar donde esperaba el hombre. El gesto de enfado de la mujer contrastaba con la indiferencia que mostraba aquel individuo. No parecía importarle el hecho de que la conversación que le había llevado hasta el número siete de la calle Mallorca se demorara más de lo previsto. Había supuesto que a esas horas todavía estaría abierta la panadería, pero aquel pequeño fallo de cálculo no lo iba a amedrentar. Podía esperar lo que fuera necesario, lo que tenía que decir dejaría muy claras algunas cosas.
—¿Quién es usted? —preguntó Isabel—. ¿De qué conoce a mi hijo?
El hombre volvió a sonreír con ese gesto tan absurdo que ponía cuando se sabía dominador de la situación. A Isabel empezaron a dolerle las entrañas pensando en cuál podría ser la relación que uniera a su hijo con aquel individuo.
—Verá señora, su hijo es amigo de mi hija… y ahora ambos tienen un grave problema.
Al escuchar eso Isabel dejó caer, sin querer, el bote de cereales que sostenía en sus manos provocando un gran estrépito. Casi sin tiempo para reaccionar abrió la puerta de la tienda, al tiempo que decía:
—Entonces usted es…
—Rafael Olmedo, señora —declaró el hombre—. Y perdone por lo de la lata. No pensé que mi presencia en esta tienda fuera a causar algún destrozo.
Isabel se disculpó ante su torpeza y mientras recogía el bote que afortunadamente no se abrió tras el impacto con el suelo, invitó al señor Olmedo a pasar a la panadería.
En ese momento Joaquín salió de la trastienda alertado por el ruido que había ocasionado la lata y se encontró de cara con el desconocido.
—¿Puedo saber quién es usted? —dijo con tono seco.
Ambos hombres se miraron durante unos segundos escrutándose mutuamente. El señor Olmedo sintió un cierto desagrado ante la posibilidad de tener que volver a presentarse con el que suponía que era el padre de Javier.
—Cariño, éste es el padre de Sofía —contestó Isabel.
Joaquín lo volvió a mirar con desconfianza. Conocía a su hija y la primera impresión que tuvo del padre fue que era mucho más estirado que la niña. Aún así tendió la mano al visitante, gesto que fue correspondido por el otro hombre.
—Encantado —dijo Joaquín—. Creo que es mejor que pasemos a la trastienda. Sígame.
—Igualmente. Rafael Olmedo —contestó sin mucho convencimiento Rafael—. Y no se molesten, seré muy breve. Supongo que ya sabrán de qué asunto he venido a hablarles.
Durante unos segundos el silencio fue el único testigo de aquella reunión entre los padres de Javier y el padre de Sofía. El futuro de ambos estaba por decidirse en aquel lugar y ninguno de los implicados estaba presente.
—Supongo que su hijo les habrá puesto al corriente de la situación —prosiguió el hombre—. Yo, por mi parte, he estado pensando en todo lo que ha pasado y he creído que lo mejor era verles y hablarles cara a cara. Estas cosas no pueden aclararse por teléfono.
—Nosotros también hemos pensado en lo ocurrido desde que nos lo contó Javier y sentimos mucho lo que ha pasado porque los chicos son todavía muy jóvenes para enfrentarse solos a una cosa así —dijo Isabel en tono conciliador—. Por eso creemos que sería bueno para ellos que usted y nosotros estuviéramos unidos para poder ayudarlos en todo lo que podamos.
Rafael Olmedo miró a la panadera con cierto aire de curiosidad. Las palabras de Isabel encerraban una buena voluntad, pero no era lo que él esperaba. Así que exagerando mucho su gesto de sorpresa contestó a sus oyentes:
—¿Ayudar? ¿Ayudar a qué? Mire señora, su hijo ha arruinado la vida de mi pequeña y eso es algo que no le voy a perdonar nunca. Debería arrepentirse por lo que ha hecho. Ha dejado a mi hija sin un futuro por su culpa. Vergüenza debería darle mirarse al espejo siquiera.
Las últimas frases fueron pronunciadas por el padre de Sofía en un tono de claro enfado contra el que él creía culpable de aquella situación. Tanto Joaquín como Isabel notaron la creciente ira que se iba adueñando de las palabras de aquel hombre y ambos temieron que la conversación pudiera acabar mal.
—Tranquilícese, señor Olmedo —trató de mediar Joaquín—. A nosotros tampoco nos ha gustado la idea de que los chicos vayan a ser padres tan pronto, pero no podemos dejar que eso nos impida poder ayudarles en todo lo que nos sea posible para hacerles todo más fácil. Además lo más importante de todo es que ellos dos se quieren. No hagamos que los chicos lo pasen peor por nuestra culpa. Los padres debemos estar junto a nuestros hijos para ayudarlos en todo lo que podamos. Ellos se equivocan, claro que se equivocan, como nos equivocamos usted o yo a su edad. Y es ahí donde tenemos que estar los padres para tratar de corregirles y conseguir que no vuelvan a cometer esos errores.
Isabel se sintió orgullosa como hacía mucho tiempo que no se sentía al escuchar aquel alegato de boca de su marido. Bien era cierto que en los últimos días no había hablado prácticamente nada con Javier, pero lo que acababa de decirle al padre de Sofía dejaba claro que aún le seguía importando lo que le pasara a su hijo.
—¿Que se quieren? —preguntó con sarcasmo Rafael Olmedo—. ¿Qué sabrán ellos lo que es querer? Pues miren como han acabado por quererse tanto. No me malinterpreten con esto que les voy a decir pero, ¿ustedes verdaderamente creen que el hijo de un panadero es lo que yo había pensado para mi hija? No se ofendan, pero Sofía aspira a mucho más.
—Señor Olmedo —saltó Joaquín—. No le consiento que nos hable de esa manera a mi mujer y a mí. Todos estamos nerviosos y preocupados por la situación, pero no creo que sea excusa para que nos perdamos el respeto.
Rafael Olmedo miró a uno y a otro con gesto de superioridad. No pensaba cambiar ni un ápice su discurso. Tenía las cosas muy claras antes de llegar a la panadería y nadie le haría replantearse su posición con respecto al embarazo de su hija.
—Miren —habló—, ese desgraciado que tienen por hijo a arruinado la vida de mi pequeña y les juro que se arrepentirá de lo que ha hecho, porque yo mismo me encargaré de que no se le olvide nunca.
En ese momento el llanto de Isabel era ya inconsolable. Había estado escuchando el diálogo entre los dos hombres, pero su resistencia se había consumido. Las duras palabras del padre de Sofía hicieron que la rabia también se apoderara de ella.
—Pero, por Dios, ¿qué está usted diciendo? —suplicó la mujer.
—Oiga, le agradecería que cuidara usted las formas —advirtió severamente Joaquín—. No le consiento que nos amenace. Puede que yo sea un simple panadero, pero me parece que me sobra lo que a usted parece faltarle: educación.
El cruce de frases amenazantes fue inevitable. El vaso de la paciencia de ambas partes había rebosado con mucho. Ya no había marcha atrás en las acusaciones mutuas que se dedicaban los unos a los otros.
—Procuren asegurarse de que el monstruo de su hijo no se acerque lo más mínimo a Sofía —dijo Rafael en tono amenazante—. Y más les vale que lo consigan porque como tenga que encargarme yo de hacerlo, les juro que no la volverán a ver más en toda su vida.
El enfado de Isabel ya no conocía límites. Aquel hombre, que se había presentado en su tienda arrasando con todo, no era el padre que ella había imaginado para Sofía. No tenía nada que ver con la niña; eran totalmente distintos en cuanto a sus formas y sus maneras. En ese momento se sintió extraña, porque deseó que Sofía estuviera allí y oyera hablar de esa manera a Rafael Olmedo.
—¡¡¡Haga el favor de irse inmediatamente de la panadería!!! —dijo Isabel con furia.
Rafael Olmedo sostuvo durante unos segundos la mirada rabiosa de la mujer. El tenso silencio sólo hacía aumentar el nerviosismo entre las personas presentes en aquella tienda.
Entonces con aire altanero y con una absurda sonrisa, el señor Olmedo se dio media vuelta y sin decir nada se encaminó lentamente hacia la puerta. Y cuando todo parecía indicar que se marcharía sin más, en el quicio de la puerta se volvió hacia Joaquín e Isabel y le dijo:
—Buenos días, señores. Espero no tener que verles nunca más.
Y sin más se marchó de la panadería.
Pero ocurrió algo que nadie de los presentes había previsto. A pocos metros de la entrada de la tienda, Rafael Olmedo se cruzó con Javier. El chico iba a la tienda para ayudar a sus padres para recoger y así poder comer rápido ya que todavía pensaba que esa tarde irían a visitar a Sofía. Ambos se miraron durante unos segundos, pero no se dirigieron la palabra. Javier fue a decirle algo al padre de su amiga, pero éste al ver que el chico pretendía dirigirle la palabra cruzó apresuradamente la calle y se perdió por una esquina.
Un repentino pensamiento recorrió la cabeza de Javier: el señor Olmedo venía de la panadería y, muy probablemente, no de comprar pan. Entonces recorrió los metros que le faltaban hasta la tienda y entró en ella corriendo. Allí se encontró a su madre llorando desconsoladamente y a su padre abrazándola. En ese momento lo que quedó ninguna duda de que el hombre había estado allí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el chico asustado—. ¿Habéis visto al padre de Sofía? Yo me lo acabo de encontrar ahí fuera, ¿ha estado aquí?
Isabel al escuchar la voz de su hijo se soltó de los brazos de su marido y se abrazó a él llorando desconsoladamente. Javier la correspondió y buscó con su mirada a su padre para que éste le pudiera aclarar lo sucedido.
—Sí, Javier, el señor Olmedo ha estado aquí —respondió Joaquín—. Y mira lo que ha provocado.
Aquella pesadilla cada vez se estaba haciendo más insoportable para Javier. Una vez más el plan que tenía su madre se había venido abajo. Él estaba muy ilusionado con esa visita que tenían planeado hacer a Sofía porque guardaba la esperanza de que entre sus padres y él pudieran convencer al padre de su amiga de que les dejaran ayudarles. Pero esa inesperada aparición, y las consecuencias que parecía haber traído aquella visita, hacían imposible cualquier mínima posibilidad de acercamiento entre ambas partes.
—Y tú, Isabel, trata de calmarte un poco —dijo Joaquín—, que así no vamos a conseguir nada.
Aquella historia se estaba complicando mucho más de lo que Javier había podido prever cuando decidió hacerse cargo de una responsabilidad que no era suya hacía unos días. Nunca pensó que las cosas se fueran a torcer de aquella manera. Esperaba que los padres de ambos estuvieran de acuerdo en que lo primero era ayudarlos a que todo fuera bien, pero no contó con que cada persona es un mundo y que sólo en las situaciones límite, como ésta, es cuando conoces realmente a una persona.
—Pero, ¿qué ha pasado? —volvió a preguntar Javier—. ¿Cómo están Sofía y el bebé?
Isabel cogió la cara de su hijo entre sus manos y el chico vio en su madre el rostro de la tristeza reflejada en aquella mujer que un día le dio la vida. Y al mirarla el chico tampoco pudo evitar derramar algunas lágrimas. Nunca había soportado ver a su madre sufrir, y pensar que en esta ocasión lo estaba pasando mal por su culpa le hacía sentirse muy mal.
—Cariño, no sabemos nada de Sofía y del bebé —dijo a duras penas Isabel—. su padre sólo se ha limitado a amenazarnos a todos. Pobre niña, ese señor es un monstruo.
Y seguidamente volvió a abrazarse a su hijo llorando inconsolablemente.
Javier reaccionó con enfado a lo que su madre le acababa de relatar. Por un momento había pensado que aquella visita podía haber tenido un resultado distinto, pero al parecer los obstáculos para la felicidad entre Sofía y él seguían interponiéndose en su camino.
—Pues, ¿sabéis lo que os digo? —dijo enérgicamente Javier—. Que ya no aguanto más. Me voy a ir a casa de Sofía ahora mismo y me la voy a traer conmigo, aunque tenga que secuestrarla. Esta claro que nadie tiene muchas ganas de ayudarnos. Pues ya nos apañaremos nosotros solos.
Isabel lo miró con desesperación. Sabía que su hijo podía hacer cualquier cosa en ese momento. Pero después de las palabras de Rafael Olmedo no podía permitir que un momento de ofuscación del chico pudiera desembocar en una situación de consecuencias desconocidas.
—¿Ah, sí? —gritó su padre—. ¿Y qué piensas hacer después? ¿Has pensado en cómo vais a vivir los dos solos? ¿Dónde pretendes vivir con ella y con el bebé? Si ni siquiera sabéis cómo llevar una casa. Anda y no digas tonterías.
Javier lo miró desafiante mientras mudaba el gesto hasta convertirlo en una auténtica representación de lo que se podía entender por malestar total por las acusaciones de Joaquín. Estaba claro que tenía razón en todo lo que le estaba diciendo, pero a Javier le hubiera gustado que en vez de echarle en cara todo aquello le hubiera ayudado a buscar una solución al problema que cada vez se estaba haciendo más complicado de resolver.
—Y eso sin contar con que tendrás que buscarte un trabajo para mantener a tu familia —prosiguió Joaquín—. Y tendrá que ser un trabajo bueno porque los gastos de un niño no son pocos, y ya sabes que aquí en la panadería no podrías sacar lo suficiente para hacerlos frente. Así que si de verdad lo tienes decidido ya puedes ir empezando a buscar.
—Lo haré, no me importa —replicó Javier—. No se me van a caer los anillos por hacerlo, ¿qué te crees? Sofía y el bebé valen mucho más que eso y si tengo que sacrificarme por ellos lo haré, te guste a ti o no.
Hasta ese momento Isabel había estado callada, pero no pudo aguantar más la enésima discusión entre su hijo y su marido. Aún con restos del llanto que había tenido minutos antes, miró a Joaquín y le hizo un gesto para que no contestara a las últimas palabras de Javier. Después se volvió hacia su hijo y le tomó las manos con las suyas, apretándolas firmemente.
—Cariño, en estos momentos es mejor que no hagas ninguna tontería que pueda agravar la situación. Las cosas ya están demasiado complicadas como para que tú empeores todo. Es mejor que nos tranquilicemos todos y pensemos en la manera de solucionar esto.
Una vez más Isabel ponía la cordura en la familia en los momentos delicados. Javier volvió a dar las gracias a Dios por tenerla como madre.
—Tu madre tiene razón —dijo Joaquín cogiendo las llaves para cerrar—. Es mejor que ninguno hagamos una tontería de la cual luego nos tengamos que arrepentir más adelante. Vamos a cerrar y vámonos a comer, que ya va siendo hora.
Sin nada más que hablar los tres cerraron la tienda.
* * *
El trayecto hasta la casa y la posterior preparación de la comida fueron dos momentos tensos en la familia Torres. El silencio se apoderó de los tres y ninguno quiso abandonar sus pensamientos para hablar con los demás.
Javier sólo tenía en su mente la imagen de Sofía despidiéndose de él en el portal de su casa. Aquellos ojos, aquella cara no se escapaba de su memoria. Pensaba en lo feliz que podría hacerla si su padre le permitiera verla. Ella seguro que querría verlo a él. En ese momento daría lo que le quedaba de vida por volverla a ver y por poder abrazarla. Además tenía claro que no perdería la oportunidad de declararle todo lo que sentía por ella y de comérsela a besos. Simplemente la necesitaba para seguir viviendo.
Por su parte Isabel y Joaquín seguían dándole vueltas a las posibilidades que tenían de arreglar el asunto con Rafael Olmedo. Aquella visita que les había hecho no auguraba un futuro fácil, pero bien era cierto que la situación también le afectaba a ellos. No podían quedarse indiferentes ante lo que estaba sucediendo con Sofía y con su hijo.
El primer plato consistente en sopa fue consumido por los tres en el más absoluto silencio. Esta vez ni la radio fue encendida para escuchar las noticias, como solía ser habitual. Todos parecían mirarse de reojo pendientes de los movimientos de los otros, pero ninguno decía nada.
Ya bien entrado el segundo plato, Javier decidió exponer una idea que le había surgido en la panadería mientras discutía con su padre. Era consciente de que ese momento sería el prólogo de otra riña con su progenitor, pero creyó que era conveniente hacerlo.
—Ya sé lo que voy a hacer —dijo rompiendo el silencio—. El día que fui a merendar a casa de Sofía, el señor Olmedo me dijo que como sabía que a mí me gustaba mucho leer y escribir había pensado en ofrecerme un trabajo en la editorial, pero que después de lo ocurrido no lo haría. Pues bien, creo que lo que haré será ir a pedírselo para que vea que soy una persona responsable y así demostrarle que quiero a Sofía y que haría cualquier cosa por ella.
Durante unos segundos el silencio volvió a apoderarse del comedor. Las palabras de Javier sorprendieron a sus padres, por lo inesperado de su contenido. Él los miró extrañado a ambos, esperando algún tipo de reacción por su parte.
Fue Joaquín quien habló:
—¿Te has dado cuenta de lo que acabas de decir, Javier? Trabajar en una editorial era una oportunidad única, y más para ti.
Javier lo escuchaba expectante y desafiante ante lo que le pudiera venir.
—Y gracias a tu torpeza —continuó su padre—, ahora no podrás trabajar en un sitio como ése. Además a ti te gusta mucho leer y podrías haber llegado muy lejos en una editorial… ¡¡¡pero qué mendrugo que eres hijo!!!.
El chico no pudo contenerse más ante un nuevo ataque verbal y estalló dando un golpe con el puño en la mesa, que hizo que su tenedor y su cuchillo cayeran al suelo provocando un gran ruido.
—¿Cuándo vas a dejar de tratarme como a un crío, papá? Parece que no te enteras de que ya soy mayor…
Pero Joaquín no le permitió terminar la frase que estaba pronunciando. Tiró la servilleta encima de la mesa de mala gana y se levantó de su silla para gritarle a su hijo:
—¿Que ya eres mayor? Sí, claro, muy mayor. No me había dado cuenta, fíjate. Tanto que, por si se te ha olvidado, te recuerdo que vas a tener un hijo y sólo tienes diecinueve años… Sí, definitivamente ya eres todo un hombre.
La paciencia de Javier se había extinguido ya por completo. No encontraba ningún aliado entre los suyos y sentía que cada vez estaban más lejos de él. Encima ninguno parecía querer entenderle; y mucho menos ayudarle.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Javier levantándose también de su silla—. Ya estoy harto de que nadie me crea cuando digo que quiero a Sofía y que haré lo que sea por ella. Aunque creáis que es un error, ese bebé es fruto del amor que sentimos Sofía y yo.
Joaquín lo miró fijamente a los ojos y pudo darse cuenta de que era verdad que su hijo había crecido bastante más de lo que él pensaba. Incluso hablando parecía un adulto. Estaba seguro de lo que decía y no dudaba en ninguna de sus palabras. Quizá lo hubiera subestimado.
—Ese discurso es muy bonito, ¿sabes? —dijo en un tono más calmado—, pero a la edad que tenéis los dos ese bebé sólo os va a traer problemas. ¿Es que no ves a ya os está trayendo dificultades incluso antes de nacer? Hablar de cosas imaginarias es muy sencillo para cualquiera, pero en la vida real las cosas no son tan fáciles de conseguir como de pensar.
—Pues por eso mismo necesitamos que nos ayudéis —contestó Javier.
La irritación de Joaquín iba en aumento a cada palabra que pronunciaba su hijo. Había perdido cualquier rastro de paciencia y una vena en su garganta parecía querer explotar de un momento a otro.
—¿Ayuda? —pronunció en tono sarcástico—. ¿Ahora nos pides ayuda? Claro, primero haces lo que te viene en gana y después esperas que seamos tus padres los que te saquemos del problema en el que te has metido por tu mala cabeza. Lo que deberíamos hacer es echarte de casa para que aprendieras lo que es la vida real y te dejaras de tanta tontería. Además, ¿no dices que eres ya un hombre? Pues me gustaría saber cómo te las ibas a apañar tú solito.
Al escuchar esto Javier tiró de mala gana la servilleta que tenía en la mano a su plato. Era el colmo de cuanto esperaba oír en aquella comida. Su padre le estaba abriendo la puerta para que se marchara. Y de buena gana lo hubiera hecho si alguien le hubiera asegurado que el resto de su vida lo pasaría junto a Sofía. Pero nadie le podía garantizar ese extremo, así que mirando con tristeza a su madre, que aún seguía callada ante lo que estaba sucediendo, y haciendo lo mismo con su padre aunque su gesto ante él fue de total rabia, el chico dijo en tono desafiante:
—Si eso es lo que quieres…
Acto seguido se marchó del cuarto sin decir nada más y se fue a su habitación dejando un portazo tras de sí cuando hubo entrado.
El monumental enfado que tenía encima le hizo dar vueltas en redondo por su cuarto en busca de una calma que le volvía a ser esquiva. Intentaba evaluar la opción de marcharse de verdad de su casa. Quería darle una lección a su padre y demostrarle que se equivocaba cuando le trataba así, pero era consciente de que ése no era el mejor momento para hacerlo. No podía arriesgarse a que su plan de independencia saliera mal y luego tener que suplicarle que lo perdonara y, mucho menos, admitir que todos los reproches eran ciertos. Debía encontrar otra manera de hacerse respetar.
Cansado de recorrer el mismo espacio de suelo una y otra vez, decidió sentarse en la cama. El sueño no parecía que fuera a hacerle una visita en esos momentos, así que decidió que volvería a hacer lo que más le ayudaba a tranquilizarse: sacó de su mesilla de noche la carta de Sofía y la volvió a leer. Prácticamente se la sabía de memoria; conocía cada trazo en el papel, cada pliegue de las hojas. Y otra vez no pudo evitar pensar que toda su condena había comenzado con aquel viaje a Italia.
Alguien llamó a la puerta.
Javier no necesitó preguntar quién era. Sabía perfectamente que en el pasillo estaba esperando su madre para entrar. Supuso que ya habría terminado de fregar los cacharros de la comida y ahora venía visitarle. Otra de las grandes virtudes de esa mujer era que nunca había atosigado a su hijo cuando éste se sentía agobiado. Sabía perfectamente manejar los tiempos de las conversaciones y, sobre todo, sabía cuando debía dejarle solo. Era maravilloso tenerla como madre.
—Pasa mamá —dijo Javier mientras guardaba la carta de nuevo.
La mujer entró en la habitación intentado esbozar una sonrisa, pero su hijo también la conocía lo suficiente como para saber que aquella mueca no era sincera.
—¿Cómo sabías que era yo? —preguntó.
—¿Quién si no podría ser? Isabel echó una mirada a la habitación de su hijo como si no la conociera y Javier la siguió en su observación mientras lo hacía.
—Javier, Javier, ¿por qué estáis siempre discutiendo tu padre y tú?
El chico la miró con sorpresa. Era consciente de que esa pregunta se respondía sola y que su madre, precisamente, conocía perfectamente la respuesta a ese enigma.
—Porque no le soporto, mamá —contestó furioso—. Para él todo lo hago mal y encima disfruta echándomelo en cara. ¿Tú lo ves normal, mamá?
Entonces Isabel se sentó en la cama, al lado de su hijo. Suspiró hondo en intentó mirarle a los ojos con expresión seria, pero lo único que consiguió fue transmitirle una sensación de cansancio que sobrepasaba los límites de lo que Javier podía haber conocido. Vio en el rostro de su madre el reflejo del dolor que estaba sufriendo y, nuevamente, sintió una punzada en el corazón por ser el culpable de tal situación. Sólo había en este mundo dos personas a las que no quería hacer daño por nada en el mundo: su madre y su Sofía.
—Cariño, todos estamos algo nerviosos estos días y, a veces, uno dice cosas que no siente realmente. Yo te aseguro que tu padre nunca ha pensado en echarte de casa y, aunque así fuera, yo no lo permitiría.
Durante unos segundos madre e hijo se miraron fijamente y el mundo se paró para los dos. Ambos disfrutaron de ese momento de intimidad y desearon que se prologara algo más de tiempo.
Cuando Isabel sintió que no iba a poder aguantar más el torrente de lágrimas que amenazaban con desbordarle los ojos, se levantó de la cama y se dispuso a salir de la habitación. Entonces Javier también se levantó rápidamente de su sitio y abrazó a su madre con todo el cariño del que fue posible demostrar mientras decía:
—Gracias. Gracias, mamá.
Isabel correspondió al abrazo de su hijo y cuando lo creyó oportuno se separó lentamente de él. Con sumo cuidado cogió la cara de Javier entre sus manos y casi en un susurro le dijo:
—Tienes muy mal aspecto, cielo. ¿Por qué no te echas a dormir un poco?
Palabras que apostilló con un beso en la frente del chico.
Cuando se volvió a quedar solo, Javier se dio cuenta de que la recomendación de su madre era de lo más acertada, así que sin pensárselo dos veces se tumbó en la cama buscando el descanso que tanto necesitaba. Y el efecto del cansancio que tenía acumulado en los últimos días hizo que se quedara dormido incluso antes de lo que hubiera podido imaginar.
* * *
La noche era perfecta para salir a pasear. La temperatura ideal para disfrutar de Madrid, por eso Javier decidió darse una vuelta solo para despejarse. Había recorrido aquella calle mil veces, pero algo le hacía creer que era la primera vez que pasaba por allí. Quizá fuera la poca iluminación, o que nadie se había cruzado en su camino, pero lo cierto es que la atmósfera que se respiraba era de misterio.
Además le daba la sensación de que, aunque llevaba varias horas andando, no avanzaba nada. Estaba siempre en el mismo sitio, los edificios no cambiaban. Mirara donde mirara siempre veía la mismo decorado. Ésa era una sensación extraña: tener la certeza de que estaba anclado a un punto y de que no podía hacer nada por evitarlo. Intentó calmarse buscando un lugar que reconociera para, a partir de ahí, saber en qué sitio estaba exactamente y poder buscar una escapatoria lo más rápido posible, ya que aquella sensación lo estaba empezando a agobiar. Miró al frente, miró a los lados, miró atrás, pero el resultado fue el mismo: el lugar no le era del todo desconocido, aunque no era capaz de saber donde se encontraba.
De repente al volver a dirigir su miraba al frente vio algo que hacía unos segundo no estaba allí. A unos veinte metros observó una pequeña figura que se movía torpemente en el suelo. Al principio Javier se extrañó mucho, pues podía jurar que fuera lo que fuera eso, no había estado allí segundos antes. Casi con miedo se acercó unos pasos y pudo observar que aquella figura era en verdad un bebé, aunque no pudo verle la cara. El rostro del bebé estaba en una de las zonas de sombra que no cubría ninguna de las pocas farolas de la calle.
Intentó avanzar unos pasos más, pero se volvió a topar con la extraña sensación de no acercarse al bebé.
En ese instante la figura se removió un poco en suelo, estiró una manita muy pequeña en dirección a Javier y con una claridad pasmosa para la edad que se suponía que debía de tener dijo:
—Papá…
Javier sintió que algo en su corazón se volteaba al escuchar esa palabra y trató de correr hacia el lugar donde se encontraba el bebé, pero cuando estaba a punto de acogerlo entre sus brazos el bebé desaparecía de su alcance y volvía a aparecer a una distancia parecida a la de la primera vez. La frustración aumentaba en el chico a cada tentativa por ayudar al pequeño, pero no dejaba de intentarlo a pesar de que el resultado siempre era el mismo.
—¡¡¡Hija!!! —gritó con todas sus fuerzas el chico.
Desde la distancia que los separaba, Javier notó que el bebé levantaba la cabeza atento a su llamamiento y que lo miraba fijamente.
—¡¡¡Papá!!! —devolvió el grito aquel bebé.
Durante unos minutos Javier volvió a intentar sin éxito llegar hasta el bebé, pero después de varias pruebas decidió sentarse en el suelo para buscar otra solución mejor. Desde allí miró al bebé durante unos segundos e intentó llamar su atención para que fuera él quien se acercara hasta donde se encontraba, pero sus esfuerzos fueron inútiles porque el bebé no se movió de su sitio.
Y de repente algo sucedió que hizo que Javier se levantara como un resorte del suelo. Sin saber muy bien de donde, una sombra surgió de la nada y se llevó consigo al bebé. El acto fue tan rápido e inesperado que al chico no le dio tiempo a ver quién era el autor de aquel secuestro.
Intentó correr en la misma dirección en la que la sombra se había llevado al bebé, pero el factor sorpresa había dado al secuestrador una ventaja suficiente como para que no hubiera rastro de él. El laberinto de calles seguía siéndole familiar, aunque tantas esquinas habían terminado por desorientarle por completo. Sin saber dónde estaba, siguió corriendo por una larga avenida que no parecía acabarse nunca.
Frustrado fue aminorando el ritmo de su carrera hasta que sus pies anduvieron lentamente por el solitario asfalto. Se agarró la cabeza con ambas manos y giró varias veces sobre sí mismo para intentar buscar el rastro del bebé.
—¡¡¡Hija!!! —chilló con desesperación.
Pero nadie contestó a su llamada. Todo parecía detenido: el tiempo, el viento, la vida; todo.
Sólo había silencio, nada más.
—¡¡¡Hija!!! —volvió a gritar Javier.
Y esta vez sí que recibió una respuesta:
—¡¡¡Papá!!!
La voz de la niña lo llamaba, pero era tan débil que a Javier le costó reconocerla en un principio.
—¡¡¡Papá!!! —escuchó ahora más nítidamente el chico.
Y sin perder ni un solo segundo más, se lanzó a la carrera hacia el lugar de donde creía que provenía la llamada del bebé. Corrió con todas sus fuerzas por las intrincadas calles, que con su diseño tan irregular parecían querer jugar en su contra. A medida que avanzaba en su carrera podía escuchar más claramente la voz de la niña que lo seguía llamando. Esto hizo que Javier pudiera sacar fuerzas de donde no las tenía para seguir corriendo, animado por la idea de encontrar al bebé lo antes posible.
Tras unos instantes en los que el chico creyó que iba a desfallecer debido al extraordinario esfuerzo que había realizado, se encontró en lo que no tardó en reconocer como un callejón sin salida. Delante suyo se extendía una calle de unos veinte metros de largo por unos seis de ancho. Cada espacio regular de unos cinco metros estaban iluminados por unas farolas que pendían de las paredes laterales del callejón a una gran altura. Esto hacía que hubiera zonas de sombra que la luz no podía alcanzar.
Javier miró a su alrededor desconcertado. Sabía que su intuición había sido buena y que su oído le había llevado hasta ese lugar, pero allí no había nadie; ni la figura sombría, ni el bebé.
Decidió andar unos pasos para intentar poner en orden sus ideas y tratar de escuchar una posible nueva llamada de la niña. Ensimismado estaba con sus oídos alerta para captar cualquier posible llamada, cuando algo lo sobresaltó de improvisto:
—Papá.
Javier miró al frente y vio que al final del callejón se encontraba el bebé sentado en el suelo y con los brazos extendidos hacia él. Los separaban apenas diez metros, pero el chico no dudó en que aquella niña era la misma que le estaba llamando durante toda la noche. Aquella melena larga y morena no admitía ninguna duda. Además el vestidito blanco que vestía lo confirmaba, era el mismo que se había puesto Sofía la tarde en que Rafael Olmedo se había enterado del embarazo de su hija; la última vez que se habían visto.
Javier, estando prevenido de lo que le había sucedido en las anteriores tentativas, se acercó al bebé con pasos lentos y sigilosos. No quería, por nada del mundo, que la niña se asustara y empezara a llorar llamando así la atención de su secuestrador. Poco a poco se fue acercando a ella y cuando estuvo a escasos tres metros de distancia se arrodilló en el suelo quedamente y estiró su mano izquierda hacia ella mientras decía:
—¿Hija?
La niña entonces le miró a los ojos y le sonrió de manera dulce. Javier, entonces se debatió entre el horror y la alegría al comprobar que aquella cara era el vivo retrato de Sofía. Aquella niña, por lo tanto, debía de ser su hija.
—Hola, princesa —dijo en tono dulce arrastrando las palabras.
Y la niña volvió a sonreírle otra vez, ahora de manera más acusada. Gesto que acompañó con varios movimientos de sus manitas y sus pies.
Javier se dio cuenta de que lo que la cría le estaba pidiendo era que la cogiera y que se la llevara de allí, así que se dispuso a hacerlo lo antes posible pero al intentar levantarse comprobó, una vez más, que sus esfuerzos eran inútiles. Algo lo volvía a tener anclado al suelo, mientras a escasa distancia la niña seguía agitando sus brazos suplicándole que la aupara.
En ese momento, la sombra que Javier recordaba perfectamente apareció de nuevo de la nada y agarró a la niña alzándola a la altura de su pecho. Por más que Javier intentó zafarse de aquel campo de fuerza que lo retenía arrodillado en el suelo del callejón, no puedo evitar seguir allí postrado mientras todo sucedía. Tampoco fue capaz de ver la cara del secuestrador, ya que éste se había cuidado muy bien de aparecer por una de las zonas oscuras del lugar.
El bebé ante ese hecho inesperado comenzó a llorar desconsoladamente y Javier pudo notar como entre aquel llanto asustado la cría le decía:
—Papá, ayúdame, por favor. ¡¡¡Papá!!!
La sombra, con la niña en brazos, comenzó a andar hacia el lugar donde el chico seguía paralizado mientras observaba aquella escena como un mero espectador. Los pasos del secuestrador estaban perfectamente estudiados para crear la desesperación en la víctima que lo estaba observando. Era de una crueldad supina ver como alguien parecía ser ajeno al sufrimiento de una niña tan pequeña, que seguía estirando los brazos en dirección a su padre mientras lloraba con tristeza.
Cuando ambos estuvieron a escasos pasos de Javier, la sombra paró su caminar y pareció mirarle con desprecio. El chico siguió sin verle la cara, pero supo que lo estaba observando cuando su sangre le pareció más fría de lo habitual. Durante unos segundos lo único que se oyó fue el llanto de la niña.
—Esta niña nunca será hija tuya —dijo al fin la sombra.
Y acto seguido continuó su huida a espaldas de Javier. Pasaron varios minutos hasta que Javier pudo volver a moverse. Tras recuperar la verticalidad, su obsesión fue recuperar a su hija.
—¡¡¡Hija!!! —gritó con todas sus fuerzas.
Silencio.
—¡¡¡Hija!!! —volvió a gritar hasta romperse la voz.
Pero esta vez tampoco nadie le contestó.
Derrumbado dirigió sus pasos por calles sin nombre y se dio cuenta horrorizado de una cosa que había pasado por alto hasta ese momento: puede que no hubiera tenido ocasión de ver la cara al secuestrador de la pequeña, pero cuando lo había hablado su voz había sido inconfundible. Podría haber reconocido esa voz en cualquier sitio y entre un millón de voces más: Rafael Olmedo se había llevado a su hija…
* * *
Tres golpes volvieron a sonar en la puerta de la habitación de Javier. Inmediatamente después otra voz familiar le dijo desde fuera:
—Vamos, cariño, que la cena ya está puesta.
Las palabras de Isabel hicieron que el chico se sentara de un brinco en su cama.
Al parecer había estado durmiendo demasiado tiempo y había terminado teniendo una pesadilla. Su cuerpo tembloroso y cubierto de sudor le confirmaron tal extremo.