10
Cuando la vida corre demasiado deprisa es mejor no intentar seguirla. No hay manera de poder ir nunca a su ritmo y casi siempre se termina perdiendo cosas que la gente no se espera por culpa de intentar alcanzar algo imposible. La vida tiene sus códigos de conducta y sólo ella marca sus propios ritmos; unas veces lentos y otras rápidos, unas veces tristes y otras alegres. Pero nadie nunca en la historia del mundo ha sido capaz de poder adaptarse a los caprichos de la vida. Posee sus propias leyes y sólo por ellas se rige… y el que pueda que la alcance.
* * *
Los días siguientes de la visita a la casa de Rafael Olmedo confirmaron que Javier cada vez estaba más hundido en su propio pozo existencial. Se había ido alejando progresivamente del mundo que le rodeaba y ahora se encontraba a años luz de cualquier cosa o persona. Estaba vivo simplemente porque no había muerto, pero no porque le mereciera la pena vivir; y su subsistencia en esos momentos era totalmente prescindible para el resto de la humanidad. A esas alturas era muy difícil cruzar con él alguna frase que contuviera más de tres palabras seguidas y su aspecto cada vez era más desaliñado. Atrás habían quedado aquellos tiempos en los que el chico era alguien normal, con los problemas típicos de su edad, pero a fin de cuentas alguien como todos los demás. La tristeza en la que estaba sumido le estaba convirtiendo en una sombra de lo que había sido.
Sus padres habían intentado darle los repartos que estaban más lejos de la panadería para que saliera a la calle y por lo menos el aire le hiciera reaccionar. Pero era inútil; Javier realizaba los encargos como un autómata: llevaba el pedido a la dirección de entrega y regresaba con el dinero hasta la tienda para, sin articular palabra, volver a realizar el siguiente.
En su casa la comunicación era nula con Joaquín e Isabel. Sólo pasaban juntos el tiempo necesario para que Javier pudiera cenar lo poco que era capaz de comer. Al terminar, el chico se marchaba a su habitación y allí, en soledad, esperaba la llegada de un nuevo día consumiéndose poco a poco.
Una mañana, Javier se encontró con un pedido de los que le gustaban entregar. Se trataba de llevarle a la señora Dolores Urrutia dos barras de pan y una bolsa grande de las magdalenas especiales de la casa.
La señora Dolores era una anciana que vivía en la ronda de Atocha y que en su juventud había recorrido casi toda Europa con su «marido». Lo cierto era que nunca se había enlazado con su «esposo» porque siempre había creído que para demostrar el amor hacia otra persona, no era necesario firmar ningún papel. A esta idea había contribuido que su amante pensaba lo mismo de los casamientos, así que ambos decidieron que no necesitaban nada más que su cariño para sentirse marido y mujer. La Iglesia podría decir lo que quisiera, pero ellos ya estaban casados.
Había vivido su juventud al máximo y viajó a muchos países, donde obtuvo la amistad de las personas más variopintas. Siempre fue muy rebelde con las normas impuestas y con la forma de pensar de la gente de su época. Ella siempre fue muy por delante de todos ellos y cuando enviudó a los cincuenta y seis años debido a una extraña enfermedad que acabó con la vida de su «marido», fueron muchos los amigos que la visitaron y la ofrecieron su ayuda y apoyo desde todos los lugares del continente. Aunque ella no aceptó nada de ninguno de ellos, ya que siempre había sabido salir adelante.
La muerte de su amante fue un duro golpe para Dolores. Prácticamente habían pasado toda su vida juntos y su falta la notaba a cada paso que daba. Durante casi cuatro años estuvo dando vueltas por toda España para encontrar el sitio donde dejar pasar los días hasta que la muerte le llevara otra vez junto al único amor de su vida. Intentaba olvidar aquella etapa de su existencia ocupando su tiempo en cualquier cosa que la pudiera distraer; pero era imposible. Un amor como ése nunca se puede olvidar. Vivió en Zaragoza, Alicante y Murcia, pero supo que había encontrado el lugar que llevaba buscando tanto tiempo cuando llegó por fin a Madrid. La capital la acogió en sus brazos y ella supo que allí acabaría el resto de sus días.
No tuvo problemas para pagar la casa donde ahora vivía, ya que ella provenía de una familia adinerada de Bilbao y aquel gasto no le supuso ninguna pena ya que sabía que era la inversión mejor hecha de su vida.
Pero su llegada a aquel edificio no fue todo lo buena que Dolores esperaba. Sus vecinos, desde un principio, fueron remisos a entablar amistad con ella más allá del típico saludo de cortesía que le ofrecían cuando se cruzaban con ella en las escaleras. Para ellos la anciana era un bicho raro, porque había llegado allí de repente y sola. Además algunos comentaban que cuando pasaban por su piso, la casa desprendía un olor a incienso muy extraño.
Y lo cierto era que Dolores también contribuía a alimentar aquella absurda leyenda con su propia actitud. Llevaba unos años en los que sus salidas eran contadas. Sus piernas ya no le respondían como antaño y prefería darse los paseos por su casa. Además siempre que se cruzaba con alguien que la diera un poco de conversación, no perdía la oportunidad de hacer alusiones a supuestos «poderes extraordinarios» que aseguraba haber conocido gracias a sus múltiples viajes de juventud. Sabía que sus vecinos hablaban de ella y la encantaba que todos pensaran que era rara de verdad. Por qué iba a quitarles aquella distracción; sus vidas debían de ser muy aburridas si aquello era lo único que parecía importarles.
A Javier le gustaba llevarle los encargos a la señora Dolores porque siempre le daba algo de propina: algunas veces dinero, y otras caramelos. Con diferencia le trataba mucho mejor que cualquiera de los otros clientes que poseían en la panadería y siempre tenía una sonrisa para él cuando iba a visitarla. Ahora se reía para sí mismo cuando recordaba la impresión que le dio la primera vez que tuvo que ir hasta aquella casa.
El impacto que sufrió cuando vio a una mujer tan alta y con ese pelo largo blanco y brillante fue algo que nunca podría olvidar en su vida. A unos ojos verdes claros le acompañaba una ternura en la voz que parecía estar cantando, o recitando, cuando le hablaba. Para Javier fue imposible calcular su edad y aunque su rostro acusaba ya las arrugas propias de la vejez, algo le decía al chico que aquella señora era muy especial, en todos los sentidos. Tras un primer momento de indecisión y de nerviosismo, Javier y Dolores se habían hecho muy amigos y el chico había escuchado con gran interés en sucesivas visitas las historias que la anciana le iba contado en relación a aquellos viajes que había hecho de joven y que ahora le parecían tan lejanos.
Hacía bastante que Javier no visitaba a la señora Dolores y pensó que quizá en los últimos tiempos habría sido Eduardo el que le hubiera llevado los encargos. Pobre mujer, pensó. Necesitaba evadirse de su propio mundo y creyó que alguno de aquellos relatos de la anciana podría sacarle durante unas horas de su angustiosa existencia.
Tuvo que reconocer que estaba nervioso cuando llamó a la puerta de la mujer. No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que a los pocos segundos Dolores le abría la puerta de su casa y lo recibía con la mejor de sus sonrisas.
—Hola Javier, cuanto tiempo sin verte.
—Hola, señora Dolores.
Tras un gesto de la mujer, el chico pasó y ambos se dirigieron hasta el salón. Era cierto que hacía más de seis meses que Javier no visitaba aquella casa, pero el tiempo no parecía haber pasado por ella. Todo estaba como lo recordaba de la última vez, incluso el olor a incienso.
El chico entregó el pedido a la anciana y ésta le pidió que esperara allí mientras iba a por el dinero para pagarle. Javier se sentó a esperarla en un sillón y se puso a observar aquella variopinta habitación. Lo que le llamó más la atención, como el primer día que estuvo allí, fue el enorme mueble que presidía la habitación. Debía de medir más de seis metros y en sus estantes descansaban jarrones, tazas y artículos de una belleza suprema. Todos con colores muy vivos que resaltaban en la oscura madera del mueble.
Durante unos segundos recorrió con la mirada el resto de la estancia y en un momento dado sintió que la cabeza le daba vueltas. Se estaba mareando y decidió sujetarse fuertemente al sillón donde estaba sentado para no caerse redondo al suelo.
—Javier, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —dijo Dolores al entrar en el salón y verlo en ese estado. Su cara de color cerúleo la puso en alerta.
—Estoy… sólo un poco mareado… —logró decir el chico—. No es nada… no se preocupe…
Dolores dejó el dinero de la compra encima de una gran mesa de cristal situada en medio del salón y fue corriendo a por un vaso de agua a la cocina.
—Toma bebe, pero despacio, a traguitos cortos —le dijo cuando volvió.
Javier bebió como le había aconsejado la mujer y poco a poco se fue sintiendo mejor. Ya no le daba vueltas nada. Respiró hondo varias veces para intentar atrapar el poco aire puro que había en la habitación y volvió a beber un pequeño sorbito de agua.
—Gracias… creo que ha sido este olor…
Dolores se sentó a su lado en el sillón y sonrió ante la confesión del chico. Le miró con sus intensos ojos verdes y Javier se sintió extrañamente protegido por la anciana. De repente sintió un leve cosquilleo en todo el cuerpo y una sensación agradable en todo su ser. No tuvo la menor duda de que Dolores lo estaba «curando» con sus «poderes extraordinarios».
—Bueno, la verdad es que a las personas que no están acostumbradas al olor del incienso les suele suceder esto —dijo la mujer—. Por cierto hijo, ¿te ha pasado algo en todo el tiempo que no nos hemos visto? Estás muy desmejorado y tampoco eres el chico tan alegre que otras veces me ha visitado.
Javier se sentó más correctamente en su lugar del sillón y miró a la señora Dolores con extrañeza ante la pregunta que le acababa de hacer, pero no contestó nada. Se limitó a bajar la cabeza con vergüenza. Pensó que no era necesario involucrar a nadie más con su triste historia.
—No me pasa nada —mintió en un susurro—. Es sólo que me sentó mal algo que comí el otro día y todavía me estoy recuperando.
Dolores lo siguió mirando como si no hubiera escuchado su contestación. Aquellos ojos taladraban a quien miraban, veían mucho más allá de lo que podía intuirse a simple vista. Eran capaces de «rastrear» en el alma de las personas.
Javier se sintió muy incómodo ante el silencio que se había generado en esos momentos. No sabía que hacer para acabar con esa situación.
—Creo… que tendría que irme ya, señora Dolores —dijo de repente mientras se levantaba de su sitio.
La mujer le siguió con la mirada y permaneció sentada unos segundos hasta que decidió que lo mejor era pagar al chico. Se levantó muy lentamente y recogió el dinero que había dejado en la mesa.
—Toma, creo que aquí está todo. Y esto para ti, por ser tan buen repartidor.
Javier recogió el dinero de la compra y se lo guardó en el bolsillo izquierdo de su pantalón. No necesitó contarlo ya que tenía la seguridad de que la señora Dolores no le iba a engañar. Después se dispuso a tomar la propina que la anciana le ofrecía, pero al ir a coger las pesetas la mujer cerró su mano atrapando la de Javier, que se llevó un susto tremendo al verse atrapado de aquella manera tan inesperada.
—¡¡Por Dios, hijo!! —dijo Dolores con voz intranquila—. ¿Estás preocupado por alguna cosa? Tú no estás malo por algo que te haya sentado mal al comer. Puedo verlo en las líneas de tu mano.
El chico se sintió sorprendido al comprobar que la mujer le seguía tocando toda la superficie de su mano como si se la estuviera leyendo. Los gestos de la anciana no eran del todo tranquilizadores.
—No, señora. No sé de qué me está hablando.
—No me mientas, Javier. Que yo ya tengo unos años y sé que a ti te pasa algo. No sé si podré ayudarte o no, pero te pediría que me dejaras que te leyera las manos para intentar saber lo que te pasa.
Durante unos segundos los dos se quedaron en silencio mirándose el uno al otro. Javier siempre había querido a la señora Dolores. Confiaba en ella y pensó que nunca haría nada malo en su contra. Quizá debiera dejarle que lo ayudara. Quizá encontrara alguna forma de aliviarle el dolor que estaba sufriendo. Así que con un leve gesto de su cabeza aceptó el ofrecimiento y se sentó en una silla de las que estaban junto a la mesa de cristal del salón.
Dolores se sentó a su lado, frente a él, y le tomó sus manos con las suyas. Al chico le temblaba todo el cuerpo y la mujer al notarlo le observó y le sonrió para transmitirle confianza. Durante unos minutos, que al chico le parecieron eternos, Dolores consultó todos y cada uno de los surcos que formaban sus manos. Con sus dedos recorría cada curva y cada línea de sus palmas. No hablaba, simplemente murmuraba cosas extrañas que Javier no era capaz de entender, pese a poner toda su atención en poder hacerlo. Los gestos de la anciana pasaban de la preocupación al alivio, y de la inquietud a la tranquilidad en cuestión de décimas de segundo.
A Javier le sudaba todo el cuerpo, necesitaba que Dolores le dijera algo. Justo cuando iba a gritar para quitarse de encima la presión que le estaba matando, la anciana habló, pero lo hizo como si Javier no estuviera en aquella habitación:
—Pues deberías estar preocupado, porque veo en tus manos que estás metido en un problema que ha llegado a ti casi sin quererlo y que cada vez se está haciendo más grande sin que tú sepas qué hacer… aunque también puedo ver que en parte tú también permitiste que ese problema fuera tuyo…
El grado de asombro del chico había alcanzado cotas insospechadas. La fama de la señora Dolores recogía, entre otras leyendas, que era capaz de adivinar el pasado de las personas. Javier nunca había creído que nadie pudiera hacerlo, pero ahora se estaba replanteando muy seriamente aquella posibilidad. Nadie podía haberle contado a esa mujer lo que a él le estaba sucediendo, y sin embargo parecía conocer bastante bien su estado de ánimo.
—No me diga que puede ver eso en mis manos —dijo Javier aún incrédulo de las cosas que estaba escuchando.
Dolores no pareció atender a las palabras del joven. Por el contrario, siguió murmurando palabras extrañas y recorriendo con sus dedos las manos de Javier. El chico creyó identificar en esta actitud lo que en algún sitio había leído que llamaban «estar en trance». Al parecer, las personas capaces de adivinar el pasado y el futuro de otras personas necesitaban entrar en una especie de estado de relajación máxima en la que eran más susceptibles de percibir aquello que estaban buscando. Para ello necesitaban un grado de concentración extremo y no todo el mundo era capaz de conseguirlo. Por lo que se veía la señora Dolores podía alcanzar ese estado sin ningún problema.
—Puedo ver eso y mucho más —habló la anciana asustando aún mas a Javier por lo repentino y tardío de su contestación—. Por ejemplo, veo que deberías tener mucho cuidado con lo que haces porque estás en peligro. Hay alguien que no te quiere bien precisamente y que está dispuesto a hacerte mucho daño…
Unos segundos de silencio se apoderaron de la habitación.
—… Veo también que vas a sufrir mucho con esta historia y veo… veo…
Instantáneamente Dolores levantó la vista de las manos del chico y le miró a los ojos con expresión nerviosa. Javier, entonces, pudo sentir que aquella mirada lo traspasaba por completo y que la mujer que tenía delante estaba mirando en su interior buscando algo. Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral y lo hizo enderezarse como un palo. Pero la expresión de la anciana no cambió ni un ápice. A través de sus ojos lo estaba «examinando» a conciencia.
—¿Qué es lo que ve, señora Dolores? —suplicó Javier impaciente ante el silencio de la mujer—. Dígame lo que ve, por favor.
En ese momento los ojos verdes de la anciana volvieron a ser los de antes. El cambio resultó casi imperceptible, pero Javier pudo notarlo. Ahora le volvían a mirar con la misma dulzura que el chico recordaba de otras veces. Incluso creyó notar una leve sonrisa en la comisura de los labios de la anciana.
—Javier, veo que aunque haya algún momento en el que pienses que no merece la pena seguir adelante con esto, tienes que luchar por ello porque al final todos tus sufrimientos tendrán su recompensa. Nunca pierdas al fe y piensa que algún día todo esto te parecerá una pesadilla absurda que nunca debió ocurrir. Sólo puedo darte un consejo: que no te rindas
Un reloj de cuco marcó la una de la tarde y Javier se levantó como un resorte acordándose de los recados de la panadería que se habrían quedado sin hacer por culpa de haberse entretenido tanto. No confiaba en que su primo Eduardo le hubiera quitado parte de su trabajo, así que sin mucho decoro se encaminó hacia la puerta de la calle de aquel piso diciendo:
—Lo siento señora Dolores, pero tengo que irme. Se me ha hecho muy tarde y creo que mis padres me regañarán por haberme entretenido tanto.
La mujer lo había seguido a cierta distancia ya que sus piernas ya no eran las de antaño. Ahora sí que Javier pudo asegurar que aquella anciana lo estaba mirando con una sonrisa en la cara. Aunque algunos no lo creyeran todo lo que emanaba de aquella mujer era tranquilidad y paz interior.
—Gracias por el recado, Javier —dijo Dolores—. Mucha suerte y ten mucho cuidado. Ojalá en el mundo hubiera gente tan buena como tú. Lo que estás haciendo por esa chica es algo muy bonito. Y recuerda siempre una cosa: nunca dejes de luchar por ellas…
El chico la miró extrañado. Quiso preguntar algo, pero no tenía palabras. Estaba totalmente superado.
—Cuídate, mi niño, que al destino nunca se le ve venir —concluyó la mujer.
Javier bajó las escaleras desconcertado ante lo que acababa de presenciar. La mujer sabía de lo que hablaba por que «esa chica» no podía ser otra que Sofía. Pero al final le había hablado de «ellas»… ¿Quiénes eran «ellas»?… Los oráculos de la antigüedad daban datos imprecisos sobre el futuro de los hombres y eran éstos los que debían interpretar sus palabras. Ahora Javier se sentía totalmente perdido ya que no era capaz de saber qué significado podían tener las últimas palabras de la señora Dolores.
Tan metido estaba en sus propios pensamientos que apenas se dio cuenta de que en la calle estaba lloviendo a cántaros hasta que salió del portal y el diluvio se le vino encima. Nada parecía presagiar esa mañana que sobre la capital fuera a caer semejante cantidad de agua, pero ahora de nada servía lamentarse. Todo aquél que no hubiera estado atento al cielo se había encontrado con un tremendo chaparrón sobre su cabeza.
Javier sabiendo que ya había perdido demasiado tiempo intentó avanzar hasta su destino cubriéndose de la lluvia como podía andando bajo los balcones, aunque la mayoría de las veces eran un escudo inútil ya que el aire, que también acompañaba al agua, desarmaba a cualquier insensato que decidiera caminar a esas horas.
Durante un rato el chico avanzó muy lentamente por las calles maldiciendo el tiempo reinante en Madrid y por no haberse dado cuenta cuando había salido y haber cogido un paraguas. A Javier no le gustaba nada tener que llevar paraguas, pero había que reconocer que en momentos como aquél, la verdad es que no sobraba.
Cansado ya de que sus intentos por no mojarse fueran infructuosos, decidió meterse en un portal que vio abierto y esperar a que escampara un poco. Desde el interior del mismo observó el cielo y, aunque no era muy entendido del tema, le pareció que aquello no estaba para calmarse en breve; así que cansado apoyó su espalda en la pared del portal y cerró los ojos para intentar evadirse del mundo que le rodeaba.
Allí volvió a pensar en las palabras que le había dicho la señora Dolores, pero cuantas más veces lo pensaba, menos sentido las encontraba. Sin que aparentemente nadie le hubiera dicho nada, la mujer le había pedido que no dejara de luchar por Sofía… y por alguien más. Posiblemente ella supiera más cosas de las que le había contado. Quizá esa repentina huida, también fruto del miedo que le había invadido en aquel momento, y no sólo porque de veras se le hubiera hecho tarde, había cohibido a la anciana de contarle alguna cosa más de lo que había visto en sus manos.
Javier se miró atentamente las palmas de sus manos en intentó descifrar el maremágnum de surcos que las poblaban, pero se quedó igual que estaba. Para él todo aquello no podía desvelarle nada de su pasado y, mucho menos, de su futuro; eran las líneas que siempre había tenido en sus manos, nada más.
Pero había algo de lo que Javier estaba completamente seguro: aquella señora, la señora Dolores, podía ayudarlo. No sabía muy bien cómo, quizá ella tampoco supiera de qué manera podía hacerlo, pero seguro que sus conocimientos le podrían servir para afrontar lo que le estaba sucediendo desde otra perspectiva mucho más positiva.
En ese momento el chico tuvo la extraña sensación de que la señora Dolores era la única en quién podía confiar, hasta tal extremo que quizá tuviera que romper la promesa que le hizo a Sofía y contarle a la anciana todo lo que había sucedido en los últimos meses de su vida.
Y sin quererlo el recuerdo de su princesa reapareció una vez más en su mente. Volvió a ver sus ojos color miel, a escuchar su sonrisa sincera, a sentir sus abrazos y sus besos… e inmediatamente a sus pensamientos llegaron claros los últimos días que pasaron juntos y una punzada en el corazón le devolvió a la cruda realidad que estaba viviendo.
Casi sin tiempo para darse cuenta de la velocidad a la que estaba trabajando su cerebro, Javier se dio cuenta de que necesitaba volver a ver a la casa señora Dolores. Estaba convencido de que ella era la única que le podía ayudar y, por una vez en su vida, pensó que romper una promesa podría ser bueno dadas las circunstancias. Ojalá pudiera pedirle perdón a Sofía por aquel acto de traición, porque eso significaría que volvería a verla algún día.
Así que sin más decidió seguir lo que su instinto le estaba marcando y se dispuso a desandar el trayecto que le volvería a llevar hasta el domicilio de la anciana. Al salir del portal donde se había cobijado comprobó que por el momento la lluvia ya había cesado, cosa que le alegró puesto que eso significaba que podría darse más prisa en su empeño. Y sin perder más tiempo caminó con paso firme y rápido por las calles de la capital.
Tan ansioso estaba por llegar a su destino que la distancia se le hacía eterna cada vez que tenía que cruzar la intersección de alguna calle o doblar alguna esquina. A pesar de que corría más que andaba, tenía la sensación de que las calles eran más largas de lo habitual. Todas las distancias parecían ahora desproporcionadamente más grandes. Ya estaba muy cerca de la calle a la que deseaba llegar cuando al doblar una esquina oyó algo que le sorprendió:
—¿Javier Torres? —llamó una voz que el chico en un primer momento no supo identificar ni por su procedencia ni por su dueño.
Sorprendido se giró sobre sí mismo y trató de encontrar a la persona que acababa de pronunciar su nombre, pero no obtuvo suerte. Varios transeúntes recorrían las calles a su lado, pero ninguno parecía tener interés en él. Cada uno tenía sus propios asuntos, pero Javier estaba seguro de que alguien le había llamado.
Y su instinto se hizo mirar hacía el otro lado de la calle y allí descubrió un coche parado de la Guardia Civil en el que un agente sentado en el asiento del copiloto le miraba fijamente. Instintivamente Javier puso todos sus nervios en tensión e intentó desechar la idea de que aquel hombre fuera quien le había llamado.
Intentó armar la pierna para dar un paso en dirección a la casa de la señora Dolores, pero paró en seco su intento al ver que el guardia abría la puerta del coche y se bajaba del mismo dirigiéndose hacia él. En ese momento Javier no tuvo ninguna duda de que aquel hombre era el que había pronunciado su nombre segundos antes; además supo con toda seguridad que aquello no podía significar nada bueno para su persona.
No tuvo tiempo de reaccionar. Casi sin darse cuenta un hombre alto, excesivamente alto le comía el terreno que los separaba a ambos. El chico pudo observar que aquella persona tenía un rostro fino y unos ojos negros penetrantes que no pestañeaban mientras le miraban de forma inquisitiva. Su pelo negro estaba cortado de manera impecable y perfectamente igualado. Pero lo que más llamaba la atención era su gesto serio. Todo el conjunto de aquel hombre vestido con el uniforme de la Guardia Civil literalmente daba miedo.
—¿Tú eres Javier Torres? —preguntó el hombre con un tono que no admitía réplica alguna.
Más que un pregunta aquello era una acusación y Javier notó que las piernas le empezaban a flaquear. Estaba demasiado lejos de cualquier sitio conocido como para salir corriendo. Además pensó que sería inútil huir de allí; si lo habían encontrado una vez, lo encontrarían siempre que quisieran.
—Sí, soy yo —contentó sumisamente el chico.
El hombre se paró frente a él a unos diez pasos de distancia. Con mirada desafiante lo miró de arriba abajo y sus ojos se clavaron en los de Javier. Tras unos segundos de tensión el guardia negó lentamente con la cabeza y con sumo desprecio habló:
—Acércate, chaval.
Javier cada vez estaba más nervioso y con menos ideas en la cabeza para salir de este nuevo lío en el que, esta vez sin querer, se acababa de meter. Notaba el mal humor del hombre que tenía delante con sólo mirarle. Sabía que no le gustaba nada y que su expresión lo dejaba muy claro.
—¿Por qué? —recriminó Javier en un intentó de hacerse el duro—. Yo no he hecho nada.
En aquel hombre la paciencia no era una virtud precisamente, y si algo le sacaba de sus casillas era que la gente no hiciera lo que él quería. Había ingresado en el Cuerpo para sentirse superior a las demás personas. Disfrutaba humillando a la gente y entre sus compañeros no tenía muy buena reputación. Sólo tenía amigos entre los que eran como él.
—¡¡¡Obedéceme niñato, que yo soy la autoridad!!! —dijo el hombre a voces.
Aquella reacción hizo que Javier diera un pequeño salto en el sitio donde estaba parado y que varias personas que pasaban por allí en ese momento se pararan a observar lo que estaba sucediendo.
Javier asustado y avergonzado por el espectáculo que estaban dando en plena calle se acercó lentamente hasta el hombre. Al llegar a su altura, y sin mediar palabra, el guardia le soltó un bofetón en la cara que hizo que el chico se tambaleara por la violencia del mismo. La ira se apoderó de Javier, que casi ni sintió el dolor del golpe debido al enfado que le invadía.
—Chaval… —dijo el hombre con sorna—. Me parece que no has entendido como va esto. Si yo te digo que te acerques, tú te acercas. ¿Estamos?
Javier, todavía acobardado, movió la cabeza asintiendo levemente dando a entender al hombre su respuesta.
—Muy bien Javier, ¿ves que fácil es que nos entendamos tú y yo? —dijo el guardia con tremenda mofa—. Pues ahora que ya somos amigos te voy a pedir otra cosa, y espero que esta vez no tenga que repetírtela dos veces… entra en ese coche y no hagas ninguna tontería.
—Yo no he hecho nada, déjeme en paz —intentó gritar Javier esperando que alguien le ayudara.
Pero su intento quedó frustrado al salirle un gallo de su boca producto del nerviosismo que le atenazaba más cada segundo.
El chico lo desconocía, pero el guardia se estaba tomando aquello como un reto y nadie retaba a aquel hombre para salir luego indemne.
En una fracción de segundo el guardia perdió los nervios y cogió a Javier por el cuello con su gran mano derecha. Si hubiera dependido de él, habría dejado sin aliento al pobre chico sin pensárselo dos veces, pero no podía hacerlo. Así que prefirió asustarlo, de momento, ejerciendo un pequeña presión lo suficientemente intensa como para que el corazón del chico se desbocara por completo.
—Mira chico —bramó articulando cada palabra que salía por su boca—, esto podemos hacerlo por las buenas o por las malas… tú eliges.
Javier empezó a sentir la presión de aquella mano sobre su cuerpo. Le empezaba a costar respirar y aunque intentó revolverse sin éxito de su captor, pudo hacer el esfuerzo de gritar:
—¡¡Déjeme, yo no he hecho nada!!
Y de repente todo se volvió negro. Javier sintió un dolor muy intenso en su abdomen y reconoció que se desplomaba en lo que en una última visión pudo identificar como el asiento trasero del coche de la Guardia Civil.
Como último recuerdo se llevó la voz de aquel desagradable hombre que decía:
—Que te he dicho que te metas en el coche, coño. Estos vándalos no entienden las cosas si no es a golpes.
El tiempo que pasó hasta que Javier volvió a encontrarse con la fuerza suficiente como para sentarse correctamente en el coche fue algo que el chico nunca supo. A duras penas, y sin ningún tipo de ayuda, logró recobrar mínimamente la compostura y tras ocupar su sitio detrás del copiloto pudo comprobar que en su viaje iba escoltado por tres guardias civiles: uno a su izquierda, más el conductor y el copiloto; a uno de ellos, el que se sentaba delante de él, lo conocía perfectamente. Aquello no tranquilizó en nada a Javier, que se temía que su futuro podía complicarse mucho si dependía de esos hombres.
Intentó mirar por la ventanilla del coche para identificar el lugar por el que circulaban, pero los nervios le impidieron reconocer las calles, y mucho menos el rumbo que la patrulla llevaba. Todo le parecía extraño, todo le resultaba desconocido.
—¿Dónde me llevan? —dijo Javier.
Pero nadie le contestó. Nadie parecía hacerle caso. Los tres acompañantes seguían a lo suyo pareciendo no haber escuchado la pregunta del chico.
—¡¡¡¿Que dónde me llevan?!!! —gritó Javier.
Y de nuevo nadie le contestó. El chico intentó abrir la puerta de su derecha, pero se encontró que estaba bloqueada. Aquello hizo que se desesperara aún más puesto que se sintió atrapado y sin salida alguna.
—Es mejor que te calles y que te estés quieto, hijo. No estás en situación de hacer ninguna tontería —le habló el guardia que tenía a su izquierda.
Javier se fijó en él y vio a un hombre de pelo rubio rizado y ojos negros que le miraban con gesto de compasión. Debía de ser de su misma estatura y con su mueca parecía rogarle que no hiciera nada raro. Extrañamente se sintió reconfortado por aquella mirada.
Durante un segundo se sintió entendido en medio de todo ese caos. Creyó que su acompañante entendía por lo que estaba pasando e intentó amarrarse a ese clavo ardiendo sabiendo que no era tampoco su mejor opción en esos momentos. Aún así adoptó un tono de súplica cuando pronunció por su boca las siguientes palabras:
—¿Por qué me hacen esto? Yo no he hecho nada. Se están confundiendo conmigo. Al menos díganme qué es lo que pasa.
Pero segundos después de hablar, y viendo que nuevamente el silencio se instalaba en el interior del coche, Javier se arrepintió de todas y cada una de las palabras que había dicho. Para colmo de sus males el guardia que ocupaba el sitio del copiloto se retorció en su asiento y haciendo un escuerzo con su cuerpo, miró al chico con esos ojos tan inquietantes mientras decía con tono de desagradado mayúsculo:
—Que te calles, coño. Me estoy empezando a cansar de oírte y eso no es bueno para ti, créeme. Mira chico, estás jodido, muy jodido, así que no lo empeores más y cállate de una puñetera vez, que me estás poniendo dolor de cabeza.
Indirecta captada.
Javier se calló y decidió aceptar con resignación aquella parte de su vida que se le había mostrado sin apenas darse cuenta. Optó por seguir mirando por la ventanilla del coche intentando encontrar algo conocido entre el ir y venir de las calles que iban dejando atrás.
El coche no iba excesivamente rápido por lo que Javier pensó que su lugar de destino no podía estar muy lejos, aunque también podía ser algún tipo de juego macabro que aquellos hombres estuvieran probando con él, ya que seguía sin reconocer los sitios por los que pasaban.
Aquello empezó a preocuparle. No sabía por qué estaba en aquel coche, no sabía a qué lugar pretendían llevarlo aquellos guardias, nadie le daba explicaciones de nada y lo peor es que su familia no sabía lo que le estaba sucediendo. En un momento, por su mente, pasaron los recuerdos de su padre y de su madre. Y la tristeza volvió a apoderarse de él: su madre iba a volver a sufrir cuando se enterara de aquello, si es que se enteraba algún día, porque al parecer aquellos tres hombres no tenían ningún interés en que nadie supiera nada de ese asunto. Isabel no se merecía pasarlo mal otra vez por su culpa. Javier intentó imaginarse la cara que pondría cuando alguien le dijera que su hijo estaba detenido por la Guardia Civil… y una lágrima brotó de sus ojos, una lágrima pidiendo perdón a su madre por todo lo que le había hecho pasar durante todos estos años, y más concretamente durante los últimos meses.
De repente el coche se paró.
—Fin del viaje —dijo en tono jovial el conductor—. Todo el mundo abajo.
Acto seguido los tres guardias abandonaron el vehículo. Javier, sin tener muy claro lo que hacer en esos momentos, los imitó y puso los pies en el suelo comprobando que aún le temblaban de los nervios.
Al fijarse detenidamente en el lugar donde estaba, el chico pudo comprobar que le habían llevado a un cuartelillo de la Benemérita, aunque en un primer momento tampoco supo identificar su ubicación exacta. Dos guardias perfectamente uniformados custodiaban las puertas del mismo. Lo que hubiera dentro no tardaría en saberlo, muy a su pesar.
Casi sin darle tiempo a adaptarse al nuevo lugar, el guardia más alto empujó a Javier de manera desproporcionada hacia la puerta del cuartel mientras le decía:
—Vamos para dentro, chaval.
Sin poder objetar nada, Javier se introdujo por las viejas puertas de madera en dirección a un futuro incierto. No pudo ni fijarse en los sitios por los que pasaba, ya que fue llevado a empujones por los dos guardias a una habitación donde una vez más su amigo, el gigante, le invitó a pasar de otro empellón. El chico se dio cuenta de que su compañero de asiento en el coche había desaparecido entre los pasillos que habían cruzado desde que entraron y aquello no contribuyó a que sus nervios se relajaran.
La habitación donde ahora se encontraba era lo más tosco que Javier recordaba haber visto nunca. Alicatada del suelo al techo por azulejos blancos, el único mobiliario del que disponía era de una mesa vieja y medio rota y dos sillas de aspecto mugriento. Además el olor a sudor, humo y suciedad le daba el toque definitivo a un lugar de pesadilla.
A un gesto del guardia que minutos antes conducía el coche, Javier se sentó en una de las sillas mientras que el gigante hacía lo propio en la que quedaba libre.
Javier se fijó en el conductor y pudo ver que aquel hombre no imponía tanto como su compañero. De estatura normal, destacaba sobre todo el tamaño de su pelo moreno: demasiado largo para lo que era habitual en el Cuerpo. De rostro redondo y ojos marrones, su gesto también irradiaba cierto aire malhumorado. Tras cerrar la puerta de la habitación, el hombre se quedó custodiando la salida con los brazos cruzados sobre su pecho.
—Pero que asco que me das, chaval —fue la bienvenida que le ofreció el guardia que tenía de frente—. Si por mí fuera te pegaba dos tiros aquí mismo y me quedaba tan ancho. La gente como tú sois escoria y la única solución es hacer una limpieza y que no quedéis ni uno. Anda que me iba a temblar a mí el dedo si me dejaran y lo que iba a disfrutar viendo como caíais lentamente todos. Si es que me están dando unas ganas de partirte la cara que…
Javier encajó aquellas palabras con sorpresa ya que seguía sin entender lo que estaba pasando. No debía descuidarse lo más mínimo, puesto que la cosa parecía ser más grave de lo que podía haberse imaginado en un principio. Las amenazas de aquel energúmeno eran muy claras y el chico podía haber apostado a que si alguien le diera permiso a aquella bestia que tenía delante, el hombre no dudaría en llevarlas a cabo sin ningún tipo de remordimiento.
—¿Qué te pasa, ahora no hablas? —le increpó dando un sonoro golpe con el puño en la mesa—. ¿No tienes nada que decir? ¡¡¡Habla, coño!!!
Javier lo miró con impotencia y después miró al otro guardia que aún seguía en la misma posición frente a la puerta. Éste último lo miraba también con cierto gesto de asco y el chico supo que ninguno de los dos le iban a poner las cosas fáciles.
—Es que no sé lo que está pasando —contestó cabizbajo—. No sé por qué estoy aquí. No sé que quieren de mí… y nadie me dice nada.
Sin tiempo para la reacción otro puñetazo, esta vez con la mano abierta lo que hizo que retumbara aún más, cayó sobre la maltrecha mesa de madera. Una vez más Javier se sobresaltó al comprobar la violencia que residía en la persona que tenía frente a él.
—A mí no te me hagas el tonto que te meto dos ostias que te espabilo en un momento —le amenazó el gigante—. Mira que no tengo yo la paciencia para que me estén vacilando. Que por mis huevos tú nos lo vas a contar todo, así que ya puedes empezar a cantar si no quieres que me ponga serio de verdad.
—Pero, ¿qué quieren que les cuente? —intentó defenderse el chico—. Ya les he dicho que no sé de qué me están hablando. A lo mejor han cometido un error y se han equivocado de persona, porque yo les juro que no he hecho nada. Tienen que creerme, por favor.
En ese momento el guardia que había permanecido quieto y callado en la puerta empezó a dar paseos por la habitación dando vueltas en círculos alrededor de su compañero y de Javier. Durante unos segundos el silencio se apoderó de la sala, únicamente profanado por el ruido de los pasos de aquel hombre.
Si ambos intentaban ponerle nervioso, Javier tuvo que reconocer que lo estaban consiguiendo plenamente.
—Mira chico, si no quieres que las cosas empeoren es mejor que confieses. Si lo has hecho, lo sabemos. Cuanto antes nos digas la verdad, antes acabará todo. Sólo depende de ti y de lo dispuesto que estés a colaborar con nosotros.
—¡¡¡Pero, ¿qué es lo que quieren que confiese?!!! —gritó Javier—. ¡¡¡Que yo no he hecho nada, nada!!!
El guardia que estaba sentado suspiró hondo y se llevó las manos a la cabeza. Algo en el interior de Javier dio las gracias a la Divina Providencia porque su sensación era de que aquel hombre hubiera preferido haberlas tenido en esos momentos alrededor de su cuello. Su absoluta ignorancia sobre los supuestos hechos que se le imputaban, cierta sólo para él, le estaba complicando demasiado las cosas; pero nadie parecía creerle.
—¡¡La madre que me parió!! —comenzó a bramar el gigante—. ¿Estás jugando con nosotros, chaval? Porque te advierto que no estoy yo para juegos. ¿Quieres que te refresque la memoria a ostias?, porque lo puedo hacer encantado. Me cago en la leche con el puto mocoso este…
—¡¡¡Por Dios!!!, créanme que no sé de qué me están hablando —intentó defenderse el chico—. Además quiero ver a mis padres. Ellos les dirán que yo no he hecho nada. Llámenlos, por favor, llámenlos.
El hombre que estaba dando paseos por la habitación decidió pararse y colocarse al lado de su compañero. Lentamente se inclinó sobre la mesa y dijo en tono seco:
—No creo que estés en posición de exigirnos nada, así que primero nos vamos a olvidar de tus padres y después nos vas a contar lo que queremos oír, ¿me he explicado con suficiente claridad?
Javier intentó zafarse del acoso que estaba sufriendo por parte de los dos hombres levantándose de la silla que ocupaba. Pero no le dio tiempo a ponerse en posición vertical, ya que el guardia que estaba de pie se lo impidió empujándole del hombro de una forma brusca ya conocida por el chico y obligando a sentarle en el lugar que ocupaba anteriormente. Aquellos hombres no estaban de broma. Y su forma de intimidar a Javier empezaba a rayar los límites de lo admisible, pero ellos se sentían fuertes y eso les envalentonaba y les hacía que todos sus más bajos instintos afloraran ante un indefenso chaval de diecinueve años.
—A ver si nos entendemos, chico —dijo el guardia en su oído—. Tú quédate ahí quietecito porque de momento no necesitas irte a ningún sitio, ¿estamos?
Javier lo miró con rostro de odio, pero se calló sabiendo que cualquier cosa que pudiera decir sólo serviría para empeorar la ya complicada situación en la que se hallaba en esos momentos.
Los dos guardias civiles intercambiaron una mirada cómplice y tras una sonrisa que nada tenía de amable y un asentimiento por parte del gigante, fue el que estaba levantado quien volvió a hablar:
—¿Te suena el nombre de Sofía Olmedo?
En ese instante todos los músculos del cuerpo de Javier se pusieron en tensión. Aquel hombre había pronunciado el nombre de su amiga, pero… ¿qué tenía que ver ella con todo eso? El chico se revolvió en la silla e intentó buscar alguna explicación para lograr entender por qué aquellos dos personajes conocían a Sofía y buscó en los rostros de sus compañeros de habitación una inexistente respuesta. Aunque sólo encontró caras de borregos, y de satisfacción, en ambos.
Al parecer Javier había mordido el anzuelo que le habían tirado. El gesto de preocupación y de sorpresa no había pasada inadvertido para el gigante, que ahora lo observaba como un zorro observa a su presa cuando ésta se encuentra herida y ambos son conscientes de que no tiene escapatoria. El hedor a mala persona que ya de por sí emanaba, se acentuaba por momentos bajo esa expresión de gozo que mostraba ante Javier.
—Vaya, vaya… —empezó a decir—. Parece que ahora nos vamos a entender mucho mejor, ¿a que sí?
El chico intentó ignorar la provocación del gigante y no contestó nada al respecto. Sin embargo desde que su compañero había pronunciado el nombre de Sofía, una sola idea le circulaba por la mente. Y no pudo reprimirse por más tiempo.
—¿Ustedes saben dónde está Sofía? —dijo en tono de súplica—. ¿Le ha pasado algo? ¿Está bien?
El guardia que estaba a su lado volvió a caminar por la habitación y se colocó detrás de su compañero de interrogatorio. Durante unos segundos lo único que se escuchó en aquel habitáculo fueron las risas de los dos hombres, aunque Javier nunca logró entender dónde estaba la gracia en las preguntas que les había hecho. Estaba claro que se estaban riendo de él; estaba claro que se estaban divirtiendo de lo lindo a su costa.
—Pues fíjate que me da la sensación de que deberías ser tú el que contestara a esas dos preguntas —dijo el guardia—. Además si lo hicieras acabaríamos con esta tontería de una vez por todas y así nos podríamos ir a casa.
—¿Yo, por qué? —contestó Javier con una mezcla de sorpresa y enfado—. Son ustedes los que me han traído hasta aquí de malas maneras. Creo que soy yo el que se merece una explicación, ¿no?
Casi instantáneamente la mesa que los separaba volvió a sufrir la ira del gigante, ya que un nuevo puñetazo de aquel hombre hizo que temblaran las patas del tablero que a poco estuvo de desmoronarse ante tal agresión.
—¡¡¡Ya está bien de tonterías!!! —bramó el gigante—. Tú lo único que te mereces es que yo te espabile a base de ostias, así que no me calientes más. Sabes perfectamente lo que has hecho, niñato. Eres un monstruo y esa pobre chica va a quedarse traumatizada para toda su vida por culpa de lo que le has hecho. Pero yo te juro por mis huevos que lo vas a pagar muy caro. Palabra.
Aquel aluvión de acusaciones no hacía si no incrementar el desconcierto que estaba sufriendo Javier. Todo aquel asunto se estaba complicando cada vez más y lo más grave es que no podía encontrar una defensa sólida para sí, ya que no tenía ni idea de lo que aquellos hombres le estaban demandando.
—¿Por mi culpa? —dijo Javier visiblemente afectado—. Pero, ¿que están diciendo? ¿Qué le ha pasado a Sofía? ¿Dónde está?
—Pero, ¿tú es que eres gilipollas, chaval? —le desafió el gigante—. Pasa que la has violado, eso es lo que le ha pasado. ¿O es que ya no te acuerdas? Y ahora pretendes quedarte de rositas después de haberla dejado marcada para siempre.
Javier no pudo resistirse más y saltó de su silla como si debajo de ella estuviera el mismísimo infierno. Aquella acusación era muy grave y no iba a permitir que nadie lo marcara a él con algo que no había cometido, y menos de esa naturaleza.
—¡¡¡Pero, ¿qué están diciendo?!!! —gritó por segunda vez desde que estaba en esa habitación—. Yo no he violado a nadie. Pero si Sofía es muy mejor amiga.
Ese momento fue aprovechado por el guardia que permanecía de pie para reincorporarse al interrogatorio de la manera más cruel que podría hacerlo. Él también estaba disfrutando de lo lindo haciendo de sufrir al chico.
—Oh sí, muy amigos debíais de ser. Tanto que te aprovechaste de esa amistad para violarla y cargarla con un bebé, porque no me dirás que tampoco sabes que la has dejado embarazada.
Javier se agarró con las dos manos la cabeza y no pudo contener más las lágrimas de desesperación que sus ojos habían mantenido ocultas. Estaba totalmente sobrepasado por las circunstancias. Rafael Olmedo había debido cumplir su promesa y le había cargado con la violación del bastardo italiano. Lo del bebé no le preocupaba, ya que a Sofía le había jurado que sería su padre y jamás rompería aquel juramento.
—Yo no he violado a Sofía, tienen que creerme —intentó defenderse el chico—. El bebé es mío sí, y los dos queremos tenerlo porque nos queremos de verdad. Pregúnteselo a ella, seguro que se lo dirá también. Yo no le haría nada malo nunca a Sofía; daría mi vida por ella. Yo la quiero.
—Oh, que bonito. Pero que bonito es todo lo que acabo de oír —dijo el gigante dando un par de palmadas en el aire a modo de aplauso—. Fíjate que estoy a punto de echarme a llorar… Pero ya es demasiado tarde para los discursos sentimentales. Ahora te toca apechugar con lo que has hecho y créeme tú a mí cuando te digo que lo vas a hacer.
—¡¡¡No, no, no!!! —volvió a gritar Javier—. Ustedes no lo entienden. Yo quiero a Sofía y ella me quiere a mí. Sería absurdo que la violara… Pero si ella es lo más bonito de este mundo…
Cuanto más desesperado estaba Javier, más satisfechos parecían los dos beneméritos. Sus dudosos métodos de interrogatorio estaban volviendo loco al chico, que cada segundo que pasaba estaba más alterado y fuera de sí.
—Pues a mí me parece que lo entendemos muy bien —habló nuevamente el gigante—. Fíjate si lo entendemos bien que te lo voy a explicar de manera que hasta tú te puedas enterar: tú eres el hijo de unos simples panaderos de mierda y Sofía es la hija del director de una de las editoriales más importantes del país. Tú intentas conquistar a Sofía porque sabes que ésa puede ser tu salida del mísero futuro de panadero que te espera entre harina y hornos. Pero la chica te rechaza porque sabe que no eres digno de ella y que como tú, podría encontrar millones con pegarle una patada a una piedra. Ella sabe que se merece alguien mucho mejor que tú y por eso se niega a salir contigo. Entonces tú herido en tu orgullo de panadero la fuerzas hasta violarla porque sabías que habiendo un bebé de por medio si ella se casaba contigo tú podrías aprovecharte de la posición que tenía su padre para cambiar de vida y pegar un autentico braguetazo. El plan era muy bueno, te lo reconozco, pero no contaste con que la chica te podía denunciar y ahora tu plan se ha ido al garete porque te hemos pillado. ¿Qué te parece? ¿Te suena de algo la historia que te acabo de contar?
La cólera había cundido en el sentir de Javier, que una vez más soltó un manotazo sobre la mesa que tenía delante deseando haberlo hecho contra alguno de los hombres que le miraban sin inmutarse por su reacción. Le habían ofendido a él y, lo que era aún peor, habían ofendido a sus padres. Nada podría reparar el agravio que aquellos beneméritos habían infringido a su familia.
—¡¡¡Basta!!! —aulló con rabia el chico—. Eso es todo mentira. Sofía y yo nos conocemos desde hace varios años y a ella nunca le ha importado que yo fuera hijo de panaderos…
Ninguno de los dos hombres pareció inmutarse. Al contrario, seguían mirándole fijamente ansiosos por comprobar cuál sería su próxima reacción; siempre en un silencio expectante.
—Quiero irme de aquí —volvió a hablar Javier—, yo no he hecho nada. Pregunten a Sofía. Ella se lo dirá todo, ella les dirá que nos queremos y que yo no la violé.
El guardia que permanecía de pie se giró sobre su posición y se dispuso a encarar la puerta de salida de la habitación. El gigante seguía sentado y no parecía tener ninguna prisa por acompañar a su compañero. Aquello no tranquilizó a Javier, que intentó desechar la idea de quedarse a solas con el gigante entre esas cuatro paredes. Sólo Dios, si existía, podía saber lo que ocurriría si aquella situación terminaba produciéndose.
Pero de repente el guardia volvió a girarse y mirando otra vez a Javier a la cara, le sonrió de manera hipócrita y le dijo:
—Más te vale que te vayas acostumbrando a este sitio, porque me parece que vas a estar con nosotros mucho tiempo…
A partir de ese momento los hechos se sucedieron de forma confusa y atropellada para Javier. El chico sólo recordó vagamente la imagen del gigante levantándose de su silla… su siguiente visión fue la triste soledad de una celda y la cabeza dolorida de lo que supuso debía haber sido algún golpe recibido por aquellos dos energúmenos. Javier había escuchado en muchas ocasiones hablar de los métodos de actuar tan peculiares que utilizaban algunos agentes de la Guardia Civil, pero jamás pensó que fuera a sufrirlos en primera persona y de forma tan literal en sus propias carnes.
Tampoco nunca se podía haber pensado que algún día acabaría en un calabozo, y ahora estaba sentado en el catre de uno de ellos. Pensó en Sofía y en el bebé y deseó con todas sus fuerzas que ambos estuvieran bien. Se estremeció al pensar que no sabía nada de ellos y que quizá también lo estuvieran pasando mal, aunque mantuvo la esperanza de que el señor Olmedo no le haría nada a Sofía, su hija, que supusiera un sufrimiento como el que él estaba pasando.
¿Dónde estaría su princesa?
¿Por qué le estaba pasando todo aquello?
¿Merecía el amor que sentía por Sofía todo lo que estaba sufriendo?
¿Algún día volvería a sonreír como antes?
¿Llegaría a conocer a aquel bebé del que se había declarado padre?
* * *
—En otras circunstancias te diría bienvenido, pero aquí no creo que sea lo más apropiado.
Javier se asustó al escuchar aquella voz, ya que se encontraba totalmente concentrado en sus pensamientos. Un tanto desubicado aún, miró a su alrededor y comprobó que las palabras provenían del calabozo de su izquierda, del cual sólo le separaban los barrotes que dividían ambos habitáculos. Otro hombre era quien le había hablado.
—¿Por qué estás aquí, chico? —preguntó el también preso—. Eres demasiado joven para haber hecho algo que merezca que te encierren.
Javier suspiró y en el fondo agradeció aquella conversación, ya que de lo contrario sus pensamientos le habrían hecho volverse loco.
—Por algo que no he hecho —contestó lacónicamente—. La verdad es que ni siquiera sé por qué estoy aquí.
Javier vio como el hombre se levantaba del suelo y se dirigía lentamente hacia las rejas que los separaban. Se agarró firmemente a ellas y con voz apesadumbrada dijo:
—Entonces como yo.
El chico se fijó en el hombre y descubrió a una persona que no sería mucho más mayor que su propio padre. Siempre había sido muy malo adivinando la edad de las personas, pero podría apostar a que su compañero de penurias, que lo miraba desde la celda de al lado, no tendría más de cincuenta años. Eso sí, su aspecto era deplorable: pelo largo, sucio y desmadejado; barba de varios días y ropa indecorosa y rota componían lo que bien podía calificarse como una caricatura de lo que anteriormente debería haber sido un hombre normal. Pero lo que más sorprendió y llamó la atención a Javier fueron sus ojos. No podría explicar por qué, pero aquella miraba irradiaba una paz y una calma absolutamente necesarias en aquellas tristes circunstancias. Aquel hombre debía ser bueno, en toda la máxima expresión de la palabra. Javier pensó que también debía ser otra víctima de aquel macabro juego que la Guardia Civil había empleado con él.
Pero al levantarse para acercarse al hombre, Javier se asustó al contemplar algo que desde su catre no había podido ver.
—¿Eso es una quemadura? —preguntó señalando el brazo derecho del hombre.
Casi inmediatamente se dio cuenta de que en el mismo lado de su rostro también tenía las mismas secuelas y un segundo después se arrepintió enormemente de haber abierto la boca. Como tantas otras veces había vuelto a meter la pata.
—Sí, lo son —contestó el hombre apesadumbrado—. Son horribles, ¿verdad?… En parte por culpa de esto estoy aquí… Por cierto, me llamo Julián.
Javier le estrechó la mano que le ofrecía y al contactar con ella confirmó para sus adentros su primera impresión con respecto a él: seguro que era una persona buena. Fuera lo que fuera por lo que estuviera allí, tampoco era culpable; como él.
—Yo me llamo Javier. Lo siento —intentó disculparse—. No debía haberle preguntado. Perdón.
—No te preocupes. Y trátame de tú, que no me gustan mucho los formalismos. Me hubiera incomodado más el que no me dijeras nada al respecto de mis cicatrices. Javier lo observó en silencio.
—Así que estás aquí por algo que no has hecho…
—Dicen que violé a mi mejor amiga, pero es mentira… yo la quiero y no me escuchan cuando les digo que yo no he hecho nada.
Ahora fue Julián el que observó durante unos segundos al chico en silencio.
—Joder, así que a ti también te han intentado colocar un marrón que no es tuyo, y al parecer uno bastante gordo. Estos cabrones cuando no tienen nada que hacer se dedican a fastidiar a los demás. Ojalá se volviera contra ellos todo lo que nos hacen pasar a los ciudadanos de verdad.
—Pues sí, y la verdad es que ya no sé qué hacer. Parece que les da lo mismo lo que les digo. Ellos tienen claro que yo la violé… ¡¡y no es verdad!! Julián dejó caer todo el peso de su cabeza sobre los barrotes de la celda y suspiró hondo en señal de desesperación por lo que Javier le acababa de contar.
—Si es que estos del tricornio son unos capullos, que te lo digo yo. Los dos se mantuvieron durante unos segundos en silencio pensando en sus cosas. Ambos eran conscientes de que no les servía de nada lamentarse y, mucho menos, criticar a los que les habían llevado hasta allí. Estaban en una situación complicada y no convenía agravarla más con algún comentario desafortunado que pudiera escuchar algún oído indiscreto.
Por eso Javier intentó cambiar el ritmo de la conversación:
—¿Puedo preguntar como te hiciste eso? —dijo—. Ya sabes… las quemaduras…
Julián entonces volvió a recobrar la compostura y sonrió amablemente a Javier, aunque en su gesto el chico intuyó una gran tristeza latente. Quizá había vuelto a meter la pata al hablarle de aquello. Quizá las quemaduras no fueran la única herida que Julián tenía en su persona, posiblemente en su interior hubiera alguna que aún no había cicatrizado por completo.
—Puedes… —comenzó a hablar Julián en tono apesadumbrado—. Pero te advierto que es una historia muy triste…
—La mía también lo es —contestó con sinceridad Javier—. En cualquier caso si no quieres contármela lo entiendo, sólo pretendía ser amable.
El hombre volvió a sonreír al chico y sus ojos se volvieron vidriosos en cuestión de segundos. La herida que tenía en su interior volvía a abrirse en canal. Pero al menos alguien se preocupaba por escuchar su versión. Javier era la primera persona que estaba dispuesta a oír lo que tenía que contar.
—Nunca he hablado de esto con nadie… —comenzó diciendo Julián.
Javier le agradeció la confianza con una sonrisa y se dispuso a atender a todo cuanto aquel hombre le iba a relatar.
—… Nací aquí, en Madrid, hace ya treinta y nueve años. La vida empezó a jugármela muy pronto ya que a los diez me quedé huérfano debido a un accidente de tráfico que me dejó sin padres. Desde ese momento y, durante los seis años siguientes, mi hogar fue la calle. Allí aprendí todo lo bueno y, sobre todo, todo lo malo que se puede aprender cuando tu único techo es el cielo de cada día… Pero yo no era así, yo no encajaba en ese mundo callejero y al final terminé en un orfanato.
Javier seguía en silencio el relato. No se sentía con la capacidad de interrumpir la historia que estaba escuchando.
—Nunca podré quejarme de aquella etapa de mi vida —prosiguió Julián—. Sería un desagradecido si lo hiciera. Allí me enseñaron a ser un hombre de verdad y aprendí lo poco de educación que sé. Pero lo más importante de todo fue que allí conocí a Elena.
Javier compadeció a Julián. En aquella historia, como en la suya, también una mujer tenía un papel destacado.
—Elena era la chica más bonita de todas las que había en el orfanato: rubia, con el pelo largo y unos ojos azules como el agua del mar. Ella también se había quedado huérfana hacía tres años y los familiares que debían hacerse cargo de ella, debido a problemas económicos, habían decidido que lo mejor para ambas partes era que Elena terminase en el orfanato. Ella estaría cuidada y ellos no tendrían que cuidarla; que en el fondo era lo que deseaban, porque aquella chica indefensa les importaba más bien poco.
El relato se vio interrumpido momentáneamente debido a la emoción que le provocaban a Julián sus propias palabras. Aquel hombre se secó las lágrimas con el antebrazo y suspiró hondo para intentar mantener la compostura ante el chico que lo seguía escuchando en silencio, aunque también algo emocionado.
—Nuestra relación fue viento en popa desde el principio de conocernos, ya que ella fue la que más me ayudó a adaptarme a mi nuevo hogar; un hogar extraño hasta ese momento para mí —continuó—. Gracias a la amistad que entablé con el director del orfanato conseguí aprender fontanería y poco después me ayudó a encontrar pequeñas chapuzas para conseguir ganarme un poco de dinero de manera digna. Y ahí comenzó mi efímera época dorada en esta vida. Elena y yo habíamos formalizado ya nuestra relación y mi trabajo nos permitía pensar en una próxima boda. Vivir cada segundo a su lado era estar en el paraíso eternamente: junto a ella todo era más bonito… todo era maravilloso; era un sueño hecho realidad.
Otros segundos de silencio se hicieron dueños de la situación.
—Además Elena, gracias a su dulzura y su bondad, había conseguido trabajo en el propio orfanato y una de las cocineras nos alquiló un piso que tenía vacío para que pudiéramos vivir juntos. Eso sí que era un sueño: poder vivir junto a un ángel como Elena a mi lado. En esos momentos seguro que fui el hombre más feliz del mundo. Un año y medio después celebramos nuestra boda en el propio orfanato gracias a la ayuda que, una vez más, nos prestó el director. Fue, sin duda alguna, el día más feliz de mi vida. Todavía me acuerdo de lo preciosa que estaba con su vestido blanco cuando entró en el salón de actos. ¡¡¡Por Dios qué bonita que estaba!!!
Y en ese momento cualquier esfuerzo por evitar el llanto desbordado fue inútil, ya que los recuerdos fueron superiores a sus fuerzas.
En ese momento Javier dudó entre hablar y romper el clima que se había instalado entre ellos dos o callar y concederle un momento de soledad con sus propias memorias a aquel hombre al que se sentía unido por algo más que un error de la Benemérita. Optó por la segunda opción e inmediatamente supo que había acertado con la elección.
—Durante varios años vivimos como una pareja normal —dijo al fin Julián intentando recobrar la compostura—, con la vista puesta en una obsesión que tenía Elena; una obsesión que poco a poco fue contagiándome: tener un hijo juntos. Ya que nuestros trabajos nos permitían vivir holgadamente decidimos que era momento de comprarnos un piso más grande que nos permitiera formar la tan ansiada familia y dejar el que teníamos de alquiler. Tardamos tres meses en encontrar el piso ideal, pero mereció la pena: unas vistas estupendas y muy bien comunicado. La suerte seguía sonriéndonos y nosotros, ignorantes, creíamos que sería sin pedirnos nada a cambio. Pronto podríamos formar la familia que deseábamos… o eso esperábamos nosotros porque un mes después de estar viviendo en la nueva casa sucedió la tragedia.
Durante unos instantes los dos se miraron a los ojos sin decirse nada. Javier vio en la mirada de Julián una tristeza infinita y terrible deseo de contarle a alguien algo que debía estar matándole por dentro. Julián, por su parte, vio en Javier a la persona adecuada para compartir todo lo que tenía guardado en lo más hondo de su corazón.
—Si no quieres contármelo, no tienes por qué hacerlo —dijo Javier—. Entiendo que si es muy duro para ti y quizá sea mejor que no vuelvas a revivirlo.
Julián le sonrió levemente e internamente agradeció las palabras de ese desconocido que ahora tenía delante y que le estaba prestando toda la atención y comprensión que llevaba necesitando desde hacía mucho tiempo.
—Yo ese día me había tenido que quedar a trabajar hasta tarde porque tenía que terminar una obra para un edificio oficial —dijo Julián ignorando el ofrecimiento que le había hecho Javier. Necesitaba soltar lo que llevaba dentro y ese chico sería su confidente—. Era un buen trabajo por el que seguro que cobraría algo más de lo habitual. Ese extra nos vendría muy bien para nuestros planes de futuro. Terminada la jornada regresé a casa y cuando llegué al edificio vi como mi piso ardía en llamas por los cuatro costados. Los vecinos estaban todos en la calle aterrados y los bomberos aún no habían llegado hasta allí. Busqué desesperadamente a Elena, grité su nombre mil veces pero nadie me contestó. Tenía que estar en algún sitio, no podía estar arriba… no podía estar en el piso. Los vecinos, al verme en el estado que nervios que me encontraba, me comentaron que no la habían visto salir y nadie parecía saber nada de ella. Entonces no me lo pensé dos veces, no tenía nada que perder porque lo único que tenía en mi vida era ella y sólo podía encontrarse en un sitio. No sé de donde saqué el valor para hacerlo, pero el caso es que nadie pudo detenerme por más que lo intentaron. Entré en el edificio con la única idea de encontrar a Elena y sacarla de allí cuanto antes. No podía permitir que ella también se me marchara como se me habían escapado el resto de cosas importante en mi vida. No podía perderla por nada del mundo.
En ese momento Julián se desmoronó sobre los barrotes de su celda y Javier se imaginó el posible desenlace de la historia de estaba escuchando. Una vez más decidió abrazar a Julián con su silencio. Era su forma de demostrarle su respeto ante lo que estaba contando.
—Todo estaba lleno de humo y el calor era insoportable, pero yo no sentía nada. Sólo quería encontrar a Elena cuanto antes y llevarla hasta la calle. No recuerdo cuánto tiempo pasé dentro del edificio porque sólo me importaba saber dónde estaba mi Elena. Y de repente todo se fue volviendo negro; no podía respirar y había perdido la orientación… debí caer desmayado, no recuerdo nada más…
Suspiró hondo y volvió a secarse las lágrimas con su antebrazo. Javier se dio cuenta de que él también estaba llorando y de que aquel hombre debía estar sufriendo lo indecible por dentro. Disimuladamente giró su cabeza levemente y con la excusa de toser hacia otro lado, también se limpió los párpados.
—Meses después, cuando desperté en el hospital, la Guardia Civil me contó que los bomberos me habían salvado la vida de milagro y que las quemaduras que tenía por todo el cuerpo eran poco precio a pagar por mi imprudencia. Según ellos, podía sentirme satisfecho por mantenerme aún con vida. De Elena, sin embargo, no pudieron decirme nada bueno: tras lograr apagar el fuego, después de horas de duro trabajo, y mover los escombros en los que había quedado convertido nuestro piso, encontraron un cuerpo calcinado en una de las habitaciones. Ninguno de los vecinos había echado en falta a nadie… era Elena. Para mí, mis quemaduras son el recuerdo a diario de que no pude salvar a mi ángel y mi condena por no haberla podido encontrar a tiempo. Tuve que estar más de un año recuperándome en el hospital debido a la gravedad de mis heridas, pero ni un solo día dejé de acordarme de aquella cara tan bonita que nunca más podría volver a ver. Cuando, por fin, me dieron el alta lo primero que traté de hacer fue encontrar el sitio donde estuviera enterrada y tras muchos viajes, y con la ayuda del director del orfanato, logré saber que debido al estado en que había quedado el cuerpo de Elena, y dado que nadie lo había reclamado en los plazos estipulados, había sido enterrado en una fosa común en el Cementerio del Este… ¡¡¡ni siquiera pude tener un sitio donde llorarla!!! ¡¡¡Con lo bonita que era!!!
Javier alargó su brazo a través de los barrotes que los separaban a ambos y puso su mano encima del hombro de Julián apretándolo con fuerza para transmitirle su apoyo. Verdaderamente aquella historia era sumamente triste. La vida podía ser muy cruel cuando se lo proponía.
—Así que sin nada que me retuviera ya aquí, decidí acabar con todo y marcharme a Toledo para olvidar todo mi pasado y empezar una vida nueva. Con mi aspecto no fue nada fácil encontrar trabajo. Podría asegurarte que durante el tiempo que estuve allí mal viví y tras varios intentos frustrados volví a Madrid… en el fondo aquí era donde estaba Elena, mi Elena, y aquí era donde yo debía estar. Cansado de dar tumbos de un sitio a otro sin encontrar nada de provecho y temiendo que al final tuviera que buscarme de mala manera la vida para poder subsistir, decidí volver a pedir ayuda a la única persona en la que podía confiar en esta vida, ahora que Elena ya no estaba a mi lado: el director del orfanato. Una vez más la vida me demostró que hay personas que merece la pena conocer porque aquel santo hombre me dio un puesto de trabajo en el propio orfanato como empleado de mantenimiento y, para confirmar mi suposición de que era un ángel, me permitió vivir en las instalaciones todo el tiempo que fuera necesario sin ponerme ningún tipo de condición a cambio. Y así lo hice hasta que pude costearme el alquiler de un piso propio muy cercano al orfanato. Desde entonces, todo me ha ido más o menos bien hasta que hará cosa de unos cuatro días que la Guardia Civil se presentó en mi casa y me detuvo porque, según ellos, yo había asesinado a Elena…
Javier quedó impactado al escuchar el desenlace de la historia de su confidente. Reaccionó poniendo cara de circunstancia ante lo que acaba de oír. Aquello sí que no tenía sentido alguno.
—Pero eso es absurdo —apuntó el chico.
—Eso les dije yo —contestó Julián apoyándose nuevamente en las rejas abatido—, pero no quisieron escucharme. Al parecer alguien ha descubierto que Elena tenía una herencia importante de dinero de sus padres y que cuando nos casamos hizo un testamento, del que sólo ella conocía su existencia, en el que dejó escrito que si moría antes que yo esa cantidad sería para mí. Ahora sus familiares, esos que no «pudieron» educarla y cuidarla cuando era pequeña y lo necesitaba, se han enterado de su existencia y me acusan de haberla matado para quedarme con todo su dinero. Dicen que siempre he sido un muerto de hambre y que juntándome a Elena sabía que tendría la vida resulta. Han llegado incluso a insinuar que huí después de su muerte… ¡¡¡pero si yo ni siquiera sabía la existencia de ese testamento!!! ¡¡¡Si yo la quería más que a mi propia vida!!! Puse rumbo a Toledo tan rápido cuando supe lo de la fosa común, que no di tiempo a que el abogado de Elena pudiera siquiera notificármelo… y ellos creen que lo hice para huir y quedarme después con la fortuna. Y me acusan de haber vuelto a Madrid para reclamar el dinero del testamento.
La melancolía y la tristeza impregnaban todo el espacio de aquellas lúgubres celdas. Los calabozos estaban en total silencio, por lo que Javier supuso que debían estar solos en aquel lugar.
Ambos suspiraron a la vez y se volvieron a mirar a los ojos durante unos segundos: uno ofreciendo su apoyo y comprensión y el otro agradeciéndolo de todo corazón.
—Vaya, pues siento mucho todo lo que te ha ocurrido —dijo Javier intentado buscar las palabras adecuadas para ese delicado momento—. La verdad es que cuando la vida se ceba con una persona, nadie puede saber lo que la espera.
—A mí lo que me espera es la cárcel, Javier —apuntó resignado Julián—. Mi abogado, que es de oficio porque yo no puedo permitirme uno, me ha dicho que los familiares de Elena, oliéndose la tajada que pueden llevarse con esto, han contratado a un letrado de renombre entre los ambientes judiciales para que les represente y que les ha prometido ganar el caso a cambio de un buen porcentaje de la herencia de mi niña. Mis posibilidades de salir de aquí son las mismas que tuvo Elena de escapar del fuego…
—Pero eso no es justo, Julián —replicó Javier—. Tú no lo hiciste. Y tienes que luchar por demostrarlo.
En sus palabras el chico pretendía dar su máximo apoyo a aquella persona. Era lo mínimo que podía hacer por él. Ahora, al mirarlo a los ojos, lo notó diferente. Sus facciones denotaban que estaba más relajado. Javier pensó que lo único que aquel hombre necesitaba para sentirse mejor era que alguien lo escuchara y escuchara su triste historia. Tampoco era pedir demasiado, pero seguro que en aquel cuartel nadie le había prestado la más mínima atención.
—¿Y desde cuando la justicia es justa, Javier? —sentenció Julián—. Mira, tú eres aún muy joven, pero algún día te darás cuenta de que la justicia es una de las mayores mentiras que ha inventado el hombre para engañar a otros hombres.
—Puede ser…
—Bueno, yo ya te he contado mi historia —cortó Julián—. Supongo que ahora es justo que tú me cuentas la tuya. Posiblemente yo tampoco pueda ayudarte a ti, pero por lo menos atenderé, como tú has hecho conmigo, a todo lo que quieras relatarme. Por cierto muchas gracias por escucharme, aunque no te lo parezca me has ayudado mucho. Pero ahora, chico, ahora es tu turno…
Prácticamente no habían terminado de resonar las palabras de Julián en los calabozos, cuando unos pasos resonaron por el pasillos que llevaba hasta las celdas. Javier y Julián se callaron al momento, sabiendo ambos que su visitante no traería noticias agradables precisamente.
Poco tiempo después un guardia civil perfectamente uniformado se paró delante de ellos con rostro desafiante. Javier no lo reconoció entre los que le habían conducido hasta allí, así que dedujo que debía ser el encargado de custodiar los calabozos; daba igual, la mala leche también transpiraba por cada poro de su piel.
Durante unos segundos aquel oficial estuvo mirando a los dos encarcelados con desprecio. También se sabía superior en aquella situación a los dos hombres a los que observaba desde el pasillo de la libertad. Disfrutaba cada vez que tenía que custodiar a algún prisionero porque le causaba un placer inmenso ver el sufrimiento de los demás, por eso se había decidido por entrar en la Benemérita.
Y, de repente, y sin previo aviso el oficial sacó su porra a una velocidad endiablada y se puso a golpear con violencia extrema los barrotes de las celdas de Javier y de Julián. Aquella reacción cogió por sorpresa a los dos prisioneros que como acto reflejo retrocedieron unos pasos en sus respectivos calabozos.
Tras varias tandas de golpes el guardia civil empezó a reírse de manera desmesurada. Ambos lo miraron con desconfianza y temerosos de la siguiente reacción de aquel loco que tenían delante. Javier, además, agradeció que hubiera un muro de barrotes de hierro que los separaba de él, porque si no nadie podía saber cuál hubiera sido el desenlace de aquella situación.
Con la misma rapidez con que el hombre había golpeado los barrotes segundos antes, su sonrisa cesó de manera misteriosa. Una vez más, en milésimas, su rostro mudó hasta instalarse en una expresión de odio desbordante y con toda la antipatía de que fue capaz de expresar en ese momento dijo a las dos personas que le observaban temerosas desde el fondo de sus celdas:
—Basta ya de parloteos, cotorras…
* * *
La tarde había mejorado mucho a pesar del aguacero que había caído por la mañana. Tan grande había resultado el cambio que incluso el sol hizo acto de presencia para iluminar las calles de Madrid. Esto había contribuido a que además la temperatura fuera muy agradable e invitara a pasear por la ciudad. Nada que ver con la melancólica estampa que se podía apreciar horas antes.
La panadería de los padres de Javier estaba vacía. A esas horas los clientes entraban con cuentagotas y aunque siempre cabía la posibilidad de que pudiera aparecer alguien rezagado para comprar algo que necesitara urgentemente, lo normal era que a esas horas se respirara tranquilidad.
Isabel y Joaquín aprovecharon ese momento de calma en la tienda para colocar un pedido que acababan de recibir y para limpiar un poco el suelo, ya que con el agua que había caído por la mañana se había puesto todo perdido con los zapatos de los clientes.
Joaquín estaba subido en un taburete colocando en las estanterías de detrás del mostrador principal las bolsas de magdalenas que le daba Isabel desde abajo. Esas nuevas magdalenas auguraban grandes ventas, ya que estaban hechas con miel y tenían relleno de limón. La clientela ya las había consumido meses atrás y todos habían quedado muy satisfechos; lástima que poco después el repartidor sufriera un accidente y desde entonces no habían vuelto a tener noticias de aquellas magdalenas. Pero ahora ya parecía que todo estaba arreglado. Isabel guardó una bolsa para llevársela a su casa, sabía que a Javier le encantaban esos bollos.
Cuando ya casi habían terminado de colocar todo el pedido la puerta se abrió y entraron en la tienda dos personas. Tanto Isabel como Joaquín se volvieron hacia ella y comprobaron que no eran clientes normales quienes los visitaban. Eran Antonio y Mónica, los amigos de su hijo.
—Buenas tardes, señores —dijo Mónica con su habitual jovialidad—. ¿Qué tal están? ¿Está Javier por aquí?
Joaquín se bajó del taburete e intercambió una mirada cómplice con su mujer. En el rostro de ambos se dibujo una expresión de intranquilidad y nerviosismo. Mónica, por un momento pensó que había dicho algo malo y miró a Antonio extrañada, devolviéndole éste un gesto de desconcierto.
—Pues no, no está —contestó Isabel—. Desde que salió esta mañana no lo hemos visto y aquí no ha vuelto. Yo sinceramente estoy preocupada por si le ha pasado algo. Además creíamos que podría estar con vosotros, pero si tampoco lo habéis visto…
—Con la cabeza que tiene lo raro sería que no le hubiera pasado algo —dijo Joaquín mientras se metía en la trastienda con cara de pocos amigos.
Durante unos segundos el silencio se apoderó de la tienda y ninguna de las tres personas que ahora ocupaban la panadería pudo articular palabra. En los momentos tensos el silencio era el mejor aliado para evitar que una situación pudiera agravarse aún más. Isabel, Antonio y Mónica lo sabían, y prefirieron que las palabras de Joaquín se perdieran entre aquellas cuatro paredes, aunque su eco seguía retumbando en los oídos de todos.
Isabel miró a Mónica y ésta pudo ver en la cara de la madre de Javier una expresión de angustia infinita. Sin poder explicar cómo ni por qué a Mónica le embargó un sentimiento de comprensión hacia aquella mujer que la miraba con gesto ansioso. A las dos las importaba Javier, a cada una a su manera, pero ambas estaban preocupadas por él.
—Señora… verá… —empezó a decir la chica—. Antonio y yo en realidad hemos venido para hablar con… con… bueno con usted. Queríamos saber si usted sabe algo de lo que le pasa a Javier porque de un tiempo a esta parte ya no es el mismo. Nosotros somos sus amigos y queremos ayudarle si tiene algún problema, pero él no nos lo quiere contar. Siempre dice que está bien y que no le pasa nada, pero nosotros no nos lo creemos. Le notamos muy raro e incluso alguna vez se ha comportado con nosotros de manera extraña. Él no era así. Seguro que algo le pasa.
Antonio asintió levemente corroborando las palabras de su amiga. No habló nada porque era consciente de que cualquier cosa que dijera estropearía lo que Mónica había dicho. Estaba desacuerdo con ella y con ese gesto bastaba.
—Sí, yo también me he dado cuenta de que mi hijo ha cambiado —habló Isabel con pesadumbre—. Debe de estar pasando un mal momento, pero como bien dices no deja que nadie le ayude. Seguro que sería bueno que nos contara lo que le pasa, pero ya sabes como es de terco. Se encierra en sí mismo y no hay quien le saque de sus cosas. Es un buen chico, pero yo ya no sé qué hacer con él. También he intentado hablarle muchas veces, pero no hay manera de que me cuente nada.
—Ese es el problema, señora Valverde: que Javier no se deja ayudar —sentenció Antonio.
Él también estaba preocupado por lo que pudiera estarle pasando a su mejor amigo, pero nunca había sido un chico de acción y no sabía cómo poder ayudar a Javier. Había tenido mucha suerte de tener a Mónica a su lado, puesto que ella era la que le ayudaba a dar el paso necesario para comenzar a hacer algo, cosa que a él se le hacía muy difícil. Mónica era su complemento ideal, por eso la quería tanto.
—Él y yo somos muy buenos amigos, siempre nos hemos contado todo lo que nos pasa —continuó el chico—. Creía que podíamos confiar el uno en el otro, pero no debe de ser así porque a mí tampoco me ha querido decir nada. Supongo que tampoco podría haberle ayudado… pero al menos le hubiera escuchado, para eso están los amigos, ¿no? Y en su cara reflejó también la consternación que le embargaba y la impotencia de saber que alguien que le importaba tenía un problema, pero no dejaba que le ayudase. Además esa persona era su mejor amigo y eso dolía doblemente. Por un instante contempló a Mónica y ésta no pudo sostenerle la mirada; rápidamente la bajó al suelo. Seguidamente sus ojos se posaron sobre la madre de Javier y pudo observar que la mujer había comenzado a llorar. Esto entristeció aún más el ánimo del chico que también bajó la mirada al suelo maldiciendo su poca decisión. Deseaba más que otra cosa en ese momento el poder ayudar a su amigo; hubiera dado lo que fuera por él… Aunque mientras estuviera al lado de Mónica no debía preocuparse en exceso porque seguro que tarde o temprano a ella se le ocurriría algo y él estaría allí para ayudarla.
—Sí, Javier es muy tozudo… —dijo al fin Isabel en un suspiro—. Pero es un buen chico.
Mónica descubrió en ese preciso instante el mal trago que estaba pasando la mujer y sin pensárselo dos veces se acercó a ella y la abrazó de la forma más tierna que pudo. Antonio las observaba a unos pasos de distancia y pensó para sí mismo que Mónica era un ejemplo a seguir en todo momento, ojalá él fuera la mitad de buena persona que era ella.
—Claro que es un buen chico, señora —trató de consolarla la chica—. Eso ninguno lo dudamos. Además nosotros somos sus amigos y siempre estaremos con él, pase lo que pase.
Isabel continuaba abrazada a la chica y seguía sollozando. Interiormente agradecía ese contacto humano y comprensivo de la amiga de su hijo.
—… Amigos, sí —suspiró Isabel—, eso es lo que ahora necesita Javier… amigos de verdad.
Por un instante Isabel valoró la posibilidad de contarles a los chicos la historia de Javier y de Sofía. Era consciente de que ni Antonio ni Mónica podrían encontrar una solución a aquel dilema, pero se merecían saberlo después de las preocupaciones que se estaban tomando. Además, como había dicho Antonio: «para eso estaban los amigos».
Lentamente se separó de Mónica y dándole un beso en la frente la agradeció su gesto. Antonio, por su parte, recibió una ligera sonrisa que en otras circunstancias hubiera parecido poca recompensa, pero que dados los acontecimientos le resultó más que suficiente.
Decidida, Isabel se disponía a contarles a los chicos el problema de Javier cuando la puerta de la panadería volvió a abrirse. Ninguno de los tres hubiera prestado la más mínima atención a los dos hombres que acaban de entrar en la tienda si no fuera por el tono en el que habló uno de ellos… y sobre todo por su vestimenta.
—Buenas tardes, señora —dijo uno de los guardia civiles que ahora miraban fijamente a Isabel—. ¿Es usted la madre de Javier Torres?
Isabel, Antonio y Mónica se quedaron paralizados ante la sorpresa de que una pareja de la Benemérita estuviera en la panadería preguntando por Javier. De la sorpresa pasaron rápidamente al temor. Aquello no era un buen augurio. Algo, y seguramente malo, le había debido pasar a Javier.
Joaquín escuchó lo que sucedía desde la trastienda y salió como una exhalación hasta el recibidor también visiblemente preocupado. Al fin y al cabo era su hijo el que estaba en problemas, y aunque tuviera una manera peculiar de quererlo le importaba lo que le sucediera… era su hijo.
—¿Qué sucede aquí, agentes? —preguntó en tono intranquilo.
—¿Usted es el padre de Javier Torres? —habló el segundo guardia civil con el mismo tono indiferente en sus palabras que el primero.
Los dos beneméritos se miraron con cara pícara y se dedicaron una sonrisa burlona ante la angustia que se respiraba en el ambiente. A ambos les encantaba que los ciudadanos de a pie sintieran respeto, incluso miedo en algunos casos, cuando ellos estaban presentes. Disfrutaban con su posición de superioridad ante los demás.
—Sí, sí, somos sus padres —dijo Isabel visiblemente nerviosa acercándose a uno de ellos—. ¿Qué le ha pasado a Javier? ¿Está bien? ¿Por qué están ustedes aquí?
Antonio y Mónica decidieron quedarse en un segundo plano de la acción. Ambos se retiraron hacia el mostrador de fondo y, sin haberlo planeado, a los pocos segundos el chico abrazaba a la chica, que temblaba de miedo ante lo que aquellos hombres podían anunciar. En un momento dado Antonio le dio un beso en la cabeza a Mónica para tranquilizarla, pero la chica no pareció advertirlo. Seguía fija mirando a los guardias e intentando que sus lágrimas no desbordaran sus ojos.
—Verán señores —comenzó a decir el primer hombre—, su hijo se encuentra detenido desde esta mañana.
—¡¡¿Cómo dice, agente?!! —chilló sin quererlo Joaquín—. ¿Que Javier está detenido? ¿Pero qué locura es esta? ¿Y se puede saber por qué?
Era la pregunta que ambos estaban deseando contestar. Los dos hombres se volvieron a mirar y ambos se hicieron gestos para cederse el turno de asestar a aquellas personas el golpe de gracia con su respuesta. Eran conscientes de que la contestación haría trizas a cualquier persona, y eso les hacía sentirse mucho mejor. Eran tan miserables que ni para eso tenían claro quien debía ser el brazo ejecutor.
—Su hijo está acusado de violar a Sofía Olmedo —dijo el segundo hombre regocijándose en cada palabra que pronunciaba.
En ese momento Isabel y Mónica soltaron un grito ahogado y ambas se buscaron nuevamente para terminar abrazadas llorando otra vez. A Joaquín la noticia le calló como un jarro de agua fría. Habría entendido que aquellos hombres le hubieran dicho que su hijo había tenido un accidente, que hubiera pegado a alguien, incluso que hubiera robado… pero que hubiera violado a alguien, no, eso sí que no se lo podía esperar. Ante eso se quedó sin palabras, no había nada que decir.
—¿Pero se puede saber qué está usted diciendo? —dijo Antonio desafiante saliendo de su retiro ante el asombro de Mónica que le miraba suplicándole que no complicara más las cosas—. Javier no haría nunca algo así, y menos a Sofía. Están ustedes muy equivocados y espero que no le hayan hecho nada porque si no se van a enterar…
—¿Alguien te ha preguntado, niñato? —bramó el guardia con la mirada amenazante clavada en los ojos de Antonio—. Ten más respeto por la autoridad si no quieres hacerle compañía al bastardo de tu amigo.
Durante unos segundos Antonio y aquel hombre se sostuvieron las miradas con auténtico rencor. El guardia le hubiera partido la cara en ese mismo momento y se hubiera quedado tan fresco; por su parte Antonio también le hubiera puesto un ojo morado a aquel fantoche sin ningún tipo de remordimientos.
Joaquín, Isabel y Mónica aún seguía conmocionados ante el palo que les había supuesto enterarse del motivo por el que ninguno sabía nada de Javier desde por la mañana. Aquello era lo último que podían haber esperado escuchar.
Ante tal ambiente fue el otro guardia el que decidió cortar la tensión hablando nuevamente en tono más humano:
—También deberían saber que, de momento y hasta nueva orden, su hijo está incomunicado. Así que no se molesten en ir a visitarlo porque hasta que confiese lo que ha hecho no podrá ver a nadie. Buenas tardes, señores.
Acto seguido los dos hombres abandonaron la panadería dejando tras ellos la más absoluta tristeza. Antonio hizo amago de seguirlos, pero se quedó en la entrada ante una voz que le pegó Mónica. Aquella pareja no tenía sentimientos y una vez más lo habían demostrado haciendo su trabajo; un trabajo que les encantaba.
La panadería se colmó de un intenso silencio, solamente roto por los llantos de Isabel y Mónica que permanecían aún abrazadas intentando consolarse la una a la otra. Antonio aún permanecía en la puerta mirando hacia la calle. Con la mirada siguió inquietamente el recorrido que hicieron los dos agentes hasta que se montaron en su coche patrulla y se alejaron de allí. Después, con la mirada perdida, dejó volar su mente en busca de una idea que pudiera ayudar a su amigo. Si Javier tenía algún tipo de relación con la Guardia Civil, estaba claro que la suerte le era esquiva en grado sumo.
—¡¡¡Malditos prepotentes!!! —gritó de repente Joaquín con rencor—. Si fuera por mí se lo metería por donde les cupiera.
Y terminó su frase dando un tremendo golpe con su puño cerrado a la pared que tenía más cercana a su posición. Tan inesperada fue la reacción del hombre que los presentes se volvieron hacia él y temieron que hubiera sufrido algún daño. Pero la vida, a veces, confabula de tal manera que hechos absolutamente garantizados no suceden por culpa del azar. La mano de Joaquín estaba perfectamente, si acaso un poco dolorida.
—Javier, mi Javier —lloraba Isabel—. Pobrecito mi niño.
Su llanto era inconsolable y Mónica sólo podía mantenerse abrazada a ella para intentar consolarla de aquella ínfima manera. Era todo lo que se la ocurría que podía hacer en esa delicada situación.
Una madre siempre sufre por su hijo, da igual si es por una razón u otra; un hijo es un hijo y una madre siempre sufre por el ser que ha tenido dentro de sí misma.
De repente Mónica mudó la expresión de su cara y se separó de Isabel. Su rostro reflejaba una mezcla de odio, enfado, preocupación e intranquilidad. No era ninguna de aquellas cosas las que sentía en particular, pero las sentía todas ellas a la vez. Por un instante buscó los ojos de Antonio y se encontró con la sorpresa reflejada en el rostro del chico que aún permanecía callado. La conocía un poco y sabía que le algo pasaba pero, ¿qué?
—Pero si ni siquiera nos han dicho dónde está Javier —habló la chica con la expresión y la mirada perdida. Ella también había empezado a llorar.
Quizá las palabras de Mónica fueran un pensamiento en voz alta, quizá no, pero el caso es que Antonio se puso a dar vueltas sin rumbo fijo por la panadería con las manos pegadas a la cabeza. Se esforzaba inútilmente en poner en orden todas las cosas que pasaban por su mente. El chico era incapaz de canalizar toda la información que había recibido.
—Joder, joder —decía sin sentido mientras seguía vagando por la tienda—. Esto no puede estar pasando. Pero, ¿cómo va a haber violado Javier a Sofía?… esto es una auténtica locura.
Mónica era la única que prestaba atención a Antonio. Joaquín había ido a esperanzar a Isabel y ambos estaban demasiado ocupados consolándose mutuamente como para estar pendientes de lo que sucedía en el resto del mundo. Ya tenían suficiente con lo suyo.
Antonio seguía dando vueltas sin sentido y en uno de sus pases por delante de Mónica, ésta le agarró del brazo y el frenó en seco su caminar. El chico volvió a la realidad y se encontró con la chica con el pelo más rubio que había visto en su vida. La miró durante unos segundos y quiso perderse en sus ojos color miel. La quería, estaba seguro, la quería mucho.
—Antonio, ¿y tú no podrías hablar con tu padre para saber qué demonios está pasando aquí? —dijo la chica con un tono que a él le pareció de lo más dulce; como cada palabra que le dedicaba.
—Mi padre… sí, mi padre. Claro —dijo el chico reaccionando una vez más a una gran idea de su amiga. Mónica valía su peso en oro—. Voy ahora mismo. Estos capullos no se van a salir con la suya.
Sin pensar ni un solo momento en las posibles consecuencias de sus actos, Antonio cogió a Mónica, la abrazó durante unos segundos y la dio dos sonoros besos en las mejillas a modo de agradecimiento. Verdaderamente era un honor tenerla siempre a su lado.
—Espera, Antonio, que voy contigo —indicó la chica.
Y volviéndose hacia los padres de Javier les dijo:
—Ustedes quédense aquí que cuando sepamos algo yo vendré para decírselo. Y no se preocupen que seguro que el padre de Antonio puede hacer algo, ya lo verán.
Ni ella misma se creía lo que sus labios estaban diciendo, pero algo tenía que decir. Además acompañó sus palabras con una tímida sonrisa.
—Gracias, hija —pudo balbucear a duras penas Isabel.
—Sí, no se preocupen, que ya verán como mi padre lo arregla todo —dijo Antonio con mucho más convencimiento que las anteriores.
Los dos abandonaron la panadería a toda prisa en dirección a la casa de Antonio. No había tiempo que perder. Mientras, en la tienda, Joaquín e Isabel se quedaron solos con sus cavilaciones. Ninguno podía dar crédito a lo que estaba sucediendo en sus vidas. Era una pesadilla demasiado dura de asimilar.
Durante un periodo de tiempo indeterminado los dos permanecieron abrazados ofreciéndose mutuamente consuelo. Como si de un disco rayado se tratara lo único que se oyó en esos momentos fue la voz de Isabel que repetía una y otra vez:
—Mi Javier. Mi pobre niño… Mi pobre niño… Mi pobre niño…
* * *
El comandante Francisco Rivera siempre había sido un ejemplo a seguir dentro del cuerpo de la Guardia Civil. Su trabajo y su entrega a lo largo de los años le habían proporcionado respeto y admiración entre las personas que le habían conocido. Su carrera dentro del Cuerpo había sido siempre ejemplar; nunca había tenido un tachón en su inmaculado expediente. Nada había empañado su historial. Era lo que simple y llanamente se podía denominar un buen agente.
Siendo hijo y nieto de guardia civil su vocación le venía heredada genéticamente y a todo ello contribuyó el que tampoco él nunca quiso oponerse a su destino. Tenía que ser guardia civil y lo fue.
Para Francisco Rivera la Guardia Civil era lo máximo a lo que se podía aspirar. Nada le llenaba más de orgullo que pertenecer al Cuerpo, exceptuando a su familia.
Sólo tenía una espina clavada en lo más profundo de su honor: no haber podido inculcar a su hijo Antonio esa ilusión que él tenía por servir a la gente. Lo había intentado de todas las formas posibles y conocidas, pero los resultados siempre habían sido los mismos. El chico no mostraba ningún tipo de entusiasmo cuando se le hablaba 241 de la Benemérita. Aunque en el fondo Francisco sabía que su hijo le obedecería. Cuando ya estuviera dentro del mundillo ya se encargaría él de que viera lo gratificante que podía llegar a ser pertenecer al noble cuerpo de la Guardia Civil.
En la ciudad de Madrid todos sus subordinados lo conocían o habían escuchado hablar de él, y todos coincidían en que era una persona justa… y buena. Eso también le había hecho ganarse alguna que otra envidia entre sus compañeros, pero Francisco siempre había sabido manejar esa situación con habilidad y diligencia. Con autoridad y firmeza, pero sin rencor ni resentimiento, había dejado siempre claras las cosas a cualquiera que hubiera insinuado lo que no debía.
No le gustaba que hablaran de él, ni siquiera para decirle cosas buenas. Más bien prefería pasar desapercibido allá por donde fuera. Él servía a los ciudadanos, nada más.
* * *
Estaba empezando a anochecer cuando el comandante Francisco Rivera entró por la puerta del cuartel acompañado a muy escasa distancia por su hijo Antonio.
Desde que su hijo y Mónica habían aparecido como un terremoto en su casa para contarle lo que le había sucedido a su amigo, el hombre no había dudado ni un solo segundo en prestarles su ayuda. No en vano también conocía a la familia de Javier y, aunque el trato no era excesivo, ellos también formaban parte de la gente a la que había jurado defender. Así que había necesitado poco más de una hora y un par de llamadas para localizar el lugar donde se encontraba retenido el chico. Nadie le puso ninguna pega a la hora de facilitarle la información que precisaba, aunque Francisco sintió cierta inquietud al comprobar que el caso de Javier era conocido por muchas más personas de las necesarias; aquello no era normal, alguien se había excedido en sus limitaciones.
Nada más entrar se encontró con dos oficiales que por sus maneras parecían tener pocas ganas de trabajar a esas horas. Inmediatamente reconocieron al comandante y poniéndose firmes le saludaron con la mano derecha en la frente.
—Buenas tardes, señor —dijo uno de ellos—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Necesita usted algo?
—Buenas tardes, señor —dijo el otro, que era más joven—. Es un verdadero honor que venga a visitarnos. ¿Podemos hacer algo por usted?
Por su estatura Francisco Rivera superaba casi en una cabeza a los dos hombres que tenía delante. Pese a la cara de imbéciles que tenían los dos, el comandante se contuvo de hacer ningún comentario ante el despliegue de buenas palabras que había tenido que soportar. De momento se limitó a devolverles el saludo y los contempló en silencio con gesto duro. Le reventaba en las entrañas que ciertos elementos, por llamarlos algo, hicieran cualquier cosa por agradar a sus superiores. Nunca le habían gustado los pelotas y precisamente ahora tenía dos delante suyo.
Antonio, que también se había dado cuenta de lo arrastrados que eran los dos beneméritos, los miró con cara de asco desde la protección que le ofrecía la espalda de su padre. De buena gana les hubiera partido la cara a esos dos mamarrachos si hubiera tenido la oportunidad. Su amigo Javier estaba allí retenido, a saber en qué condiciones, y ellos se dedicaban a intentar engatusar a su padre.
—¿Quién está al mando en este cuartel? —preguntó Francisco en tono recio.
Los dos oficiales se miraron y comprendieron al instante que con este hombre no valían los paños calientes. Su fama debía ser cierta: no se dejaba intimidar por nadie, y mucho menos que se rieran de él.
Rápidamente el oficial más joven reaccionó dando un paso al frente y dijo:
—Por favor, acompáñeme.
—Quédate aquí Antonio, será mejor que vaya yo solo —el tono de Francisco no había cambiado y el chico acepto sin objetar nada.
No le hacía mucha gracia quedarse en el vestíbulo del cuartel con aquel bastardo, pero no tuvo más remedio que hacerlo mientras veía que su padre y el otro guardia recorrían un pequeño pasillo al fondo y se introducían en un despacho situado al lado derecho del mismo.
Francisco Rivera descubrió que el teniente al cargo del cuartel era un hombre excesivamente gordo, calvo y con un bigote mucho menos cuidado que el suyo.
Nada más entrar en su despacho tuvo que recomponer el gesto ya que su forma de sentarse en la silla que presidía la habitación no era la más honrosa para una persona de su cargo. Estaba claro que lo habían molestado, posiblemente no estuviera trabajando y aquella inesperada visita había alterado sus planes para el resto de la tarde. Nervioso aún por la impresión se levantó torpemente para estrechar la mano al recién llegado, que por supuesto había reconocido en cuanto lo había visto.
—Teniente Romero a sus ordenes, señor. ¿A qué debo su visita?
El comandante le devolvió el saludo con desgana.
—No creo que el comandante y yo necesitemos que nadie nos observe mientras hablamos, así que márchese inmediatamente, que seguro que tiene muchas cosas que hacer. Estoy harto de que la gente se toque los huevos en este cuartel.
El oficial captó la directa a la primera y volviendo a saludar con su mano derecha desapareció como un rayo del despacho sin decir nada y cerrando la puerta del mismo tras de sí.
Francisco observaba de pie la escena.
—Siéntese, por favor, que así estaremos mejor —dijo el teniente de forma aduladora—. Todavía no me ha dicho en qué puedo ayudarle y para mí sería todo un placer poder hacerlo.
El comandante no era tonto y había detectado cierto tono de halago en las palabras del teniente Romero. Prefirió no hacer caso y antes de sentarse dio un repaso visual al despacho.
Aquello podía haber sido cualquier cosa menos un despacho de un teniente de la Guardia Civil.
Varias estanterías llenas de libros y papeles revueltos se unían a una mesa de despacho en la que el orden y la limpieza brillaban por su ausencia. Un teléfono y una vetusta máquina de escribir completaban aquella habitación en la que una ventana situada detrás del lugar que ocupaba el hombre gordo, dejaba pasar el aire de la calle.
—Pues en realidad estoy aquí por un asunto poco claro —contestó Francisco reconociendo la inquietud en el rostro del hombre.
—Usted dirá —contestó intranquilo el teniente Romero.
En ese momento a Gonzalo Romero se le pasaron por la mente cientos de cosas que habían ocurrido en el cuartel y que el comandante Francisco Romero podía considerar bastante poco claras. Realmente tenía muchas cosas que callar y aquella visita empezaba a no gustarle nada en absoluto.
—Me han informado de que esta misma mañana han detenido a un chaval por algo que supuestamente no ha hecho —comenzó a decir Francisco en tono serio.
En ese momento el rostro del obeso teniente cambió de expresión y se relajó de una manera total. Al parecer su invitado no había venido a ajustarle las cuentas, que bien sabía que podría haberlo hecho; su llegada tenía que ver con aquel chico, un asunto poco relevante para su futuro profesional.
De todas formas, ya más relajado, se hizo el pensativo durante unos segundos. Ahora quería hacerse el profesional ante su superior y cuando creyó que ya era suficiente dijo:
—Ah, ya sé. Usted se refiere al bastardo ese que ha violado a la hija de Don Rafael Olmedo. Sí, sí, está aquí. Pero no se preocupe que cuando acabemos con él se le va a quitar la tontería. Le puedo asegurar que se le van a acabar las ganas de estar con otra chica. Y para terminar la frase se rió de forma escandalosa tanto que un ataque de tos casi le hizo vomitar.
—¿Cuando acabemos con él? —preguntó intrigado Francisco clavando sus intensos ojos marrones en los del teniente, que no era capaz de mantenérselos ni un solo segundo—. Creo que nos estamos olvidando de algo muy importante, ¿no?
—No sé a qué se refiere, señor.
El comandante suspiró hondo y tuvo que contar hasta diez para no gritarle en la cara a ese estúpido todo lo que se le pasaba por la mente.
—La presunción de inocencia, teniente Romero. Me refiero a la presunción de inocencia. Ese chico es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
—Ese chico está acabado con lo que ha hecho y si me permite decirlo, señor, creo que no le vendría nada mal un buen escarmiento —sentenció Gonzalo.
La paciencia del comandante Francisco Rivera empezaba a entrar en estado crítico. El vaso de su aguante estaba a punto de reventarse en mil pedazos. Al parecer el teniente Romero no atendía a razones y tenía ya sentenciado a Javier.
—¿Dónde está el chaval? —preguntó amenazando con cada palabra que pronunciaba por su boca—. Quiero verlo.
El subordinado se dio cuenta de que el comandante no estaba de broma. El tono de su voz le indicaba que aquel hombre estaba hablando totalmente en serio. Por su propio bien prefería no enfadarle, no fuera a tener que arrepentirse más adelante.
Con muchos más nervios de los que se le suponían a una persona de su cargo el teniente Gonzalo Romero se volvió a levantar torpemente de su silla y con voz ahogada dijo:
—Lo tenemos abajo, en los calabozos. Ahora mismo le acompañará uno de mis hombres si usted lo desea.
Francisco se levantó lentamente mientras miraba con desprecio al teniente. De haber tenido menos control sobre la situación le hubiera llamado de todo allí mismo. Incluso de buena gana hubiera mandado hacer algunas investigaciones sobre aquel cuartel. Le daba la sensación de que allí debían pasar cosas poco claras, pero en ese momento no tenía ni tiempo ni ganas de hacerlo; aunque no lo olvidaría.
Lentamente dio unos pasos para dirigirse a la puerta de salida y de repente se volvió hacia el lugar que ocupaba Gonzalo y le dijo:
—Cuando vuelva a su despacho quiero que tenga aquí la denuncia para que pueda revisarla —y con un tono amenazante como solamente un guardia civil saber expresar añadió—, y espero por su propio bien que todo esté en orden.
Tras esto salió del despacho sin dar tiempo a que el teniente pudiera darle réplica. Aunque bien es cierto que Gonzalo Romero no tenía nada que contestarle: la cara, el gesto, la expresión y las palabras de su superior le habían dejado sin argumento alguno. Nunca había creído en Dios, pero rápidamente empezó a rezar a todos los santos habidos y por haber para que el comandante no le arruinara la vida tan acomodada que disfrutaba ahora. Cualquier paso en falso con aquel hombre podía ser fatal. Y era consciente de que si alguien hurgaba mínimamente en sus asuntos podía descubrir asuntos sospechosamente oscuros en su historial.
Francisco Rivera volvió a recorrer el pasillo que le separaba del vestíbulo para encontrarse con su hijo que permanecía sentado en una silla mientras mataba el tiempo esperándole jugando con sus manos a entrelazarlas y desanudarlas alternativamente.
—Antonio, acompáñame.
El chico reaccionó en el acto y se sorprendió de ver a su padre con el gesto tan serio. No le gustaba nada pensar lo que podía haber sucedido dentro de aquel despacho, pero desde luego a juzgar por la cara del comandante, la conversación no había debido de ser cordial precisamente.
—Llévenos al calabozo donde tienen detenido a Javier Torres —bramó Francisco—, inmediatamente.
Las palabras resonaron durante unos segundos en todo el vestíbulo del cuartel. María Gómez, su mujer y la madre de Antonio, siempre había dicho en tono desenfadado que cuando Francisco Rivera se ponía serio temblaban hasta los clavos de Cristo. Desde que tenía uso de razón Antonio siempre había recordado esa frase de su madre con el acompañamiento de las risas que provocaba en todos los que la oían decirlo, pero en ese momento aquella broma tomó todo su significado más real y el chico pensó que en algún lugar, no muy lejano, algún Cristo debía estar buscando sus clavos en esos precisos momentos.
El oficial al que se había dirigido el padre de Antonio a punto estuvo de matarse debido a que tan rápido quiso agradar al comandante, que poco le faltó para darse de bruces con su delgado cuerpo al tropezarse consigo mismo y hacérsele un nudo las piernas producto de los nervios.
Cuanto más tiempo pasaba allí, más convencido estaba Francisco de que estaba rodeado de mamarrachos; opinión que compartía su hijo desde que había entrado en ese lugar.
Durante el corto trayecto que los separaba de los calabozos los tres permanecieron en silencio. El oficial por miedo a decir algo indebido delante de aquel hombre de reconocida fama en todo Madrid. Francisco por no tener que sumar más razones a la ya nefasta impresión que le había provocado todo lo que tuviera que ver con aquel cuartel. Y Antonio porque sencillamente estaba deseando ver a su amigo y no quería distraerse con nada.
Cuando llegaron el oficial les indicó con la mano la celda que estaban buscando y alegó que les dejaba solos porque seguro que querrían hablar con cierta intimidad. Gesto que tanto Francisco como Antonio agradecieron enormemente. Ambos preferían no tener a ningún entrometido pululando cerca de allí.
A Antonio se le cayó el mundo cuando vio a su amigo sentado en el suelo de su celda con los brazos en las rodilla y la cabeza entre las piernas. Jamás pensó que tuviera que visitar a nadie en una cárcel, pero ver a Javier fue un duro golpe para la línea de flotación de su vida. Aún así, y gracias a un ataque de furia y de rabia, corrió hacia los barrotes dejando atrás a su padre que lo miró sorprendido, pero orgulloso, al verlo actuar de esa manera.
—¡¡¡Javier, Javier!!! Soy yo, Antonio.
El aludido levantó la cabeza y al ver a su amigo le devolvió una sonrisa forzada mientras se levantaba lentamente. Aquello le pareció una auténtica tortura a Antonio, que de haber podido hubiera abierto los barrotes de aquella celda con sus propios dientes.
—Antonio, ¿por qué estoy aquí? —le preguntó Javier con la mirada perdida.
Antonio metió las manos y los brazos por los huecos que dejaban las barras de hierros hasta que sus hombros hicieron tope y agarró las manos de su amigo, que pareció reaccionar levemente a aquel contacto.
—No te preocupes, Javier, que mi padre te va a sacar de aquí —le dijo apretándole aún más los dedos.
Javier volvió a sonreír, pero esta vez con poca convicción. No sabía por qué estaba allí y nada ni nadie le podía pedir que creyera sin reservas en que el padre de Antonio pudiera devolverle la libertad sin más. Con los precedentes que tenía últimamente, era mejor ponerse en lo peor para no llevarse luego ninguna decepción.
Mientras tanto Francisco se había vuelto sobre sus pasos para buscar al oficial. Una vez más iba a darles una lección de cómo se hacían las cosas.
—Abra la puerta de la celda del chico y déjenos a solas a los tres —le dijo cuando lo encontró en las escaleras que daban acceso al vestíbulo.
Al oficial le pilló de sorpresa aquella petición, pues no estaba acostumbrado a que nadie del rango de la persona que tenía delante se tomara tantas molestias por un mindundi como aquel chaval. En esos momentos no podría decirse que le había causado más impresión: si encontrarse de improviso de nuevo con el comandante, o las palabras de éste. Daba igual por la razón que fuera, le había puesto nervioso y tras vacilar unos segundos habló atropelladamente:
—No puedo hacer eso, señor —todos sus gestos detonaban el miedo que estaba sufriendo—. Usted lo sabe. Los que me pide va en contra de las normas.
Hablaba pero el nivel de convencimiento en sus argumentos era nulo completamente.
—Me parece que no me ha entendido —habló Francisco en un tono que no iba a admitir discusión alguna—. Esto no es una norma que se deba cumplir, es una orden y soy yo el que asume toda la responsabilidad; así que haga el favor de abrir esa celda y desaparecer de mi vista.
El oficial no quiso buscarse más líos. Sabiendo que no debía desacatar la orden que acababa de recibir, sólo pudo asentir con la cabeza y, agachando la misma, dirigirse sumiso a cumplir con el mandato que le habían encargado.
En unos instantes la puerta de la celda de Javier estuvo abierta y sus visitantes pudieron entrar para comprobar el estado del chico. Antes de marcharse, el oficial se volvió sobre sus pasos y casi pidiendo perdón en cada palabra que pronunciaba, dijo:
—Estaré en el vestíbulo por si me necesitan.
Antonio y Francisco entraron en la celda. El hijo rápidamente fue a abrazar a su amigo y ambos se fundieron en un gesto que significaba mucho más que una gran amistad. El comandante, por su parte inspeccionó el calabozo y sintió escalofríos al comprobar lo sumamente enfermizo que podía llegar a resultar aquel sitio.
Sin querer romper el momento tan emotivo que estaban viviendo los dos chicos, Francisco Rivera decidió sentarse en el banco que había dentro de la celda. Le pareció el sitio más decente para descansar, aunque por supuesto no el más adecuado. Contempló a los dos amigos en silencio durante unos segundos y después dijo:
—Bien, hijo. Este asunto tuyo es un poco delicado, por así decirlo —su expresión era cansada—. Antonio me ha contado que te han detenido por una cosa que al parecer tú no has hecho y eso es una acusación muy grave hacia el uniforme que yo represento.
Instantáneamente los dos chicos se volvieron hacia el lugar desde donde hablaba el hombre. La reacción de Antonio fue fulminante. Su cara paso en un instante de la sorpresa al terror por lo que acaba de escuchar en boca de su padre.
—Pero, papá, es que Javier no lo ha hecho —le recriminó Antonio un tanto desesperado—. ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? Sofía es nuestra amiga y ninguno la haríamos daño. Eso es una monstruosidad y Javier no puede haberlo hecho. Yo podría poner la mano en el fuego por él.
Francisco miró a su hijo y sonrió levemente. Por un instante pensó que a lo mejor el chico en vez de dirigir su futuro hacia la Benemérita podía encaminarlo hacia la rama del Derecho. Parecía tener buenas maneras para defender a un presunto delincuente.
—Calla un momento, Antonio —dijo en tono delicado y mirando a Javier a los ojos prosiguió—: Voy a preguntarte esto una sola vez, Javier, y quiero que me contestes la verdad, sea cual sea, porque si no lo haces no podré ayudarte.
Durante unos segundos todos se miraron y ninguno quiso decir nada. La tensión se podía cortar en el ambiente. El tiempo parecía haberse parado en todos los rincones del mundo.
—¿Violaste tú a la hija de Rafael Olmedo? —disparó por fin el comandante.
Antonio suspiró hondo y tras cerrar los ojos y agachar la cabeza, deseó que la tierra se le tragara para no tener que aguantar el bochorno que estaba sufriendo en esos instantes. Se sentía totalmente avergonzado de que su padre le hubiera preguntado aquello a su mejor amigo.
—Claro que no, señor Rivera —contestó con voz firme y segura Javier. Se preveía la pregunta, pero no en vano estaba también sorprendido—. Yo quiero a Sofía y jamás le haría algo así, se lo juro. Además, pregúnteselo a ella. ¿Por qué nadie sabemos dónde está? Ya verá como ella se lo aclara todo.
—Vale, vale. Es lo que necesitaba saber.
Francisco se levanto del banco y durante unos segundos anduvo por la celda con la mirada perdida, pero pensando en algo que ni Antonio ni Javier pudieron descubrir. El comandante parecía hacer sus cábalas sobre algún asunto. De repente, salió de la celda y cerró la puerta tras de sí ante el asombro de los dos chicos.
—Antonio —dijo recuperando el semblante serio—, quédate aquí con Javier mientras yo discuto ciertos asuntos con el teniente. Este asunto tiene demasiadas cosas que no terminan de encajar como debieran. Esperadme aquí los dos y no hagáis ninguna tontería.
Ambos chicos asintieron con la cabeza y siguieron con la mirada la figura de Francisco Rivera hasta que desapareció por las escaleras del final del pasillo. Después Antonio volvió a abrazar a Javier y agarrando la cara de su amigo con sus manos, le dijo con total convicción:
—No te preocupes, que ya verás como mi padre te saca de aquí rápidamente.
Javier sólo pudo sonreír levemente a modo de agradecimiento. Sabía que Antonio trataba de animarle en esa situación, pero también era consciente de que lo único que podría devolverle las ganas de vivir en esos momentos tan críticos era ver aparecer a Sofía y poderla abrazar y no separarse de ella nunca más; algo que ni su amigo ni nadie podía ofrecerle.
* * *
Ya era noche cerrada en Madrid mientras los padres de Javier y Mónica seguían esperando noticias en su casa de la calle Fray Luis de León.
Joaquín no paraba de recorrer los pasillos inquieto ante la falta de información de que disponían. Isabel y Mónica estaban sentadas en el salón, cerca del teléfono para descolgarlo en el momento en que el aparato empezara a sonar; pero de momento el dichoso cacharro estaba mudo. Más de una vez Isabel se había levantado a comprobar si el teléfono estaba estropeado y en todas ellas se había llevado la misma respuesta: el tono al descolgar le confirmaba que funcionaba perfectamente.
El tiempo iba pasando sin remisión y eso iba mellando lentamente la paciencia de los tres, que cada vez estaban más ansiosos por saber qué estaba sucediendo con Javier.
Silencio, silencio y más silencio era lo único que se podía escuchar en las paredes de aquella casa. Y fue Mónica la que lo rompió hablando fruto del nerviosismo que también la embargaba:
—No se preocupen. Ya verán como todo se arregla.
Al instante se arrepintió profundamente de su propio comentario. A veces uno hablaba con toda su buena intención, pero lo único que conseguía era meter la pata hasta el fondo. Joaquín se limitó a mirarla y calló lo que opinaba.
Isabel, que seguía sentada a su lado, la miró y la sonrió amargamente. Mónica pudo ver en los ojos de aquella mujer una tristeza que traspasaba los límites de lo soportable. La apariencia de la madre de Javier a los ojos de aquella chica era la de una persona que hubiera envejecido varios años en cuestión de horas. La veía frágil, muy frágil; tanto que daba la sensación de que un simple soplido podría hacer que se rompiera en mil pedazos.
—El padre de Antonio tiene un cargo importante dentro de la Guardia Civil y cuando le hemos contado lo que había pasado ha dicho que haría todo lo posible por ayudar a Javier. Seguro que él lo aclarará todo.
Entonces Isabel reaccionó cogiendo las manos de la chica y las acarició levemente durante un instante. Mónica se encontró en una situación a la que no sabía cómo reaccionar. Ella también estaba nerviosa pensando en Javier, pero el contacto con su madre la hizo sentirse inquieta.
—Gracias, hija. Gracias por todo —dijo la mujer con toda la dulzura de la que pudo ser capaz de expresar sin dejar de asir las manos de su confidente.
Mónica intentó no dejarse llevar por la emoción que la embargaba en esos momentos, ya que sabía que si no lo evitaba con todas sus fuerzas terminaría llorando y no quería complicar aún más la situación que se vivía en aquella casa.
Paseó la vista por el salón y sus ojos fueron a pararse en el reloj tenía en la pared de enfrente. Se sorprendió al comprobar la hora que marcaba.
El tiempo había pasado con una lentitud inquietante. Cada minuto había parecido una vida entera y el nerviosismo y la desesperación estaban empezando a apoderarse de aquel piso y de todos sus ocupantes.
En ese preciso momento la casa de Javier era un lugar en medio de la nada anclado en el tiempo, en el que la vida parecía ser ajena a lo que estaba pasando en esa familia.
Hasta tal punto alcanzó el nerviosismo de Mónica que se levantó del sillón en el que estaba sentada y se fue lentamente hasta la puerta del balcón. Necesitaba tomar el aire y despejarse, pero a la vez no quería separarse ni un solo segundo del teléfono, que seguía sin dar señales de vida. Al llegar hasta el cristal se dio cuenta de que fuera el suelo estaba mojado y que llovía de forma acusada.
Al principio ella creyó que había sido un pensamiento, pero Isabel pudo escucharla perfectamente pese a su tenue tono de voz cuando dijo:
—Recuerdo que una vez mi abuela me dijo que cuando llovía en noche como las de hoy, era porque los ángeles lloraban por las desgracias y las injusticias que sucedían en la Tierra. Me dijo que esa era la manera de demostrar a los hombres que desde el cielo se veía todo y que ellos también sufrían con lo que pasaba aquí abajo.
Pero Mónica no estaba completamente segura de que lo que le había contado su abuela fuera totalmente cierto. Para ella los ángeles, los arcángeles, los santos, las santas, los mártires y demás personajes bíblicos eran seres que distaban mucho más del suelo que ella pisaba de lo que su abuela siempre había creído. Para ella vivían únicamente en el plano imaginario de todas personas que creían en ellos, pero desde luego no pensaba que hicieran muchos esfuerzos por ayudar a los hombres inocentes… salvo llorar, si es que de verdad lo hacían.
Había días en los que convencer a Mónica de la existencia de Dios y de sus subalternos era una misión prácticamente imposible; y aquél era uno de ellos.
Aquella anciana mujer siempre había creído a pies juntillas lo que la Iglesia le había contado, pero su nieta no había salido tan devota y creyente como su abuela.
De repente el timbre de la puerta sonó varias veces para romper el tenso silencio en el que se había vuelto a apoderar la casa. Isabel, Mónica y Joaquín se asustaron ante lo inesperado del hecho, pero fue éste último el que reaccionó primero y corriendo abrió la puerta sin ni siquiera mirar por la mirilla antes.
En escasos segundos Antonio, Francisco y Javier cruzaron la puerta del salón para reunirse con las dos mujeres totalmente empapados hasta los huesos.
—Buenas noches. Menudo diluvio está cayendo —dijo el comandante—. Y nosotros sin paraguas. Ya verás tu madre la bronca que nos va a echar cuando lleguemos a casa.
Isabel no pudo resistirse y se levantó rápidamente para abrazarse a su hijo y cubrirlo de besos mientras le preguntaba una y otra vez si se encontraba bien. Javier por su parte tenía la mirada distante, pero correspondió a su madre abrazándola también y dándole un par de besos. Ahora veía su casa de otra manera, extraña. No se sentía bien consigo mismo después de lo que le había sucedido, pero tenía una cosa muy clara: seguía queriendo a Sofía como nunca antes la había querido.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó nervioso Joaquín a Francisco—. Siéntense un momento, por favor. Descansen y séquense un poco.
—No, no, muchas gracias, no se moleste —contestó el hombre—. La verdad es que la cosa está poco clara en cuanto a este asunto. Alguien se ha debido tomar demasiadas molestias para que Javier reciba una lección que nunca olvidará. No logro entender cómo alguien puede hacer algo así, pero está claro que esa gente existe y que por desgracia Javier se ha topado con uno de ellos. Pero bueno, de momento hemos podido sacarle de allí y conseguir algunos datos que puede que nos ayude a resolver el caso. Yo les prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que todo esto se esclarezca cuanto antes y logremos saber quién se ha pasado de la raya con el chico.
—Gracias, muchas gracias, señor —dijo Isabel sin soltar a su hijo.
Francisco le sonrió levemente y acto seguido se dirigió al chico y le habló en tono firme pero amistoso:
—En cuanto a ti, yo te recomendaría Javier que no hagas ninguna tontería porque aunque estés fuera de los calabozos, tu situación sigue siendo muy complicada hasta que podamos demostrar que eres inocente de lo que se te acusa, y desgraciadamente tú no estabas detenido por robar una barra de pan precisamente; así que cuida mucho los pasos que das.
Todo volvió a quedarse en silencio durante unos instantes. Las miradas se cruzaron pensativas entre los presentes y cada uno tuvo sus motivos para callar.
—Gracias, muchas gracias por todo —volvió a repetir Isabel con lágrimas en los ojos y rompiendo aquel momento.
—No se preocupe, señora —le contestó Francisco amablemente—. No tiene por qué dármelas. Una de las obligaciones de mi trabajo es hacer justicia y defender al inocente. De todas formas creo que mañana haré una visita rutinaria en relación a este curioso caso. Y, no sé, quizá nos llevemos todos alguna sorpresa.
—Gracias igualmente —dijo Joaquín estrechando la mano del comandante—. Sin su ayuda no sé qué habría podido sucederle a Javier.
Francisco calló mientras estrechaba la mano del panadero porque sí conocía lo que podría haberle sucedido al chico si no hubiera mediado él. Era larga la lista de historias que se contaban en la calle sobre lo que le sucedía a los presos dentro de los cuarteles de la Guardia Civil, y el comandante Rivera desgraciadamente sabía que la mayoría no eran inventadas. Los muros de aquellos cuarteles conocían historias que era mejor que nadie nunca supiera.
—Bueno pues nosotros nos vamos a marchar que ya es muy tarde —reaccionó el Benemérito. Y dirigiéndose a su hijo dijo—: Ahora llevaremos a Mónica a su casa. Y lo mejor es que descansen todos un poco, que falta les hace con el día que han pasado. Buenas noches, señores.
Tanto Antonio como Mónica se despidieron de su amigo abrazándole; además la chica también se despidió de Isabel dándole dos besos y un abrazo que fue correspondido por la mujer. Tras ello, los tres abandonaron la casa dejando solos a sus dueños con su hijo.
Javier los vio marchar y un nudo se le formó en el estómago. Una vez más volvió a agradecer a la Providencia tener los amigos que tenía. Antonio y Mónica eran más de lo que él se podía merecer.
Isabel y Joaquín estaban deseosos de que les contara lo que había sucedido y todo lo que había pasado en ese fatídico día, que los tres querían borrar de sus vidas cuanto antes. Javier así lo notó por la reacción de sus progenitores cuando se quedaron los tres solos en la casa, pero no se sentía con fuerzas ni con ánimo de rememorar su particular infierno. Estaba cansado, muy cansado, y lo que menos deseaba en esos momentos era narrar algo que aún no había llegado a comprender.
—Perdonadme —dijo únicamente—. Pero quiero irme a la cama para descansar.
Y acto seguido dio un beso a sus padres y se marchó hasta su habitación encerrándose allí. Sus padres le dejaron marchar sin oponerse porque ambos comprendieron que era mejor que descansara. Ya habría tiempo de que hablara. Ahora seguirían el consejo del padre de Antonio y descansarían todo lo que les fuera posible; o al menos lo intentarían.
Ya en su habitación Javier no pudo evitar que su mente volara una vez más intentando encontrar a Sofía. Se preguntó una y mil veces dónde podría estar y si estaría bien. Sabía que con un simple abrazo se pasarían todos los males que tenían ambos, porque era consciente que la niña lo estaría pasando también muy mal estuviera donde estuviera. Además también pensó en el bebé, al que cada vez quería más. Ahora, más que nunca, lo quería como a un hijo.
Supo rápidamente que esa noche tampoco podría dormir, pero no le importó. Procuró no dejar de pensar en Sofía ni un solo segundo con la esperanza de que ella también estuviera pensando en él y así poder salvar la distancia que lo separara y poder estar un poco más cerca el uno del otro.