5

Las obras de ampliación de la panadería marchaban a buen ritmo. Los obreros empleados en la reforma habían calculado que tendrían todo terminado en un mes y medio, pero debido al adelanto con el que contaban habían estimado que un mes sería más que suficiente para que los dueños pudieran volver a abrir la tienda. Aquello había llenado de alegría a Isabel y a Joaquín, que veían como día a día la obra avanzaba. Ninguno de los dos imaginaban el momento en el que pudieran volver otra vez al negocio, pues para ellos la velocidad de los obreros al trabajar era relativa. Todo ese tiempo estaban perdiendo dinero y algún que otro cliente.

El que no estaba nada contento era Javier. Durante los días que la panadería llevaba cerrada su trabajo de ayudar a sus padres se había reducido considerablemente, ya que no había pedidos que repartir. Pero sabía que aquella situación no duraría eternamente y que cuando volvieran a abrir el negocio su implicación en el mismo sería aún mayor que antes. Además todo ese tiempo libre le había permitido pensar mucho; casi en exclusividad en Sofía.

No había día que no se acordara de ella. Se lo había prometido antes de que se fuera y a fe que lo estaba cumpliendo. Tenía la sensación de que ella también estaba cumpliendo con su parte de aquella triste promesa, pero nunca podría tener la certeza de si era así. Sólo la andaluza, cuando volviera, podría confirmárselo.

Pensaba en qué tal le habría ido el viaje, en si se lo estaría pasando bien en Roma; en si habría conocido a alguien y él habría dejado de ser su caballero y ella su princesa… Y cada vez que pensaba en aquella última posibilidad sentía un extraño vacío en su maltrecho corazón. No sabía interpretar lo que le sucedía, pero era curioso que siempre le sucediera cuando barajaba el hecho de que su amiga, su Sofía, ya no fuera suya.

Aún así tuvo que asumir que, al menos, hasta que la chica volviera de su viaje no sabría nada concreto. Pero también sentía un miedo inmenso de tener que enfrentarse a ese momento. No sabía cómo reaccionaría ella después de tantos días separados. Él tampoco sabía cómo iba a reaccionar cuando la viera, aunque podía suponer que la alegría de tenerla otra vez en Madrid se le reflejaría en la expresión de su cara sólo un segundo después de volverla a ver. Así con todo, era mejor no ilusionarse demasiado; dos meses daban para mucho y si la barrera entre la vida y la muerte duraba menos de un segundo, sesenta días podían suponer muchas vidas enteras.

Como quiera que ahora no podía dirigir sus pensamientos hacia otro lugar que no fuera la capital italiana, Javier decidió que lo mejor era ayudar a su padre en las tareas de supervisión de la obra de la panadería. Así podría evadir su mente de los pensamientos que tenía depositados a varios miles de kilómetros de donde se encontraba su casa. Esto le ayudaría a centrarse en otras cosas y así dejar marchar el tiempo para que cuanto antes pasaran los fatídicos dos meses.

* * *

Básicamente la reforma de la tienda consistía en acondicionar el local anexo a ella para poder ampliar la panadería. Dicho lugar llevaba varios años cerrado y abandonado sin ningún tipo de comercio. Anteriormente había hecho las veces de tienda de retales, una de las más importantes de Madrid: Retales Ferrer—Villanueva. Pero la misteriosa muerte del dueño de la misma había hecho que su esposa, viuda y sin hijos, tuviera que cerrar el negocio sin ofrecer más explicación que la terrible pena que sentía por la muerte de su marido. Durante mucho tiempo por el barrio habían corrido distintos rumores sobre las verdaderas causas de la muerte del señor Villanueva: los menos se inclinaban por una muerte natural, otros decían que la Parca le había sobrevenido tras intentar hacerse el héroe en un intento de atraco a su tienda; e incluso había alguna versión que contaba que la culpable real era su propia esposa, que cansada de las infidelidades de su marido con la dependienta que tenía contratada para atender el negocio, lo había envenenado intencionadamente para librarse de él. Como el matrimonio nunca había tenido hijos, otra cosa que se chismorreaba de más por el barrio, no había descendientes que heredaran la tienda por lo que la señora Ferrer no tuvo que dar demasiadas explicaciones más cuando puso el cartel de «CERRADO» aquella fría mañana de enero de hacía ya siete años. Después se marchó sin despedirse de ninguno de sus, hasta entonces, compañeros tenderos y nadie volvió a saber nada más de ella.

Para acometer la obra Joaquín Torres tuvo que dirigirse hasta ayuntamiento madrileño para saber quién era en esos momentos el propietario legal de aquella tienda abandonada y su sorpresa fue mayúscula cuando en el consistorio le informaron que la señora Ferrer había dejado un escrito cediendo ese local a cualquier persona que lo solicitara para abrir un nuevo negocio poniendo una sola condición: que aquel local nunca más albergara una tienda de retales. Extraña última voluntad la de esa mujer…

Aunque en el fondo esa extravagancia les permitió a los Torres hacerse con la propiedad del local con mucha más facilidad de lo que habían esperado y sin coste alguno.

Aquella mañana de octubre Javier sorprendió a su padre cuando le dijo que lo acompañaría para ver las evoluciones de la obra. A Joaquín le agradó la idea porque ingenuamente creyó que su hijo iba cogiendo ya el espíritu necesario para convertirse en la siguiente generación de panaderos de la familia. A Isabel también le hizo mucha ilusión que el chico se ofreciera para ir con su padre a ver cómo estaba quedando la reforma; sólo que ella no tenía la misma la razón que su marido: era consciente de que a Javier no le agradaba la idea de que su futuro se basara exclusivamente en ser un simple panadero, a ella tampoco le gustaba esa idea; hubiera querido poder darle a su hijo la oportunidad de haber llegado más lejos, pero no le había sido posible. De todas formas ella se alegraba porque sus dos hombres de la casa pasarían más tiempo juntos y eso les podría hacer retomar la relación que habían mantenido mientras ella estaba en el hospital. Desde entonces la distancia entre ambos había vuelto a alargarse y ninguno de los dos parecía querer hacer nada para disminuirla. Isabel sabía que padre e hijo eran radicalmente opuestos el uno al otro y que una de las pocas cosas que tenían en común era lo cabezotas que eran ambos. Ninguno daba su brazo a torcer cuando se trataba de discutir con el otro y eso provocaba, en más de una ocasión, que las discusiones fueran algo casi habitual cuando estaban juntos.

La mañana había salido fresquita a pesar de que no había en el cielo ninguna nube que pudiera ocultar el sol que reinaba en las alturas. Después de desayunar sin mucho exceso, Joaquín y Javier se dirigieron a la panadería mientras que Isabel se quedó en la casa terminando de limpiar. Les dijo que cuando terminara iría a comprar la comida y después, si la quedaba tiempo, se pasaría por la tienda. Tenía, además, que planchar mucha ropa, así que ambos creyeron estar en lo cierto cuando pensaron que aquella mañana no verían a la mujer de la casa hasta que regresaran a la hora de comer.

Mientras caminaban Javier notó que el aire se le metía por todos los rincones de su cuerpo. Se había abrigado lo suficiente, pero la brisa que recorría las calles a esa hora parecía haber encontrado los recovecos más secretos de su ropa. Un gran escalofrío le recorrió todo el cuerpo y sintió miedo de que pudiera enfermar, aunque esta vez se había puesto lo que su madre le había dicho, con lo cual no debía sentirse culpable si sucedía, porque esta vez él no tendría la culpa.

—¿Crees que ganará el Madrid el domingo? —dijo de repente Joaquín.

Javier se sorprendió por la pregunta de su padre. Reconoció que aquella era una manera como otra cualquiera de comenzar una conversación y sonrió para sus adentros al reconocer que una vez más el recurrente tema del fútbol servía para acercar a personas separadas por cosas mucho más importantes que hombres dándole patadas a un balón.

—Pues eso espero, porque esta temporada parece que han empezado un poco flojos. Será porque están todavía cansados de la anterior.

Joaquín le miró incrédulo y soltó una carcajada sonora al ver la cara seria de su hijo. Su análisis sobre el equipo de fútbol había sido totalmente sincero.

—Hombre, es que hacer doblete es difícil y ahora tendrán que volver a adaptarse con los nuevos jugadores que han venido. Además no se puede ganar siempre.

Ambos siguieron andando y Javier empezó a valorar aquel esfuerzo que su padre estaba realizando por unirse un poco más a él, aunque fuera a base de fútbol.

—Será eso —dijo al fin—. Pero vamos, siendo el Atleti y en nuestra casa, yo creo que no tendremos problemas para ganar.

—Sí, señor. Eso es ser forofo y lo demás es tontería. Pues nada espero que tengas razón, porque como sigan perdiendo puntos no sé yo dónde van a acabar.

—No te preocupes, papá —dijo Javier mirándolo de reojo—. Ganaremos seguro.

Y Joaquín no se atrevió a dudar de la palabra de su hijo. Hablaba con la seguridad de uno de esos expertos comentaristas de la radio.

Cuando ambos doblaron la esquina de la calle Mallorca se encontraron con algo que no esperaban: una nube de polvo salía del antiguo local de retales. Aquello no era normal, o al menos no lo parecía. Los trabajos de la remodelación no podían haber provocado eso, al menos de forma consciente. Y sin necesidad si quiera de mirarse el uno al otro, ambos recorrieron a la carrera la distancia que les separaba del lugar que en breve debería ocupar la nueva panadería. Al llegar a la altura del lugar indicando, los dos vieron que varios obreros salían tosiendo y algo asustados.

—Pero bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó impaciente Joaquín—. ¿Estáis bien?

Ninguno de los obreros contestó inmediatamente. Todos necesitaron de unos segundos para descongestionar sus pulmones y sanarlos con aire impoluto. Los dos más jóvenes, de apenas dieciocho años, pasados unos minutos aún seguían mirando con temor hacia el interior del local siniestrado. Uno de ellos, incluso lloraba de forma nerviosa sentado en el suelo de la calle con un ataque de nervios.

—Verá, señor… —dijo al final uno de los obreros de mayor edad—. La verdad es que no sabemos que ha sucedido. Estábamos trabajando como cada día y de repente el techo se nos ha venido abajo. No sabemos como a podido suceder porque esa parte quedó ayer terminada y al llegar no había indicios de que se fuera a caer. Menos mal que hemos podido salir todos a tiempo.

La voz del hombre sonaba todavía intranquila y para poder completar su explicación había tenido que interrumpirse dos veces para tomar aire, amén de otras tantas que lo tuvo que hacer por la tos que le sobrevenía al hablar.

—¿Y cómo ha podido suceder? —inquirió Javier.

Otro de los obreros se acercó hasta el lugar donde estaban su compañero, Joaquín y Javier. Éste parecía más recuperado que el resto de la cuadrilla, ya que no parecía evidenciar ningún síntoma parecido al del resto.

—No sabemos lo que ha pasado —dijo cuando llegó a la altura de los otros—. Pero no se preocupe que todo se puede arreglar. En cuanto que se pase la nube de polvo nos pondremos manos a la obra para recuperar el tiempo perdido.

—Bueno, bueno, tampoco es eso —dijo Joaquín preocupado—. Primero miren a ver si están todos bien y si necesitan que venga algún médico llamen desde el teléfono de la panadería. No quiero que se hagan los héroes. Podía haberles sucedido algo muy grave. No es momento ahora de pensar en hacer locuras. Lo más importante son ustedes.

Los dos chicos jóvenes parecieron agradecer las palabras de Joaquín, ya que ninguno se encontraba con ánimo suficiente como para retomar la obra. Además ellos básicamente eran los encargado de transportar los escombros hasta el contenedor que había a las puertas del local. Si su cometido era desagradable en circunstancias normales, ahora que sabían que tendrían todas las papeletas para transportar el techo derruido hasta el contenedor, el desánimo les embargaba todavía más.

Pero el resto de obreros veteranos no parecieron querer hacer mucho caso a las palabras de cautela del dueño del local. Ninguno había asumido el fallo que había acabado con el techo de escayola estrellado en el suelo de terrazo. Sabían que el coste de ese error correría a cuenta de ellos y pensaron que cuanto antes empezaran a eliminar las huellas del desastre, antes se olvidarían de que alguno de ellos había debido meter la pata.

Y por más que Joaquín intentó convencerlos de que no lo hicieran y de que se tomaran el día libre, fue inútil. Pasadas dos horas desde que sucediera el accidente los obreros se pusieron manos a la obra intentando desescombrar lo antes posible el local donde estaban trabajando.

Desesperado por no poder hacer entrar en razón a aquellos hombres, el panadero creyó que lo mejor era desaparecer de allí para evitarse un enfrentamiento directo con aquellos albañiles obsesos por el trabajo. Se despidió de la manera más educada que pudo de todos y luego junto con Javier se dispuso a volver a casa.

El chico pensó que aquel regreso a casa tan temprano como imprevisto le serviría para poder ayudar a su madre y así aligerarla del trabajo que en otras circunstancias, como casi siempre, le tocaría realizar a ella sola. Además se prometió que intentaría hacer algo más por ella, aunque sabía que su plan era un poco complicado de llevar a cabo porque no dependía sólo de él.

—Ahora, cuando lleguemos a casa —empezó a decir sin darle mayor importancia a sus palabras—, le preguntamos a mamá qué cosas hay que hacer y la ayudamos en lo que podamos, ¿estamos?

Joaquín no pareció escuchar las palabras de su hijo o, por lo menos, no inmediatamente. Dejó pasar varios segundo sin hacer otra cosa que seguir caminando en dirección a su casa. Pero viendo que su hijo no decía nada más le pareció que quizá tuviera que contestar; bien pensado ésa también era otra manera cualquiera de empezar una conversación.

—¿Algo más, señorito? —dijo al fin sin poder contener la risa.

Javier se detuvo en seco y miró a su padre con una expresión de rabia que hizo que el rostro de Joaquín perdiera la sonrisa tan rápido como la había adquirido. En ese momento el padre se dio cuenta de que su hijo hablaba en serio. Él se lo había tomado a guasa, pero estaba claro que el muchacho que lo observaba un metro por delante no tenía ganas de bromear.

—¿Te parece gracioso lo que te he dicho? —explotó Javier—. ¿Acaso mamá no se merece que la ayudemos? Ella siempre hace de todo por nosotros y nunca se queja por nada. Necesitemos lo que necesitemos ella siempre está ahí, y deja de hacer cosas para ella sólo por hacerlas para nosotros. Desde la operación está más delicada y deberíamos ahorrarle todo el trabajo que podamos para que no se fatigue y vuelva a recaer… Pero tú no te das cuenta, ¿verdad? A ti todo te suena a chufla. ¿Te crees que eres mucho más hombre porque no tiendes una toalla o porque no te levantas a recoger la mesa después de cenar? Pues que sepas que los que lo hacemos no somos menos hombres que tú, lo que pasa es que nosotros nos damos cuenta de que hay que ayudarse los unos a los otros y mamá, aunque no nos lo pida, necesita que la ayudemos.

Las palabras de Javier encendieron todos los sentimientos de culpa en el interior de Joaquín. La cara del hombre se tiñó de un rojo intenso ante la reprimenda que acababa de recibir en plena calle por su propio hijo.

—Bueno, bueno —dijo en tono arrepentido—. Que tampoco hay que ponerse así.

El grado de desesperación de Javier empezaba a no tener límites. Éste era uno de los motivos por los que nunca había tenido una relación ideal con su padre. Nunca había comprendido el por qué de esa aptitud que para él era a todas luces machista. Hacía tiempo que intentaba cambiarlo, pero su madre una vez había dicho que la educación tiene que aprenderse desde pequeño y que cuando uno es mayor ya no puede inculcarse nada… cuánta razón tenía Isabel…

—No entiendes nada —le reprochó Javier—. Mamá está muy delicada y nos necesita para poder seguir adelante. Se lo debemos por todo lo que ella ha hecho por nosotros. No me gusta que siempre estés haciéndote el loco cuando hay que echar una mano en las cosas de casa. Y no me vale eso de que tú trabajas en la panadería porque mamá también lo hace y luego la toca hacer todo lo de casa. Yo la ayudo en lo que puedo, pero si ayudáramos los dos sería mejor, mucho mejor para todos.

Joaquín seguía recibiendo estoicamente las recriminaciones de su hijo. Estaba en un callejón sin salida, y lo peor para él es que estaba atrapado entre todas esas verdades verbales que acaba de escuchar.

—Está bien, está bien —dijo al fin levantando ambas manos a la altura de su cabeza en señal de disculpa—. Tienes razón. Debemos ayudar a tu madre. Siento no haberlo hecho antes, pero te prometo que, en adelante, contribuiré con las cosas de la casa.

Javier miró a su padre de arriba abajo sin creer por completo las palabras que acababa de escuchar. Ya las había oído alguna vez anteriormente y el compromiso había durado lo mismo que un puñado de agua entre las manos. Ahora parecía que el arrepentimiento de su padre era más real que otras veces, pero la experiencia le obligaba a desconfiar; ojalá esta vez fuera verdad…

—Sí, ya veremos —dijo el chico—. Ya veremos lo que te dura…

Y sin más conversación ambos recorrieron el trayecto que les restaba para llegar a su casa. Allí los dos se comportaron ante Isabel como si nada hubiera sucedido entre ellos.

La noticia del accidente en la tienda alteró a Isabel.

* * *

Finalmente la panadería de la familia Torres pudo abrir tras un mes y tres semana de obras, ya que no hubo ningún otro suceso digno de reseñar más allá de los normales en ese tipo de obras.

El nuevo local había quedado anexado al antiguo y en él se venderían pasteles y tartas. En el viejo se seguirían ofreciendo pan y bollos. Además el horno se había ampliado para poder hacer frente a la nueva demanda de ventas.

Todo había sido planeado perfectamente: aquella mejora suponía que Joaquín e Isabel iban a necesitar a alguien para que les ayudara en la tienda. Y para aquella tarea los dueños decidieron que la tía de Javier y su primo serían los candidatos ideales. Ya se habían encargado de la panadería en alguna ocasión, por lo que tenían experiencia y además eran de la familia. Ambos aceptaron y el chico sintió alivio al comprobar que sus responsabilidades iban a seguir siendo las mismas que antes de la obra: de momento sólo se encargaría de los recados, como hasta ahora. Su implicación quizá fuera un poco mayor, pero de momento no tendría que estar todo el día metido en la tienda.

* * *

Su tía Rocío era la única hermana de su padre. También vivía en Madrid, cerca de la estación de trenes de Atocha. Desde joven también fue educada, al igual que Joaquín, para seguir con el negocio familiar de la panadería. Su futuro también debía ser aquél. A ella tampoco le entusiasmaba aquella profesión, pero su padre no permitía que ninguno de sus dos hijos se revelaran ante su inevitable destino. Joaquín siempre aceptó de buen grado seguir con la tradición, pero Rocío era de otra forma. Ella era soñadora, y siempre tuvo la ilusión de casarse con un hombre importante que la sacara de aquella, para ella, tortura de harina y bollos. Pero mientras ese príncipe azul llegaba no le quedaba otro remedio que aceptar la realidad y ponerse al día con todo lo relacionado con la panadería.

Su padre, el abuelo de Javier, decidió que Rocío además de ocuparse de los quehaceres de la tienda propiamente dicha, se encargara de las cuentas del negocio. De siempre la chica había destacado en todo lo relacionado con los números y el señor Torres pensó que ella era la más indicada para llevar aquellos asuntos.

Pero para Rocío aquello fue un castigo mayor que el de aprender los distintos tipos de pan y el tiempo de cocción de cada uno. Durante horas y horas estuvo repasando y aprendiendo a rellenar albaranes. Facturas, pagos, entregas y libros de cuentas fueron su única diversión durante muchos meses. Debía ponerse al día rápidamente, ya que el abuelo Torres tenía intención de dejar los hilos de la tienda cuanto antes. Ya se encontraba mayor y estaba decidido a marcharse dejando a sus hijos al frente de la misma.

Pero el destino es caprichoso y lanza sus redes cuando menos te lo esperas. Y así, un buen día, la joven Rocío que por aquel entonces tenía veintitrés años conoció al que poco después sería su marido. Juan José Menéndez Pelayo era funcionario del ayuntamiento de Madrid. Ambos se conocieron en uno de los bailes populares que se celebraban con motivo de cualquier fiesta. Como un auténtico flechazo se sintieron atraídos el uno por el otro y en menos de un año se casaron ante la oposición de los padres de ella. Pese a todo vivieron muy felices durante los primeros cinco años, teniendo incluso un hijo al que llamaron Eduardo. Por supuesto, Juan José no permitió que su entonces esposa fuera a trabajar en una panadería y eso le sirvió para ganarse la antipatía de la familia de Rocío.

Finalmente, y tras comprobar que los esposos no pasaban ninguna penuria como había vaticinado el suegro de la familia Torres, los padres de Rocío tuvieron que aceptar que Juan José no había sido una mala elección para su hija. Su vida en común siguió de forma habitual durante otros seis años hasta que un día Juan José cogió a su mujer por el brazo y la llevó a la cocina de la casa donde vivían para hablarle a solas. Allí le contó que había conocido a otra mujer y que estaba dispuesto a dejarlo todo por ella. Asumió toda la culpa de lo que a todas luces se iba a convertir en un abandono a Rocío. Ella intentó pedirle alguna explicación al respecto, pero al mirarle a los ojos comprendió que no la iba a servir de nada. El corazón que durante más de doce años le había pertenecido en exclusiva ahora estaba en donde quiera que se encontrara aquella mujer que se lo había arrebatado.

La despedida fue muy fría, pero muy cordial. Dos besos a su mujer y un simple «ya nos veremos, cuida mucho de tu madre» a su hijo sirvieron para que Rocío y Eduardo vieran marchar a Juan José portando dos maletas con sus enseres y bajando la calle camino de la estación para coger un tren rumbo a su nueva vida. Ninguno de los dos volvió a saber de él ni le volvió a ver nunca más. Él tampoco hizo nada por contactar de nuevo con su antigua familia y pasaron los años sin que ninguna de las dos partes supiera de la otra.

Después llegaría la discusión con Isabel…

* * *

La relación con su primo Eduardo nunca fue buena. Se podría decir, incluso, que relación propiamente dicha nunca tuvieron. Él también era hijo único, como Javier, aunque tenía dos años más. Tiempo suficiente como para creerse mucho mejor que su primo en todos los aspectos.

Desde siempre había envidiado a Javier porque él no tenía los juguetes que su primo. Cuando Rocío visitaba a Isabel y la acompañaba Eduardo, éste casi siempre terminaba por romperle algún juego a Javier.

Nunca tuvieron más relación que la de estar juntos en los cumpleaños o en alguna reunión familiar esporádica, donde casi siempre Javier acababa llorando por alguna cosa que Eduardo le hubiera roto. Esto hizo que el odio entre ambos fuera germinando poco a poco. Además la situación familiar no contribuyó en nada a que los niños, que no dejaban de ser primos, pudieran llevarse mejor.

Y aunque ambos crecieron, las diferencias siguieron estando ahí, como si no hubiera pasado el tiempo por ellas. Al poco contacto que tenían desde el desagradable incidente familiar, había que sumar que ninguno de los dos hizo nada por intentar limar las asperezas que venían desde mucho tiempo atrás. Eduardo se convirtió poco a poco en un chico muy egocéntrico. Todo el universo debía girar en torno a él, porque él se creía el eje de todo. Sólo se sentía bien cuando su madre y sus amigos le trataban con excesiva idolatría; a veces incluso forzada. No permitía que nada ni nadie pudiera arrebatarle el hecho de ser el centro de atención en cualquier lugar donde él estuviera presente.

Y Javier no era así. Él, que siempre había preferido pasar desapercibido por los sitios, veía a Eduardo como el ser más petulante y prepotente de cuantas personas hubiera conocido en su vida. Y para mayor desgracia era de su familia; era su primo.

Bien es cierto que cuando, en contadas ocasiones se encontraban, ambos mantenían las formas y dejaban a un lado sus diferencias para que los demás no les notaran nada. Pero entre ellos sabían que la apariencia de normalidad les duraba hasta que cada uno desfilaba camino de su respectivas casas.

Ahora tendrían que trabajar juntos, y eso era algo a Javier no le hacía ninguna gracia. Ya tenía demasiadas cosas en la cabeza como para tener que soportar encima al sobrado de su primo. Por suerte, si de momento se seguía encargando de los recados no tendría que aguantarlo demasiado tiempo a su lado. Otra cosa sería cuando tuviera que quedarse en la tienda para echar una mano.

Si bien eso no era lo que más le preocupaba a Javier de su primo Eduardo. Una vez, hacía muchos años, en un cumpleaños de su abuela toda la familia estaba reunida en la casa de la anciana. Por aquel entonces los únicos nietos de la madre de su padre eran Javier y Eduardo. Los niños jugaban en el pasillo de la casa de su abuela mientras los mayores hablaban de sus asuntos en la salita de estar. En un momento dado Eduardo le propuso a Javier jugar al escondite. Javier aceptó y por esas cosas del destino le tocó ligársela y contar mientras su primo se escondía. Tras la cuenta de rigor el chico se dispuso a buscar a Eduardo. Durante casi diez minutos estuvo intentando dar con el paradero del niño, pero no había manera. Parecía que hubiera desaparecido de verdad. Javier registró todas las habitaciones sin resultado positivo, hasta que se dio cuenta de que no había mirado en la única sala a la que los dos niños tenían prohibido entrar: la habitación de la abuela.

Javier sabía que no podía pasar a aquella estancia bajo ningún concepto, pero no podía permitirse que otra vez su primo Eduardo se riera de él cuando se rindiera por no haberlo encontrado y perdiera el juego. Ya había sufrido varias veces aquellas humillaciones y no tenía ningunas ganas de volverlas a recibir. Además era el único sitio donde su primo podía encontrarse, ya que el resto de la casa había sido registrada a conciencia por él.

Sin pensárselo dos veces, Javier agarró el pomo de la puerta lo giró muy lentamente esperando dar una sorpresa al pesado de su primo. Pero la sorpresa se la llevó él. Eduardo estaba en la habitación, pero cuando entró se lo encontró revolviendo en la mesilla de su abuela. Eduardo, al verlo, cerró rápidamente el cajón del mueble y apunto estuvo de pillarse los dedos con tan rápida reacción. Además se guardó en el bolsillo algo que tenía en su mano derecha.

Aquello no era normal, pero lo que terminó de preocupar a Javier fue el buen tono con que Eduardo encajó el haber perdido aquel juego ese día. Javier lo conocía lo suficiente como para saber que al mayor de los chicos no le gustaba perder a nada, pero desde el momento que en que salieron de la habitación se mostró con él mucho más comprensivo y cariñoso de lo habitual.

Nunca habían hablado de lo que había sucedido en aquella habitación, pero Javier tenía una idea muy clara sobre lo que su primo podía haber estado haciendo aquella tarde en la habitación de su abuela, y más concretamente en su mesilla.

Ahora trabajaría con su madre en la tienda y Javier no se fiaba nada de lo que las manos de su primo pudieran limpiar. Quizá aquel día se imaginó lo que no era, quizá no había sucedido lo que él siempre había pensado que pasó; pero algo le decía que su primo no era de fiar y que tendría que tener mucho cuidado con él.

Su mayor problema se encontraba en que aquello había pasado hacía mucho tiempo y ahora sus padres no le creerían si les contaba lo que había visto. Posiblemente en su día tampoco le hubieran creído, pero al menos podía haber presionado para que su abuela mirara si le faltaba algo del cajón de su mesilla.

A lo mejor Eduardo había cambiado, a lo mejor ya no era el de antes…

* * *

Aquella madrugada Rocío y Joaquín se levantaron muy temprano y se dirigieron a la tienda como cada día para ir preparando el horno para hacer el pan del día. Pero esa madrugada les deparaba otros planes.

Al llegar a la calle Mallorca, como tantas otras noches, algo les hizo darse cuenta de que las cosas no estaban bien. Dos policías estaban plantados delante de la panadería intentando apartar a varios curiosos que se acercaban a mirar. Cuando ambos se acercaron pudieron comprobar con estupor que los cristales de la tienda estaban rotos y el interior presentaba el desorden propio de un lugar que había sido atracado.

Cuando llegaron a la altura de los policías Joaquín se presentó y pidió explicaciones de lo sucedido a los agentes.

—Verá, señor Torres —dijo uno de ellos—. Al parecer su negocio a sido el blanco de algún atracador. Hace una media hora que hemos recibido una llamada de uno de los vecinos que decía que había oído un ruido de cristales rotos. Hemos venido en cuanto hemos podido, pero ya no había nadie.

Los dos policías estaban apuntando en sus libretas todos los datos necesarios para más tarde hacer el informe de lo ocurrido. Debían de tener en cuenta cualquier detalle que les permitiera encontrar al autor o autores de aquel delito.

—Creemos que por la forma que han tenido de actuar no son profesionales —dijo el otro—. Seguramente hayan elegido su tienda por casualidad.

Si esas palabras pretendían aliviar el agobio de Rocío y de Joaquín ante la situación que se cernía delante de ellos, no lo consiguieron. La policía nunca había tenido mucho tino a la hora de informar al ciudadano de cualquier hecho que pudiera afectarle. No se andaban por las ramas, te decían las cosas a las claras. Te hacían pasar el mal rato desde el principio; para consolarte ya estaban los familiares y los amigos.

—Necesitaríamos que nos acompañasen dentro para que nos dijeran las cosas que les han sustraído —volvió a hablar el primer policía.

Cuando entraron en la tienda el pesimismo se adueñó de Rocío y de Joaquín. Prácticamente no quedaba ninguna estantería en pie y los mostradores estaban hechos añicos. Las personas que hubieran entrado en la tienda, porque aquello no podía ser obra de una sola persona, se habían dedicado a destrozar todo lo que habían encontrado a su paso. Nada les había importado, no habían respetado ninguna cosa. Incluso un espejo que había justo detrás del mostrador se había convertido en miles de trozos esparcidos por el suelo.

Quien quisiera que hubiera hecho aquello estaba claro que no había ido hasta la panadería de la familia Torres sólo para robar. Se habían ensañado con todo lo que estaba a su alcance y aquel río de destrucción incontrolada parecía no tener ninguna explicación lógica.

Tras revisar por encima el local y enumerar los desperfectos patentes a simple vista, Joaquín se dirigió a la caja registradora. No solían dejar allí mucho dinero, sólo las monedas necesarias para empezar la siguiente jornada con algo de cambio. Los billetes siempre se los llevaba a casa. Aún así no quedaba ni una sola moneda y lo más extraño era que la caja no parecía haber sido forzada.

Tras registrar la cantidad de dinero aproximada que podían haberles robado, una nueva sorpresa se presentó ante las cuatro personas que ahora se encontraban en el interior del negocio. Al pasar a la trastienda todos comprobaron que por allí el rastro de la destrucción no había hecho acto de presencia. Todo estaba como lo habían dejado la noche anterior cuando habían cerrado el negocio. El horno tampoco parecía haber sufrido ningún daño. Dentro de todo lo malo, aquello era un alivio, porque reponer el horno hubiera supuesto demasiados días sin poder abrir la tienda, y eso no se lo podían permitir después del tiempo que habían tenido que perder con la obra.

De nuevo volvieron a salir a la calle y comprobaron que el número de curiosos había descendido radicalmente. Ya sólo quedaban tres personas que observaban desde la acera de enfrente lo que sucedía. En los balcones de la calle Mallorca ya no había ningún vecino que cotilleara lo que sucedía unos metros por debajo de sus pies. Poco a poco la calle volvía a recuperar la calma y, como siempre, la vida continuaba su curso sin esperar a nadie.

Después de casi dos horas de inventario recopilando todo lo que aquella noche se había perdido, los policías decidieron que ya tenían suficientes material para elaborar el informe preliminar. De todas formas pidieron los datos tanto a Joaquín como a Rocío para poder informarles de las investigaciones que se llevaran a cabo en torno al caso y por si necesitaban algo más en futuros días. Quedaron además en que pasados unos días volverían a la panadería para ponerles al corriente de la situación.

Isabel y Javier no podían creer lo que había sucedido cuando fueron informados. La tristeza volvió a invadir a Isabel, que nuevamente creyó que la mala suerte estaba haciendo acto de presencia en su vida. Había puesto muchas esperanzas en la panadería después de la obra y todo su castillo se acababa de derrumbar ante la noticia de que les habían robado y destrozado la tienda. Javier no dijo nada a nadie, pero mientras su padre explicaba lo que había visto, su mente no pudo evitar marcharse atrás en el tiempo y recordar aquella mano de su primo Eduardo guardándose algo en el bolsillo. Quizá estuviera fantaseando demasiado… Sin más decidió desechar la idea antes de que por su culpa se volviera a crear otro conflicto familiar.

Pero casi sin tiempo para ponerse a lamentarse por nada, Joaquín contrató a los mismos obreros que le habían hecho la ampliación de la tienda para que volvieran a dejarla como antes. No había tiempo que perder. Había que abrir de nuevo cuanto antes y olvidarse lo más pronto posible de aquel mal trago.

Debido a que esta segunda obra no era de la envergadura que la primera el plazo de ejecución de la misma fue mucho más corto que en la anterior. Pasados cinco días desde el robo las puertas de la panadería Torres volvieron a abrir para ofrecer los panes y los dulces más buenos de Madrid.

* * *

El mes de noviembre se había propuesto traer a Madrid el peor tiempo posible. Los días de frío intenso se mezclaban con los de lluvia permanente creando un clima más que desagradable para cualquier ciudadano. Salir a la calle en esos días era prácticamente por obligación, ya que a nadie le apetecía estar pisando charcos y perdiendo cada dos por tres el paraguas por uno de los repentinos golpes de aire que te podían sorprender a la vuelta de cualquier esquina.

Muchos añoraban el buen tiempo que había reinado durante el periodo estival y otros se quejaban porque, decían, que ni era normal el verano que habían pasado ni tampoco lo que estaban viviendo en esa época. La verdad es que nunca llovía a gusto de todos.

Aquella mañana en concreto todas condiciones climatológicas parecían estar confabuladas para que el mal tiempo se manifestara con todo su esplendor. El viento era insoportable y la lluvia tan constante que nadie diría que aquella estampa era propia de la ciudad de Madrid. Y para colmo aquél era uno de los días en los que más pedidos había que repartir. Con el mal tiempo la gente no iba a la panadería y preferían que les llevasen las cosas a casa para no tener que desplazarse.

Al principio Joaquín le pidió a Eduardo que ayudara a Javier con los pedidos esa mañana, pero el chico se negó diciendo que él estaba allí para ayudar a su madre y que no la iba a dejar sola. Por una vez Javier agradeció el desprecio de su primo. No le hacía ninguna gracia tener que compartir todo el día con él, máxime cuando sabía que más pronto o más tarde terminaría por soltarle su teoría sobre lo que podía haber sucedido la noche del robo en la tienda. Desde entonces Eduardo se comportaba de manera muy extraña cuando estaba en la panadería y Javier empezó a cavilar hasta qué punto podía estar implicado en aquel asunto. Ya tendría tiempo de pensarlo, ahora tenía que ponerse el chubasquero y empezar a repartir los pedidos por orden de prioridad.

Así se pasó toda la mañana. De un sitio para otro demostrando al resto del mundo que en un día como aquél lo mejor que se podía hacer era quedarse en casa resguardado. Cuando alguno de los clientes le hablaban del mal tiempo Javier trataba de poner buena cara ante el comentario, pero en el fondo pensaba que él estaba allí porque la persona que tenía delante no había querido acudir a la tienda para comprar las cosas que necesitara. Si él estaba calado hasta los huesos era simple y llanamente por culpa de los clientes, y aquellos comentarios no servían para hacerle sentirse mejor.

A las dos menos diez de la tarde terminó el último recado. Con la ayuda de su primo Eduardo hubiera acabado mucho antes, pero seguía prefiriendo hacer ese trabajo él solo. Cuando entró por la puerta de la panadería Isabel pudo constatar que en su vida había visto mojama mucho más seca de lo que estaba su hijo después de toda una mañana de idas y venidas. Rápidamente salió del mostrador y se dirigió hacía el chico.

—Cariño, madre mía como te has puesto. Anda pasa a la trastienda, sécate un poco con una toalla y ponte cerca del horno para que cojas calor, que debes estar helado.

Javier la miró con indiferencia. Ya estaba otra vez con sus cuidados excesivos, seguía tratándole como a un niño y ahora con su primo Eduardo revoloteando por la tienda se sentía todavía más incómodo.

Sin decir nada se metió en la trastienda y tras buscar una toalla se puso a secarse como buenamente pudo mientras se arrimaba al horno. Sin querer evitarlo deseó que por la tarde no hubiera más pedidos que entregar. Era difícil que se cumpliera su deseo, pero con que simplemente dejara de llover también le serviría. O una cosa o la otra, pero las dos seguro que no sucederían; pues menuda suerte del enano tenía él. Pasar nuevamente por lo mismo que había vivido aquella mañana podía acabar con él en la cama abrazado a una pulmonía de las que hacían historia.

Se sentó en una silla y se puso a secarse la cabeza con fuerza para evitar que la humedad que había cogido le pasara factura más adelante. Aquello, sin ninguna duda, acabaría en catarro. Él siempre había tenido muy pocas defensas y el constipado no se lo podría quitar nadie.

Tras unos minutos en los que Javier se acurrucó en la mesa que tenía delante mientras descansaba los pies, Isabel entró en la trastienda.

—¿Ya estás mejor? —le dijo.

Javier giró un poco la posición de su cabeza, que aún reposaba sobre sus brazos, para poder mirar a su madre y la dijo:

—Estoy reventado, y encima con este maldito día no sé si voy a poder aguantar.

Isabel se echó a reír con ganas y acarició el pelo de su hijo de manera muy dulce. A Javier siempre le había gustado mucho que su madre le acariciara el pelo, y recordaba que cuando era muy pequeño se quedaba dormido mientras Isabel lo hacía. Era otro vínculo entre madre e hijo que ellos tenían.

—Bueno pues ya que estás tan mal, toma esto a ver si te anima un poco.

Y seguidamente le extendió su mano en la que portaba un sobre. Javier la miró extrañado y ante la insistencia muda de Isabel se incorporó en la silla donde reposaba y lo cogió con cara de no saber lo que estaba sucediendo en ese momento. Su madre se quedó allí expectante sabiendo que aquel sobre cambiaría el estado de ánimo de Javier, y así fue. Nada más leer la primera línea escrita del destinatario la cara del chico cambió por completo. Todo el cansancio que tenía acumulado de aquella tortuosa mañana desapareció en un instante. Ya no le dolía nada, todos sus males se habían evaporado.

Javier Torres Valverde

Aquella era la letra de Sofía. Había cumplido su promesa y le había escrito. Pero ahora se sentía mucho más nervioso porque el contenido de aquella carta podía ser algo que no se esperaba, o sí…

De repente se levantó de la silla y sin decir nada se dirigió hacia la salida.

—Pero, ¿dónde vas con la que está cayendo? Espérate un momento que nos vayamos nosotros también —le dijo Isabel.

Pero Javier ya no escuchaba a nadie. Su única obsesión, en esos instantes, era abrir la carta de su amiga y leer lo que le había escrito. Se paró en la puerta que daba acceso a la tienda. Su madre tenía razón y bien es cierto que podía leer la carta allí mismo… pero no, allí había demasiada gente y después tendría que dar explicaciones a todos sobre lo que Sofía le había puesto desde Roma… además estaba Eduardo, y a él sí que no tenía ganas de tenerle que revelar nada. Mejor sería leer el escrito en su casa, y en soledad para sentirse más cerca de ella.

—No te preocupes, mamá —dijo—. Yo os espero en casa para comer.

Y sin más se marchó.

Mientras recorría las calles en dirección a su casa, nuevas dudas le sobrevinieron a la cabeza. Por un lado estaba deseando saber lo que ocultaba en su interior ese sobre, y por otro tenía auténtico pánico por lo que pudiera estar escrito en aquel papel.

Cuando llegó a su casa lo primero que tuvo que hacer es volverse a secar a conciencia, porque aquel diluvio no parecía querer marcharse nunca de Madrid. Dejó la carta en su habitación y, tras secarse, se cambió de ropa. Con ropa limpia y totalmente seco decidió que era el momento de abrir la correspondencia. Los nervios hicieron que el sobre quedara totalmente inservible después de haberlo abierto. Daba igual, el envoltorio no era lo que importaba; lo importante era lo que había dentro.

Con un cuidado extremo Javier desdobló los dos folios que contenía el sobre y la voz de Sofía le llegó a la mente mientras leía las palabras que ella le había escrito…

Hola Javier:

¿Qué tal todo por Madrid?. Espero que muy bien y que no estés trabajando mucho en la panadería porque también tienes que tener tiempo para divertirte.

Yo es que estaba aquí aburrida y me he dicho voy a escribir a mi amigo Javier para que no se olvide de mí, porque seguro que con el tiempo que hace que no nos vemos ya ni se acuerda de su princesa.

Como no sé por donde empezar, te diré que el viaje hasta llegar a Roma se me hizo eterno. Nunca he deseado tanto llegar a un sitio como durante este viaje. No podía dormir, no tenía ganas de leer… pero bueno, todo sea porque mi padre consiga ese dichoso contrato. Por cierto, que me pide que os mande recuerdos a todos.

Ojalá lo consiga pronto y nos podamos volver rápido porque echo mucho de menos Madrid y a todos vosotros. Aquí no conozco a nadie y es un poco rollo estar sola y sin nadie de mi edad con quien poder hablar. Creo que me has acostumbrado muy mal, Javier.

Mi padre ha alquilado un estudio, para el tiempo que estemos aquí, que está cercano a la estación de trenes. Tiene unas vistas muy bonitas y cuando llegamos nos recibieron como si fuéramos gente muy importante. Si estuvieras aquí seguro que me dirías que me han recibido como lo que soy: una princesa; pero ya sabes que yo no estoy de acuerdo con eso…

No quiero darte envidia pero aquí hacen unos helados buenísimos y tienen un montón de sabores para elegir. Lástima que no pueda llevarte alguno para que los pruebes porque de verdad que son de los mejores que he probado. Aunque para que te quedes tranquilo te diré que ninguno sabe mejor que los de Madrid.

Como ya te he dicho antes aquí no conozco a nadie y se me ha ocurrido la idea de salir por las tardes a ver los monumentos de la ciudad como tú me recomendaste. Cuando veo a algún grupo de turistas me acerco a ellos para escuchar las explicaciones de los guía, aunque la mayoría de las veces son extranjeros y no entiendo nada de lo que dicen. El otro día estuve viendo la iglesia de San Pietro in Vincoli y lo que más me impresionó fue la estatua de «El Moisés» de Miguel Ángel. Es enorme y su expresión casi real. Es perfecta, o al menos debe de rozar la perfección. Se podría decir que sólo le falta hablar.

Otra cosa que me ha gustado mucho ha sido el Coliseo. Ahora su aspecto es más bien tétrico, pero la verdad es que no ha perdido ni un ápice de su majestuosidad. Aquí dicen que murieron miles de esclavos, miles de inocentes; que hubo incluso batallas navales en su interior y, sin embargo, ahora es sólo una sombra desdibujada del recuerdo de una lejana época del pasado. Eso me hace pensar que nada es eterno, que todo tiene su tiempo y que pasado su momento de gloria, todo tiende a caer en el olvido y el descuido. Sólo algunas cosas consiguen ser inmunes al paso del tiempo, pero son las menos…

Ayer estuve en la Fontana de Trevi y como es tradición echar una moneda a sus aguas, pues yo la eché. Bueno, en realidad eché una por mí y otra por ti, espero que no te moleste. Aunque la verdad es que no estoy muy segura de querer volver aquí, pero si tú vienes conmigo entonces me lo pensaría; así que ya sabes… La fuente es muy grande, demasiado en proporción a la plaza donde se encuentra y para llegar hasta ella hay que sortear varias calles muy estrechas. ¿Sabias que la construyeron en 1762? Además está llena de esculturas de dioses y animales… seguro que a ti te gustaría mucho si la vieras.

Ahora que lo pienso me encantaría que estuvieras aquí para que me contaras cosas de todos los monumentos de esta ciudad, igual que cuando me las contabas de los de Madrid. Así sí que me lo pasaría genial. Pero bueno cuando vuelva a Madrid me tienes que prometer que me contarás historias de Roma, ¿vale?

Jolín, llevo doce días aquí y tengo unas ganas inmensas de irme. No te puedo explicar el por qué, pero tengo una sensación muy extraña. Llevo varias noches sin dormir y creo que estoy triste y no sé muy bien por qué… en fin, supongo que es porque estoy lejos de casa…

Bueno pues ya te voy a dejar Javier. No sé si te escribiré otra vez antes de volver porque me parece que las cartas tardan mucho en llegar a España. Lo que sí que tengo muy claro es que cuando llegue a Madrid te llamaré para quedar y así contarnos mil cosas, ¿vale?

Besos y abrazos, Javier.

Hasta pronto…

Cuando Javier terminó de leer la carta de su amiga no pudo evitar llorar de alegría. Sin comprender ni él mismo su propia reacción, se puso a darle besos como un loco a los folios que tenía entre las manos. Al parecer, todos los temores que habían asaltado sin compasión su mente durante todo ese tiempo eran totalmente infundados. Sofía se había acordado de él y seguía tratándole como siempre. Seguía siendo su princesa.

Se tumbó en su cama y después de leer nuevamente la carta, tres veces más, se abrazó a los papeles como si toda su vida le fuera en ello. Él también deseaba que Sofía volviera cuanto antes a Madrid. Necesitaba volver a verla, volver a abrazarla… volver a besarla. Y en ese mismo momento se propuso decirle lo que sentía por ella en cuanto pudiera. No podía dejar pasar más tiempo y que otro imprevisto los volviera a separar. Tenía claro que la quería más que a nada en este mundo y él siempre había pensado que nadie debería nunca avergonzarse por decirle a otra persona que la quería, así que estaba decidido ha hacerlo de una vez por todas.

Suspiró hondo y se dejó llevar por el momento que estaba viviendo.

No supo calcular cuánto tiempo pasó, ya que cuando uno está en cielo el tiempo es algo que carece de importancia, pero el caso es que unos golpes en la puerta de su habitación le devolvieron a la tierra mortal.

—Vamos, cariño, a comer —tarareó Isabel desde el pasillo.

Javier se levantó con desgana, ya que consideraba un auténtico delito el hecho de haberle despertado de aquel sueño tan perfecto que estaba protagonizando. Pero no podía negarse a comer, su estómago se lo estaba dejando muy claro. Después de la mañanita que había tenido ahora no podía quedarse en ayunas. Así que rápidamente dobló otra vez la carta de Sofía y la guardó en el cajón de su mesilla. No era el lugar más seguro para esconderla de posibles miradas indiscretas, pero ya tendría tiempo de cambiarla de sitio más adelante. Después arregló un poco su cama para que nadie notara que allí, hacía muy poco tiempo, había vuelto a sentirse feliz gracias a su amiga.

Antes de salir de su habitación, Javier volvió sobre sus pasos, abrió de nuevo el cajón de la mesilla y tomó la carta en sus manos. La besó como si estuviera besando a un amor prohibido y tras hacerlo guardó su tesoro nuevamente a la vez que se decía en tono muy bajo:

—Te quiero, Sofía.

Al llegar al salón vio que la mesa estaba ya preparada para comer. Sólo faltaban los platos por colocar. Mientras se dirigía a la cocina, el olor que impregnaba la casa le hizo comprender que ese día degustarían cocido. No es que fuera la comida preferida de Javier, pero tampoco estaba en situación de pedir otra cosa. Se conformaría con el cocido; además había que comer de todo.

—¿Falta algo por llevar a la mesa, mamá? —preguntó cuando entró en la cocina.

Isabel estaba terminando de llenar los platos hondos con la sopa. Sabedora de que Javier no era un entusiasta de la sopa, había dejado su plato con menos cantidad que el resto. Javier siempre había dicho que a él le quitaba el hambre la sopa, pero Isabel desde pequeño le había obligado a tomar al menos unas cucharadas. Incluso alguna vez le había dado el caldo en un vaso, sin fideos, para que lo probara.

—Pues no —le contestó sin mirarle—. Creo que papá ya lo ha llevado todo. Si quieres puedes ir con los platos. Pero ten mucho cuidado porque tú tienes un pulso muy malo y lo mismo me lo tiras todo.

Por esta vez Javier no se sintió ofendido con el comentario de su madre. Era cierto lo que le había dicho. Su pulso no era el mejor para robar panderetas, que decía su padre, y su habilidad con los platos de sopa había quedado patente años atrás cuando fue capaz de derramar tres en un espacio de tiempo inferior a dos minutos. Desde ese momento, aquella delicada acción la realizaba Isabel, que prefería hacer dos viajes hasta el salón mejor que uno para recoger todo es estropicio provocado por la sopa caída al suelo.

—Creo que me llevaré el mío sólo, que es el que tiene menos —dijo Javier con cierta vergüenza—, ¿vale?

Isabel lo miró y no pudo evitar echarse a reír.

—Sí, anda, no trabajes demasiado. Tú cuida de que no se te caiga nada. Y avisa a tu padre de que vas con el plato, que lo mismo os tropezáis y me lo ponéis todo perdido.

Javier cogió su plato con sumo cuidado y comprobó que la sopa no era demasiado estable en ese recipiente. El recorrido hasta ponerlo en su lugar en la mesa del salón no comprendería más de siete metros: demasiado espacio para lo mucho que se movía aquel inquieto líquido; parecía tener voluntad propia, y querer escapar del plato.

Cuando los tres se sentaron a comer Isabel no pudo resistir por más tiempo el preguntar a Javier por algo que la estaba rondado en la cabeza. La extraña huida del chico al recibir la carta de Sofía había provocado que su madre pensara cosas propias de alguien que conoce a su hijo a la perfección. Era difícil que Javier pudiera engañar a su madre sobre lo que le pasaba o preocupaba; su madre parecía saberlo todo sobre él.

—¿Qué tal está Sofía?

Javier casi se atraganta con la cucharada de sopa que estaba sorbiendo en ese momento. Sabía que tendría que contestar a preguntas sobre la carta de su amiga más pronto o más tarde, pero confiaba en tener un poco más de tiempo para disfrutar él sólo de las líneas que había leído minutos antes.

—Bien, está bien —dijo después de vencer la tos que le había provocado la sopa.

—Tú siempre tan hablador, hijo —le recriminó Isabel—. Lo que no me explico todavía es como Sofía puede ser amiga tuya, porque eres todo lo contrario a ella. La chica siempre está de buen humor, siempre con una sonrisa puesta en la cara y más simpática que todas las cosas; en cambio tú parece que siempre estás amargado…

Javier no contestó en seguida. Antes hizo un análisis de lo que su madre acaba de decir sobre Sofía y llegó a la conclusión de que aquella descripción de la niña era muy válida.

—Y, ¿qué quieres que te diga, mamá? —contestó molesto—. En la carta sólo dice que aquello es muy bonito y que está viendo muchas cosas. Cuando venga, si quieres saber algo, se lo preguntas tú misma ya que os lleváis tan bien las dos.

Aquella contestación no gustó nada a Isabel ni a Joaquín. Javier se dio cuenta, de inmediato, de que sus palabras no habían sido las más acertadas. No había calculado la intensidad de su expresión y nuevamente había metido la pata.

—Perdona, mamá —intentó disculparse—. Es que yo también tengo muchas ganas de verla y no veo el día en que regrese de una vez.

Isabel miró de manera pícara a Javier, y éste enrojeció en cuestión de décimas de segundo agachando la cabeza para que no se le notara demasiado el rubor que casi no le permitía respirar. Su madre parecía indagar en el interior de su mente y Javier sabía que si llegaba demasiado lejos descubriría, si no lo había descubierto ya, su secreto: su amor por Sofía.

Siempre le había incomodado que su madre se lo quedara mirando de esa manera. Le intimidaba esa expresión en el rostro de Isabel, que parecía dejarle claro que no había manera de que escapara a sus artes. Le había tenido dentro de ella y le conocía demasiado; era su madre y lo sería por siempre.

—Pues como no cambies ese humor, me parece a mí que Sofía no va a querer verte muchas veces más. Mira, Javier, tú eres un buen chico pero tienes que empezar a ser un poquito más cariñoso. Eres demasiado arisco, a veces. En eso no te pareces en nada a tu madre; más bien se podría decir que has salido a la familia de tu padre.

Javier sonrió para sus adentros, a pesar del reproche que acababa de recibir. Una vez más Isabel dejaba caer una pullita en contra de la familia de su padre. La verdad era que no lo hacía muy a menudo, pero de vez en cuando se daba el gustazo de quedarse a gusto lanzando alguna que otra indirecta.

—Yo soy como soy, mamá, y nadie puede cambiarme —se defendió Javier—. Así que al que no le guste, que no mire.

—¿Que nadie puede cambiarte? Ay, qué equivocado que estás, hijo. Cambiarás, vaya que si cambiarás… y será una mujer la que te haga cambiar. Ya lo verás.

Y en ese momento Javier pidió al cielo que si su madre tenía razón y alguien le tenía que cambiar, que esa mujer fuera Sofía…

Durante unos instantes se hizo el silencio en el salón de la familia Torres. El ruido de los cubiertos chocando con los platos fue lo único que amortiguó la carencia de conversación entre los tres. Todo parecía en calma en aquellos momentos.

Terminada la comida, Javier y Joaquín ayudaron a Isabel a recoger la mesa. Mientras ella fregaba los cacharros, los dos hombres se quedaron en el salón: Joaquín leyendo el periódico y Javier terminando de releer uno de sus libros. Ninguno de los dos se hablaron porque no tenían nada que decirse.

De fondo sólo se oía el entrechocar de los cubiertos y los platos que Isabel estaba fregando. Durante unos minutos no hubo más música en la casa de los Torres hasta que de repente el teléfono sonó. Casi al mismo tiempo Joaquín y Javier saltaron de sus respectivos sitios, pues a ambos les pilló la llamada desprevenidos. El teléfono sonó unas seis veces hasta que Joaquín se levantó para tomarlo.

La conversación con el comunicante no era muy fluida. Más bien parecía un monólogo, casi en exclusiva, de la otra persona. Simples asentimientos y alguna que otra afirmación esporádica era lo único que Javier pudo escuchar de boca de su padre. Pero había algo más, el gesto de Joaquín. Escuchaba con suma atención lo que le estaban contando y su cara reflejaba algún tipo de preocupación. Pero todo eran hipótesis, ya que hasta que no colgara el teléfono e informara a los demás del contenido de la conversación, todo sería especular.

Tras más de cinco minutos la conversación acabó con un simple «Gracias y buenas tardes». Tras varios segundos inmóvil mirando al teléfono sin dar ninguna señal de vida, Javier se levantó de su sitio y se dirigió hacia el lugar donde se encontraba su padre.

—¿Pasa algo, papá? —preguntó intrigado.

Joaquín seguía perdido en ninguna parte. No reaccionó a las palabras de su hijo. Daba la sensación de que se encontraba muy lejos; parecía no estar en este mundo. Estaba quieto, mudo, no respiraba…

—¡¡¡Papá!!! —insistió Javier.

Entonces Joaquín sí que reaccionó. Se revolvió como si acabara de recibir el susto más grande de su vida y miró a su hijo con expresión de no saber dónde estaba. Sudaba en exceso y Javier notó que algo grave debía haber escuchado para que su padre tuviera aquella reacción. Los padres conocen muy bien a los hijos, pero lo que no saben es que los hijos también llegan a conocer bien a los padres; aunque éstos no se den cuenta.

Un poco más repuesto de la impresión Joaquín se sentó en una silla tras llegar hasta ella a duras penas, arrastrando los pies sin levantarlos del suelo. Javier empezó a preocuparse ante la falta de explicaciones de su padre. Pero no pudo hacer muchas cábalas, porque cuando iba a abrir la boca para preguntar por lo ocurrido, Joaquín se le adelantó.

—Llama a tu madre y dile que venga.

Javier no se atrevió a desobedecer a su padre. Sin perder tiempo se fue en busca de Isabel y se la encontró terminando de fregar el suelo de la cocina.

—Ni se te ocurra pasar ahora a la cocina, que acabo de fregar —le dijo.

Pero al mirarle a la cara comprendió rápidamente que Javier no quería entrar a coger unas onzas de chocolate de la nevera como otras veces.

—¿Quién era el que ha llamado por teléfono? —dijo mientras escurría por última vez la fregona en el cubo.

—No lo sé. Por eso venía —respondió Javier—. El caso es que papá estuvo hablando un rato y cuando colgó se puso muy raro. Ahora me ha dicho que te llame y que vayas.

La expresión de Isabel reflejó un tremendo fastidio repentino. No la gustaba aquello. Seguro que terminaba por tener que hacer más cosas y ella ya tenía suficiente trabajo en la casa pendiente de ser resuelto.

—¿Y qué quiere? Seguro que es algo que tiene que ver con la panadería. Este hombre no sabe hacer nada solo. Yo todavía tengo que fregar el baño y planchar toda la ropa que hay en nuestra habitación… si es que no paro…

Javier sintió también tristeza por su madre. Tenía razón cuando decía que no paraba en todo el día de hacer cosas. De buena gana la hubiera ayudado a planchar pero después de aquella prueba en la que hubo que tirar una camisa por su falta de pericia con la plancha, decidió que por el bien de la ropa no plancharía nunca jamás mientras no fuera estrictamente necesario. Decisión que tuvo el beneplácito de Isabel, que nunca volvió a encontrar una camisa como la que su hijo había mandado a la basura en menos tiempo del que ella había necesitado para pagarla.

—No sé lo que quiere, pero está muy raro.

Isabel se rindió y aceptó que no tenía escapatoria. Javier no tenía la culpa y por lo tanto no tenía por qué llevarse una bronca injusta e innecesaria. Además contra antes acudiera, antes podría volver a sus quehaceres que la seguirían esperando hasta que tuviera tiempo de acabar con ellos.

Cuando llegaron al salón, Javier descubrió que su padre seguía en la misma posición en la que lo había dejado. Al verlos llegar levantó la mirada hacia ambos y con un gesto de la mano les indicó que se sentarán en las sillas que estaban vacías.

—Date prisa que tengo muchas cosas que hacer todavía.

Joaquín no hizo caso del comentario de su mujer, incluso es posible que ni siquiera lo hubiera escuchado. El caso es que no hizo ningún comentario al respecto y únicamente suspiró profundamente antes de comenzar a hablar:

—Veréis. He estado hablando con la policía. Nos han llamado porque dicen que han llegado a la conclusión de que el robo lo hicieron gente que sabían a lo que iban. Dicen que ni la cerradura del cierre metálico ni la de la puerta principal estaban forzadas, pero que ambas estaban abiertas. Por lo tanto los que entraron en la tienda tuvieron que abrirlas y no precisamente a golpes. La policía cree que después de robar destrozaron todo lo que se encontraron para que pareciera que eran vulgares ladrones, pero olvidaron el tema de las cerraduras. Además, el hecho de que la trastienda se librara de cualquier ataque refuerza la teoría de que los asaltadores sabían que allí no guardábamos el dinero. De todas formas poco se pudieron llevar, aunque la reparación nos haya supuesto un desembolso imprevisto. Por cierto, que me han pedido que les dijera quienes tienen llaves de la tienda. Parece ser que tendrán que investigarnos a todos. No descartan ninguna posibilidad.

Así que era eso. Alguien que conocía la tienda había sido el culpable del robo. Isabel estaba casi tan sorprendida como lo había estado su marido minutos antes. Tampoco decía nada, la revelación que acababa de escuchar la había pillado totalmente por sorpresa. No sabía hacia dónde dirigir su mirada, no podía pensar con claridad; todo era muy extraño. Hasta ese momento había estado segura de que los culpables del asalto a su panadería podían ser cualquiera que hubiera tenido una mala idea y la hubiera pagado con su establecimiento; pero ahora… ahora todo había cambiado, ahora los ladrones anónimos podían tener cara conocida. Casi en un esfuerzo sobrehumano miró a su hijo Javier.

Pero Javier no estaba tampoco en esa habitación en ese momento. Otra vez había viajado hasta la habitación de su abuela. Volvía a revivir la escena de aquel juego del escondite que no había podido olvidar después de tantos años. Volvió a verse abriendo la puerta con mucho cuidado. Volvió a ver a Eduardo hurgando en el cajón de la mesilla de noche de su abuela… y esta vez sí que lo vio muy claro, con total nitidez. Lo que su primo se había guardado en el bolsillo al verlo entrar era una pequeña llave y algo parecido a un billete. Ahora estaba claro, el rompecabezas que lo había estado torturando durante años ya tenía todas las piezas colocadas en su sitio.

Y una pregunta se formuló en su mente tan clara como lo que acababa de descubrir:

¿Y si Eduardo tenía algo que ver también con el robo de la panadería? Y otra vez tuvo la extraña sensación de que algo que no había creído posible hasta ahora pudiera ser cierto…

De momento procuraría que nadie supiera de sus sospechas, además era la policía la que debía investigar aquello y no él.