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Durante los últimos tiempos la ciudad de Madrid había sufrido múltiples transformaciones para adaptarse a las necesidades de una población en pleno auge. Comunicaciones, transportes e infraestructuras iban de la mano en el desarrollo urbano. Todo ello para mayor comodidad de todos los madrileños, que día a día veían florecer aún más a la capital española.
El verano había llegado con una furia inusitada ese año. El calor era insoportable y las tormentas empezaban a ser preocupantes por su cantidad y por su intensidad. Los expertos aseguraban que ese periodo estival sería el más crudo de los últimos cincuenta años, por sus elevadas temperaturas y por su extrema aridez en toda España. Nadie podría escapar de los designios de la Madre Naturaleza.
* * *
Desde la irrupción de Sofía en la vida de la familia Torres, éstos habían tenido que acomodarse a su nueva condición a base de muchos cambios en sus hábitos diarios.
Finalmente la habitación de Javier pasó a ser de Sofía y del futuro bebé. Nada pudo hacer que el chico cambiara de opinión. Su princesa ocuparía su territorio y él, gustosamente, se marcharía al salón. Isabel entendió que esto era más parecido a una auto-condena de destierro, pero ni ella, ni Sofía, ni Joaquín le hicieron entrar en razón.
Así que durante las últimas semanas de embarazo de la sevillana, toda la familia se dedicó a preparar lo necesario para que tras el inminente alumbramiento, a la criatura y a la joven mamá, no les faltara de nada. Durante ese tiempo, Sofía sintió en el cariño que le ofrecía Isabel algo muy parecido a lo que le podría haber dado su propia madre. Aquella mujer demostraba ser buena por naturaleza con cada gesto que tenía hacia la andaluza: nunca tuvo una mala contestación, nunca una mala cara; y eso que en un principio Sofía se sintió muy mal por creerse una aprovechada por su estado. Aunque una noche, durante la cena, Joaquín, Isabel y Javier se encargaron de borrarle de su mente cualquier rastro de duda que pudiera albergar al respecto.
El matrimonio seguía encargándose de la panadería y Javier pasaba la mayor parte de su tiempo junto a Sofía. Además Antonio y Mónica la visitaban casi a diario. Desde que la sevillana volviera de Salamanca, los cuatro chicos se habían vuelto inseparables. Todas las tardes salían a pasear, como le había indicado el médico a Sofía, y se divertían como si les fuera la vida en ello. Había que recuperar el tiempo perdido.
Y la soleada mañana del nueve de junio vino al mundo la pequeña Elisa María Torres Olmedo. Pesó tres kilos trescientos gramos y midió cincuenta y un centímetros. El parto fue complicado, ya que se prolongó durante varias horas debido a una complicación con la posición en la que la niña pretendía salir al mundo.
Quiso la casualidad que la niña fuera morena, como sus padres, y tuviera los ojos de su madre. Algunos allegados también vislumbraron gestos de Javier reflejados en el rostro de la niña, pero el chico se limitó a decir que cuando los bebés eran tan pequeños no tenían parecido con nadie. Aunque algo sí cambió en la forma de pensar de Javier: él siempre había sostenido que todos los niños recién nacidos eran feos; Elisa María destrozó por completo su teoría: aquella niña era la más bonita del mundo. Era su hija.
La alegría inicial por el nacimiento de la pequeña se vio oscurecida a los pocos días del alumbramiento. De la noche a la mañana la niña empezó a sufrir complicaciones respiratorias. Los médicos, en un primer momento, lo atribuyeron a la juventud de la madre y a lo prematuro del parto de la niña, ya que esta última había sido ochomesina. Los facultativos de la madrileña maternidad de Santa Cristina, en colaboración directa con los del hospital de La Paz, hicieron lo imposible por salvar a la pequeña y tras dos meses de idas y venidas, Elisa María fue dada de alta y pudo volver a su casa junto con sus padres y sus abuelos. De lo que no se libraría tan pronto sería de las múltiples revisiones que desde ese momento tuvo que padecer.
Un año más tarde llegarían la boda y el traslado de Javier, Sofía y Elisa a su casa de la calle Felipe IV.
Desde aquel momento todos comenzaron a vivir la vida que les correspondía haber vivido, aunque con algunos meses de retraso.
Y por fin pudieron ser realmente felices…