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Salamanca siempre había sido una ciudad de gran importancia a lo largo de su extensa historia. Situada junto al río Tormes, siempre fue un enclave estratégico a tener en cuenta física, política y económicamente hablando.
En la época romana fue un importante núcleo de comunicaciones dentro del Camino de la Plata.
Alfonso IX de León fundó un estudio general en 1220, que fue el punto de partida de la que, con el pasar de los años, sería una de las más prestigiosas y conocidas Universidades del reino español.
Grandes hechos de la historia de la nación española se fraguaron en la ciudad de Salamanca. Sin ir más lejos, en 1505 se firmó la llamada Concordia de Salamanca, por la cual Juana la Loca, Felipe el Hermoso y Fernando el Católico pasaron a ejercer la regencia de Castilla.
El auge de su Universidad durante el siglo XVI convirtió a Salamanca en uno de los focos culturales más importantes de España.
Más cerca en el tiempo, durante la Guerra Civil Española, la ciudad fue sede del Gobierno del general Franco.
* * *
Pero a pesar de todo aquel histórico pasado, la mañana había amanecido lluviosa y desapacible en la ciudad de Salamanca. Tres días seguidos de intensos e intermitentes aguaceros habían dado a la localidad y a sus habitantes un aire melancólico del que todas las cosas parecían estar impregnadas hasta los huesos.
Los días de lluvia hacían que las mentes de las personas recordaran los momentos más tristes que hubieran vivido. Indefectiblemente las precipitaciones traían consigo la nostalgia y la tristeza a partes iguales. Poca gente disfrutaba de los días grisáceos como aquél. Todo era más lento en los días de lluvia y la ciudad se resentía de esa deceleración en el ritmo de las personas.
Aunque aún quedaban resquicios y lugares en los que la diferencia entre un día y otro era inexistente. Sitios en los que el tiempo había dejado de correr y cualquier rastro de evolución parecía pasar de largo; la monotonía del estancamiento.
Salvo algún hecho excepcional, y muy poco habitual, en el convento de Santa María Redentora los días tenían exactamente las mismas diferencias que dos gotas de agua. En el interior de sus muros, el mundo exterior no tenía ningún sentido ni importancia; simplemente no existía. Sus límites eran los límites máximos a los que podía aspirar cualquiera de las personas que habitaban en su interior. El mundo conocido para todas ellas se reducía a la extensión de terreno que ocupaba el internado.
Pero aquella mañana el frío reinante en las calles no era lo único que hacía que se helaran los corazones.
* * *
Sofía Olmedo estaba cada vez más triste. Hacía varias semanas que se encontraba en el convento y su embarazo era cada vez más evidente.
Para ella había resultado un trauma enorme el asimilar la decisión de su padre de alejarla de Madrid, de sus amigos y de su propia vida. Sólo Dios, su padre y ella sabían que lo había intentado todo para intentar hacer cambiar de opinión al editor. De nada le habían servido los ruegos, los lloros y las súplicas. Rafael Olmedo había tomado la decisión la misma noche en que los dos chicos le habían contado que Sofía sería madre por la inestimable ayuda de Javier: jamás permitiría que ambos jóvenes volvieran a verse mientras él estuviera con vida. No le fue difícil teniendo en cuenta que utilizó todas sus influencias para que la niña pudiera ser admitida sin problemas en el internado.
Sofía intentó hablar con Javier para contarle la situación, pero su padre tenía todo tan bien preparado que no tuvo ni un solo segundo para poder hacerlo. Estuvo completamente vigilada hasta que un chofer pagado expresamente para ello por su padre, la condujo hasta Salamanca y la dejó, junto con su escaso equipaje, al cuidado de las monjas del convento de Santa María Redentora. Desde entonces no había parado de pensar en su amor y en todo lo que podía estar sufriendo por no tener noticias de ella.
Se había dado cuenta no sólo de que estaba enamorada hasta el último poro de su piel de Javier, que seguro era el amor de su vida; sino de que su caballero también lo estaba de ella. Se lo había demostrado desde que se conocían y ella no lo había sabido ver hasta ese momento y bajo esas desoladoras circunstancias. Recordaba cada gesto, cada sonrisa y cada segundo que habían pasado juntos. Y los añoraba tanto que no podía parar de llorar cuando su mente le devolvía las imágenes de aquellos instantes tan felices que había pasado en una época que ahora le parecía lejana y ficticia.
Lo quería. Lo amaba y se juró a sí misma que daría su vida por que Javier conociera a su bebé, su hija como había dicho él última vez que se habían visto. Le hubiera gustado tenerlo delante para poder comérselo a besos y agradecerle de esa manera tan infinitamente pequeña todo lo que había hecho por ella. Lo hubiera abrazado y jamás se hubieran vuelto a separar en toda la vida.
Pero desde que había llegado a Santa María Redentora aquel ambiente no había hecho más que marchitarla poco a poco. Si ya había llegado con muy pocos ánimos a aquella cárcel impuesta por su padre, cada segundo que pasaba dentro de esos muros sentía que se le iban escapando la vida y las ganas de vivir.
Compartía habitación con otra chica de un año más mayor que ella y que tenía por nombre María. Desde el primer día que estuvieron juntas, las dos supieron que llegarían a ser grandes amigas. Se complementaban perfectamente y el destino había querido que se tuvieran la una a la otra para poder afrontar mejor aquel cruel tormento.
Cuando se habían conocido, María le había comentado que su nombre debía haber sido fruto de alguna extraña ironía porque ella no tenía más que esa similitud con la madre de aquél que un día fue llamado a ser el Dios de todos los hombres. Ambas se habían reído por el observación de la chica y se habían sentido a gusto por un instante. Una sonrisa sincera era equivalente a un gran tesoro en aquel lugar.
Como casi todo el centenar de niñas que vivían internas y recluidas en el convento, María era huérfana. Había perdido a sus padres en un terrible accidente ferroviario y el párroco del pueblo donde vivía, al comprobar que no tenía más familia que se pudiera ocupar de ella, la había enviado allí para que se criara y educara con las monjas. De eso hacía ya seis años.
Algo que sorprendió a Sofía fue que María, al contar esa parte de su historia, lo hacía como si ella fuera una mera espectadora de los hechos relatados y no la protagonista principal e indiscutible de los mismos. En sus palabras no se percibía ni un solo ápice de tristeza, añoranza ó rabia ante aquella cruel jugada que la vida le había gastado. Simplemente las relataba como las sentía, sin aportar su propia opinión.
María era guapa, muy guapa, pensó Sofía cuando la vio por primera vez al entrar en la habitación que ahora ocupaba. Su pelo rubio como el oro y la fuerza de la mirada sus ojos color miel claro le otorgaban a la chica un toque de sensualidad y hermosura propio de mujeres legendarias que habían pasado a la historia por su inigualable belleza.
Pero a Sofía había algo que no la encajaba en todo lo que rodeaba a aquella chica: María no tenía amigas entre el resto de las niñas. Su relación con las monjas era distante; exactamente igual que con las demás internas. Para Sofía era algo sorprendente porque con ella se había portado fenomenalmente desde el primer día, y algo la decía que su compañera era así: que tenía un gran corazón y que no era una mala persona. Quizá nadie se hubiera preocupado por conocer a la verdadera María y por eso no tenía amigas allí dentro. Pero ella haría todo lo posible por conocerla realmente y ayudarla en todo lo que pudiera. Quizá así ambas pudieran sobrellevar mejor sus días en el interior de Santa María Redentora.
Ambas niñas se llevaban genial y congeniaban a la perfección. Eran inseparables: como uña y carne. Se ayudaban en todo lo que podían y más de una noche se habían quedado sin cena por culpa de sus actos. Pero las daba igual, con tenerse la una a la otra les bastaba. De momento no necesitaban nada más.
Desde que la sevillana había llegado a aquella jaula disfrazada de convento, María había sido su mejor apoyo. A la inversa, también Sofía había hecho creer a María que siempre puede aparecer alguien que cambie tu vida para ofrecerte un rayo de esperanza; incluso en Santa María Redentora.
* * *
—¡¡¡Sofía, Sofía!!! ¡¡¡He oído algo terrible!!!
María había entrado a la habitación como alma que lleva el diablo. Se la notaba muy alterada y las voces que daba indicaban que los nervios podían con ella. Su cara estaba completamente desencajada y un dolor inmenso se podía percibir a través de sus grandes ojos.
Cerró la puerta tras de sí con un portazo que hizo que la andaluza se estremeciera del susto y buscó con la mirada la ubicación exacta de su compañera de cuarto. No podía perder ni un solo segundo. Todo el tiempo era necesario en esos momentos.
Sofía se había ausentado del desayuno en la sala común alegando que no se encontraba bien. Se excusó con las monjas encargadas de vigilar a las niñas diciéndoles que se mareaba en aquel salón al tener que estar con tanta gente y debido a su estado las mujeres no la pusieron demasiadas pegas para dejarla marchar a su habitación para que pudiera descansar y así poder acudir a las clases matutinas. De todas formas la instaron a que si se seguía encontrando mal acudiera a la hermana Sagrarios, que hacía las veces de doctora en aquel lugar. Nadie sabía a ciencia cierta si había estudiado la carrera de medicina, pero durante años había ejercido como tal y a esas alturas nadie ponía en duda sus conocimientos médicos.
María, que siempre se sentaba al lado derecho de su amiga en el comedor, le había prometido que la llevaría algo de comer en cuanto pudiera, ya que se tenía que cuidar ella y también al bebé que llevaba dentro de su cuerpo. Así que no podía permitirse el pasar del desayuno. Aunque no con muchas ganas, Sofía había aceptado el ofrecimiento de su compañera. Sabía que discutir con ella cuando su bebé estaba de por medio era perder el tiempo. Su amiga también lo quería desde que se había enterado que estaba embarazada y trataba de cuidarle como a la madre; o quizá más. Muchas noches se había quedaba medio dormida acariciando el incipiente vientre de la sevillana mientras le hablaba al ser que ésta llevaba dentro.
María no era tonta y con lo que conocía a Sofía tenía muy claro que el único mal que tenía su amiga era, única y exclusivamente, estar encerrada en esa prisión que era el convento. Si para casi todas las internas lo era, para Sofía mucho más.
Pero algo debía haber sucedido fuera de lo habitual porque el comportamiento de la niña no era el habitual para ser la hora que era…
María dio varias vueltas en redondo, ya dentro de la habitación, porque los nervios y la prisa que tenía la habían hecho pasar de largo de la persona a la que estaba buscando desesperadamente. Definitivamente se encontraba demasiado alterada por algo; incluso para ella, que no podía estarse quieta ni un solo segundo en circunstancias normales.
—Por favor tranquilízate, María —dijo Sofía aún sorprendida y acudiendo en su ayuda—. ¿Qué pasa? ¿Por qué vienes gritando? Siéntate, que te va a dar algo.
—No puedo, cielo —contestó la chica con ojos desorbitados—. No puedo. Lo que me acaban de contar es muy… no, no puedo calmarme.
Y acto seguido empezó a moverse sin rumbo por la habitación mientras sus manos recorrían otra vez su pelo y su rostro. No sólo ella estaba intranquila, si no que ahora estaba atacando a Sofía con tanto ir y venir sin sentido.
En una de esas alocadas vueltas la andaluza se plantó delante de su compañera de habitación y ésta casi se estrelló contra ella, ya que no se esperaba encontrársela allí mismo cerrándole el paso.
—Basta ya, cariño —la dijo agarrándola del brazo y obligándole a mirarla a los ojos—. ¿Quién te ha contado qué? Por Dios, cuéntamelo ya.
María, en ese preciso instante pareció volver a la realidad que la envolvía. Se quedó quieta como una estatua y silenciosa como un leve suspiro mirando, sin pestañear, a su amiga.
Y de repente se puso a llorar y Sofía supo que aquellas lágrimas significaban mucho más de lo que aparentemente podía parecer. Lo sabía porque ella también había llorado de aquella manera en los últimos días. Así que sabiendo lo que su amiga necesitaba en esos momentos, no dudó en abrazarla y darle un beso en la frente.
—Pero bueno, ¿se puede saber qué es lo que pasa? —la dijo en tono suplicante mientras la cogía de las manos para centrar en ellas toda su atención.
A duras penas pudo Sofía conducir a María hasta su cama, donde ambas se sentaron en el borde. La niña pareció irse calmando por momentos y su respiración lentamente fue volviendo a ser normal. Apretó con fuerza las manos de su amiga y suspiró muy hondo para poder empezar a hablar. Siempre le había contado todo a su compañera, pero ahora se le hacía casi imposible decirle una sola palabra. Inexplicablemente se sentía culpable por tener que ser ella la que le dijera la terrible noticia. Además sabía que Sofía podía aguantar ya muy pocas desgracias más, y no quería ser la responsable de que su amiga recayera aún más en el pozo de su tristeza. Pero por otro lado tenía claro que no podía ocultarle lo que iba a suceder; no sería una buena amiga si lo hiciera, así que con la confianza que le otorgaba su amistad empezó a decir:
—Piedad me ha contado en el desayuno que ha oído a las monjas decir que cuando nazca tu bebé lo darán en adopción y que no volverás a verlo nunca más.
Las lágrimas brotaban sin cesar de los ojos de María mientras hablaba. Toda la tristeza del mundo estaba ahora concentrada en esa chica y en ese momento de su existencia.
—¿Qué dices, María? —preguntó Sofía horrorizada por lo que acababa de escuchar.
Aquello destrozaba en mil pedazos la única esperanza que tenía la niña de poder seguir viviendo bajo esos muros. Nunca le había dado por pensar que su bebé no pudiera estar junto a ella cuando naciera, aunque bien era cierto que desde su llegada no había visto a ningún crío por el internado. Pero, ¿qué clase de madre sería si dejaba que se lo arrebataran y se criara con alguien que no lo había sentido dentro como lo estaba sintiendo ella? Y no sólo eso: no podía permitirlo porque destrozaría también el corazón de Javier. Él se había autoproclamado padre de la criatura y no podía ni imaginarse el momento en que tuviera que decirle que los dos eran padres huérfanos. Lo destrozaría del todo y seguro que tampoco se lo perdonaría.
—Lo que has oído, mi niña —contestó María con tono serio en la voz—. Estaba muy nerviosa cuando me lo ha dicho. Ella también cree que no pueden hacerte eso, pero que será así.
Durante unos instantes ambas se mantuvieron en silencio. Sofía intentaba asimilar aquel nuevo golpe a su ya maltrecha línea de flotación, mientras que María se debatía entre miles de remordimientos por no poder hacer nada para evitar la tragedia que se les venía encima.
—¿Sabes lo que te digo? —dijo despertando del letargo que reinaba en la habitación—. Que ahora mismo me voy a buscar a Piedad y la traigo aquí para que te lo cuente todo. A lo mejor si estamos a solas con ella nos podrá contar alguna cosa más que a mí se me haya pasado o que a ella no le haya dado tiempo de decirme con todas las monjas vigilando el desayuno.
Y sin darle tiempo a Sofía para que pudiera replicarle, se levantó de la cama y salió del cuarto con la misma rapidez con la que había entrado minutos antes, salvo que ahora al cerrar la puerta lo hizo de manera más suave.
Sofía se quedó sola en el silencio de la clausura involuntaria que estaba sufriendo pensando en las palabras de su compañera de habitación. Por más vueltas que le daba a las mismas, no encontraba ninguna razón para no creerlas. Podían ser perfectamente ciertas, puesto que ahora que lo pensaba se daba cuenta de que en el convento no había niños y estaba segura de que ella no podría ser la única que hubiera llegado hasta Santa María Redentora con aquella carga. Además también estaba Piedad. Si ella se lo había contado a María debía de ser cierto, puesto aquella chica también era de confianza.
Piedad sí que podía quejarse de la vida que le había tocado en suerte, pensó la andaluza intentando desviarse así de su problema principal en esos momentos. Su madre había fallecido mientras la daba a luz debido a una extraña complicación surgida en medio del parto. Y su padre, cuando los médicos que la atendieron le dijeron que la niña era ciega, la había entregado a las monjas para que cuidarán de ella alegando que él no podía, ni sabría, cuidarla como se merecía. Desde entonces jamás se había vuelto a preocupar por ella y nunca la había ido a visitar al convento. Para él no había existido porque siempre la culpó de la muerte de su mujer, aunque Piedad nunca pudo saberlo.
Pero la chica nunca se había quejado, ni había preguntado por sus padres. Toda su vida se había reducido al convento; todo su mundo y su universo estaba concentrado en aquellas paredes. Allí encerrada estaba condenada a que nadie nunca pudiera admirar la rotunda belleza de sus ojos verdes claro, la hermosura de su melena negro azabache y la espectacularidad de su cuerpo perfectamente moldeado. Al igual que ella no podía contemplar el mundo que la rodeaba, el mundo que la rodeaba no podría rendirle nunca la pleitesía que un ser así se merecía. Aquello sí que era una injusticia divina.
Dios había jugado cruelmente con ella, pero Piedad nunca se había quejado de aquella suerte tan adversa que desde su nacimiento la había estado acompañando durante toda su vida. Ni siquiera sabía dónde había nacido, aunque tampoco la importaba demasiado. Siempre había pensado que nacer en un sitio era simplemente algo accidental.
Era una perfecta olvidada… una desgraciada. Una flor salvaje que se estaba consumiendo irremediablemente tras los muros de Santa María Redentora.
A Sofía, cuando la conoció, le había sorprendido el tremendo conformismo de Piedad sobre todo lo que le había sucedido. Siempre se sentía la culpable de su situación y comentaba, a todo el que quería escucharla, que algo habría hecho para encontrarse ahora así. La niña ciega confiaba en que algún día, quizá incluso en otra vida, Dios la recompensaría con todo aquello que no le había concedido en ésta: una familia, la vista…
De repente la sevillana se sorprendió recogiendo de debajo de la almohada de su cama una hoja doblada que conocía a la perfección. Ella misma la había guardado allí con la esperanza de que nadie la encontrara nunca. Llevaba varios días volcando toda su ilusión en aquel trozo de papel, pero parecía que ni con esas iba a poder despejar su mente de aquel entorno tan hostil que la rodeaba desde hacía varios meses. Lo repasó atropelladamente y sintió una pena tremenda por cada palabra que sus ojos leían y su mente asimilaba. No era la primera carta que escribía desde que había llegado al convento, aunque de ésta tenía dos cosas muy claras: que, de momento, no podría enviársela a la persona a la que iba dirigida y que tenía que acabarla cuanto antes. Algo en su interior se lo estaba pidiendo a gritos. Algo que cada día que pasaba creía un poco más necesario.
Sofía se sorprendió llorando cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse nuevamente y por un instante dudó si aquellas lágrimas las habían provocado su propia situación o la de su amiga ciega.
Tras recomponer mínimamente el tipo y levantarse de la cama, la andaluza vio como entraban su compañera de cuarto y Piedad, que venía cogida del brazo de María para poder guiarse al andar. Cuando ambas llegaron a su altura, la niña ciega estiró sus manos nerviosas y las puso en los hombros de Sofía acariciándolos levemente.
—Siento mucho que lo que le he contado a María te haya hecho llorar, Sofía — dijo Piedad con ese tono tan dulce de voz que poseía. Otra de sus virtudes. Además en sus palabras se podía apreciar un toque de arrepentimiento muy acusado.
Sofía, intentando que la recién llegado no se sintiera más culpable de lo que realmente era, se secó las lágrimas con sus manos e intentó suavizar el gesto de sufrimiento que intuía debía tener en su rostro.
—Si no estoy llorando, cielo, no te preocupes.
María entonces intervino y ayudó a Piedad a llegar hasta la cama de Sofía y la sentó en el borde. La niña ciega se dejó hacer y cuando estuvo acomodada en el lecho de su amiga andaluza cambió su gesto.
—Sofía, que no pueda ver no significa que tampoco pueda sentir lo que ocurre a mi alrededor —dijo con una amarga sonrisa en su cara—. De hecho, esa fue la razón por la que escuché lo que quieren hacer con tu bebé. Las monjas aún no saben que una ciega de nacimiento como yo no tiene sentido de la vista, pero que el resto de los sentidos los tiene mucho más agudizados que una persona que puede vez. Así que no me engañes, porque sé que has estado llorando y no me gustaría saber que ha sido por mi culpa. Comprenderás que ni María ni yo podíamos permitir que llegara ese día y te quitaran a tu bebé mientras nosotras lo habíamos sabido desde el principio. Por eso se lo conté y le pedí que te lo dijera cuanto antes. Somos tus amigas y te apoyaremos en todo lo que podamos.
Sofía miró a la chica a los ojos e inmediatamente comprendió la gran injusticia que se había cometido al privar a Piedad de la cualidad de poder ver.
—Dile lo que me has contado a mí —instó María inquieta mientras daba vueltas, otra vez, por la habitación.
No podía parar quieta. Iba y venía sin rumbo.
—Bueno… verás… —empezó a hablar Piedad visiblemente nerviosa. Su tono de voz podría haber hecho pensar a cualquiera que la estuviera observando, que aquella pequeña niña había cometido el peor crimen del mundo—. El caso es que esta mañana estaba ayudando a preparar el salón común para el desayuno y mientras colocaba los cubiertos en las mesas escuché a la hermana Magdalena y a la hermana Mercedes hablar de ti. Al principio no las presté mucha atención y ellas a mí tampoco; ya te he dicho que los que podéis ver tendéis a creer que un ciego es también sordo por añadidura.
Nadie pudo rebatirle esa acusación. Sofía y María prefirieron callar y otorgar la razón a su amiga. Ambas sabían que les estaba diciendo la verdad; que a veces el que tenía todo se olvidaba de que había gente que no tenía nada.
—Pero hubo algo que me llamó la atención y que me hizo concentrarme aún más en su conversación —continuó la niña ciega—. La hermana Magdalena dijo algo de tu bebé y la hermana Mercedes comentó que no sería ningún problema, que no era la primera vez que lo hacían y que, mucho menos, sería la última. Al parecer las niñas «descarriadas» eran patrimonio de Santa María Redentora.
Sofía y María seguían escuchando a su amiga en silencio expectantes por saber el contenido de aquel dialogo que la ciega había escuchado furtivamente.
—Entonces puse toda mi atención mientras seguía colocando los cubiertos y pude escuchar que de aquí a que naciera tu bebé tendrían que encontrar a alguien para entregárselo. La hermana Mercedes dijo que encontrar a unos padres que quisieran hacerse cargo del bebé sería fácil ya que por lo visto el convento tiene una especie de lista secreta de solicitantes para tal fin. Por lo que dijeron creo que esta práctica debe de llevar utilizándose en Santa María Redentora desde hace muchos años.
Más silencio fue la única respuesta a las palabras de Piedad. Ni el mismo aire se atrevía a moverse en aquella habitación. El tiempo parecía haberse parado en aquel lugar de Salamanca.
—Comentaron que a ti te dirían que el bebé había muerto a las pocas horas de nacer para que así no pudieras reclamarlo nunca. Según ellas, de este modo arreglarían dos problemas de una sola vez: te quitarían a ti la carga del bebé y harían feliz a alguna familia que quisiera tener un hijo. Tal y como lo contaban parecía que encima tuvieras que darles las gracias por lo que iban a hacer con tu bebé.
Ahora el silencio fue roto únicamente por los sollozos de Sofía. Sus manos se habían ido instintivamente hacia su tripa. Allí habían permanecido durante todo el discurso de Piedad, de manera protectora para con su bebé. María lo había observado y, aún de pie, también lloraba ante el sufrimiento que veía reflejado en su amiga.
—Yo, de la impresión por lo que acababa de oír, tiré varios cubiertos al suelo del salón —continuó Piedad—, y cuando las dos hermanas vinieron para ayudarme y preguntarme por lo que me había pasado, las tuve que decir que me había tropezado con uno de los bancos. No podía confesar que las había estado escuchando todo su macabro plan, así que me inventé lo del tropezón. No sé si llegaron a creérselo, pero fue lo primero que se ocurrió.
Sofía empezó a encontrarse muy mal. No sabía muy bien si se estaba mareando por su estado de gestación o por lo que acaba de escuchar, pero el caso es que se le estaba nublando todo su alrededor. No podía concebir que unas monjas, que siempre le habían parecido personas de bien, quisieran separarle de su bebé de aquella manera tan miserable. Apartar a una madre de su hijo le pareció el hecho más despreciable del mundo en aquel momento.
—¿Lo ves, Sofía? Ya te dije yo que son unas brujas. Quieren dar a tu bebé a otra familia y encima decirte que se había muerto… Son, son… —dijo María llena de furia mientras pateaba el mismo suelo que estaba pisando.
Pero la morena andaluza seguía sin decir nada; continuaba muda. No era capaz de reaccionar, no conseguía poder asimilar el tremendo shock que tenía instalado en su cabeza. Se intentaba convencer de que no era real lo que estaba sucediendo, pero por experiencia su razón le decía que era tan cierto como que estaba embarazada de un bebé al que ahora no sabía si podría verle la carita alguna vez. Todo su mundo se estaba desmoronando por momentos. Poco a poco iba sintiendo un terrible peso que la hacía hundirse cada vez más profundo.
—Por eso se lo conté a María en cuanto pude —volvió a hablar Piedad, pero esta vez ya emocionada también por las lágrimas—. Porque estoy segura de que tú serás una gran madre. Yo no llegué a conocer a la mía, y creo que un bebé debe criarse con su mamá. Además… ya te he dicho que parece que no sería la primera vez que pasara en Santa María Redentora. Ahora que recuerdo, ya ha habido tres casos de niñas que llegaron embarazadas al convento y nunca se supo nada de sus bebés… Yo no quiero que tú seas la siguiente.
Entonces tras secarse las sentidas lágrimas de sus bonitos ojos, Piedad estiró los brazos en dirección a Sofía. La niña comprendió rápidamente el mensaje sin palabras que la ciega le estaba enviando y se acercó hasta ella para abrazarla y consolarla, puesto que sabía que también lo estaba pasando mal; aunque nadie en este mundo lo podía estar pasando peor que ella.
Ambas se fundieron en un abrazo eterno lleno de cariño y que las dos necesitaban sentir sincero: una para sentirse liberada de la carga que le había provocado escuchar los planes de las monjas, y la otra para sentirse protegida ante la adversidad que se le venía encima.
—Pues tenemos que pensar en algo y rápido —dijo María rompiendo el hechizo de aquel mágico momento—. No podemos quedarnos paradas mientras esas malditas brujas pretenden robarnos a tu bebé.
—¿Y qué podemos hacer, María? —preguntó Sofía muy triste—. ¿Qué? Terminarán por hacerlo como las veces anteriores…
—No lo sé, cariño, no lo sé. Pero habrá que irlo pensando ya, porque tiempo es precisamente lo que no nos sobra en estos momentos. Tú, Piedad, si escuchas cualquier otra cosa relacionada con esto nos lo cuentas lo antes posible a cualquiera de las dos, pero a nadie más, ¿entendido? Y mientras tanto nosotras veremos lo que podemos hacer para que el bebé se quede contigo, que es con quien debe estar —dijo María haciéndose cargo de la situación.
—No os preocupéis. Contad conmigo para lo que queráis —sentenció Piedad.
Las tres amigas se miraron entre sí y todas pudieron verse. Sin hablar, sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra, todas aceptaron rubricar aquel pacto que ahora las unía y que las convertía en cómplices de algo cuya magnitud ninguna de ellas alcanzaba a imaginar en esos momentos. No necesitaron papeleos, ni firmas; eran amigas y un simple gesto les era suficiente para saber que ninguna traicionaría aquel juramento; la verdadera amistas no necesitaba nada más…
Aquel silencio pacificador y conspirador fue roto por unos nudillos que llamaron a la puerta de la habitación poniendo en alerta a sus ocupantes.
Sin tiempo para reaccionar, el cuarto fue ocupado por una nueva mujer. Una monja de rasgos envejecidos y con expresión muy severa entró como una autentica exhalación. A pesar de su edad, la hermana tenía una agilidad bastante considerable. Muchas personas de su generación, incluso de las anteriores, hubieran firmado por llegar a poder valerse por sí mismas como ella.
Sofía y María, las únicas que podían verla, se sorprendieron, a la par que empezaron a temerse lo peor. Aquella visita inesperada no podía presagiar nada bueno. La tensión era evidente en cada centímetro de aquella habitación.
Mientras, Piedad guardaba un silencio expectante. No se atrevía a decir nada, pero, aquel sentido especial del que había hablado a Sofía y que tenía por el hecho de ser ciega, la decía que las tres estaban metidas en un lío del pronto sabrían su envergadura.
—¡¡¡¿Se puede saber qué hacéis aquí las tres?!!! —bramó la monja muy fríamente.
La acusadora voz hizo que la niña ciega pegara un salto de la impresión desde el sitio que ocupaba y se pusiera de pies y más firme que una vela.
La vieja estaba enfadada, no podía negarlo. Era evidente que había pillado a las tres niñas en actitud sospechosa y que no dudaría en vengarse de ellas si le la presentaba a oportunidad; no sería la primera vez que lo hacía, ni la última.
—Nada, hermana Virtudes. He venido para saber cómo se encontraba Sofía y María se ha ofrecido a acompañarme —dijo Piedad adelantándose a cualquier posible comentario de sus amigas.
La hermana Virtudes era la antítesis total del significado de su nombre. Era una mujer mayor, aunque a simple vista era muy difícil calcular con exactitud el número de años que habían pasado ya por su vida. Nadie en el convento conocía cuáles podían ser sus virtudes reales, salvo la de aparecer en el momento más inoportuno y en el lugar menos indicado; o esos pensaban las internas. Ninguna podía explicarse el extraño don que poseía aquella mujer para descubrir cualquier pequeña indisciplina que se producía tras los muros de Santa María Redentora. Todas sabían que debían tener extremo cuidado con ella porque era especialista en castigarlas por hacer alguna cosa que ella consideraba mala; o sea cualquier cosa.
Entre todas las chicas que allí estaban corría el rumor de que la hermana Virtudes era, en realidad, una enviada del Diablo y por méritos propios cada día que pasaba, ella misma con sus actos iba acrecentando su propia leyenda. Si un convento era un lugar de recogimiento, de paz y de misericordia, aquella mujer estaba en el sitio equivocado.
Lo que sí que tuvieron claro y seguro Sofía, María y Piedad fue que ni el Diablo ni Dios las iban a poder salvar de recibir su enésimo castigo…