20

Prácticamente no había amanecido todavía cuando la familia Torres al completo inició su viaje hacia Salamanca.

Javier había estado toda la noche sin dormir, ya que no encontraba la manera de hacer pasar el tiempo más rápido. Leyó, se levantó de su cama mil veces, miró por la ventana de su habitación dos mil más, y anduvo por el pasillo de su casa hasta hartarse de hacerlo; pero las horas siguieron durando sesenta minutos, y los minutos sesenta segundos. Y la espera se le hizo eterna.

A primera hora de la mañana se notaba cansado, pero algo en su interior no le permitía caer en un sueño que hubiera sido la mejor cura para él en esos momentos.

Por su parte Isabel tampoco había pegado ojo en toda la noche. A ella se le sumaba el hecho de que nunca le había agradado demasiado hacer viajes largos en coche. Los vehículos le daban auténtico terror y sólo pensar que estaría varias horas metida en uno, la hacía desaparecer de un plumazo el mágico influjo de Morfeo sobre su cuerpo. Sabía que lo iba a pasar mal durante todo el trayecto y que no volvería a estar tranquila hasta que cruzara el umbral de su casa en Madrid, pero era consciente de que no podía defraudar ni a su hijo ni a Sofía. Así que prefirió, como tantas otras veces antes, callar ese pequeño detalle y sus inquietudes tanto a Joaquín como a Javier. Había que intentar hacer que el viaje fuera menos incómodo de lo que ya se había presentado. Además si descubría que no había dormido nada, ni su marido ni su hijo dejarían de atosigarla durante el viaje. Mejor callar.

Joaquín, en cambio, era el único de los tres que sí había dormido. Después de haber asumido que no tenía escapatoria y que no podía negarse a acatar la decisión que habían tomado Isabel y Javier, para él aquel inesperado viaje ya sólo representaba un pequeño cambio en sus hábitos diarios. Ya nada le quedaba de las reticencias iniciales que había tenido en día anterior. Ahora tenía muy claro que debía implicarse en aquella causa cuanto le fuera posible, aunque nunca llegaría a ser tanto como lo que pudieran involucrarse su mujer y su hijo.

El plan de ruta era de lo más sencillo: pararían a mitad de camino, en algún pueblo pasado Ávila, para echarle gasolina al coche, descansar estirando las piernas y comer algo; después todo seguido hasta Salamanca.

La primera parte del viaje fue de lo más pesada para Javier, al que le daba la sensación de que la carretera daba mil rodeos para evitar llegar hasta su destino de forma más directa. El paisaje siempre era el mismo y como todavía no era de día, todo parecía igual en el exterior del coche. Además la insoportable lentitud de velocidad del vehículo familiar en el que iban contribuía incesantemente al aumento de la desesperación del chico.

Isabel iba sentada en el asiento de atrás y pese a los numerosos consejos de su marido para que se durmiera un rato durante el trayecto, la mujer prefirió no hacerlo. Los nervios del viaje no se lo permitían.

Javier iba de copiloto, como siempre desde que había cumplido los diez años, y en esos instantes se prometió que intentaría sacarse el carné de conducir en cuanto le fuera posible. Por muchas razones sería interesante que los dos hombres de la familia Torres pudieran conducir pronto, ya que nunca se sabía cuando se podía necesitar un conductor alternativo a Joaquín en caso de emergencia. Las desgracias siempre venían sin avisar; eso Javier lo había aprendido bien a base de los múltiples golpes que la vida le había propinado sin ningún tipo de misericordia.

Al final decidieron parar en la propia ciudad de Ávila, que los recibió con un frío desconocido para cualquier visitante desacostumbrado a su clima. Las calles estaban desiertas aún, debido a la hora tan temprana que los precedía. Después de llenar el depósito del coche en la primera gasolinera que encontraron, buscaron un lugar donde poder desayunar. Joaquín y Javier tomaron un café con leche y un dónut cada uno, mientras que Isabel apenas probó el zumo de naranja que había pedido. Seguía muy nerviosa, pero ahora además por la inminencia del momento que los haría reencontrarse a todos con Sofía. No sabía cómo reaccionarían ninguno de los cuatro cuando se volvieran a ver, y eso la preocupaba en exceso.

Tras haber descansado el tiempo que les pareció prudencial, la familia Torres puso rumbo hacia el convento de Santa María Redentora. La ciudad de Salamanca estaba esperándoles impaciente por su llegada.

Pero las cosas nunca salían como uno las esperaba. Escasos quince kilómetros después de haber reanudando la marcha, la rueda trasera izquierda reventó tras tomar un bache de la parcheada carretera. Isabel emitió un grito ensordecedor que asustó tanto o más a Joaquín y a Javier que el propio pinchazo. Tardaron más de lo previsto en cambiarla, para desesperación de Javier, ya que una de las tuercas del anclaje no quería dejarse aflojar. Incluso necesitaron de la ayuda de otro conductor, que amablemente les prestó su ayuda para realizar el cambio de la dichosa rueda, al verlos parados en el arcén.

Desesperante, aquello era para perder la paciencia.

Tras haber solucionado el enésimo inconveniente que se les había presentado, pusieron rumbo hacia la capital Salmantina, rezando los tres por que no sucediera nada más que pudiera retrasarlos.

Eran las dos y media de la tarde cuando la ciudad de Salamanca se alzó ante sus ojos. Rafael Olmedo les había dejado en su autorización perfectamente explicadas las indicaciones necesarias para encontrar el internado de Santa María Redentora, pero ninguno de los tres había estado nunca en aquel lugar y en un sitio desconocido era muy fácil equivocarse.

—Mejor será que preguntemos a alguien de por aquí —dijo Isabel.

—Pues sí, va a ser lo mejor —concedió Joaquín.

Entonces Javier se abalanzó ansioso sobre la ventanilla del copiloto y a punto estuvo de romper la manivela del ímpetu que le puso al intentar bajarla. Sacó medio cuerpo fuera y estuvo muy cerca de colarse por el hueco del cristal y caerse al asfalto. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie a quien preguntarle, así que rápidamente abrió la puerta del coche e impaciente salió corriendo a consultar la ubicación del convento en una tienda de fruta que todavía permanecía abierta.

Isabel se bajó tras él para intentar alcanzarlo, pero cuando entró en la frutería, la dependienta ya le estaba indicando a Javier el camino que debían tomar. La mujer, muy amablemente y con mucha paciencia, volvió a repetirle el itinerario a Isabel, y tras comprar unas manzanas como agradecimiento por la información, madre e hijo volvieron al coche con la dirección que necesitaban.

La distancia que los separaba del internado no era excesiva, según la frutera, ya la ruta que debían seguir no parecía muy complicada. Tenían que recorrer toda la calle principal, por la que ahora iban, y al llegar a un cruce con una enorme fuente girar a la izquierda. Después circular como unos doscientos metros y habrían llegado a su destino.

Desde la distancia Joaquín, Isabel y Javier pudieron ver la fachada de Santa María Redentora antes de aparcar el coche en un lugar cercano. A simple vista aquel edificio parecía una cárcel. Prácticamente no tenía ventanas, sólo varios ventanales cerrados a cal y canto jalonaban los austeros muros. Lo único que merecía la pena, arquitectónicamente hablando, de aquella impresionante mole cuadrada de varios metros de altitud eran su majestuoso pórtico arcado. Además era destacable el dintel bellamente ornamentado de la entrada. Las robustas puertas de madera sólo contribuían a dar un aire a fortaleza inexpugnable al edificio. Situado en un lateral de una plaza ajardinada, aquel internado parecía no querer tener nada que ver con el mundo que los rodeaba.

Tras bajarse del coche y andar los pocos metros que les separaban de la entrada, la familia Torres fue de cara al encuentro de su destino; el que les había legado Rafael Olmedo.

Al llegar a las puertas el silencio lo inundaba todo. No había tampoco gente en las calles, posiblemente porque la hora que era invitaba más a estar comiendo.

—Tendremos que llamar, ¿no? —dijo Joaquín mientras intentaba buscar la manera de comunicarse con el interior del convento.

De una de las puertas colgaba la imagen de un angelito de hierro que tras ser golpeado contra la madera funcionaba a modo de timbre.

Muy curioso, pensó Javier. Ésa debía de ser la única forma para llamar la atención de los habitantes de aquel recinto enclaustrado.

—Vamos allá —dijo Isabel y golpeó tres veces al ángel contra la puerta.

Todos empezaron a sentir unos nervios más intensos a la vez. Había llegado la hora de la verdad. En breves momentos comenzaría una nueva vida para ellos. Pasaron unos segundos y nada cambió en el paisaje de la plaza: silencio y nada más.

Isabel volvió a llamar, ahora con más intensidad. Los tres esperaron expectantes, pero nadie les contestó.

—Tendremos que tirar la puerta abajo —dijo con preocupación Javier.

—Tranquilo, que no creo que sea necesario que tengamos que llegar a esos extremos —le intentó tranquilizar Joaquín poniéndole una mano en el hombro para calmarlo.

—Quizá estén comiendo y non nos hayan escuchado o no nos puedan atender. A lo mejor nosotros también tendríamos que buscar un sitio para comer primero y volver después, porque mirad que hora es —habló Isabel.

—Buena idea —afirmó Joaquín.

—¡¡¡Nada de eso!!! Llamaremos hasta que nos abran —contestó enfadado Javier mientras aporreaba al angelito, que no tenía ninguna culpa, contra la puerta. Pero su acto de rebeldía tampoco surtió ningún efecto; nada se movió de su punto de origen, excepto la suave brisa salmantina.

—Venga, hijo. Vamos a comer y luego volveremos. Si ya hemos venido hasta aquí, no nos vamos a ir sin Sofía. Te lo juro —le dijo su madre abrazándole cariñosamente y dándole un beso.

Javier se revolvió instintivamente y ante la dura expresión de la cara de Joaquín, tuvo que agachar la cabeza y aceptar la opción que le había ofrecido Isabel.

Algo decepcionados los tres se volvieron sobre sus pasos y otearon toda la extensión de la plaza en busca de algún lugar para comer y descansar un poco ante lo que se les podía venir encima horas después.

—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarles? —oyeron de repente.

Al girarse vieron el rostro severo de una monja a través de una pequeña cancela con verja situada en la puerta contraria a la que sostenía el ángel del timbre.

—Buenas tardes, señora… —dijo Joaquín atropelladamente e indeciso—. Verá, nosotros somos… El caso es que venimos porque…

Ante la actitud vacilante de aquel hombre, la monja se lo quedó mirando extrañada esperando a que el hombre que tenía delante se explicase de algún modo comprensible.

—¿Sí? —dijo la mujer visiblemente fastidiada.

—El caso es que… —articuló a duras penas el interpelado.

Esto colmó la paciencia de la mujer que, sin pararse a sopesar las posibles consecuencias de sus palabras, sentenció:

—Mire, si vienen ustedes por la ayuda que ofrece el convento ya deberían saber que llegan tarde. El día de las obras de caridad es el lunes, así que les recomiendo que si necesitan algo vengan el día correcto y guarden cola como el resto de pobres. Y ahora si me disculpan, tengo muchas cosas que hacer. Buenas tardes.

—Un momento, hermana —habló Isabel con voz contundente—. Venimos desde Madrid en representación de don Rafael Olmedo y creo que no nos merecemos ni la insinuación que acaba de hacer ni el trato que nos está dando.

La monja se quedó paralizada ante las palabras de aquella mujer que había tomado las riendas de la situación; ahora muy embarazosa para la religiosa.

—¿Son ustedes los enviados del señor Olmedo? —preguntó incisiva.

—Así es, y este documento así lo prueba —contestó la panadera, molesta.

Dicho esto sacó de su bolso la autorización del padre de Sofía y se la mostró a la monja, que la recogió y leyó con suma curiosidad.

Joaquín y Javier permanecían en silencio observando la escena y le dirigían miradas cargadas de odio a la beata mientras ésta leía incrédula el papel que tenía entre sus manos.

La paciencia del chico estaba a punto de colmarse y poco le faltó para que arrancara la puerta de una patada. Aunque nunca llegaría a saber que de haberlo hecho, su padre le hubiera ayudado a conseguirlo. Joaquín empezaba a sentir por aquella monja lo mismo que había sentido siempre por todos los estamentos humanos de la Santa Iglesia Católica y Apostólica Romana: un profundo asco.

Aquella enorme puerta era la última frontera que los separaba de Sofía, y esa mujer parecía no entender la importancia que tenía para ellos volver a estar al lado de aquella niña sevillana.

—Ustedes perdonen —intentó disculparse—. Yo no podía saber que…

Pero no pudo terminar de exponer su fingido arrepentimiento ante la metedura de pata que acababa de cometer, ya que Joaquín la cortó de cuajo diciendo:

—Perdonen, ¿no? ¿Ahora quiere que la perdonemos? Pues mire, ahórrese su retahíla porque en lo que a mí respecta usted no tiene perdón. Se supone que todos ustedes: los curas, las monjas, los frailes y demás calaña siguen las enseñanzas de Dios, ¿no? ¿Y así les enseñó Dios a tratar al prójimo? ¿No decía que había que amarles como a uno mismo? Le juro que me repugna ver como hacen lo que quieren con las personas escudándose en la supuesta impunidad que parece concederles la palabra «Dios», ésa que hace que se les llene la boca cada vez que la mencionan… y que no son dignos siquiera de pronunciarla.

—Eso. Se creen que todavía viven por encima del resto del mundo porque durante siglos han hecho lo que han querido con nosotros, pero que sepa que la gente ya no es tonta y sabe que son ustedes unos embaucadores. Ya nada queda de lo que de verdad Jesucristo les pidió que difundieran y la culpa de ello es sólo de ustedes —dijo Javier a voz en grito.

No había podido reprimir las ganas que tenía de quitarse el nerviosismo que le estaba atenazando por momentos.

—Yo no… Lo siento… No hace falta que se pongan así…

Ahora el tono de la monja parecía confundido y sincero. Tuvo que reconocer que había hablado a destiempo y que la reprimenda que se acababa de llevar se la tenía, hasta cierto punto, merecida. Quizá hubiera encontrado la horma de sus zapatos en aquella familia que decía venir de la capital.

—Supongo que ya sabrá a lo que venimos, así que ábranos de una vez y acabemos con esto cuanto antes —dijo Isabel secamente.

A partir de esos momentos los cuatro supieron que el tiempo que tuvieran que pasar juntos sería en condiciones de tirantez extrema. Ninguno estaba dispuesto a rebajarse, lo que podía complicar más de lo esperado la situación.

—Un momento, por favor.

La monja cerró la cancela en silencio y segundos después las puertas del convento de Santa María Redentora se abrían de par en par para que accediera a su interior la familia Torres al completo.

—Síganme hasta mi despacho, por favor. Y, una vez más, disculpen mis modales.

Los tres vieron que la mujer que los precedía por los austeros corredores del convento era bajita y muy gorda, y se movía con dificultad debido a una cojera.

«Toda la mala leche se le habrá concentrado y no la habrá dejado crecer más», pensó Joaquín incisivamente mientras la seguía por el laberinto de pasillos.

Los corredores del internado eran todos idénticos en su composición: enfoscados con cal blanca y con pequeñas imágenes colgadas en las paredes de vírgenes y santos repartidas cada ciertos metros. Algunos lámparas con candelabros pendiendo del techo completaban los vastos adornos que podían observarse al caminar por aquel triste lugar.

La religiosa caminaba rápido a pesar de su minusvalía, puesto que ya se sabía el camino. Además estaba excesivamente nerviosa por el imperdonable error que había cometido con aquellas tres personas que ahora la seguían a duras penas.

Rafael Olmedo era una persona demasiado influyente en muchos campos y no era conveniente tenerlo como enemigo; no en Santa María Redentora. Durante años las múltiples contribuciones del editor, gracias a su antigua amistad con la Madre Superiora, habían servido para realizar muchos proyectos en el convento y si el grifo económico se cortaba, las cosas cambiarían en muchos aspectos dentro de aquellos muros. Lo mejor sería tragarse el orgullo y no tensar aún más la delicada situación ya creada. Todo fuera por mantener aquellos ingresos extraordinarios que ahora disfrutaban todas las Hermanas sin dar explicaciones a nadie.

Cuando Javier estaba a punto de quejarse por el largo caminar al que estaban siendo sometidos, la monja se paró súbitamente frente a una puerta y sacó de su hábito una gran llave de hierro con la que se dispuso a abrirla. Conseguirlo le costó más de lo esperado debido a la inquietud que sentía, cosa que hizo alterarse a Joaquín.

—¿La ayudo, hermana? —preguntó el hombre.

—No, gracias, no se moleste —contestó apurada la mujer mientras sus esfuerzos daban el fruto deseado y la hoja de la puerta de su despacho se abría torpemente.

La estancia era de dimensiones considerables. Amplias estanterías llenas de libros y documentos se situaban a ambos lados de la entrada, en las paredes laterales. Dos enormes muebles de madera noble oscura con cerradas puertas opacas flanqueando la talla de una Virgen María majestuosamente vestida de un metro y medio de alto remataban el muro frontal, en el que también se ubicaba el único ventanal que ofrecía luz natural a la habitación. El resto del mobiliario lo completaban un escritorio, también de madera noble, de dimensiones considerables sobre el que descansaban dos candelabros de plata junto a un crucifijo de oro, una silla ricamente adornada para la monja y otras dos butacas de menos consideración para los supuestos invitados.

«Hasta para ofrecer asiento al cansado hacen distinciones», pensó Joaquín para sus adentros.

—Siéntense, por favor —dijo la monja mientras ocupaba su silla.

Isabel y su marido tomaron asiento, pero ninguno de los dos agradeció el ofrecimiento. La tensión era palpable desde cualquier punto de vista.

—Lo siento, pero no dispongo de más sillas para ofrecerte —intentó disculparse la religiosa dirigiéndose a Javier, que permanecía de pie como un animal encerrado en una jaula.

—No se preocupe. No tengo pensado quedarme mucho tiempo aquí. Gracias de todos modos.

La monja lo miró con recelo, pero prefirió no decir nada ante la grosería de aquel muchacho. Optó mejor por dialogar, si es que era posible, con las personas mayores.

—Bueno. Creo que aún no he tenido tiempo de presentarme. Soy la hermana Virtudes y hoy soy la máxima responsable de este convento, ya que la Madre Superiora se encuentra de viaje en visita oficial al Vaticano.

—Lo que nos faltaba —comentó Javier irónico y desesperado.

—Calla, hijo —le recriminó Isabel—. Mire hermana, usted ya ha leído el escrito que nos entregó el señor Olmedo, así que deje que nos llevemos a Sofía de una vez. Así dentro de poco todos podremos creer que esto sólo ha sido una pesadilla.

Virtudes la miró con cara de pocos amigos. Nunca habría pensado que en su vida se encontrara con alguien que pudiera hablarle así a ella. Desde luego la gente de la capital se creían superiores a los demás.

—Sí, sí, claro. Esperen que busco los papeles que me tienen que firmar para hacerse cargo de la niña…

Y acto seguido se levantó de la silla que ocupaba y se puso a buscar en los armarios entre la pila de documentos que tenía allí almacenados. De vez en cuando dejaba algún papel encima de su escritorio y los tres integrantes de la familia Torres vieron alarmados como el montón aumentaba de forma alarmante y considerable.

Cuando pareció haber terminado, la religiosa se volvió a sentar frente a su escritorio y repasó una vez más la veintena de documentos que ahora centraban su atención.

—… Pero antes díganme, ¿cómo se encuentra don Rafael? —habló la monja en tono monótono.

Joaquín e Isabel se miraron sorprendidos ante la aparentemente inocencia de la pregunta de aquella mujer que ahora rebuscaba algo en uno de los cajones de su escritorio. Era posible que la noticia del fallecimiento del editor no hubiera llegado hasta los muros del internado. Joaquín fue a decir algo, pero su mujer lo retuvo haciéndole un gesto con la cabeza mientras le apretaba una mano por debajo de la mesa. Casi a la velocidad del rayo, a la panadera le había dado la impresión de que desvelarle a la hermana Virtudes la extraña muerte de Rafael Olmedo podía suponer una gran complicación para su planes; y ella deseaba volver a Madrid lo antes posible.

Ante el silencio reinante la monja añadió inquisitiva:

—Hará cosa de unos quince días que nos telefoneó desde la capital y le comentó a la Madre Superiora que estaba muy decaído porque le habían detectado una extraña enfermedad. Al parecer, dijo que de momento tendría que estar hospitalizado durante un tiempo indeterminado para que le hicieran algunas pruebas…

Los tres oyentes la escuchaban sin decir nada. Preferían conocer también, de primera mano, aquella versión de la misma historia que ya conocían de sobra.

—… además dijo que deseaba que su hija estuviera cerca de él en esos difíciles momentos y que como no podría desplazarse en las próximas fechas, mandaría a unas personas de su confianza para que recogieran a Sofía y la llevaran hasta Madrid… Y esos deben de ser ustedes, ¿no?…

—Efectivamente, nosotros somos —dijo Joaquín.

—… Pero lo que más nos extrañó fue que don Rafael Olmedo nos pidió expresamente que no deseaba que su hija supiera nada de su enfermedad hasta que no llegara a la capital. ¿Saben ustedes por qué? Supongo que sería para no alarmarla. ¿Acaso se encuentra muy grave?

Todos se mantuvieron mudos y ninguno desveló nada de lo que realmente sabían sobre el final de la vida del editor.

—Pues sí, la verdad es que está muy delicado de salud. Pero como usted misma ha dicho, él no quiere que Sofía sepa nada de momento hasta que estemos en Madrid. Allí ya tendrán tiempo de hablar los dos y de aclarar ciertas cosas. Así que le agradecería que respetara los deseos de Rafael Olmedo —dijo Isabel adelantándose a su marido y a su hijo.

—Vaya, pues siento mucho que la cosa sea así. De todas formas denle recuerdos y muchos ánimos de nuestra parte —dijo la hermana Virtudes—. Bueno, fírmenme estos impresos y ahora mismo me voy a buscar a Sofía. A estas horas debe de estar descansando en su habitación. Por cierto, supongo que el don Rafael Olmedo ya les habrá puesto en antecedentes sobre la situación de la señorita Sofía…

—¿Perdone? No sé a lo que se refiere —inquirió Isabel consternada.

—Esa… criaturita se encuentra embarazada, por eso su padre la mandó aquí… — se defendió la monja en tono acusador.

A Isabel la requebraba los nervios ver cómo podía aquella mujer acusar a Sofía por el hecho de estar esperando un bebé. Ser madre era maravilloso y nadie debía avergonzarse nunca de traer un hijo al mundo; y mucho menos esconderse por ello.

—Lo sabemos, y nos hacemos cargo de ello, no se preocupe —sentenció Isabel desafiante—. Por eso creemos que es mejor que aún no sepa nada del asunto de su padre, no es bueno que en su estado se lleve ningún sobresalto de ese tipo.

—Además, yo soy el padre —añadió Javier— Y nadie la va a querer nunca más que yo; ni a ella ni al bebé.

La hermana Virtudes se lo quedó mirando con expresión mezquina. Así que ese chico era el culpable de que la niña hubiera acabado en el convento. No parecía ser mucho más mayor que Sofía, así que se podría decir que ambos habían destrozado sus vidas por culpa de aquel bebé… Pero había algo que no le encajaba a la religiosa: si el chico era realmente el padre de la criatura, ¿por qué Rafael Olmedo les había confiado la custodia de su hija? No parecía lógico que después de las molestias que se había tomado para internarla allí, ahora la dejara marchar sin más con aquellas personas. En verdad debía de estar muy grave para permitir semejante cosa. En cualquier caso todo parecía ser normal: la llamada del editor advirtiendo de que alguien recogería a Sofía y la llegada de aquella familia con la autorización firmada por él mismo.

—Si quieren que les diga la verdad, que hayan venido ustedes para llevársela nos crea un gran alivio, porque desde que llegó ha revolucionado la vida de todo el convento. No sólo se mete en líos ella, si no que induce a sus pobres compañeras a que la sigan en sus locuras…

—Pues perdone que sea tan franca, hermana Virtudes. Pero sinceramente no la creo nada de lo que dice. Sofía siempre ha sido una niña muy buena y dudo muchísimo que sea la misma persona que nos acaba de describir —dijo Isabel desquiciada por la actitud desesperante de la religiosa y ante la sorpresa colectiva de todos los presentes en la conversación.

—Es verdad, Sofía no haría daño ni a una mosca —sentenció Javier en otro arrebato propio de su edad reaccionando tras su madre.

Mientras Joaquín terminaba de firmar los papeles que la monja le había extendido, Isabel volvió a hablar:

—Y ahora, ¿podría hacernos el favor de ir a buscarla? Todavía nos queda un largo viaje de vuelta hasta Madrid.

—Claro, por supuesto. Esperen aquí, por favor —dijo Virtudes visiblemente contrariada.

Acto seguido y con pasos firmes la religiosa desapareció de la estancia tras cerrar la puerta tras de sí con un sonoro portazo. Padres e hijo se quedaron solos y se miraron en silencio. Todos supieron que en ese preciso momento comenzaba su mañana. La cuenta atrás había comenzado para que sus vidas dieran un cambio radical y giraran ciento ochenta grados en dirección a lo desconocido.

Javier pensó que se encontraba a escasos instantes de volver a ver a su princesa y eso hizo que sus piernas flaquearan levemente durante unos segundos. Si era sincero consigo mismo, debía admitir que a esas alturas de la historia ya casi había perdido por completo la esperanza de que ese reencuentro se produjera algún día. Ahora se daba cuenta de que prácticamente había aceptado con resignación el hecho de haber perdido para siempre a Sofía. Estaba seguro de que ella era el amor de su vida, pero sus limitaciones personales le habían impedido luchar por ella con toda la fuerza que hubiera sido necesaria. ¿Y si no se lo perdonaba ahora que se iban a encontrar de nuevo? En ningún momento, a lo largo de todo este tiempo de sufrimiento, había llegado al extremo de pensar en cometer alguna locura, sobre todo por su madre que ya tenía bastante, porque extrañamente en el fondo de su corazón quedaba aún viva la llama de la esperanza; algo que siempre había escuchado decir que era lo último que debía perderse en situaciones desesperadas. Y él no la había perdido, aunque bien era cierto que se había terminado resignando ante las evidencias que le mostraban claramente que Sofía y él no podrían estar juntos nunca. Pero ahora sólo le separaban unos segundos de romper su propio destino y se encontraba muy nervioso porque no sabía muy bien lo que debía de hacer. De repente su cabeza se llenó de dudas. Pensó en las múltiples variantes que podían haber hecho cambiar a Sofía durante todo ese tiempo que llevaban sin verse. Él la quería, estaba totalmente seguro pero, ¿y si ella no le seguía queriendo como antes? Hasta ahora no había dudado ni un solo segundo de lo que la sevillana le había confesado en aquella inesperada carta escrita desde aquel mismo lugar donde ahora se encontraba. Para él cualquier cosa que le dijera su princesa era una verdad tan cierta como que cada mañana salía el sol, pero las cosas podían haber cambiado mucho desde la última vez que se vieron… Tanto, que cabía la posibilidad de que ya no le quisiera … A Javier le daba la sensación de que aquellos luctuosos muros eran capaces de hacer cambiar la mentalidad y el pensamiento de cualquier persona que estuviera encerrada allí; incluso de Sofía… ¿Cómo reaccionar, entonces, cuando volviera a tenerla cara a cara?

Isabel, por su parte, daba vueltas y vueltas en su cabeza a la nueva situación que se planteaba ahora en su familia. Su actual esquema se había destrozado en mil pedazos y era necesario recomponerlo con la inclusión de Sofía y de su bebé. Todo había sucedido tan rápido que aún no había podido calibrar con exactitud las posibles consecuencias de aquella decisión que les había llevado a todos hasta el convento de Santa María Redentora en Salamanca. Pero la cercanía del reencuentro con la niña le hizo aflorar detalles ignorados en los primer momentos de excitación que había vivido. Todavía era la única que conocía la verdad completa de lo que le había sucedido a Rafael Olmedo y eso incluía información privilegiada que no podía ignorar. Dada la situación, y para empezar por alguna de las consecuencias, pasaría a ser madre otra vez, a su edad, de una niña, la ilusión de toda su vida, ya criada y además embarazada y a punto de dar a luz; hecho que por extensión la iba a convertir también en abuela, otra de sus ilusiones. Desde siempre ella había pensado en el día en que Javier la diera un nieto, pero nunca pensó que fuera de aquella manera; no era ésa la forma en que ella se lo había imaginado. Aunque no pudo engañarse: sabía perfectamente que querría al bebé de Sofía igual que si fuera su nieto de verdad, y se portaría con él como su auténtica abuela. Otro asunto espinoso se les iba a plantear a la hora de habitar en el piso de Madrid. Javier ya había ofrecido su habitación para que la utilizaran la andaluza y el bebé, pero ella no podía permitir que su hijo pasara penurias durmiendo en el sillón del salón. Para una emergencia pasajera no la hubiera importado, pero aquella situación excedía con creces el adjetivo temporal. Sin duda habría que hacer muchos cambios y todos tendrían que aportar su granito de arena para conseguir llevar a buen puerto aquel barco sin rumbo fijo en el que se habían convertido sus vidas. De todas formas ahora lo más importante era recoger a Sofía y salir de allí cuanto antes. A ella tampoco le gustaba aquel lugar. No le daba buenas sensaciones.

Joaquín sólo deseaba que toda aquella locura terminara bien para todos. Si hubiera sido más devoto, incluso hubiera rezado alguna plegaria para pedírselo a quien quisiera que estuviera en los cielos y que tuviera en sus manos el poder ayudarle. Aún tenía en sus manos la pluma con la que había firmado los innumerables documentos que le había mostrado la monja y no podía evitar pasársela de una a la otra intentando calmar así sus nervios.

Los minutos parecieron siglos hasta que, por fin, la puerta del despacho de la hermana Virtudes volvió a abrirse lentamente.

—Yo no he hecho nada, hermana Virtudes, se lo juro. Tiene que creerme.

Aquella voz erizó el vello de Javier y le hizo estirarse como un resorte. Aquel tono, aquella dulzura al hablar y aquel acento en cada palabra pronunciada eran inconfundibles: no podía haber otra persona en el mundo que lo hiciera de aquella manera.

—Pasa de una vez, niña —oyeron decir severamente a la monja—, que ahora te enterarás de lo que pasa.

Todos se volvieron hacia la entrada y en ese mismo momento Sofía atravesó el umbral de la puerta con cierta indecisión. Iba vestida con los hábitos propios de su actual estatus, pero aún así su cara era una de las más bonitas que se podían observar en este mundo.

Hubo unos segundos de silencio, fruto de la impresión que todos sufrieron al mismo tiempo.

Javier miró a Sofía, y ésta creyó haber visto a un fantasma.

—Javier, ¿eres tú?

El chico tenía tal nudo en la garganta que casi no podía articular palabra.

—Princesa… Princesa… —dijo casi en un susurro.

De repente, y súbitamente, el rostro de la sevillana perdió todo el color y mudó a un tono muy preocupante.

—Me mareo… —balbuceó la niña mientras se llevaba las manos a la cabeza.

Con la velocidad que da la certeza de saber que uno debe hacer lo que se supone que debe hacer, Javier llegó a su altura antes de que lo hicieran Isabel y Joaquín, que también se habían levantado de sus asientos para sujetar a la niña. La agarró por los brazos y ese contacto Sofía pareció hacer recuperar levemente el resuello que había perdido segundos antes. Sonrió dulcemente, como sólo ella sabía hacerlo, a su caballero y sus preciosos ojos se llenaron de lágrimas alegres ante la confirmación de anterior duda.

—Eres tú, Javier. Gracias, gracias por venir a buscarme.

Y seguidamente ambos se fundieron en un abrazo puro.

La hermana Virtudes contemplaba la escena sin inmutarse desde la puerta. No parecía tener sentimiento alguno.

—Siento romper el encanto de esta bonita escena, pero necesitaría saber si ya están firmados todos los papeles —escupió en tono seco.

—Ahí tiene los malditos papeles firmados —contestó Joaquín mientras señalaba el escritorio—. ¿Podemos irnos ya?

Al escuchar esto, Sofía se separó bruscamente de Javier y preguntó sorprendida:

—¿Ya os vais? ¿Ni siquiera te vas a quedar un momento para que podamos hablar? ¿Por qué me hace esto, hermana Virtudes? ¿Acaso no estoy sufriendo ya suficiente?

—No, hija, tranquilízate —dijo Isabel dulcemente, como siempre que había hablado con aquella niña—. Nos vamos todos a Madrid; tú también.

—¿Yo? —preguntó buscando en mirada de Javier una aclaración.

—No preguntes, princesa. Ya te lo explicaré todo luego, cuando hayamos salido de aquí.

Entonces Sofía volvió a sonreír nerviosamente y se abrazó a su caballero con tanta fuerza que a punto estuvo de tirarle al suelo. Aquellas palabras eran como música celestial en sus oídos. Había estado esperado tanto tiempo para escucharlas que ahora le parecían irreales.

—¿De verdad? Dime que no me engañas. Dímelo, por favor.

Javier entonces asintió con la cabeza y fue a posar sus labios sobre la frente de su amiga. No se le ocurrió una mejor forma de confirmarle que no la engañaba. Seguro que así no la quedarían más dudas al respecto.

—No, no te engañan, Sofía —habló Virtudes mientras guardaba todos los documentos. Era la primera vez desde que estaba allí que la llamaba por su nombre—. Así que ve a recoger todas tus cosas, que estos señores tienen mucha prisa por volverse a Madrid.

Durante unos segundos la chica no supo cómo reaccionar. Su mirada viajaba por entre los presentes buscando confirmación de su tan ansiada libertad. Estaba tan excitada por la noticia que todo le daba vueltas.

—Vamos, niña. Date un poco de prisa, ¿no ves que estás haciendo esperar a estos señores? —le apremió la monja.

Sofía despertó de su impresión y rápidamente buscó con su mirada la expresión cómplice de Javier. Éste la sonrió y levemente asintió con la cabeza mientras la decía al oído:

—Corre, princesa. Que por fin podremos estar juntos para siempre.

La niña se soltó de su caballero y recobrando la jovialidad preguntó inocentemente:

—Hermana Virtudes, ¿puede venir Javier para ayudarme?

—Será mejor que no. Ya sabes las normas sobre la entrada de hombres en el convento. Confórmate con haberle podido ver en mi despacho —contestó la monja—. Si necesitas ayuda, pídesela a alguna de tus amigas.

Sofía la miró con desagrado mientras se marchaba. Cuando llegó a la salida se volvió sobre sus pasos y dijo:

—Vuelvo enseguida. No os marchéis sin mí, os lo suplico.

—No tardes —le contestó Javier, pero su princesa ya había desaparecido por la puerta del despacho.

El más que evidente estado de gestación de Sofía no fue obstáculo alguno para que la andaluza recorriera los pasillos que la separaban de su habitación más rápido de lo que hubiera sido aconsejable para ella. Literalmente se iba comiendo las lágrimas de emoción que brotaban de sus ojos. Estaba exultante y tenía ganas de gritárselo al mundo entero. Además notaba que su bebé también había sentido el cambio producido en su madre. Desde su interior notaba el apoyo que la criaturita le mandaba. Por ella también debía abandonar aquel lugar que tanto las había marchitado a las dos.

Llegó hasta su habitación casi sin aliento. La carrera la había sofocado mucho, pero sabía que no podía permitirse el lujo de descansar ni un solo segundo. El tiempo era oro y la familia de Javier la estaba esperando.

Abrió la con rapidez y se llevó un susto tremendo al encontrarse con María y Piedad sentadas en su cama. En la otra, Cristina no parecía estar de muy buen humor, y Sofía pudo imaginarse que aquella cara tan larga sólo podía deberse a la visita de sus dos amigas.

Pero ella no estaba con ganas de amargarse el dulce momento que estaba viviendo, así que prefirió no preguntar, que en boca callada se decía que no entraban moscas.

—Sofía, ¿dónde estabas, cariño? Piedad me ha dicho que la bruja te ha llamado a su despacho. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —dijo María levantándose y corriendo hasta su amiga.

La sevillana se puso a reír nerviosamente y a llorar a la vez. Puso las palmas de sus manos sobre sus mejillas y dijo atropelladamente:

—Me voy chicas, me voy.

—¿Qué dices? ¿Te han echado del convento? Maldita bruja… —despotricó María furiosa—. Se va ha enterar de quien soy yo…

Y Sofía tuvo que sostenerla por el brazo con todas sus fuerzas antes de que cometiera una locura, ya que ésta se dirigía como alma que lleva el diablo en busca de la monja para sólo Dios sabía qué.

Cristina, en ese momento, dejó lo que estaba haciendo y se puso a escuchar con interés.

—Espera, María, espera; que no me han echado. Javier y sus padres han venido a buscarme y me voy a ir con ellos a Madrid.

—Pero eso es maravilloso, Sofía —dijo entonces Piedad, que había permanecido muda escuchando todo lo que sucedía a su alrededor—. Me alegro mucho por ti. Y también se levantó para abrazar a su amiga.

—Gracias, Piedad. Todavía no me lo creo. Fijaros que me tiembla todo de los nervios que tengo

.

—Entonces, ¿están aquí de verdad? ¿Han venido desde Madrid para llevarte con ellos? —preguntó María.

Sofía notó cierto tono de tristeza en las palabras y en la expresión de María. Comprendía perfectamente lo que podía estar pasando por la cabeza de su amiga, ahora que ella estaba a punto de marcharse.

—Sí, han venido los tres y están fuera esperándome para irme —tuvo que decir con toda la sinceridad del mundo.

María sonrió a dura penas y tras abrazar a su amiga le dijo en tono sincero:

—Te lo mereces, cariño. Muchas felicidades.

—Gracias, María. Pero necesito pediros un último favor, chicas.

—Lo que quieras, Sofía —le contestó Piedad—. Pídenos.

María asintió con la cabeza validando y confirmando las palabras de la niña ciega.

—Necesito que me ayudéis a guardar mis cosas para no tardar tanto —dijo Sofía casi sintiéndose culpable—. En mi estado…

—Cuenta con nosotras —la interrumpió María intentando que la andaluza no volviera a meter la pata si seguía hablando.

Ante la sorpresa de María y de Sofía, Cristina, que hasta entonces había permanecido escuchando en total silencio, se levantó de su cama y se dirigió hasta el lugar donde se encontraban las tres amigas.

—Lo siento, pero yo no quiero meterme en ningún lío por tu culpa, así que conmigo no cuentes. De todas formas te deseo todo lo mejor.

Y acto seguido le dio dos besos a Sofía, que la dejaron totalmente desconcertada. Después, sin decir nada más, se marchó de la habitación para dejar solas a las tres amigas. En el fondo debía admitir que las envidiaba, porque sabía que ella nunca encontraría a alguien así; a las que pudiera llamar amigas.

—Judas —la acusó María.

—Calla —la recriminó Piedad—. Ayudemos a Sofía, que es lo que ahora importa.

Sin hacer caso de lo que le había dicho la niña ciega, María se arrodilló junto a la cama de Sofía y extrajo con cierta dificultad una maleta que había debajo de la misma.

Todas las chicas tenían una igual. Cuando eran ingresadas en el convento, todas las pertenencias de su vida anterior quedaban guardadas allí. Las monjas les decían que en el momento en que abandonaran el internado, si es que alguna vez lo hacían, esa maleta, con todo lo que tuvieran en su interior, volvería a pertenecerles. Aquello era algo parecido a un billete que daba derecho a la libertad y que siempre estaba presente, aunque ninguna sabía si alguna vez lo podrían utilizar. Algunas niñas consideraban que tener todos sus recuerdos guardados cada día debajo de su camas era una tortura psicológica más de las que se empleaban en aquel lugar. Por su supuesto las monjas nunca habían hecho caso de las protestas de las internas y consideraban que aquella práctica estaba perfectamente justificada.

Pero ahora Sofía iba a demostrarles que, a veces, los sueños se podían hacer realidad.

Tras abrir su maleta, la sevillana comprobó que no le faltaba nada de lo que había dejado metido meses atrás. Todo estaba en orden, nadie parecía haber tocado sus pocas pertenencias. Como una iluminación divina, recordó guardar su tesoro personal, que aún conservaba debajo de su almohada, junto a la carta que le había escrito a su niña; aquello sería lo único que añadiría a su efímero equipaje. Cerró la maleta con cuidado ayudada por María y sintió que una gran pena la invadía. Desde luego que siempre había tenido la esperanza de que algún día podría salir de Santa María Redentora, pero jamás pensó que fuera tan difícil decirle adiós a aquellas dos chicas que en todo ese tiempo se habían convertido en mucho más que buenas amigas.

—Bueno, va siendo hora de que nos despidamos —dijo María casi al borde de las lágrimas.

—No, esperad un momento —habló Sofía ante la sorpresa de las dos niñas que la escuchaban.

Y sin pensárselo dos veces se quitó el rosario que llevaba colgado al cuello y se lo entregó a Piedad en las manos, ante la confusión de la ciega, mientras le decía:

—Toma, Piedad. Quiero que tengas esto para que me recuerdes siempre y para que sepas que yo nunca me voy a olvidar de ti. Sé que no es tan bonito como el tuyo, pero es lo único que puedo ofrecerte… Muchas gracias por todo.

La chica lo recogió atropelladamente y se puso a jugar con las cuentas de aquel inesperado regalo de manera nerviosa. Pero no pudo reprimir la emoción por aquel detalle y sus ojos verdes naufragaron en una mar de lágrimas.

—Sabes perfectamente que yo no puedo ver como tú y que siempre te he creído cuando me has descrito cualquier cosa que te haya pedido, pero esta vez sé que mientes. Y lo sé porque tú no sabes mentir. Seguro que este rosario es el más bonito del mundo porque perteneció a la persona más buena que haya podido conocer. Gracias a ti, Sofía, muchas gracias por hacerme tratado tan bien siempre. Te juro que lo cuidaré como a una joya —dijo mientras besaba el presente de su amiga y se lo colgaba alrededor de su cuello.

Después las dos se fundieron en un abrazo, mientras María contemplaba la escena conmovida y callada.

—Y cuida mucho de esta criaturita —dijo la niña ciega de repente acariciando la tripa de Sofía—. Háblale de sus tías María y Piedad, y dile que aunque no la llegamos a conocer, también la querremos mucho y rezaremos siempre por ella.

Tras esto se agachó levemente le dio un besito a la altura del ombligo.

—Gracias —balbuceó Sofía—. Lo haré. No os quepa duda.

Acto seguido, la andaluza se giró y se encontró de frente con María, que ya había desistido en el intento de ocultar su emoción. Ahora también lloraba y no podía evitarlo. Estaba triste, muy triste.

—No te creas que me he olvidado de ti —le dijo Sofía—. ¿Te acuerdas que te enseñé a escribir mejor porque decías que te daba vergüenza no saber escribir correctamente algunas cosas?

La aludida asintió torpemente con su cabeza mientras intentaba sonreír.

—Bueno, pues quiero que me escribas siempre que puedas y me cuentes cómo estáis Piedad y tú, ¿vale? Aquí te dejo mi dirección de Madrid. María volvió a asentir en silencio mientras veía como su amiga escribía algo en una hoja que tenía encima de la mesilla.

Cuando terminó escribir se volvió hacia las dos chicas que habían sido sus compañeras de penurias y les dijo:

—Y una cosa os prometo: no sé cómo lo haré, pero os juro por la niña que llevo dentro de mí que volveré algún día para sacaros de aquí, porque ninguna de las dos os merecéis esto. Así que sed fuertes y ayudaros mutuamente, pero sobre todo no perdáis la esperanza porque estoy segura de que nos volveremos a ver fuera de estos muros.

Las dos niñas hicieron un gesto de agradecimiento ante las palabras de Sofía. Sabían que la sevillana no les mentiría nunca, pero esa promesa era de las que no era fácil cumplir, aunque su denunciante quisiera llevarla a cabo.

—Tú ahora no te preocupes por eso —le dijo Piedad—. Sé feliz y disfruta de todo lo que se te ha negado hasta ahora.

—Vámonos ya, que al final te van a regañar por nuestra culpa —dijo María.

Piedad se agarró a brazo de Sofía y ambas caminaron hacia la salida acompañadas en la retaguardia por María, que cargaba con la maleta. La andaluza notó que la niña ciega temblaba a medida que avanzaban y calló sospechando que su marcha sería lo que le provocaba aquel nerviosismo. Las tres cruzaban los pasillos en silencio y sólo sus pasos rompían la monotonía del lugar.

Varias niñas, también internas, vieron pasar a la extraña comitiva, pero ninguna se atrevió a preguntar nada.

Y después de recorrer varias galerías, las tres chicas llegaron al corredor que desembocaba en la entrada del convento; por esta vez para Sofía sería la salida. Allí estaban Joaquín, Isabel, Javier y la hermana Virtudes esperando.

El chico al ver cargada a otra niña con la que se suponía era la maleta de Sofía, corrió raudo y veloz a su encuentro y la tomó el revelo para cargarla hasta el lugar donde estaban sus padres y la monja.

María, al verle, tuvo que reconocer que Sofía se había quedado corta al hablar de él. Sólo esos segundos la bastaban para darse cuenta de que ese chico estaba loco de amor por su amiga y en silencio también le deseó todo lo mejor.

—¿Se puede saber qué es lo que estaban haciendo, señoritas? —dijo la hermana Virtudes autoritaria—. Son ustedes las internas más desobedientes que hayamos tenido en este convento en toda nuestra historia.

—No se preocupe, hermana —la atajó Isabel—. Es lógico que hayan tardado un poco. Se estarían despidiendo. No pasa nada.

La monja tuvo que tragarse una vez más su orgullo.

—¿Ya tienes todo, cariño? —le preguntó Isabel a Sofía.

Y la niña asintió señalando la maleta que custodiaba Javier.

—Bueno, pues ahora sí que ha llegado el momento de despedirnos de verdad — dijo Piedad mientras apretaba el brazo de la sevillana.

Las tres amigas se fundieron en un abrazo especial y se besaron hasta la saciedad, sabedoras de que entre ellas ahora se abría un futuro incierto para todas.

—Hasta pronto, chicas. Cuidaros mucho y no perdáis la esperanza… y acordaros de la promesa que os he hecho —dijo Sofía emocionada.

—Hasta siempre, cielo. Tú sólo preocúpate de una cosa a partir de ahora: sé feliz y disfruta de tu nueva vida; también por nosotras —declaró María entre sollozos—. Siempre te recordaremos, Sofía…

Sofía asintió con un nudo en la garganta, el mismo que se les estaba creando a Isabel y a Javier al ver la escena.

—Hasta siempre, Sofía. Ojalá puedas ser todo lo feliz que te mereces. No cambies nunca y no te olvides de nosotras, porque nosotras nunca podremos olvidarte —dijo Piedad.

—Os lo juro —susurró Sofía.

Un último abrazo selló aquella triste despedida.

Sin más, la familia Torres, junto con Sofía, abandonaron lentamente los muros del convento de Santa María Redentora de Salamanca, dejando atrás a dos almas destrozadas por la marcha de su amiga, y a una monja totalmente incrédula ante lo que había sucedido esa mañana en sus dominios.

Con pasos firmes todos se dirigieron hacia el coche familiar.

Sofía tuvo una extraña sensación al volver a pisar la calle de nuevo, ya que llevaba meses sin poder asimilar la grandeza del mundo que la rodeaba. Se paró un segundo y tomó aire con todas sus fuerzas para intentar abarcar toda la libertad que ahora disfrutaba. Javier la esperó y la observó en silencio. Pensó en lo rara que debía sentirse su princesa en esos momentos, después de tanto tiempo encerrada, sin la opresión de los muros del internado que habían dejado ya atrás.

—He vuelto a nacer —dijo la niña con una gran sonrisa.

Javier le correspondió ofreciéndole su mano para acompañarla agarrados hasta el coche.

—Tendríamos que buscar un sitio para comer —dijo Joaquín cuando estuvieron todos en el interior del vehículo familiar.

—Sí, y luego iremos a comprarle algo de ropa a Sofía —contestó Isabel sentada esta vez en el asiento del copiloto.

—No, por Dios, no se molesten. Que a mí no me importa ir con esto —se excusó la sevillana un poco avergonzada—. Ya me cambiaré cuando lleguemos a Madrid.

—De eso nada, cariño. Tú no eres una monja y no tienes por qué llevar esos hábitos. Que eres muy guapa para ir vestida así —sentenció la madre de Javier.

La niña, entonces, calló aceptando que no valdría de nada seguir con aquella conversación, y agradeció en silencio la preocupación de Isabel.

Comieron en un bar antes de salir de la ciudad de Salamanca; todos menos Sofía, que ya lo había hecho en el convento según los horarios religiosos. Sin tiempo que perder preguntaron al camarero por una tienda donde poder vestir más decentemente a Sofía, y el amable hombre les dio las indicaciones precisas para llegar hasta un comercio cercano regentado por una familiar suyo, que les aseguró que disponía de los vestidos más bonitos de toda la ciudad. Además, añadió, que aquella niña con esa cara tan preciosa sólo podía merecerse el mejor traje; mención que ruborizó a la protagonista de aquel comentario.

Fueron andando y al llegar tuvieron que reconocer que el camarero no les había mentido en absoluto. Todo el género que allí se vendía era exquisito y a las dos mujeres las costó elegir mientras los hombres las esperaban fuera, en la calle.

Sofía se sentía azarada porque no quería que Isabel se gastara el dinero en ella ya que cualquier cosa que se comprara ahora dejaría de valerle pronto, cuando tuviera a su hija; pero a la madre de su caballero no parecía importarle ese detalle. De hecho, le hizo probarse hasta siete vestidos diferentes para encontrar el que al final terminaron adquiriendo. Siguiendo las instrucciones de Isabel, Sofía se llevó puesto el precioso vestido y guardó el hábito en una bolsa de la tienda ante el asombro de la dependienta.

A su salida deslumbró a Javier con su belleza. Aquella volvía a ser su princesa: tan bonita como siempre había sido y con esa sonrisa tan especial que sólo ella poseía.

—Qué guapa estás —dijo el chico cuando ésta llegó a su lado.

Sofía sonrió nerviosa y contestó sofocada:

—Mira que eres tonto. ¿Cómo voy a estar guapa con lo gorda que estoy? Si parezco una vaca.

—No digas tonterías, Sofía. Que por una vez mi hijo tiene razón. Estás preciosa, hija. Y con este vestido mucho mejor —dijo Isabel.

Y acto seguido abrazó maternalmente a la niña, que la correspondió abrazándola también.

Tras esto, los cuatro iniciaron el camino de regreso a la capital. Todos, por diferentes motivos cada uno, estaban deseosos de reencontrarse con Madrid otra vez.

—¿Cómo están los chicos? —preguntó Sofía desde el asiento de atrás a Javier, que se sentaba a su lado.

El chico la cogió de las manos y las acarició con dulzura. El sentimiento de culpa se instalo en su rostro cuando se dispuso a contestar a su princesa:

—Bien… están… bien… Mónica y Antonio salen juntos, ¿sabes?

A la andaluza se le iluminaron los ojos al conocer aquella noticia. No se la esperaba, pero desde que había salido de Santa María Redentora todo parecía ir de bien a mejor.

—Pero eso es maravilloso. Fíjate que siempre pensé que estaban hechos el uno para el otro y que al final terminarían juntos. Me alegro mucho por ellos. Estoy deseando volver a verles para darles mi enhorabuena. Seguro que serán muy felices porque son muy buenas personas los dos.

—Sí, lo son. Tanto que aún siguen queriendo ser amigos míos —declaró culpable Javier.

—Pero, ¿qué estás diciendo? —se sorprendió Sofía ante ese comentario—. ¿Por qué hablas así?

—Digo que me he portado como un cretino que ellos porque siempre han intentado ayudarme cuando tú no estabas, y yo sólo he sabido pagarles con malas contestaciones y desprecios. Soy un imbécil.

—Eso es verdad. Los pobres chicos han tenido más paciencia que un santo contigo —intervino Isabel desde el asiento del copiloto.

Sofía, viendo que aquella conversación podía torcerse peligrosamente hacia derroteros no deseados, decidió intervenir para calmar los ánimos de ambas partes:

—Bueno, bueno, que no será para tanto. No te preocupes, que seguro que ellos te habrán perdonado. Pero si te hace sentirte mejor, cuando lleguemos a Madrid iremos los dos a pedirles perdón, ¿quieres? Después de todo algo de culpa también tengo yo — dijo dulcemente mientras sonreía a Javier.

El chico aceptó en silencio el ofrecimiento de la sevillana y le dio un beso en las manos a modo de agradecimiento. Todavía no se explicaba cómo había sido capaz de seguir viviendo todo ese tiempo sin tener a su princesa a su lado.

Entrada ya la tarde llegaron a la ciudad de Ávila. Allí volvieron a repostar el coche para llegar hasta la capital sin hacer ninguna parada más, y decidieron pasar la noche en algún hostal de la zona. Así todos descansarían un poco, porque un viaje tan largo no era conveniente hacerlo de un tirón.

Preguntando a los amables ciudadanos abulenses no les costó encontrar un sitio donde cenar y poder dormir unas horas. Alquilaron dos habitaciones dobles con el plan inicial de que Isabel y Sofía durmieran en una, y Joaquín y Javier descansaran en la otra. Pero la realidad les hizo modificar lo previsto en un primer momento. Los chicos necesitaban estar juntos y recuperar el tiempo perdido contándose todas las cosas que les habían sucedido. Así que finalmente las habitaciones, contiguas, fueron ocupadas por Joaquín e Isabel y por Javier y Sofía.

Princesa y caballero estaban cansados, pero ninguno de los dos quería dormirse y dejar pasar la oportunidad de volver a estar realmente juntos; y no como en los sueños que ambos habían imaginado tantas veces desde que se separaran.

Se sentaron en una de las camas y se miraron nerviosos. Aquél era el momento que habían estado esperando y parecía imposible que por fin se hubiera hecho realidad.

—¿Puedo? —balbuceó inquieto Javier.

Sofía se extrañó en un principio, pero rápidamente se dio cuenta de a qué se estaba refiriendo el chico. Y sonrió con extrema alegría.

—Por supuesto —le dijo tomando sus manos y poniéndolas con suma delicadeza sobre su abdomen abultado—. ¿Acaso no eres su padre? Ella también tenía muchas ganas de conocerte, ¿sabes?

Acto seguido las manos de Javier recorrieron dulcemente la tripa de Sofía por encima de la tela de su vestido. La sensación que le recorrió el cuerpo entero no pudo saber cómo describirla., pero estaba seguro de que la criatura que estaba dentro de su princesa también le estaba saludando a su manera. Incluso llegó a sentir una patadita que sobresaltó a los dos padres.

—Hola, pequeña —dijo Javier en un susurro.

—Dile hola a papá —habló Sofía a su propio interior.— Te dije que vendría a por nosotras y mira como lo ha hecho. ¿Ves cómo es el mejor papá que podías tener?

Javier levantó la mirada y se cruzó con la de Sofía que le sonreía con la intensidad de mil soles reflejados en aquellos precisos ojos color miel.

—Ninguna de las dos perdimos nunca la esperanza de volver a verte, ¿sabes, papá? —añadió la sevillana.

—Yo tampoco, pero reconozco que estuve a punto de tirar la toalla en alguna ocasión —confesó Javier.

—¿Sabes cómo logré superar yo los momentos malos que también sufría a veces en el convento?

El chico negó con la cabeza sin decir nada. Le dolía que su princesa también le confirmara que lo había pasado mal. No le gustaba que sufriera por nada. En breve iba a descubrir otra de las virtudes de aquella chica; nunca dejaría de sorprenderle por mucho que pasara el tiempo.

Entonces, ante la inicial sorpresa de Javier, Sofía se levantó enigmática y abrió su maleta, que reposaba en la cama supuestamente destinada a su caballero. Buscó en el interior, entre sus pertenencias, y extrajo algo de pequeño tamaño.

—¿Recuerdas esto? —dijo en tono triunfante mientras se lo tendía a Javier. El chico observó lo que su niña le ofrecía y al darse cuenta de lo que era se le dibujó una sonrisa en el rostro. Jamás hubiera pensado que Sofía guardara aquello.

—Claro que me acuerdo —dijo satisfecho—. ¿Cómo me iba a olvidar de aquella tarde? Esta es la foto que nos hicimos en la Plaza Mayor.

El retrato estaba un poco desgastado, pero conservaba intacta la imagen de los dos chicos y el recuerdo de aquel instante imborrable para las mentes de ambos.

—Efectivamente. Éste ha sido mi mayor tesoro en todo este tiempo y gracias a ella he podido resistir sabiendo que había alguien por el que merecía la pena seguir viviendo: tú.

—Gracias, princesa, muchas gracias por hacerme siempre tan feliz —agradeció el chico.

Y durante unos instantes los dos callaron para asimilar el torrente de lágrimas que les azotaba a ambos. Los dos eran conscientes de la inmensa alegría que les embargaba; la satisfacción de volver a estar juntos.

—Oye, ¿y mi padre? ¿Cómo es que no ha venido? —preguntó de repente Sofía.

Con la emoción de verse libre de las cadenas del internado no había reparado hasta ese momento en la extraña ausencia de Rafael Olmedo.

El semblante de Javier mudó por completo en cuestión de segundos. No había previsto tener que ser él quien diera la fatídica noticia a Sofía. Habría dado cualquier cosa que le hubieran pedido para que en ese preciso instante su madre llamara a la puerta de la habitación e interrumpiera aquella delicada situación. Isabel sí que sabría cómo manejar ese asunto. Esperó unos segundos a que sucediera algo que le liberara de aquella responsabilidad; pero no sucedió nada, nada de nada. Lo único que aumentó fue el nerviosismo y el gesto de ansiedad de su princesa, ambos en aumento por momentos.

—Bueno… verás… Creo que ya es hora de que sepas algo que todavía no te hemos dicho… —respondió dubitativo.

—¿Qué pasa, Javi?

Y durante gran parte de la noche Javier se dedicó por completo a explicarle, de la manera menos traumática que supo y pudo, la parte de la historia que él conocía. Pero para sorpresa del chico, Sofía se lo tomó bastante mejor de lo que Javier su podía imaginar, teniendo en cuenta la naturaleza del hecho. Cierto que la noticia la cogió desprevenida, pero lo más importante era que su caballero y ella pudieran estar juntos de una vez. Ya nada se podía hacer por la vida del editor, así que lo mejor sería pensar en el futuro.

Sofía no olvidaría nunca que su padre dejó de ser el hombre bueno que ella siempre había conocido desde pequeña el mismo día que le obligó a marcharse de Madrid dejando atrás su vida, sus amigos y, sobre todo, a su amor. Eso jamás podría perdonárselo, aunque ahora estuviera bajo tierra.

A pesar de todo la hubiera gustado volver a encontrarse con él en vida para que al menos le hubiera dado una explicación por aquel horrible arrebato que había sufrido la tarde en que Javier se autoculpó de ser el padre de su bebé, cuando éste abandonó su casa de la calle Felipe IV.

Durante todos los años que le quedaran de vida, únicamente guardaría para ella sola un secreto inconfesable a Javier: nunca le contaría que poco después de despedirse aquella tarde, Rafael Olmedo, el honorable editor, la abofeteó en el salón de su casa.

Fue la primera y la última vez que lo hizo en toda su vida, pero en ese momento Sofía supo que jamás volvería a ver en ese hombre al padre que siempre había tenido.

No, no se lo contaría nunca a Javier, porque él no lo podría soportar. Él sí que la quería de verdad. Mejor pensaría que aquellas bofetadas le sirvieron para hacerse más fuerte en el duro trance que tuvo que soportar días después.

A pesar de las múltiples emociones vividas en aquel día por los dos y del deseo mutuo de no querer perderse ni un solo segundo de su recién estrenada nueva vida, ambos tuvieron que sucumbir al sueño, que se apoderó de ambos ya muy entrada la madrugada…