8
En un lujoso yate de cinco pisos, equipado con su propio helipuerto y ochenta y dos habitaciones, residía Don Santo Tinelli. Llevaba ya cuatro años retirado del mundo exterior, a bordo de su particular ciudad flotante, como un moderno y heptagenario capitán Nemo.
A pesar de su enclaustramiento voluntario, realmente no echaba nada en falta de su vida anterior. Había pocas cosas que consiguieran turbarlo en el invierno de su vida, siendo la más recurrente y frustrante de ellas el hecho de recibir noticias acerca de la ineptitud de su hijo, Santo Jr. Se suponía que el chico se estaba preparando para tomar las riendas del imperio criminal que él había levantado con sus propias manos.
Siendo fieles a la verdad, había renunciado tiempo atrás a intentar meter algo de sentido común en la cabezota del único hijo que le quedaba. Tras la muerte de Mario, su primogénito (que recibió el nombre en honor a su madre, una siciliana testaruda que Satanás tuviera en sus calderas), en el que había puesto todas sus esperanzas desde el principio, supo que el tema de la sucesión corría serio peligro. Ya era demasiado tarde para poder meter en cintura al pequeño y díscolo Santo. El muchacho había salido a su madre, de eso no había duda. Caprichoso y arrogante, todas sus energías se centraban en perseguir chicas con menos seso todavía que él o en coleccionar coches caros que sistemáticamente estrellaba contra los muros y árboles de todo Miami. Don Santo se había resignado a que su obra moriría con él, por lo que había adoptado una actitud más pasiva en los últimos tiempos. Ojos que no ven...
Aun así, había ocasiones en que las noticias llegaban a sus oídos de la mano de Barney Styles, el que fuera su mano derecha durante los últimos quince años. Al retirarse el viejo capo, y por orden expresa suya, Barney se había convertido en la sombra del joven Santo. Barney Styles representaba de puertas hacia fuera el papel del arquetípico guardaespaldas a la perfección (lo cual no era del todo falso, puesto que le había salvado el pellejo al chico en numerosas ocasiones), mientras que, desde la sombra, se encargaba de dirigir todas las operaciones importantes, como delegado del Don. De este modo, Barney desempeñaba un doble papel dentro de la organización criminal. Director ejecutivo por un lado; preceptor del caprichoso y errático heredero por otro.
El tiroteo que habían iniciado en una casa de crack en Liberty City había estado fuera de lugar. Sus informadores habían sido muy claros al respecto. Normalmente, solía ser indulgente con los chicos cuando se empleaban con dureza, si la ocasión lo requería. Era bueno para mantener el respeto, y el respeto lo era todo en un negocio como el suyo. El problema venía cuando un hombre de su total confianza, cosa harto difícil de encontrar en el turbio mundo del hampa, se liaba a tiros con unos adolescentes desarmados sin motivo aparente. Desde el primer momento supo adivinar la mano de su problemático hijo detrás de todo el asunto. Así que había decidido mandar llamar al señor Styles para conocer su versión de los hechos. Según la información recibida, había sido él mismo quien dio la orden de abrir fuego.
—¿Por qué lo hiciste, Barney? —preguntó el anciano, asomando únicamente la cabeza por encima de la superficie del agua burbujeante.
—Fue una corazonada, Don Santo —contestó el gigante de la nariz rota, con la mirada huidiza—. Ya sabe que no creo en las coincidencias, y esos tipos se traen algo entre manos. Estoy convencido de que van detrás de su hijo.
—Tus corazonadas nos han sido providenciales otras veces, Barney. Pero esta vez creo que has pecado de imprudente. Ya no estamos en la época del salvaje Oeste.
—Lo siento, signore. No volverá a ocurrir.
—Ven aquí, Barney —dijo, incorporándose sobre los codos en el borde del jacuzzi—. No dejaremos que esta pequeña mancha empañe tu impecable expediente.
—Gracias, signore. —Se acercó al anciano para recibir en la frente el beso que tradicionalmente estaba reservado para los miembros de la familia y los amigos más íntimos.
—Pero debes prometerme que, en lo sucesivo, serás más cuidadoso a la hora de sacar la pipa. No queremos elevar la tensión con la policía si no es estrictamente necesario, ¿capisci?
—Descuide, signore. Así lo haré.
Observó a la montaña humana alejarse, sin poder evitar que oscuros presagios acudieran a su mente. Lentamente, dejó su Martini en la bandeja flotante y se deslizó hasta el fondo de su jacuzzi con el agua hasta el cuello. Inspirando profundamente, liberó su mente para dejarla vagar por terrenos más apacibles.
Barney Styles era un hombre perseverante. No habría ascendido al estatus que ostentaba actualmente en el seno de la organización, de no haber superado mil pruebas durante los años que demostraron su templanza, capacidad y fidelidad inquebrantable. Había varias características que hacían de él la persona ideal para el trabajo que desempeñaba; una de ellas era que no olvidaba nunca una cara. Otra era su asombrosa capacidad de leer en las expresiones de la gente como si de un libro abierto se tratara. Y la cara de ese chico era como una novela de intriga de diez centavos. Tampoco era un hombre que creyese en las casualidades.
En el plazo de tan solo veinte horas se había topado de frente con el mismo tipo en dos sitios diferentes, en ambas ocasiones provocando un encuentro que para él no tenía nada de casual. Estaba claro que alguien estaba siguiendo las actividades de su jefe. Primero había pensado que podía tratarse de la brigada antivicio, pero el chico parecía ser menor de edad y no tenía constancia de que la bofia utilizase a menores en sus investigaciones, aunque todo podía ser.
Descartada esa opción, solamente se le ocurría otra posibilidad: periodistas. No era probable que se tratase de la prensa local, que era muy cuidadosa con lo que publicaba en sus periódicos, por miedo a las represalias del crimen organizado. Entonces quizá se tratara de un medio de alcance nacional, quién sabe si la mismísima CNN, aunque en ninguna de las dos ocasiones en que se había encontrado con los individuos parecían llevar encima material de grabación. En cambio, el chico sí que tenía una cámara fotográfica al cuello la primera vez, en el recinto deportivo. Por ese motivo, había enviado a uno de sus chicos al aparcamiento para tomar nota del coche en que viajaban y seguirles hasta su alojamiento, por si pudiera serle de utilidad más adelante. Este tipo de detalles eran los que hacían de él un guardaespaldas tan eficaz: sospechaba de todo, por sistema.
Por otra parte, el tipo de más edad parecía acompañar a la chica con la que andaba últimamente liado el hijo del jefe. No es que a él le importasen los asuntos de faldas del señorito Tinelli, pero tal vez había una conexión. Había enviado esa misma mañana a un par de sabuesos a registrar la habitación del motel de mala muerte donde se alojaban los dos pájaros. Cincuenta pavos habían bastado para sobornar al recepcionista e, incluso, conseguir que les diesen los nombres y una copia de la llave. Les informó de que ambos habían salido temprano y todavía no estaban de vuelta, lo que les dejó total libertad para actuar. En menos de cinco minutos, habían registrado la estancia, encontrando lo que habían ido a buscar: la cámara de fotos que, por suerte, los tipos habían dejado allí. Barney esperaba que, después de revelar el carrete que tenía en su poder, contaría con pruebas suficientes para justificar ante el Don el tiroteo que había iniciado unas horas antes.
Mientras tanto, otros dos pistoleros esperaban ocultos frente al motel a que llegaran sus inquilinos para seguir sus movimientos de cerca. Se trataba de dos hermanos crecidos en Brooklyn, que llevaban trabajando para la organización varios años y estaban habituados a esta clase de tareas. Don Tinelli era muy estricto con las normas a la hora de contratar músculo: nada de negros, asiáticos o chicanos. Aunque mantenía relaciones comerciales con proveedores y clientes de todas las etnias sin mayores problemas, una cosa eran las transacciones comerciales y otra muy distinta quién entraba en tu casa. Mientras se dirigía al cuarto oscuro para comenzar él mismo con el proceso de revelado, pensaba en distintas maneras de eliminar a los entrometidos. Confiaba en poder desenmascarar a los pájaros antes de llevarle sus cabezas en bandeja de plata al Don, que sabría recompensarle generosamente por sus servicios.
Mientras se dirigían al motel en el monovolumen del profesor Verpoorten, Darren les explicaba a grandes rasgos su disparatado plan. Básicamente, se podía resumir así: Stephany y él mismo, haciéndose pasar por una pareja que acudía a visitar a un familiar, entrarían en la residencia por la tarde. Buscarían un buen sitio para esconderse, mientras los demás montaban guardia en el monovolumen. Por la noche, aprovechando que el personal estaría ocupado en su labor, saldrían de su escondite y procurarían acceder al historial médico de John White. Una vez conseguido, ya buscarían la manera de escabullirse sin ser vistos. Para poder comunicarse con el exterior, utilizarían una pareja de walkie-talkies que Stephany tenía que comprar aquella misma tarde. También le había encargado unas linternas y ropa elástica de color negro para ambos.
—Ya estamos llegando —dijo el profesor Verpoorten—. Será mejor que aparquemos a una distancia prudencial del motel. Podría haber alguien observando.
—Buena idea —convino Darren—. Trataré de estar de vuelta lo antes posible.
—No tan deprisa, joven —dijo Cyrus—. Recuerde que le pueden estar siguiendo a usted. Deje que sea yo el que suba a la habitación. ¿La 110, si mal no recuerdo?
—Sí, esa era —contestó Darren—. Pero tenga cuidado. Podría ser peligroso.
El hombre de aspecto estrafalario caminó las dos manzanas que le separaban de la entrada del motel. Haciéndose el distraído, entró en la recepción, como si fuera a coger un folleto informativo. Al ver que el recepcionista no se hallaba presente en aquel momento, subió por la escalera lo más aprisa que pudo. Prefería evitar la posibilidad de cruzarse con alguien en el ascensor. La habitación de Darren y Eugene resultó ser la última del corredor. Nada más atisbar por la puerta entreabierta se dio cuenta de lo ocurrido. Habían estado revolviendo la habitación a conciencia, sin molestarse siquiera en disimularlo en modo alguno. Las maletas yacían en el suelo, abiertas y boca abajo con su contenido desparramado alrededor sin ton ni son. Cyrus dio media vuelta y volvió a tomar las escaleras. Cuando ya estaba a punto de salir a la calle, el recepcionista, que había vuelto a ocupar su puesto, reparó en él.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó, observando con extrañeza su aspecto desaliñado.
—No, gracias, creo que me he equivocado de hotel. Esto no es el Hilton, ¿verdad?
La expresión de disgusto del empleado hizo innecesario que contestase a la pregunta. Cyrus se escabulló por la puerta para evitar males mayores. Se subió en el Chrysler y puso en marcha el motor.
—Alguien ha estado hurgando en vuestras cosas —anunció—. No he tenido forma de comprobar si faltaba algo, pero tampoco me ha parecido muy sensato quedarme más tiempo por allí. Y estoy casi seguro de que el recepcionista es marica.
—Sí, yo ya me había dado cuenta —dijo Eugene.
—Es por el antiguo novio de Stephany —dijo Darren, ignorando el último comentario—. Nos vio juntos ayer en la velada de lucha libre y ahora está celoso. Pero de eso a llegar a dispararle a Eugene hay un mundo. Tiene que haber algo más.
—En realidad, no tiene por qué —dijo Frank—. Hay que reconocer que está bastante buena. Lo digo sin ánimo de ofender.
—No podemos coger mi Chevy Nova, ni el Honda de Frank hasta que no se aclare todo esto —terció Darren—. Eso nos deja un intervalo de varias horas hasta que volvamos a reunirnos con Stephany a la hora acordada. Necesitará tiempo para reunir las cosas que nos harán falta para la incursión de esta noche.
—Eso nos deja tiempo suficiente para una excursión a los Everglades —dijo Cyrus—. Hay algo que me gustaría ver más de cerca, a la luz del día. Se trata de unos restos que podrían pertenecer a algún tipo de vehículo militar, abandonados en mitad del pantano.
—Yo estuve en el ejército durante más de un año, señor —dijo Frank—. Tal vez yo pueda identificar los restos.
—Excelente idea, muchacho. Pero llámame Cyrus. Todos mis amigos lo hacen.
El Chrysler del profesor Verpoorten recorría la I-75 N, que les llevaría a su destino en algo menos de dos horas si el tráfico era fluido. Se le veía muy animado, disfrutando de la excitación de la aventura como un quinceañero que se va de acampada con los colegas. Acababan de girar en dirección sur por la carretera secundaria que les llevaría al área de Okaloacoochee, donde Cyrus tenía su campamento, cuando notaron que el coche que llevaban detrás, un diminuto deportivo italiano de color rojo, se les estaba acercando demasiado.
—Fíjate en ese capullo. Lo llevamos pegado al culo, pero no se decide a adelantar. Esto me huele mal. —Cyrus fue el primero en expresarlo en voz alta, pero Darren llevaba tiempo con una sensación de cosquilleo en la boca del estómago y había mirado por la ventanilla lateral desde el asiento del copiloto varias veces durante el trayecto—. Voy a probar una teoría. ¡Agarráos!
Pisó a fondo el acelerador y los seis cilindros en V desataron toda su potencia con un rugido imponente. El cambio automático le dejaba las dos manos libres para aferrar el volante con fuerza mientras observaba el Alfa Romeo Spider, de finales de los sesenta, difuminarse a través de la nube de humo. Esta ilusión apenas duró un parpadeo, lo que tardó el conductor del otro coche en acelerar a su vez, recuperando terreno poco a poco. Se trataba de un coche biplaza ligero y con un buen motor, que se había popularizado a raíz de la película protagonizada por un adolescente Dustin Hoffman en el año sesenta y siete. Este modelo en particular parecía algo más moderno, pero en todo caso era anterior al cese de las importaciones de vehículos extranjeros, consecuencia de la Crisis.
—¡Nos seguía a nosotros! —exclamó Eugene—. ¿Crees que podrían ser los mismos que han revuelto nuestra habitación?
—O tal vez sea la versión local del típico dominguero —apuntó Frank.
—No creo en las casualidades —dijo Darren—. Creo que uno de los tipos se está asomando por la ventanilla… ¡Al suelo, es un arma!
—¡Agarraos fuerte, muchachos! —aulló Cyrus—. Esos matones van a saber con quién se la están jugando…
El profesor, con el rostro transfigurado por la adrenalina, torció el volante bruscamente hacia la izquierda y luego a la derecha. En el asiento trasero, Frank y Eugene, que no llevaban puesto el cinturón de seguridad, salían despedidos hacia los lados con cada cambio de dirección. Sonó un disparo, elevándose por encima del ruido del motor. El chirrido de los neumáticos derrapando por el asfalto incandescente de la carretera fue su única respuesta. El segundo disparo alcanzó el parabrisas trasero, regando de esquirlas de cristal a los dos jóvenes, hechos un ovillo en el suelo del vehículo. El Spider les seguía ahora a unos escasos cincuenta metros. Cyrus calculó la distancia lo mejor que pudo e hincó el pedal de freno hasta el fondo justo cuando sus perseguidores se encontraban fuera del rebufo de su monovolumen. El conductor del deportivo que los perseguía tuvo que torcer el volante frenéticamente para evitar la colisión, desestabilizando al pistolero del asiento del copiloto, que erró el siguiente tiro por varios metros. Darren pudo ver que el arma en cuestión era un revólver de gran tamaño. De haberse tratado de un rifle, lo más probable sería que a esas alturas fueran ya fiambres. Un revólver, aunque menos preciso, es más manejable y fácil de ocultar en caso de ser detenidos en un control policial.
El Chrysler se colocó junto al Alfa Romeo y, antes de embestir como un bisonte furioso, Cyrus pudo ver la cara del conductor por un instante, con el pánico reflejado en sus enjutas facciones. Los dos vehículos chocaron lateralmente a gran velocidad, desplazando el monovolumen al Spider con su mayor tamaño. No obstante, con un volantazo, el pequeño cupé pudo volver a la carretera. El profesor Verpoorten repitió la maniobra, en un nuevo intento de echar al biplaza fuera del arcén. Esta vez, el golpe tuvo lugar en la aleta trasera del Spider, que pudo corregir la dirección con un hábil y oportuno giro del volante. La inercia que llevaba el Chrysler casi le hizo estrellarse con los árboles que crecían fuera de la vía. Cyrus enderezó la trayectoria como pudo, quedando ahora el deportivo escasos metros por delante de ellos. Volvió a clavar el talón derecho en la alfombrilla y, como un ariete, embistió a los gánsteres por detrás, abollando el paragolpes y haciendo saltar las luces traseras en mil pedazos.
En ese preciso instante, como un flash borroso, la muerte se precipitó hacia ellos en forma de camión que venía en sentido contrario a gran velocidad, pudiendo solo esquivarlo a duras penas. El vagido ensordecedor del claxon bajaba de tono a medida que se perdía en el espejo retrovisor. Todo esto ocurría en escasos instantes, con los ocupantes del vehículo tan petrificados que no fueron capaces ni de gritar.
Un nuevo volantazo a la derecha hizo al profesor perder el control, golpeando un quitamiedos con el lateral del monovolumen, justo para volver luego de forma milagrosa a la carretera con un estallido similar a la explosión de una granada.
—¡Mierda, creo que es una rueda! —chilló el profesor Verpoorten —¡Ha reventado!
El maltrecho vehículo zozobró hacia la derecha, estando a punto de volcar. Finalmente, consiguió detener su marcha sin estrellarse contra ningún árbol, describiendo un trompo que levantó una nube de polvo. Al mirar por el parabrisas, tomó consciencia por primera vez de dónde se encontraban. Prácticamente habían llegado a su destino en su loca carrera suicida. También pudo ver que el diminuto coche italiano no había tenido tanta suerte y estaba empotrado contra un ciprés centenario, a unos cincuenta metros de donde se encontraban ellos.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Cyrus, girándose para poder verlos mejor.
Voces trémulas le contestaron desde el asiento trasero. Darren, a su lado, parecía bastante ileso, a pesar de las circunstancias.
—Nos ha ido de un pelo —continuó el profesor, a la vez que se quitaba el cinturón de seguridad—, aunque parece que esos dos no han tenido la misma suerte. No quiero quedarme a comprobar si han podido sobrevivir, de todos modos. ¡Salgamos de aquí! Conozco esta zona y creo que podremos arreglárnoslas para irnos cuanto antes.
Al bajar del coche, comprobaron con alivio que solamente tenían magulladuras y algún corte superficial, causado por los cristales rotos. En ese momento, Eugene señaló hacia el Alfa Romeo siniestrado y exclamó:
—¡Mirad! ¡Están saliendo del coche!
En efecto, de la masa de hierros retorcidos emergían a trompicones dos individuos con trajes negros, enarbolando sendas pistolas.
—¡Rápido, por aquí! —gritó el profesor Verpoorten, quien, a pesar de su corpulencia, se convirtió en una centella humana, guiando a los demás a través de la floresta en dirección al interior del parque. Cojeando al principio y más firmemente después, los dos pistoleros emprendieron la persecución y dispararon al unísono. Las balas pasaron bastante lejos del grupo, pero aun así fueron capaces de oír los impactos, contra un árbol y una roca. Eran sonidos aterradores, que sirvieron para que los compañeros tomaran consciencia de que les iba la vida en ello.
Eugene se estaba quedando algo rezagado y Frank pudo advertir por la expresión de su cara que cada vez le costaba más respirar. Un nuevo disparo reverberó en la espesura como el bramido de un dios furioso. Poco después, el joven se detuvo, doblándose por la cintura, con las manos sobre las rodillas y jadeando como un salmón fuera del agua.
—Seguid… sin mí —logró articular—. No… no puedo más… —Tanteó su chaqueta en busca del inhalador. Con manos temblorosas, trató de llevárselo a los labios, con tan mala fortuna que se le cayó al suelo y tuvo que hincarse de rodillas para recogerlo. Esto fue lo que le salvó la vida, porque al instante siguiente una bala se incrustó en el tronco de la haya que crecía frente a él. Le había pasado bastante cerca.
Reaccionando con aplomo, Frank giró sobre sus talones y, sin pensárselo dos veces, tomó a Eugene por la muñeca, se arrodilló y lo colocó sobre sus hombros, como si de un saco de arena se tratase. Por fortuna, el chico había podido agarrar su ansiado inhalador en el último suspiro, como el escalador que se aferra al mosquetón que le separa de una caída libre al abismo. Continuaron huyendo tan rápido como podían durante más de trescientos metros, con sus perseguidores casi a la vista, cuando Cyrus anunció, con voz entrecortada:
—¡Por aquí! Detrás de ese recodo… tengo un hidrodeslizador.
Al llegar a la explanada, el corazón del profesor le dio un vuelco en el pecho. ¡La embarcación había desaparecido! Dos sicarios armados sedientos de sangre les pisaban los talones y su única esperanza de escapar con vida se desvanecía ante sus ojos. Tenía que pensar algo rápido.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Darren. Un estruendo ensordecedor les llegaba desde algún lugar no muy lejano, en la marisma.
—¡Es el sonido del motor de un deslizador! —exclamó Cyrus—. Aún queda una alternativa. ¡Venid por aquí!
Continuaron avanzando hacia la orilla y el profesor Verpoorten estalló como un obús al ver a dos individuos llevándose su aerodeslizador:
—¡Eh, vosotros! ¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¡Ése es mi deslizador! —Al mismo tiempo, gesticulaba y saltaba como un poseso para llamar la atención de los ocupantes de la embarcación. Dos individuos, vestidos con idénticas camisetas y gorras con el logotipo del parque, estaban manejando la embarcación con aire despreocupado. Al ver al encolerizado profesor, detuvieron el motor para que pudiera escucharles mejor:
—Oiga, ¿no ha visto el cartel? No se admiten turistas en esta zona. Así que, ¡largo!
El tipo que había hablado, obviamente un cuidador del parque, hizo ademán de volver a poner el motor en marcha.
—Esos hijos de perra no van a salirse con la suya —masculló Cyrus. Al instante, el profesor se precipitó a la carrera en el pantano. Frank, todavía llevando a cuestas a Eugene, fue el primero en seguirlo y después lo hicieron los demás. Por suerte, la embarcación se encontraba a escasa distancia y el agua apenas cubría hasta la rodilla. Cuando alcanzaron su objetivo, el tipo aún no había sido capaz de encender el motor. Sin mediar palabra, Cyrus agarró el tobillo del empleado más cercano y, ante el estupor de su compañero, tiró de él haciendo que su propietario cayese de nalgas al agua cenagosa, no sin antes golpearse la zona lumbar contra el borde del deslizador. La sacudida provocada por el golpe seco hizo que su acompañante se tambalease, en un vano intento de recuperar el equilibrio, solo para acabar siendo derribado por Darren con un leve tirón del pantalón corto.
Mientras tomaba posesión de su embarcación, Cyrus les dedicó una retahíla de insultos mientras salían del agua cenagosa para respirar. Justo entonces, volvieron a escucharse dos detonaciones desde el bosque de cipreses, anunciando la llegada de los dos hampones, visiblemente recuperados del accidente. Los cuatro compañeros de fatigas se precipitaron al interior de la embarcación mientras Cyrus se afanaba con el dispositivo de encendido del motor.
Los pistoleros tomaban posiciones en la orilla para volver a abrir fuego, esta vez sobre el blanco inmóvil que ofrecía la abarrotada embarcación. En ese instante, con un rugido prehistórico, el motor cobró vida, generando la corriente de aire necesaria para que el aerobote se deslizara sobre la superficie del agua. Una bala impactó en la cubierta sobre la parte de popa, no alcanzando la hélice por cuestión de pulgadas. Al ver que su presa se escapaba, los dos gánsteres escudriñaron la orilla en busca de otra embarcación. Para horror de Cyrus, la encontraron a apenas treinta yardas, oculta debajo de una lona. Con toda seguridad se trataba del deslizador que usaban los dos cuidadores del parque cuando dieron con la embarcación abandonada del profesor Verpoorten. La embarcación parecía bastante ligera y tenía todo el aspecto de ser terriblemente rápida.
—Esos cabrones han cogido uno de esos aparatos modernos —dijo el profesor, con rabia contenida—. Viendo cómo conducían antes en el coche, será mejor que les demos esquinazo cuanto antes. Hasta un niño de pecho podría manejar un cacharro tan sencillo.
Eugene, que había tenido ocasión de tomar varias dosis de su medicación, ya respiraba mucho mejor. Fue él quien preguntó la pregunta que se estaba formulando en la mente de todos:
—¿Hay alguna ruta a través de este pantano que nos lleve a un lugar seguro? .
—Más bien no —respondió Cyrus—. Antes nos quedaríamos sin combustible en mitad de la nada. Este sitio es un maldito laberinto. Afortunadamente, yo me conozco algunos escondites. Observad.
Tomó una curva cerrada hacia la izquierda, rodeando un manglar de gran tamaño. De ese modo perdieron de forma momentánea a sus perseguidores, pero pronto su motor ya se volvía a escuchar cada vez más cerca. Siguieron avanzando entre las isletas de mangles durante lo que les pareció una eternidad, tratando de despistar a los pistoleros. Cyrus disminuyó la velocidad paulatinamente.
—¿Algo va mal? —preguntó Darren.
—De eso nada, joven —respondió—. Tengo un as en la manga. Ahora veréis.
Giraron las cabezas para comprobar, con desesperación, que la embarcación de los sicarios volvía a estar a la vista. Venía veloz como un bólido, virando alrededor del último recodo. Ya casi estaban a tiro cuando el profesor Verpoorten, sacando una pistola de señales de la caja de herramientas, apuntó hacia el ligero aerobote de sus perseguidores y apretó el gatillo. La trayectoria errática de la bengala fue seguida por las miradas de los cuatro compañeros, haciendo eternos los breves instantes que precedieron a la explosión. Al ver el aerobote envuelto en llamas, y a los gánsteres salir despedidos por los aires, dejaron de contener la respiración.
—¡Ahí va eso, babosas! Nadie se mete con Cyrus y sus amigos —gritó triunfalmente, en dirección a la estela que dejaban en las aguas cenagosas—. Tenemos que volver a nuestro coche antes de que alguien vea el accidente y llame a la policía. Afortunadamente, es una carretera poco transitada en estos tiempos que corren. Espero que baste con poner la rueda de repuesto para poder largarnos, me ha parecido que el motor no ha sufrido daños.
—¿Qué pasará con el deslizador? ¿No volverán a robártelo esos tipos? —preguntó Frank.
—Eso no me preocupa en absoluto —respondió Cyrus—. Verás, resulta que esta pequeña no es mía, solamente la había alquilado para mis investigaciones. Y, a decir verdad, esta mañana tenía que haber renovado la cuota para poder tenerla más tiempo, así que esos tipos están en su derecho de llevársela si lo consideran oportuno. Al fin y al cabo, es suya.
Todos se quedaron mirando atónitos al profesor, que tan solo unos instantes antes había defendido con gran furia la embarcación, como si fuera la niña de sus ojos.
—A ver si lo he entendido bien, ¿resulta que ahora somos cómplices de un delito de robo con violencia? —Darren se debatía entre el enfado y el abatimiento más absoluto.
—Llamémoslo más bien un malentendido —resolvió el profesor—. Será mejor así. Atracaremos en otra orilla sin ser vistos y les dejaremos allí el aerobote. Pero antes, quiero echar un rápido vistazo al verdadero motivo de nuestra visita. Ya casi hemos llegado.
Siguieron navegando por el Shark River Slough, corriente de agua que atravesaba el parque de norte a sur, cruzándolo hasta la orilla contraria. Al poco rato, vieron ante ellos la estructura herrumbrosa que sobresalía de la superficie, cubierta de verdín.
—Frank, tú eres nuestro experto en logística militar. ¿Qué dirías que es esto que tenemos delante? —Cyrus aproximó el deslizador tanto como fue capaz a la masa de hierros retorcidos.
—Es difícil asegurarlo, señor —observó el grandullón—, pero diría que parecen los restos de algún tipo de transporte aéreo militar, probablemente la cola de un helicóptero.
Asomándose por la borda, introdujo la mano en el agua para sacar un objeto que descansaba entre la maraña de algas, a poca profundidad.
—Está todo cubierto de limo y algas —continuó—. Pero sin duda se trata de un helicóptero. —Devolvió el trozo de metal al fondo de la ciénaga y se bajó del deslizador, salpicando una pequeña lluvia de agua estancada.
—Ten cuidado ahí —dijo Darren—, podría ser inestable. No queremos más accidentes; por hoy ya hemos tenido bastantes sustos.
Frank dio unos pasos vacilantes alrededor de la estructura, hundiéndose en el limo hasta la pantorrilla a cada paso. De pronto, se agachó y comenzó a tirar de una barra que estaba atrapada debajo de la estructura, o que quizás formaba parte de ella, no resultaba fácil apreciarlo. Después de varios tirones, que acompañó de gruñidos y algún que otro juramento, la pieza se soltó, provocando la caída del joven luchador, a causa del impulso. Esto provocó unas risitas de conejo por parte de Eugene y del profesor. Al examinar lo que había sacado a la luz, Frank exclamó con orgullo:
—¡Ajá! Esto de aquí es parte del cinturón de un paracaídas. Si encontramos la hebilla, tal vez podremos saber algo más.
Las aguas estaban turbias a causa del cieno removido, y ya no se podía ver el fondo, pero aun así continuó tanteando.
—Al parecer —añadió—, aquí debajo hay un hueco que estaba tapado por esta barra que acabo de sacar. A lo mejor encontramos algo que se pueda identificar. —Alargó el brazo por debajo de la estructura hasta que el nivel del agua le llegó a la oreja.
»Aquí… hay algo… Casi lo tengo… parece una caja, o algo parecido… Si tan solo pudiera… Un poco más… ¡Bingo! —exclamó el formidable luchador que, cuando se subía al ring, se hacía llamar nada menos que «Doctor Gangrena». Lo que sostenía entre sus manos era una caja metálica con un par de bisagras y un cierre de seguridad. Sobre éste, aparecía en relieve lo que parecía ser algún tipo de distintivo. Aunque el objeto se había conservado relativamente bien bajo las ruinas, teniendo en cuenta el estado del resto de la estructura, estaba cubierto de verdín.
El profesor Verpoorten tomó la caja de manos de Frank y, con su propia camiseta, limpió la superficie lo mejor que pudo. Todos pudieron ver que se trataba de un relieve del escudo de la URSS, con sus característicos hoz y martillo entrecruzados.
—¡Sabía que tenía que ser un Mil MI-24! El helicóptero de asalto y transporte que llevaban años usando los rusos. —Frank parecía más desconcertado que sorprendido—. Y pensar que se ha estrellado aquí… ¿Cómo es que no hemos sabido nada de esto?
—Sin duda, es uno de los secretos que nuestro gobierno nos oculta por nuestro propio bien —respondió Cyrus—. Probablemente llegó hasta aquí desde una base militar en Cuba. Ahora ya sabes por qué nuestro gobierno ordenó bombardear la isla durante el invierno del ochenta y ocho. —Mientras hablaba, Cyrus giraba la caja para contemplar todas sus caras. Al agitarla, algo sonó en su interior.
—Parece que hay algo dentro —observó el biólogo—. Me pregunto qué será.
—Probablemente condones o chocolatinas —soltó Darren—, o quizá un surtido de ambos. No importa, ya la abriremos cuando estemos a salvo. Ahora que ya hemos terminado nuestra tarea aquí, debemos darnos prisa si queremos ser puntuales a nuestra cita con Stephany.
Las palabras de Darren les sacaron del estado de fascinación en el que estaban todos sumidos mientras contemplaban la caja misteriosa.
El camino de vuelta transcurrió sin más incidentes, alcanzando un atracadero semioculto, sin encontrar rastro de los cuidadores del parque o de la policía. Luego pudieron comprobar, aliviados, que la escena del accidente estaba desierta. No tuvieron dificultad para cambiar la rueda destrozada, colaborando entre todos, en tiempo récord. Antes de darse cuenta, se encontraban de camino a Fort Lauderdale, donde les esperaba una dama excepcional y una misión de final incierto.
Bajo el agua, todo era quietud. El periodo de inconsciencia tras la explosión, que en realidad había durado tan solo unos segundos, a Roger Darsow le pareció eterno. Por un momento, su mente se quedó en blanco y llegó a olvidar lo que había estado haciendo y hasta quién era él. Volvió a la vida entre violentas contracciones del diafragma y la laringe cuando, al tratar de respirar, inhaló una bocanada de agua turbia en vez de aire. Como un resorte, sacó la cabeza fuera del agua y tosió hasta vomitar toda el agua que había tragado. Con la garganta y las fosas nasales ardiéndole, la memoria volvió a él como un relámpago de lucidez. Vio los restos todavía humeantes del aerodeslizador, hundiéndose lentamente en el lodo. Pronto no quedaría ni rastro del aparato. Al no hallar rastro de su compañero, comprendió que su cadáver ya tendría que estar alimentando a los peces. Él mismo había salvado la vida de forma milagrosa. A unas doscientas yardas pudo ver la embarcación de los entrometidos alejándose por la inmensa corriente de agua, que fluía como un río a lo largo de la marisma. Empuñando la pequeña pistola que siempre guardaba en la funda sobaquera, avanzó en dirección a ellos con el objeto de ver a dónde se dirigían, y así poder reanudar la búsqueda más tarde.
Comprobó que las aguas que intentaba vadear no eran profundas en el punto en que se encontraba y la corriente no resultaba demasiado fuerte, con lo que confiaba en poder llegar al otro lado sin problemas.
De pronto, notó cómo algo lo agarraba del tobillo. En su mente se formaron aterradoras imágenes de caimanes y cocodrilos devorándolo vivo. Con el rostro demudado por el miedo, dirigió la mirada hacia abajo. Lo último que fue capaz de ver hizo que se le helara en la garganta un grito de terror.
Emergiendo de las aguas, con el rostro pálido e hinchado mirándole con aquellos ojos muertos, el cuerpo que había pertenecido al que fuera vigilante nocturno del parque, se agarraba a su pierna. A lo largo de su piel grisácea y recubierta por una maraña de venas rotas, se veían los estragos causados por los peces, que habían encontrado en él una inesperada fuente de alimento. Su horrible boca se abrió, como la madriguera de una serpiente, para revelar un ocupante repulsivo y hambriento. El ser vermiforme que saltaba chillando hacia él se introdujo a través de su boca, bajando por el esófago con un movimiento serpenteante, a pesar de sus desesperados intentos por impedirlo. Después, no supo nada más.