1
La vida es cruel y dura. Y, a veces, es ambas cosas a la vez: dura y cruel. Poco podía imaginarse Javier que aquella tarde de domingo cambiaría su existencia para siempre. Ya nada volvería a ser como hasta ahora. Su mundo se iba a derrumbar como un castillo de naipes, y él no podría hacer nada por evitarlo.
Después de comer y de ayudar a su madre con los cacharros se fue a su habitación. En circunstancias normales se hubiera echado la siesta como tantas veces, pero esa tarde no pudo… estaba nervioso. Se pasó una hora revolviendo el armario buscando algo adecuado para ponerse. Descubrió, entonces, que tenía más ropa de la que pensaba, y recordó las veces que su madre le decía que siempre se ponía lo mismo, que parecía que no tuviera otra cosa… qué razón tenía.
Cuando decidió lo que iba a ponerse, pensó que era mejor que alguien experto en la materia le diera su opinión. Nadie mejor que su madre, que aunque a veces lo cabreaba con sus comentarios, siempre le decía las cosas por su bien. Isabel Valverde quedó sorprendida gratamente, pues reconoció que Javier había elegido bien. Le interrogó sobre la salida que iba a realizar y le dijo que debía ser algo muy importante para que se tomara tantas molestias. Él no era de los que cuidara demasiado su forma de vestir. Creía que todo el mundo tenía la misma importancia y nadie merecía que otro se vistiera de una forma especial para verle.
—Hijo, ¿te has peinado y te has echado colonia? —preguntó Isabel asomándose desde la puerta de la cocina—. Que siempre te lo tengo que recordar… no sé cómo no te das cuenta tú solo.
El chico, que ya estaba a punto de salir de la casa, se volvió y con desgana contestó a su madre:
—Que sí, mamá, que sí. Me he puesto colonia y me he peinado. Que pesadita que eres.
—Sí, sí, pesadita. Pero si no fuera por tu madre irías siempre como un pordiosero. Con lo poco que te cuesta hacer las cosas bien. Parece que te gusta que te esté echando la bronca siempre. Ya sólo por aburrimiento deberías hacer las cosas por ti mismo, sin que yo tuviera que decirte nada. A ver cuando maduras un poquito y te comportas como una persona mayor, que ya tienes edad.
Pero su hijo ya no la podía escuchar. Tras contestarla había salido de la casa por temor a que esa conversación se alargara más de la cuenta. Esa era una de las cosas que más le reventaba de su madre: que estuviera tan pendiente de él y que le tratara como a un niño. Entendía que Isabel se comportara así con él porque era hijo único y todo su cariño tenía un único destinatario, pero no soportaba el excesivo mimo con que su madre lo trataba. Una vez más, y no sería la última en su vida, deseó haber tenido un hermano o una hermana con quien compartir estas y otras cosas…
En realidad Javier no iba a hacer nada especial. Iba a quedar con sus amigos, como tantas otras veces; sólo que esa tarde sería la última vez que se verían antes de que cada uno se fuera de vacaciones… En realidad sería la última vez en que todos los amigos estarían juntos, pero eso Javier todavía no lo podía saber.
El calor apretaba cuando salió de su casa. En la radio había escuchado que se avecinaba una ola de calor procedente del Sahara que haría que las temperaturas subieran aún más. Aquél había sido uno de los veranos más calurosos que se recordaban en Madrid, y todo parecía indicar que el infierno urbano en el que estaba sumida la ciudad no iba a terminarse nunca.
Al llegar a la glorieta del Emperador Carlos V, Javier miró su reloj y tras comprobar que tenía tiempo de sobra, decidió hacer el trayecto que le quedaba a pie. Así daría un paseo y estiraría las piernas, que falta le hacía hacer algún tipo de ejercicio. Además a Javier siempre le había gustado mucho pasear por Madrid y descubrir todas las maravillas que escondía su ciudad.
Se encaminó por el Paseo del Prado y pronto se sorprendió al observar la cantidad de plantas que se adivinaban tras las verjas del Jardín Botánico. Aprovechó la sombra que daban varios árboles para descansar un poco y retomar fuerzas. Habría dado lo que fuera por tener cerca una fuente donde beber agua, pero tantas veces había pasado por allí que recordaba perfectamente que en ese lugar no había ninguna donde poder saciar su sed. Javier sabía que tras esos muros se escondían cientos de especies de plantas únicas en el mundo. Recordó haber leído en algún libro, o en algún periódico, que había sido inaugurado el 17 de octubre de 1755 y que originariamente se asentaba en la orilla del río Manzanares, pero que fue Fernando VI el que en 1781 lo trasladó a su ubicación actual, ésa donde ahora él se encontraba apoyado. Nunca lo había visitado, quizá porque nunca había tenido con quien hacerlo, pero se prometió que pronto lo haría. Sólo esperaba que las flores sobrevivieran al intenso calor para cuando se decidiera a visitarlas.
Llegado a la plaza de Murillo pudo ver una de las joyas de Madrid: el Museo del Prado, una de las pinacotecas más importantes de Europa y del mundo. Tras sus muros, ya centenarios, se podían observar algunas de las mejores pinturas jamás realizadas en la historia. Aunque Javier recordaba que en una visita que hizo años atrás, no sólo había visto cuadros en el interior. Evocaba en su mente haber tenido que bajar a una especie de sótano donde se guardaba multitud de alhajas pertenecientes a Felipe V, que a su vez las había recibido en herencia de su padre Luis, el Gran Delfín de Francia; era lo que popularmente se llamaba el Tesoro del Delfín. Javier se prometió que cuando tuviera tiempo también volvería a visitar el museo, porque recordaba haber leído en los periódicos que el año anterior habían ampliado algunas salas; y le resultaba muy interesante ver el resultado final de aquella obra.
Dejó atrás la estatua de Velázquez y siguió andando camino de la plaza de la Lealtad, desde donde pudo observar lo que para él era el monumento más popular y representativo de Madrid, junto con la Puerta de Alcalá y el Oso y el Madroño: la estatua de la diosa Cibeles. Durante unos segundos el chico se detuvo en la plaza que llevaba su nombre y observó a la diosa de mármol subida en su carro tirado por dos leones. Era fascinante como las manos de algunos hombres podían plasmar en la piedra la imagen de una diosa que se remontaba a los griegos… el hombre era un ser impredecible, capaz de venerar con temor a sus dioses y, a la vez, de representarlos con tanta fidelidad en un trozo de piedra…
El calor seguía apretando con muchas ganas pero, al girar a su derecha en la plaza de Cibeles para tomar la calle Alcalá, una visión le hizo esfumarse todos sus pesares. A lo lejos se recortaba la silueta del monumento más querido por Javier: la Puerta de Alcalá. Subió los pocos metros que le restaban hasta la plaza de la Independencia con una vitalidad renovada y la ver que todavía no había llegado la persona a la que esperaba, se apoyó en la valla que separaba los carriles de la acera; para él y para la persona a la que ahora esperaba, aquel sitio era «la esquina de la rotonda». Ese lugar había sido mágico para Javier desde hacía cuatro años y por mucho tiempo que viviera, nunca perdería ese encanto.
Desde aquella posición privilegiada, y debido a que a esas horas no había mucha circulación, Javier pudo observar el monumento a sus anchas. De estilo neoclásico, sus cinco arcos, los tres centrales de medio punto y los laterales rectangulares, ofrecían la característica más destacable de la composición del arquitecto Francisco Sabatini, que a instancias de Carlos III logró levantar uno de los monumentos más recordados de la capital en 1778 tras nueve años de esfuerzo.
—Adivina quién soy —dijo una dulce voz en la oreja de Javier mientras dos manos tapaban sus ojos.
Javier, que estaba abstraído pensando en la historia de la Puerta de Alcalá, se llevó un susto tremendo, pues no se esperaba algo así.
—Perdona, Javier. Lo siento, no quería asustarte —dijo la voz sin apenas poder contener la risa.
Pasado el impacto inicial, a Javier no le costó nada reconocer a la persona que se escondía tras las manos que le habían privado de la visión momentáneamente. La conocía perfectamente, era la persona a la que estaba esperando.
—No vuelvas a hacerme eso, Sofía. Que yo estoy del corazón y no puedo llevarme esos sustos —dijo Javier riéndose a carcajadas y agarrándose con ambas manos el pecho de manera exagerada.
—Qué tonto que eres —dijo Sofía apoyándose en la valla junto a Javier—. ¿Puede saberse qué hacías tan ensimismado?
Javier volvía a mirar la Puerta de Alcalá y, con la mirada perdida en algún punto de la historia del monumento, dijo:
—¿Sabías que ésta no es la original? La primitiva puerta era sólo un arco barroco que se levantó para festejar la venida de Margarita de Habsburgo, la mujer de Felipe II. El nombre se lo dieron porque indica la dirección de la salida de Madrid hacia Alcalá de Henares y debe pesar una barbaridad porque está hecha de granito y piedra blanca de Colmenar.
Sofía le miró a los ojos durante unos segundos y con la sonrisa más bonita que Javier recordara, le dijo:
—Y tú, ¿sabías que me encanta quedar contigo? Me gusta mucho que me cuentes todas esas historias porque siempre aprendo cosas nuevas de Madrid. Aunque quisieras nunca podrías negar que eres madrileño, ¿eh? Lo llevas en la sangre y me parece muy bonito que alguien quiera tanto el lugar donde nació.
Sofía Olmedo tampoco podría ocultar nunca el lugar donde había nacido, pensó Javier mirándola también a los ojos. Su melena morena, sus ojos color miel, su cara risueña, su acento al hablar, su arte al caminar y su fuerte personalidad la delataban. Por más que quisiera no podía esconder que era andaluza por los cuatro costados. Además era el vivo retrato de su madre, también sevillana como ella.
—Lo que sé es que no te he saludado como es debido —dijo Javier pícaro.
Entonces Javier abrazó a Sofía y la dio un beso en la frente. Ésa era la forma de saludarse que tenían ambos. Ella, por su parte, correspondió al abrazo y también le besó en la mejilla.
A Sofía no sólo le gustaban las historias que le contaba Javier. Le gustaba la forma de ser de su amigo. Él siempre la había escuchado cuando lo necesitaba, siempre se había mantenido en un segundo plano cuando era necesario. Admiraba que Javier siempre sabía estar a la altura en cada momento: sabía hacer reír cuando debía y sabía estar serio cuando las circunstancias así lo requerían. Nunca la había atosigado a preguntas innecesarias y siempre la había ayudado en todo lo que podía y estaba a su alcance. Desde que se conocieron, entre ellos surgió una unión especial. Dentro del grupo de amigos eran los que mejor relación mantenían. Sabían cosas el uno del otro que nadie más conocía y ninguno de los dos se imaginaba la vida sin tener al otro a su lado. No tenían pareja y no querían tenerla. Preferían vivir la vida en esos años de juventud, antes que atarse a alguien para siempre. Eran jóvenes, decían los dos. Ya habría tiempo de echarse novio y novia respectivamente.
—Creo que es mejor que nos marchemos —dijo Sofía mirando su reloj—. Vamos a llegar tarde. Seguro que los demás ya están esperándonos, como siempre.
—Pues que esperen —dijo Javier.
Ambos se dirigieron hacia la Puerta de la Independencia, que daba acceso al conocido Parque del Retiro. Otra de las joyas madrileñas en opinión unánime de los dos amigos. Paseando por los jardines bellamente cuidados de camino al estanque, Javier vio a un barquillero que vendía su mercancía a la sombra de un pino centenario. Sabía que a Sofía le encantaban los barquillos y no pudo resistirse a invitarla a «jugar» una partida para conseguirlos.
El barquillero era un hombre mayor, y muy simpático, que recibió a Javier y a Sofía con gran júbilo cuando se acercaron a él. Pensó que eran una pareja de novios y rápidamente los deseó mucha suerte en su tirada. Javier pagó al hombre los tres céntimos y Sofía hizo los honores de dar vueltas a la ruleta.
—¡¡Vaya, dos!! Lo siento mucho, Javier —dijo Sofía visiblemente fastidiada por el resultado de su tirada—. Siento que te hayas gastado el dinero para esto.
Javier miró sorprendido a su amiga y sin darle mayor importancia dijo:
—¿Y para qué queremos más? Tú y yo somos dos, ¿no? Pues ya está, uno para cada uno.
—Diga que sí joven —dijo el barquillero mientras les daba un barquillo extra a cada uno—. Tomen, éstos se los regalo yo por ser ustedes tan buena gente.
A Sofía se le iluminaron los ojos ante el regalo inesperado que había recibido de aquel anciano. Ambos dieron las gracias al hombre y siguieron su camino mientras degustaban los barquillos, unos dulces que a Sofía en esos momentos le parecieron los más deliciosos que había probado nunca.
—Gracias a ustedes, señores. Que tengan buena suerte en la vida, que se lo merecen —se despidió el barquillero.
Mientras se acercaban al estanque los jóvenes se cruzaron con muchos turistas que iban y venían disfrutando de la calurosa tarde que Madrid les ofrecía. Había algunos que incluso inmortalizaban su paso por el parque con sus cámaras de fotos. Un bonito recuerdo que podrían conservar siempre…
El estanque, como era de esperar, estaba lleno de barcas que navegaban por toda su extensión. Parejas de novios, familias y turistas se esforzaban por no chocar unos con otros en las aguas abarrotadas. Todo el mundo parecía aparcar sus problemas por unos instantes para dejarse llevar por el embrujo del parque y disfrutar del momento.
Bordearon el estanque y se dirigieron a las gradas donde, tal y como había predicho Sofía, ya los esperaban el resto de amigos. Allí estaban Antonio Rivera y su hermana pequeña Marta, junto a Mónica Castillo y sus hermanos Oscar y Guillermo. Los seis mayores se conocían porque todos estudiaban en el mismo colegio.
Nada más verlos, la pequeña Marta salió corriendo a su encuentro. Javier la dio el barquillo que aún no se había comido y la cogió en brazos para darla dos besos sonoros en cada mejilla. Marta era siempre muy cariñosa con Javier porque éste siempre la regalaba caramelos y le dejaba que se los comiera, algo a lo que la niña no estaba acostumbrada ya que sus padres y su hermano no eran tan permisivos. Para ella Javier era como otro hermano mayor, al que quería tanto como a Antonio. Para Javier, Marta también era como su hermana pequeña. Él era hijo único y siempre había deseado tener un hermano, Marta era ese anhelo que nunca podría conseguir.
Seguidamente Marta pasó a los brazos de Sofía que también la dio un par de besos y jugó con ella hasta que llegaron al lugar donde estaban el resto de amigos.
—Siempre sois los últimos en llegar, parejita —dijo Antonio levantándose para saludar a los recién llegados.
Tras él todos los demás fueron saludando a Javier y a Sofía uno por uno.
—Míralos que guapos han venido los dos —dijo Guillermo mientras besaba a Sofía y daba la mano a Javier. Este comentario hizo aflorar alguna carcajada en los amigos y sonrojo en los recién llegados.
Las gradas del estanque estaban pobladas de muchas personas que habían decidido pasar también la tarde allí. A todos les gustaba estar rodeados de gente. La ciudad ese momento se sentía más viva que nunca. Era como estar en el paraíso en medio de un Madrid cada vez más congestionado.
—Bueno, ¿ya sabéis lo que vais a hacer después del verano? —preguntó Mónica iniciando la conversación.
Javier jugaba con Marta relativamente ausente del resto de sus amigos. La niña quería a toda costa acercarse al agua del estanque y Javier temía que en una de esos arranques de valentía la niña fuera a terminar empapada hasta los huesos. Una cosa era permitirle ciertas licencias y otra muy distinta era dejarla hacer todo lo que quisiera. Así que el afán de Javier era llevar a Marta lo más lejos posible del estanque.
—Yo ayudaré a mi padre en la editorial —dijo Sofía—. Ahora, bueno en otoño, es cuando más lanzamientos se realizan y mi padre quiere que cuanto antes me ponga a aprender los entresijos del negocio.
—¿Y a ti te gusta eso? —la preguntó Óscar curioso.
—Bueno, la verdad es que siempre me ha gustado leer. Y trabajar en algo que esté relacionado con los libros no me disgustaría en absoluto. Además así puedo ayudar a mi padre, que sé que le hace mucha ilusión —contestó Sofía.
—Pues que suerte que tienes —comentó con desgana Antonio—. Mi padre no hace más que repetirme que tengo que hacer las pruebas para la Guardia Civil. Desde que le nombraron comandante no hay día que no me repita que es un honor pertenecer a ese ilustre cuerpo y que mi vida está allí.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Guillermo.
—De momento voy informarme sobre la carrera de Bellas Artes. A mí siempre me ha gustado mucho pintar y algunos profesores me han dicho que tengo talento, así que si logro que mi padre no sufra un ataque al corazón cuando se lo diga, quizá pruebe suerte a ver qué pasa —confesó Antonio.
—Si ese es tu sueño, lucha por él —dijo Javier mientras regresaba del mirador con la pequeña Marta en brazos—. Yo por mi parte, creo que ayudaré a mis padres en la panadería. Ellos no pueden costearme una carrera y creo que les ayudaré más echando una mano en el negocio.
Todos los amigos detectaron cierta tristeza en las últimas palabras de Javier. A ninguno se le escapaba que la familia de Javier no podía derrochar el dinero, puesto que una panadería no daba para mucho más que mantener a duras penas a una familia. Ninguno quería compadecerle, porque Javier no lo necesitaba, pero sabían que ese chico se merecía una oportunidad mejor de la que la vida le había reservado.
—¿Y tú, Mónica? —dijo Antonio intentando acabar con ese incómodo silencio que habían provocado las palabras de Javier—. ¿Qué tienes previsto hacer?
—Yo ya he solicitado una plaza en el conservatorio de música —contestó orgullosa—. Si Dios quiere estudiaré piano y violín, que es lo que más me gusta. Para mí la música es mi pasión y me encantaría poderme ganar la vida con ello.
—Y además tienes mucho talento para ello —apostilló Sofía—. Yo, que te he escuchado varias veces ya, creo que es lo mejor que puedes hacer. Algún día todos iremos a verte en algún concierto y nos alegraremos de que triunfes por todo el mundo.
—Bueno, bueno, ya será menos —dijo Mónica visiblemente sonrojada por las palabras de su amiga.
En ese momento Óscar se levantó de su sitio con aire ceremonial y colocándose de frente a resto de sus amigos, que permanecían sentados, dijo:
—Ya que parece que a nadie le importa, yo me encargaré de contaros lo que haremos Guillermo y yo. Por lo pronto, la semana que viene nos iremos a casa de unos tíos que tenemos en Toledo a pasar el verano y allí, a partir de septiembre, estudiaremos Derecho. Así que no quiero que os metáis en ningún lío hasta que hayamos terminado la carrera, ¿está claro? Que cuando acabemos de estudiar necesitaremos algún cliente…
Todos rieron la ocurrencia de Óscar, aunque Guillermo no parecía tan entusiasmado con la idea de marcharse a otra ciudad. Él prefería haber estudiado cualquier cosa que le permitiera quedarse en Madrid. Para él toda su vida estaba aquí: amigos, familia; y ahora debía acompañar a su hermano a la conquista de un sueño que le era totalmente prescindible.
En ese momento Marta, que había estado jugando con las palomas ajena a la conversación de los mayores, subió tres escalones del graderío y abrazó con sus brazos el cuello de Javier mientras con tono dulce le decía al oído:
—¿Tienes un caramelo, Javi? Es que tengo ganas de comer algo dulce.
—Pues… no —dijo Javier cogiendo la niña por encima de sus hombros y haciéndole cosquillas en la tripa—. Pero lo que tengo es ganas de comerme a una niña pequeñita… ja, ja, ja.
Las risas nerviosas de la niña llenaron el ambiente. Era una risa que alegraba al más triste. Era una risa sincera, de esas que demostraban que uno era feliz y que no tenía ninguna razón para no serlo.
—Toma cariño —dijo Sofía buscando en su bolso —. ¿De qué lo quieres: de fresa, naranja, o… limón?
La niña frunció el ceño pensativa. Ahora sí que tenía un problema. No sabía muy bien cual era su preferido, porque todos la gustaban. Qué ironía: el gran dilema de un niño podía ser elegir el sabor del caramelo que quería comerse. Qué bonita era la inocencia de un niño… y que pena que la vida te hiciera perderla más pronto o más tarde.
—Pues… no sé…
—Pues, toma uno de cada —le dijo Sofía con cariño—. Pero sólo cómete uno, ¿eh? El resto guárdatelos para otro día.
Marta se acercó a Sofía y tras recoger los caramelos que ésta le ofrecía, la dio un sonoro beso en la frente después de darle las gracias. Rápidamente se guardó los dos caramelos que no se iba a comer en el bolsillo y se dispuso a saborear el de fresa.
—Oye, tú, enana. Como vuelvas a pedir más caramelos se lo diré a mamá para que no te deje venir más veces —dijo Antonio con cierta guasa intentando ser lo más autoritario posible.
Pero Marta no le hizo ni caso. Por el contrario, se sentó un escalón más bajo que Javier y se puso a contemplar el atardecer en el estanque mientras se daba su propio festín particular. A su vez Javier, inconscientemente, acariciaba las coletas de pelo castaño de la niña.
—Déjala, hombre, que la vas a crear un trauma por tener un hermano tan cascarrabias. Ya empiezas a tener la mala leche necesaria para ser guardia civil… A lo mejor tiene razón tu padre y si haces las pruebas lo mismo te cogen y todo —dijo Guillermo riéndose claramente de su amigo.
Ninguno de los presentes pudo reprimir la risa por el comentario de Guillermo y Antonio tuvo que aguantar una vez más que sus amigos terminaran por divertirse a su costa. Cierto era que no le molestaba… eran sus amigos y les estaba permitido todo.
La tarde iba avanzando y el calor remitía un poco gracias a la suave brisa que llegaba refrescada por el agua del estanque. La gente seguía paseando por el parque y nadie parecía ser consciente de que esos momentos que ahora disfrutaban eran únicos y que nunca podrían volverlos a vivir. Pocas personas llegaban a darse cuenta en su vida de que cada segundo era importante, y que había que disfrutar de cada instante que se vivía, porque nunca se sabía lo que podía deparar el futuro. Un futuro que alguien debía manejar en alguna parte del universo y que, a veces, parecía disfrutar jugando y haciendo daño siempre a los mismos. La vida podía ser muchas cosas, pero seguro que justa no era la palabra que mejor la podía definir.
—Bueno mucho hablar de después del verano, pero todavía no nos hemos dicho lo que vamos a hacer estos meses —dijo Sofía reavivando la conversación—. Yo ya os he dicho que me quedaré en Madrid ayudando a mi padre, aunque puede que bajemos a Sevilla para ver a mis tíos si no estamos muy liados.
—Pues entonces ya somos dos los que nos quedaremos en la capital, porque mi padre creo que no va a tener vacaciones veraniegas este año con todo lo del nombramiento —contestó Antonio con desgana—. Ya me veo aguantando todo el verano al comandante poniéndome la cabeza como un bombo con las pruebas de acceso… bla, bla, bla…
La expresión de Antonio era de verdadera angustia. Todos sus amigos sabían que no le hacía ninguna gracia la idea de ingresar en la Guardia Civil, pero también sabían lo que la perseverancia de un padre podía conseguir.
—Vamos a ser tres —dijo Javier—. Yo también me quedaré aquí porque mis padres quieren hacer reforma en la panadería y me parece que la obra nos ocupará todo el verano. La idea es que la nueva panadería esté operativa para septiembre, así que…
—Pues menudo plan, chaval —dijo Antonio—. Bueno, al menos, quedaremos algún día para liberarnos de nuestras ataduras paternales, ¿no?
—Por supuesto que tendremos que quedar para vernos. Ya que no vamos a poder salir, por lo menos intentaremos disfrutar de Madrid, que también tiene cosas muy bonitas —aceptó Sofía.
—Contad conmigo —dijo Javier.
—¡¡Y conmigo también!! —gritó la pequeña Marta.
Todos se rieron ante el comentario de la niña, aunque ella no entendió el por qué de aquellas carcajadas. Poco a poco se iba acostumbrando a que los mayores se rieran de ciertas cosas que decía y que para ella eran de lo más normal. Su inocencia la daba ese toque de descaro que a ciertas edades era gracioso y que con el paso del tiempo todos perdían.
—Faltaría más que la señorita no se metiera por medio —refunfuñó Antonio.
—Déjame en paz, yo me iré con Sofía y con Javier porque ellos me van a llevar, ¿a que sí? —contestó Marta con un enfado creciente por momentos.
Entonces Sofía viendo que el dialogo entre los dos hermanos podía acabar de forma poco amistosa se levantó de su sitio en la grada y se dirigió hacia el lugar donde estaba la niña. La cogió en brazos, se sentó al lado de Javier y la sentó en sus piernas mientras la decía:
—Claro que sí, cariño. Tú no te preocupes que nosotros te llevaremos donde vayamos.
Y le dio un beso en la mejilla.
Marta le devolvió el beso y girándose sobre las piernas de Sofía le preguntó a Javier:
—¿De verdad, Javi? ¿Me vais a llevar con vosotros?
—Claro que sí, ¿acaso te hemos mentido alguna vez? —la contestó el chico.
La niña entonces le dio las gracias y tras darle un nuevo abrazo le dio un besito que le fue correspondido por Javier.
—Madre mía. Me la estáis malcriando entre los dos —dijo Antonio con un tono que dejaba claro su rendimiento ante una batalla que sabía que tenía perdida desde hacía mucho tiempo.
Marta, entonces, se sentó entre Sofía y Javier y se puso a observar a las personas que aún navegaban en las barcas del estanque. Para ella no había sucedido nada en los últimos momentos. Sabía que sus otros hermanos la llevarían con ellos cuando salieran por las tardes, tenía la palabra de ambos. Eso le era suficiente, porque creía en las dos personas que tenía a su lado. Los quería demasiado como para no creerlos. Ahora se sentía protegida entre ellos; se sentía más mayor y la gustaba esa sensación.
—Bueno pues parece que entonces la única que va a salir fuera voy a ser yo — dijo Mónica con cierta inseguridad.
—Vaya, pues que bien que por lo menos alguien pueda contarnos que se va a algún sitio. ¿Y dónde vas a pasar el verano? ¿En Toledo como tus hermanos? —quiso saber Sofía.
—Quita, quita, bonita —saltó rápidamente Óscar—. Ya tenemos suficiente con tener que aguantarla todo el año. Para una oportunidad que tenemos de poder quitárnosla de en medio no nos la animes, que lo mismo acabamos estudiando todos en Toledo… ja, ja, ja.
—Qué gracioso que eres, niño —se dirigió de mala gana Mónica a su hermano. Luego sin hacerle mayor caso a su hermano, contestó a lo que su amiga le había preguntado—: Yo me iré la semana que viene a Sanabria con mis padres, porque hace mucho que no vamos a visitar a mis abuelos. Pasaré unos días allí, pero no os preocupéis que en diez o quince días volveré a Madrid y me apuntaré a esas quedadas que habéis planeado.
Óscar guardó silencio ante la recriminación de su hermana. Quizá hubiera metido la pata con ese comentario. Él quería a Mónica y su comentario no había sido con mala intención, aunque últimamente se había dado cuenta de que ciertos comentarios que le hacía a su hermana no eran recibidos por ella de la misma manera que siempre. ¿Qué estaría cambiando en Mónica? La idea de separarse de ella tampoco le hacía mucha gracia. Aunque lo intentara disimular delante de todos, sabía que la echaría mucho de menos en Toledo. No en vano, Mónica y él eran gemelos y siempre habían tenido una conexión especial entre ambos. Una conexión que esperaba no perder en la distancia. Cada vez que pensaba en ello se ponía triste. Alguna vez Guillermo le había intentado consolar diciéndole que volverían a Madrid por navidades y por vacaciones de verano, pero Óscar pensaba que eso no sería suficiente. Sentía que iba a perder algo que tenía y que hasta ahora no había valorado como se merecía. Algo que era algo más importante de lo que nunca estaría dispuesto a admitir.
—¿Sanabria… y dónde está eso? —preguntó Antonio pensativo.
Una vez más, y en poco espacio de tiempo, tuvo que aguantar las risas de sus amigos. Él siempre había sido de las personas que pensaban que cuando uno no sabía algo, lo mejor que podía hacer era preguntar; así que como no sabía dónde se ubicaba el lugar de vacaciones de Mónica pues preguntaba… así era Antonio.
—Pero qué inteligente que es mi niño —dijo Sofía con cierto tono pícaro—. Como se nota que la geografía no es lo tuyo, ¿eh? Sanabria, bonito, está en Zamora.
—Bueno, bueno que sólo era una pregunta —intentó defenderse el chico.
—Es un lugar precioso…
Empezó a decir Mónica, pero no pudo terminar porque de repente Óscar pegó un salto desde el lugar que ocupaba en la grada y bajó tres escalones de una sola vez. Tras ese movimiento se colocó de frente a sus amigos, que le miraron sorprendidos y ni corto ni perezoso se puso a gesticular ostentosamente, cual payaso, mientras decía con mucha guasa:
—Señoras y señores, atiéndanme por favor. A partir de estos instantes escucharán ustedes una historia en la que mi adorable hermana les contará las maravillas de la tierra de Sanabria. De su boca podrán conocer la tranquilidad que se respira entre aquellas montañas, la calma que se siente junto al aire puro del lugar y, como no, conocerán una de las joyas de Sanabria: su lago. En definitiva, quedarán enamorados de esa bendita tierra.
La cara de Mónica era un poema tras escuchar las palabras de su hermano, que saludaba a sus amigos inclinándose varias veces mientras éstos se reían y le seguían aplaudiendo tras su genial actuación.
—Tiene usted la palabra, señorita —dijo mientras subía los escalones de la grada y recuperaba su anterior sitio.
Pero Mónica seguía molesta por la burla de Óscar. Sabía que lo hacía para hacerla rabiar, pero no entendía como el hecho de que a ella le gustara aquella tierra tenía que ser motivo de burla para su hermano. Era cierto que tenía pasión por aquel lugar, que para ella siempre sería especial. Las raíces de Sanabria la convocaban de vez en cuando y ella siempre estaba dispuesta a escuchar su llamada.
—¿Y en el lago hay peces? —preguntó de repente Marta.
Ninguno se había dado cuenta de que la única que había escuchado con atención a Óscar era la pequeña del grupo. En su ingenuidad había preguntado algo que para ella era una curiosidad normal. Todos dejaron de reírse a carcajada limpia y callaron ante la consulta de Marta y fue otra vez Óscar el que la sacó de dudas.
—¿Que si hay peces? —dijo el chico.
Y sin más volvió a bajar los escalones, esta vez más lentamente y con una ceremonia demasiado estudiada, hasta ponerse en el mismo escalón que ocupaba la niña. Después, también con mucha parsimonia, se puso de rodillas para colocarse a la misma altura de la pequeña y la miró a los ojos. El resto del grupo aguardaba expectante lo que Óscar podía sacarse de la manga. Marta lo miraba fijamente a los ojos con ansia de saber.
—Pues claro que hay peces… —prosiguió Óscar dando a cada palabra que pronunciaba un toque de misterio—. Pero no sólo peces, también hay ranas, sapos… y algunos dicen hacer visto hasta tiburones…
—¿De verdad? —preguntó la niña con los ojos abiertos como platos.
—Pues claro, y cocodrilos… en Sanabria tenemos de todo, ¿verdad, hermanita? Y todos volvieron a reírse… Todos excepto Marta, Mónica y Sofía. A las dos últimas no les hizo ninguna gracia la broma que Óscar había gastado a la cría.
—No le hagas caso, cariño —dijo Sofía atrayendo hacia sí a Marta y abrazándola dulcemente—. Que este chico es un exagerado y no quiere más que engañarte.
Entonces el semblante de la niña cambió y de la ilusión que le habían provocado las palabras de Óscar, pasó a la decepción por las de Sofía. Frunció el ceño y en un amago de llanto preguntó:
—¿Era mentira? ¿No hay tiburones ni cocodrilos en Sanabria?
En ese momento Óscar entendió que su broma podía haber ido demasiado lejos. Había engañado a una niña y romperle a ilusión a una cría era darle un golpe muy duro a un ser tan inocente. El chico reaccionó lo más rápido que pudo y tomó a Marta en brazos mientras la daba un beso en la frente y la decía:
—Bueno, quizá me haya pasado un poco… La verdad es que no hay ni tiburones ni cocodrilos, yo por lo menos no los he visto nunca; pero peces, ranas y sapos sí que hay.
La excusa no pareció convencer a Marta, que bajó la cabeza decepcionada por lo que acababa de escuchar. Los pucheros no tardaron en aparecer y Óscar buscó con la mirada a sus amigos para que le ayudaran a deshacer el entuerto en el que se acababa de meter. Todos parecían indiferentes y expectantes por ver cómo iba a salir de aquel entuerto en que se había metido él solito; todos menos Mónica, que parecía disfrutar cada segundo que pasaba viendo a su hermano sufrir de esa manera tan ridícula.
—Oye, mira, vamos a hacer una cosa. Vale que te he contado una mentirijilla, pero si quieres ver tiburones y cocodrilos yo te prometo que cuando volvamos de las vacaciones iremos al zoo, ¿vale?
La desconfianza de Marta desapareció de un plumazo.
—Vale, iremos todos, ¿queréis? —dijo la niña desde lo alto de los brazos de Óscar mirando a los demás.
—Vale —contestaron todos al unísono.
La niña se revolvió hasta que Óscar la depositó otra vez en el suelo y se fue con Sofía que la sentó otra vez en sus piernas.
—Si queréis el año que viene podríamos ir todos unos días a pasarlos allí todos juntos, seguro que os encantará. Además en la casa de mis abuelos podremos quedarnos todos sin ningún problema, ¿qué os parece la idea? —dijo Mónica con tono ilusionado.
—Pues a mí me parece una gran idea —comentó Sofía—. Así podríamos ver si todo lo que nos habéis contado es verdad.
Todos estuvieron de acuerdo en que al año siguiente las vacaciones ya estaban planeadas, se prometieron que salvo desgracia irreversible todos pasarían el siguiente verano en Sanabria.
—Entonces arreglado, el año que viene nos vamos todos a Sanabria —dijo Óscar mientras abrazaba a su hermana y la daba un beso—. Estarás contenta, ¿no, hermanita?
Mónica le devolvió el abrazo y el beso. En el fondo sabía que la quería y que todo era una broma para hacerla de rabiar. El sentido del humor de Óscar era algo que Mónica siempre había envidiado de forma sana. La encantaba ver que su hermano siempre estaba de buen humor y que siempre había una sonrisa en su cara y otra para repartir entre los que le rodeaban. «Era un gran hermano», pensó la chica.
—Bueno, chicos, pues yo creo que ya va siendo hora de que la enana y yo nos vayamos, que se nos está haciendo un poco tarde —dijo Antonio.
—No, anda, vamos a quedarnos un poco más —replicó Marta con tristeza.
Pero la cara de Antonio lo decía todo muy claro. Él era el responsable de su hermana y tenía que llevarla a casa para que cenara. No quería ni imaginarse la bronca que podía recibir si llegaba más tarde de lo habitual. Para eso, sus padres sí que eran muy estrictos y la pequeña de la casa era la protegida de ambos.
Marta, sabiendo que aquella batalla la tenía totalmente perdida, agachó la cabeza y empezó a llorar. Ella se sentía mucho más mayor cuando estaba con los amigos de su hermano y volver a su casa significaba volver a ser la pequeña para todo. Ella ya era mayor y quería que la trataran como la trataban los chicos.
Entonces Sofía se levantó de la grada y cogió en brazos a la niña, que intentaba contener las lágrimas a duras penas sin conseguirlo.
—Venga cariño, no llores. Si dentro de nada nos volvemos a ver y ya sabes que te hemos prometido que te vamos a llevar con nosotros. Anda, sé buena y haz caso a tu hermano.
Seguidamente le dio un besito, mientras la niña la abrazaba muy fuerte sin ningunas ganas de soltarse. Cuando ya se calmó fue Javier el que la recibió en sus brazos y tras darle un par de besos en las mejillas le dijo:
—No llores más, peque, que te pones muy fea cuando lloras y tú eres una niña muy guapa. A ver esa sonrisa. Venga sonríe un poquito para que yo pueda ver el sol. Anda, hazlo por mí… por favor.
Marta, al oír las palabras de su otro hermano, sonrió de manera nerviosa sorbiéndose las lágrimas para intentar contentar la petición de Javier.
—Si ya os digo yo que me la estáis malcriando —sentenció Antonio—. Venga, ves dando besos a todos que nos vamos.
Poco a poco todos se fueron despidiendo los unos de los otros hasta que volvieran a verse. Los deseos de suerte surcaron la atmósfera y todos se citaron en el mismo sitio para cuando pudieran estar juntos otra vez. A partir de ese momento se abría un futuro incierto para todos. Ninguno sabía lo que les depararía la vida a partir de esos momentos, pero todos tenían las mismas ganas de vivirla. Eran jóvenes y el mundo estaba por descubrir para todos ellos.
Javier acompañó a Sofía, como tantas otras veces, hasta su casa porque le venía de camino a la suya. Además, aunque no lo admitiera por su naturaleza tímida, le gustaba estar en compañía de su amiga. Esos momentos en los que paseaban juntos, solos ella y él, le llenaban de ilusión y felicidad. Sofía era la compañera perfecta para contemplar Madrid, o cualquier otro sitio del universo… Javier se sentía muy afortunado porque la vida le hubiera permitido conocer a Sofía y no quería perderla por nada del mundo.
Aunque desde hacía un tiempo sentía una sensación extraña; una mala sensación… Algo en su interior le recomendaba que disfrutara de los momentos que pasaba con Sofía… Algo en su interior le decía que esos momentos iban a durar poco tiempo. Últimamente no dormía tanto como antes y cada vez que estaba junto a ella la tristeza no le dejaba disfrutar de su compañía como tiempo atrás. No tenía ni idea de lo que sus sensaciones le querían decir, pero tenía claro que lucharía el tiempo que fuera necesario porque nada malo le pasara a la amistad entre ambos.
Mientras paseaban camino a la casa de Sofía, los chicos se cruzaron con varias parejas que también aprovechaban los últimos minutos de luz para salir a las calles de Madrid y poder disfrutar de una ciudad en continuo crecimiento. El verano transformaba a las personas de tal manera que parecía que todo el mundo dedicaba su tiempo de ocio para divertirse de las maneras más variadas.
Casi de repente, y sin que los chicos se dieran cuenta, una niña apareció de la nada y fue a tropezar con Sofía. No debía tener más de cuatro años y sus ojos parecían declarar que no sabía dónde se encontraba en ese momento. Ambas se dieron un pequeño susto porque ninguna de las dos se esperaba esa situación. Sofía, entonces, reaccionando antes que la pequeña y que Javier, cogió en brazos a la niña y la dijo:
—¿Te has hecho daño, cariño?
La niña no contestó a la pregunta y sin mediar ninguna palabra se echó a llorar.
Sofía la abrazó y le dio un beso intentando consolarla.
—No llores, corazón. ¿Te has perdido? ¿Dónde están tus padres?
Pero la chiquilla no parecía querer escapar de su tristeza. Se revolvía en los brazos de Sofía buscando algo; o a alguien… No hacía caso de las palabras de su salvadora. Mientras tanto Javier también buscaba entre la gente a alguien que diera indicios de estar buscando a una niña, pero todos parecían estar a lo suyo…
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó inquieto Javier—. Debe de haberse perdido.
Sofía le hizo un gesto para que Javier no siguiera hablando delante de la niña de ese tema. Temía que la pequeña siguiera llorando y no soltara ninguna palabra. La abrazó tiernamente y la intentó calmar. Recordaba que eso era lo que hacía su madre cuando ella era más pequeña y sentía miedo por algo… y recordó que a ella siempre le había funcionado. Se sintió un poco triste al rememorar aquellos momentos que ya nunca podría volver a vivir…
—Venga, pequeña, no llores. Que no pasa nada. Yo me llamo Sofía y soy tu amiga. ¿Cómo te llamas tú?
—Silvia… me llamo Silvia —dijo la niña entre lloros ahogados—. ¿Dónde están mis papás? Yo quiero irme con mis papás.
Y en esos momentos un hombre apareció por la esquina en la que estaban los tres a la carrera. Parecía fatigado y se notaba que había llegado hasta el lugar corriendo.
Al ver a la niña, que Sofía todavía sujetaba en sus brazos, paró en seco y estuvo a punto de llevarse por delante a Javier que en ese momento se volvía hacia el recién llegado.
Entonces Silvia se volvió hacia el lugar donde se encontraba el recién llegado y su cara se iluminó con una dulce sonrisa.
—Papá… papá.
Seguidamente la niña se deshizo del abrazo de Sofía y corrió hacia el hombre que la estaba esperando con un gesto de sorpresa y de alivio contenido. Su cara expresaba la angustia que debía haber pasado mientras la buscaba. Javier pensó que debía ser terrible perder en un segundo a un hijo y creyó que la desesperación que debería haber pasado ese hombre en los momentos en los que su búsqueda no daba los frutos necesarios eran impagables. Nada podría devolverle a ese padre los momentos que había sufrido… o quizá sí: este instante que estaba viviendo al reencontrarse con ella podría ser suficiente para contrarrestar todo lo que habría sufrido.
—Cielo… ¿dónde estabas?… Te he estado buscando por todas partes —dijo el hombre mientras abrazaba a la niña y la cubría de besos.
Levantó a la niña en brazos y se quedó mirando fijamente a los dos chicos.
Suavizó su expresión y con voz entrecortada dijo:
—Gracias, muchas gracias, chicos. Llevo un buen rato buscándola y ya no sabía dónde podía estar. Se me soltó de la mano un momento y desapareció sin más.
—No se preocupe señor, no tiene que agradecernos nada. Nos alegramos de que haya encontrado a su hija y de que esté bien —dijo Javier.
Sin más el hombre se despidió de los chicos y se alejó entre las calles con la pequeña en brazos. Antes de que Sofía y Javier los perdieran de vista, pudieron observar como el hombre se paraba y la niña que hacia unos segundos estaba con ellos les gritaba:
—Adiós, adiós… Sofía…
Los dos chicos la saludaron con la mano y siguieron su camino hacia la casa de la sevillana.
Ambos se mantuvieron callados durante unos minutos, cada uno pensando en lo que les había sucedido momentos antes. La oscuridad ya empezaba a reinar por las calles de Madrid y los dos comprendieron que debían aligerar el paso si querían llegar a tiempo para no perderse la última luz natural. A Javier le encantaba estar a solas con Sofía, pero no le gustaba estar en la calle por las noches. No eran seguras y aunque tenía claro que defendería a su amiga de cualquier cosa que pudiera pasarle, él se sentía más cómodo con la luz del sol a sus espaldas. Nunca le había gustado la noche. Era una fase del día que siempre le había parecido bastante oscura. Él prefería las mañanas y las tardes. Las noches le sobraban, salvo para dormir, aunque últimamente tampoco podía aprovecharlas para descansar… Y la extraña sensación volvió al corazón de Javier… algo se avecinaba y seguro que no sería bueno…
—Qué graciosos son los niños de pequeños, ¿verdad? —dijo de repente Sofía sacando a Javier de sus pensamientos.
—Eh, ¿qué?… Sí, claro.
La andaluza entonces se paró de frente a Javier y le miró con esa cara pícara que al chico le desarmaba. Ella lo sabía porque él se lo había dicho y la utilizaba inteligentemente cuando le era necesario para conseguir alguna cosa. Javier la miró sorprendido porque no sabía lo que Sofía pretendía y puso una cara de asombro tan absurda que la chica no pudo por menos que reírse a grandes carcajadas. Una risa que a Javier, pese a ser el objeto de ella, le pareció de lo más bonita que había visto en su vida. Le encantaba verla reír, porque la risa de Sofía era sincera y la cara de su amiga con una sonrisa dibujada en ella, era digna de un cuadro del mejor maestro pintor de todos los tiempos.
—Pero bueno, ¿en qué mundo estabas? ¿Ése es el caso que me haces cuando te hablo? —dijo la chica sin poder contener la risa.
Javier no pudo ocultar su vergüenza y agachó la cabeza para ocultar el sonrojo que le habían producido las palabras de su amiga. Se sentía culpable por no haber atendido a lo que le estaba diciendo y no sabía que decir.
—Lo… lo siento —es lo único que pudo articular en su defensa.
Estas palabras no hicieron sino aumentar la intensidad de la sonrisa de Sofía que veía como la timidez tomaba todo su significado en la figura de su amigo. Entonces, decidida como siempre lo había sido, abrazó a Javier y le dio un beso en la frente.
Después con sus caras a escasos centímetros el uno del otro le dijo:
—Pero mira que eres tonto. Estaba hablando en broma, hombre. Parece mentira que todavía no me conozcas. Venga, vamos, que ya estamos llegando a mi casa, pero a ti todavía te queda una caminata hasta la tuya y no quiero que vayas solo por las calles de noche.
Y seguidamente le pasó una mano por el hombro y juntos recorrieron los últimos metros hasta la casa de Sofía. Cuando llegaron al portal de la calle Felipe IV, donde vivía la niña, vieron que en el piso debía de estar su padre, porque por la ventana del salón se veía una luz. Esto tranquilizó a Javier, al que tampoco le hacía gracia que Sofía se quedara sola en su domicilio. Rafael Olmedo, por su trabajo, había muchos días que volvía a casa muy tarde y Sofía le había confesado alguna vez que en las tardes en las que se encontraba sola en el piso había pasado miedo más de una vez. A Javier se le había ocurrido la idea de acompañar a su amiga las tardes en las que su padre no regresara pronto a casa. Y casi tan rápido como se le ocurrió la idea la desechó, ya que pensó que ni el señor Olmedo ni sus padres verían con buenos ojos su propuesta. Estaba casi seguro de que ha Sofía le hubiera gustado su idea, pero nunca se lo dijo para evitarla pasar un mal momento.
Sofía sacó las llaves del portal de su bolso y se dispuso a abrir la puerta. No la costó nada hacerlo y después de sacar la llave de la cerradura y sujetar la puerta con la pierna dijo:
—Bueno, pues aquí acaba otro gran día en compañía de mi caballero… Muchas gracias, Javier, por otra tarde tan maravillosa.
Al escuchar estas palabras, el chico se sintió muy grande y muy pequeño a la vez. Le gustaba mucho oír esas palabras en boca de su amiga. Le parecía increíble que alguien le pudiera decir esas cosas. No creía ser merecedor de tales elogios, pero tampoco tenía ganas de perder esa melodía que sólo él escuchaba cuando Sofía le hablaba de esa manera.
—Gracias a ti, princesa… No sé porqué el tiempo que paso contigo me parece insuficiente. Creo que avanza demasiado rápido; que se burla de nosotros. El placer siempre será mío, porque este caballero no sería nada sin su princesa.
Ambos se echaron a reír y los dos se miraron a los ojos durante unos segundos que a los dos le parecieron eternos y, a la vez, escasos. Durante ese tiempo el mundo se paró para ellos, aunque siguió girando para el resto. Nada importaba en esos momentos para ninguno. Sólo deseaban mirarse a los ojos y al fondo de cada uno.
Sin saber realmente cuanto tiempo habían pasado así, Javier salió de su trance y bajando la cabeza, casi en un suspiro, dijo:
—¿Puedo preguntarte una cosa sin que te enfades?
—Pues claro que sí. ¿Acaso crees que te voy a comer? Que tenemos confianza…, dispara.
Javier sabía que tenía la confianza suficiente para poder preguntarle cualquier cosa, pero no se atrevía a hacerle la pregunta que le rondaba por la cabeza. No creía que Sofía se enfadara por ello, aunque siempre se podía negar a contestarle. Hasta ese momento nunca había sucedido y le constaba que él era el guardián de muchos de los secretos que Sofía tenía y que no había contado a nadie más. Claro que ella también conocía todos sus secretos… bueno, todos no. Sofía conocía todos sus secretos menos uno…
—Bueno, ¿qué?… ¿me lo dices o espero a que amanezca? —dijo Sofía en tono guasón—. A ver si esto te hace arrancar.
Y sin mediar más palabras se le acercó y le volvió a dar otro beso en la frente mientras con expresión pícara le decía:
—Me parece a mí que tú sabes demasiado. Así, a lo tonto, te llevas un montón de besos de mi parte y tú encantado de la vida, claro. Aunque si quieres que te diga la verdad no me importa, porque si alguien se merece que le estén besando todo el tiempo eres tú.
Las palabras de Sofía hicieron efecto en Javier. Tras devolverla el beso en la frente, suspiró hondo y dijo:
—El caso es que me estaba preguntando si alguna vez has tenido novio.
Sofía se quedó sorprendida ante lo que acababa de escuchar. No se esperaba que eso fuera lo que Javier la tenía que decir. Desde que se conocían habían hablado de muchas cosas, pero nunca en sus conversaciones había salido ese tema. Y era curioso que saliera en ese momento. Un momento en el que ella empezaba a tener sensaciones desconocidas cuando estaba junto Javier. De todas formas él era su mejor amigo, así que no había razón para no contestarle o para contestarle con una mentira. Su caballero se merecía la verdad. Suspiró hondo y mirando al cielo cada vez más oscuro dijo:
—Pues no, la verdad es que no. Nunca me ha preocupado tener novio y como nunca me lo han propuesto pues aquí sigo, más sola que la una. Supongo que ya llegará cuando tenga que venir. Recuerdo que mi madre siempre decía que lo que estuviera para mí nadie se lo iba a llevar, así que Dios ya se encargará de hacerme llegar el amor si lo cree oportuno. En cualquier caso ahora no me preocupa porque lo que tengo ahora me llena y me es suficiente…
—¿Lo que tienes ahora? —preguntó sorprendido Javier.
Y esta vez sin querer ocultar la mirada que a Javier le volvía loco, Sofía contestó muy segura:
—Claro. Ahora mismo tengo un caballero que se preocupa por mí, que me protege, me cuida y me divierte. Qué más puedo pedir… por cierto, que para que no tengas ninguna duda al respecto ese caballero eres tú… que seguro que si no te lo digo me lo vas a terminar preguntando.
Javier entonces reconoció esas palabras como las que había estado soñando escuchar desde hacía mucho tiempo. No sabía si estaba soñando o estaba despierto, pero lo que tenía muy claro es que no quería que el tiempo le obligara a marcharse de ese lugar que empezaba a tener también un significado especial para él.
—Gracias princesa. Pero es que no me explico como una chica como tú no tiene novio. No puede ser que nadie se haya dado cuenta de lo especial que eres. Eres como un sueño y no me puedo creer que a estas alturas de la vida sigas estando sola y perdiendo el tiempo conmigo.
—¿Perdiendo el tiempo?… mira no digas tonterías, ¿vale? ¿Acaso crees que si estuviera perdiendo el tiempo contigo haría las cosas que hago? Tú te mereces eso y mucho más, así que no te hagas la victima —dijo Sofía—. Me parece que mi caballero me ha salido un poquito cotillo, pero no te preocupes que si alguna vez me echo novio serás el primero en saberlo… Por cierto si todavía no lo tengo es por una razón que ahora no puedo decirte. Quizá más adelante te enteres, pero vamos no sufras porque para mí nuestra relación es más importante que si tuviera un novio.
Javier se sintió muy extraño ante esas palabras tan inesperadas. Nunca pensó que escucharía algo parecido salir de la boca de su amiga dirigido a él. Su fortuna no conocía límites, era único lo que estaba viviendo en esos momentos.
Aunque se sentía muy confundido. Empezaba a tener claro lo que sentía por aquella chica de melena morena y ojos color miel que le había cautivado desde el primer día que la conoció. Pero le daba miedo confesárselo porque temía que no se lo tomara bien y que algún día desapareciera de su vida por el simple hecho de cometer el error de abrirle su corazón.
Para Javier también era suficiente la relación que mantenía con Sofía; para él también era mucho más importante que si tuviera novia… pero no le podía negar a su corazón que sería aún más feliz si pudiera hablarle a su amiga con total libertad sobre lo que sentía por ella. Otra cosa sería lo que ella sintiera por él, pero estaba dispuesto a correr el riesgo de ser rechazado por la chica más preciosa que había conocido nunca.
La noche era ya un hecho cuando los dos chicos se despidieron en la puerta del número tres de la calle Felipe IV.
—Bueno, pues lo dicho, que muchas gracias por todo, Javier.
El chico entonces sintió un escalofrío extraño en todo su cuerpo, una mala sensación a la que no supo dar una explicación. De repente, un sentimiento de gran tristeza le invadió y bajando la mirada al suelo de la calle dijo:
—De nada Sofía, ya sabes que siempre es un honor para este caballero hacerte compañía —posiblemente una lágrima cayó mientras proseguía diciendo—. ¿Cuándo nos volveremos a ver, princesa?
Sofía entendió perfectamente el momento que estaba pasando su amigo. Ella tampoco tenía muy claro lo que iba a pasar a partir de esos momentos con su vida. Sabía que las promesas son fáciles de hacer, pero algunas son muy difíciles de cumplir. Y si algo tenía claro era que a Javier no quería hacerle ninguna promesa que más tarde no pudiera cumplir. A ella también le invadió la tristeza que aflora cuando uno se para a pensar en el futuro incierto que le espera. Pero rápidamente borró la preocupación de su rostro y abrazó a su caballero de la manera más tierna que sabía hacer.
—No te preocupes, Javier. En cuanto tenga un momento iré a verte a la panadería y quedamos, ¿vale?
El chico correspondió al gesto de su amiga dejándose llevar por el momento que estaba viviendo. También la abrazó como si fuera la última vez que lo hacía y con sumo cuidado cogiendo la cara de Sofía entre sus manos, la besó con extrema dulzura y la dijo:
—No me olvides nunca, princesa, te lo suplico…
Ella se perdió en los ojos vidriosos de su amigo y con un nudo en la garganta que casi no la permitía respirar le contestó entre lágrimas:
—Ni tú tampoco te olvides de que esta princesa nunca deseará la compañía de otro caballero que no seas tú…
—Gracias —agradeció Javier las palabras de Sofía desde el fondo de su corazón.
Tras darse un nuevo abrazo y dos besos más, los chicos se despidieron definitivamente. Javier esperó, como hacía siempre, a que Sofía subiera hasta su casa.
Él aguantaba en el portal hasta que la niña salía a su balcón y le mandaba un beso indicándole así que ya había llegado a su domicilio. Pero esta vez algo cambió en aquel ritual que ambos tenían acordado. Esa noche junto a Sofía el señor Olmedo también salió al balcón de su casa. Javier se sorprendió por un momento al comprobar que el padre de Sofía también salía a su encuentro. Él ya lo conocía de algún encuentro que habían tenido en la panadería, pero nunca había salido a despedirle al balcón.
—Muchas gracias, hijo, por acompañar a Sofía. Ten cuidado que ya es un poco tarde —gritó Rafael Olmedo mientras saludaba a Javier desde las alturas y se metía otra vez en el piso.
Y en ese momento, como tantas otras tardes, la princesa y su caballero se dieron las buenas noches y se desearon lo mejor.
Sofía se introdujo en su casa y ayudó a su padre a preparar la cena, mientras en su mente le daba vueltas al sentimiento que estaba ocupando cada vez más espacio en su mente… y en su corazón. Estaba segura de lo que sentía en ese momento, pero le daba miedo enfrentarse a ello. Quizá fuera suficiente con lo que tenía, o quizá no… Mientras cenaba escuchó, sin prestar prácticamente atención, a su padre. Rafael Olmedo le comentó que estaba intentado cerrar un contrato con una editorial italiana para traer a España los últimos éxitos de un escritor de ese país. Al parecer si las negociaciones llegaban a buen puerto, tendría que viajar a Italia para cerrar la exclusiva con los editores italianos. Si esto sucedía Sofía tendría que acompañarle en el viaje porque no sabía cuanto tiempo se podría demorar el cierre del contrato.
—¿Qué te parece, cariño? ¿Te gustaría conocer Roma? —preguntó el señor Olmedo con curiosidad.
Sofía le observaba, pero su padre se dio cuenta de que tenía la mirada perdida en algún sitio muy lejano al salón donde estaban cenando. Intentó escrutar los ojos color miel de su hija, pero no pudo saber lo que la estaba distrayendo de tal manera a la niña.
—¿Te pasa algo, Sofía? ¿Tienes algún problema?
Ante las preguntas inquisitivas de Rafael Olmedo la niña volvió de sus pensamientos al mundo terrenal y se sintió un poco estúpida, pues se dio cuenta de que había estado sin escuchar nada de lo que su padre le había estado contando durante la cena. Agachó la cabeza al notar que su rostro se encarnaba y sólo pudo susurrar:
—No me pasa nada, papá. Lo siento, es que estaba pensando en otra cosa y no te he escuchado. Perdóname…
—No pasa nada mi niña. Comprendo que mis historias te aburran… Tu padre ya está viejo y se cree que tú también tienes que seguirle en todas sus locuras.
Entonces Sofía se levantó de la silla donde estaba sentada y se dirigió a hacia el sitio donde estaba su padre. Le abrazó por detrás y le dio un beso en la mejilla izquierda mientras le decía:
—No digas tonterías, papá. No me aburren tus historias. Me encanta que estés tan comprometido con tu trabajo. Ya sabes que me encantan los libros y que estaré contigo y te apoyaré siempre en todo lo que hagas.
Rafael Olmedo rodeó con sus brazos los de Sofía y la dio un beso en cada mano.
Suspiró hondo mientras contenía las lágrimas y, a duras penas, logró decir:
—Gracias, cariño. Espero no decepcionarte nunca…
Acto seguido se levantó de su silla y le dio dos besos en las mejillas. Durante unos segundos miró a su hija a los ojos y recordó momentos de la infancia de aquella niña que era todo lo que ahora tenía… era el tesoro más grande de su vida… era su hija… era lo que más quería en este mundo…
—Bueno cielo me voy a trabajar un poco al estudio, que tengo algunos asuntos atrasados. Tú no tardes mucho en acostarte que tienes que descansar. Por cierto, que mañana si puedes pásate por la editorial para que te vaya enseñando en lo que quiero que me ayudes. Pero no te preocupes por la hora, no hace falta que madrugues mucho porque tu padre es el jefe y no te va a echar la bronca —dijo Rafael Olmedo con una media sonrisa en la boca.
Y sin más, se perdió en el pasillo camino de su estudio.
Sofía siguió a su padre con la mirada hasta que éste cerró la puerta tras de sí y, aunque no pudo asegurar lo que le había parecido oír, creyó escuchar a su padre decir:
—Cómo echo de menos a tu madre…
Esta supuesta imaginación hizo que los recuerdos de Sofía se encaminaran en una sola dirección: su madre. Y en ese momento una sensación agridulce la invadió: por un lado recordó los buenos ratos que había pasado junto a Elisa; y por otro sintió una punzada en su corazón al darse cuenta de que ya nunca podría volver a revivirlos…
Esa noche no durmió nada bien por muchas razones…
* * *
Por su parte, Javier tardó más de lo habitual en llegar a su casa debido a que su mente intentaba buscar un equilibrio que ahora le parecía imposible conseguir.
Interiormente se reprochaba el ser tan tímido y se maldecía no ser más lanzado a la hora de confesarle a Sofía todo lo que le estaba ocurriendo. Sabía que si lo dejaba pasar más tiempo nunca encontraría el momento adecuado para abrir su corazón a su amiga, pero también sabía que iba a necesitar algo de ayuda externa para poder culminar su sueño…
Mientras recorría el último trecho que le separaba de su casa Javier descubrió una de las verdades universales: que el querer a una persona era una de las pocas cosas inevitables en esta vida. Y cuando una persona descubría el amor, estaba a su merced para siempre…
Además eso fue algo que desde aquel momento recordaría siempre…