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Miami, Florida.
Miércoles, 19 de abril de 1995.
La principal obsesión de Stephany Zubar consistía en preparar su proyecto de fin de carrera hasta el último detalle. Dedicaba las horas del día a clasificar el material que había reunido para, por las noches, leer toda la bibliografía de que era capaz y elaborar resúmenes. Pasaba la mayor parte del tiempo en su reducida habitación, en un piso compartido con una estudiante de cuarto curso de derecho que últimamente pasaba casi todo el tiempo en casa de su nuevo novio. Adoraba los momentos en que podía salir a tomar el aire, con motivo de ir a cambiar algún libro a la biblioteca de la universidad o simplemente para hacer algo de ejercicio. El clima de Miami invitaba a no quedarse demasiado tiempo en casa, especialmente si no se disponía de aire acondicionado. Entonces trataba de vaciar la mente y no pensar en nada relativo a los estudios.
Su larga cabellera cobriza enmarcaba el rostro de una mujer bella, a las puertas de la treintena, de pómulos altos y labios sensuales. Sus ojos avellana mostraban una mirada enigmática, difícil de catalogar. Los que la conocían decían de ella que resultaba casi imposible adivinar lo que pasaba por su mente basándose en la expresión de su rostro, que casi siempre parecía ofrecer un sutil toque de ironía. Tal vez este fenómeno se debiera al gracioso ángulo inclinado de sus cejas, que le otorgaban un toque del glamour de las antiguas estrellas de Hollywood.
Aquella mañana se había vestido con ropa casual y, con paso ligero y despreocupado, se dirigía a la biblioteca, despertando más de una mirada apreciativa a su paso. Los libros, que apretaba contra su pecho como si fuera una colegiala, ya le habían revelado sus secretos y volvían a su legítima casa. Estaba convencida de que le esperaba una brillante carrera como psicóloga, pero antes de ello se había propuesto vivir alguna aventura tras la graduación. Cruzaría el país en coche hacia el norte y después volvería por la costa oeste hasta la frontera de México y de vuelta a Florida.
Entonces, casi de forma imperceptible, volvió a experimentar la desagradable sensación de que alguien la estaba siguiendo. Últimamente, aquello se estaba convirtiendo en algo demasiado habitual. Nunca debió haber aceptado salir con Santo, aquel chico tan elegante y un poco atolondrado al que había conocido en las prácticas del último semestre. Stephany había estado trabajando como becaria en la consulta de un reputado psicólogo de la zona. Fue en una de sus sesiones de grupo donde llegó a conocer a Santo Tinelli. Y había roto una de las reglas de oro de todo psicoterapeuta: no intimar con los clientes. Se trataba de un chico encantador, aunque con profundas heridas interiores, fruto de una infancia difícil, en la que se había esforzado por ser merecedor del afecto de un padre autoritario, ante el cual se sentía inferior. Huérfano de madre, el chico había crecido lleno de complejos para desarrollar una personalidad caprichosa y una cierta falta de empatía. Además, estaba el asunto de su desagradable ocupación. Pese a todo, había algo en él que había cautivado a Stephany desde el principio, por lo que accedió a verse con él en privado. Qué tonta había sido. Al poco tiempo, ella misma había decidido poner fin a la relación, pero Santo no estaba dispuesto a aceptar su rechazo sin más. La llamaba por teléfono con tanta insistencia que se vio obligada a dar de baja su número, con el fin de recuperar la tranquilidad y poder seguir estudiando. Ni por esas se había dado por vencido. Más de una vez se había sentido vigilada al caminar por la calle, incluso estaba convencida de haber visto en una ocasión a alguien ocultándose de manera furtiva en un callejón al ser descubierto por ella. Y estaba volviendo a pasar en aquel preciso instante. Sin darse la vuelta, simuló detenerse a mirar un escaparate y, por entre los mechones que le caían a los lados, pudo ver a un hombre negro que debería medir más de un metro noventa, en un elegante traje gris, acercándose hacia ella. Sus pasos felinos carecían de toda premura, como si diese por hecho que Stephany iba a esperar su llegada, incapaz de resistir la curiosidad.
—Señorita Zubar, espero no haberla asustado. —La voz sonaba agradable, en contra de lo que habría cabido esperar. Incluso podría decirse que sonaba reconfortante, dadas las circunstancias.
—¿Por qué me anda siguiendo? —contestó Stephany, tratando de aparentar más firmeza de la que sentía—. Dígale a ese niño grande que se busque a otra víctima para acosar. Este juego ha dejado de ser divertido.
—Me temo que aquí hay un malentendido. Deje que me presente. —Le tendió la mano, de dedos largos y finos—. Puede llamarme Jones.
—Usted parece saber ya mi nombre, Jones. Ahora, si tiene la amabilidad de explicarme a qué viene todo esto…
—Sin duda, querida. Tan solo deme unos minutos. ¿Puedo invitarla a un café? —A pesar del tono relajado de su interlocutor, lo violento de la situación estaba desquiciando a Stephany.
—Prefiero el té —aceptó la joven—. Vayamos dentro de esta cafetería y acabemos con esto de una vez.
Escogieron una mesa apartada, junto a la pared del fondo. La camarera les tomó nota y, mientras venía con el pedido, se produjo un silencio incómodo que ninguno de los dos interrumpió. Una vez atendidos, el hombre que se había identificado como Jones soltó la bomba:
—No voy a andarme con rodeos, señorita Zubar. Mi intención no es causarle más molestias de las estrictamente necesarias. —Hizo una pausa mientras removía el café, observando el vaho ascender en espirales. Seguidamente, dirigió una mirada intensa hacia Stephany—. Usted, en realidad, no es quien cree ser.
Dejó pasar unos instantes, en los que la joven alzó las cejas en un gesto de incredulidad, para añadir:
—La gente a la que represento tiene sus motivos para preferir permanecer en el anonimato por el momento, pero se me ha autorizado para que sea el encargado de hacerle esta revelación: Alexander Zubar no es su padre biológico.
—¿De qué está hablando? ¿Y cómo sabe mi nombre y el de mi padre? —Stephany jugueteaba ansiosa con la cucharilla, derramando gran parte del té sobre el platillo sin percatarse de ello.
—Yo soy meramente un mensajero. Como le dije, represento a un grupo de personas muy influyentes que tienen sus propios motivos para obrar de la forma en que lo hacen. Y, en respuesta a su última pregunta, le diré que mi organización maneja todo tipo de datos sobre miles de personas, a los que considera merecedores de su interés. Usted, por motivos que no puedo revelarle por ahora, es una de ellas.
—Esto debe de ser una especie de pesadilla —respondió la joven, con aire ausente—. ¿Cómo sé que no está mintiendo?
—Es comprensible que no crea mis palabras sin más. Eso tiene fácil arreglo. Simplemente, vaya a ver al profesor Zubar y pregúntele al respecto. Seguramente lleva años tratando de decidirse a contárselo él mismo, aunque pronto comprenderá por qué no es de extrañar que no lo haya hecho antes.
—¿Qué es lo que quiere de mí, Jones?
—Lo entenderá a su debido tiempo, no se preocupe. Yo no estoy autorizado para decirle más. Por cierto, debo desaconsejarle firmemente que le hable por teléfono de este asunto. Del mismo modo que nosotros averiguamos cosas, otras fuentes podrían hacerlo también. Ha de ir personalmente a verlo a Fort Lauderdale, y a la mayor brevedad.
—Eso va a resultar algo complicado —contestó Stephany, con cierto aire petulante—. Estoy en medio de una fase crucial de la elaboración de mi proyecto de fin de carrera y por nada del mundo querría que mi currículo se viera afectado. Tendría que dejarlo aparcado unos días y eso me podría complicar los plazos de entrega. Espero que no se trate de algún tipo de broma…
—Créame si le digo que su proyecto puede esperar en estos momentos. —Se detuvo para tomar un sorbo de café. Su rostro no dejaba translucir emoción alguna; la máscara de afabilidad con la que había pretendido ganarse su confianza se había esfumado. Dejó caer un sobre que extrajo del interior de la chaqueta y continuó—: Hay algo más. Deberá acudir al pabellón deportivo Julius Caesar este viernes para presenciar la velada de lucha libre. Aquí tiene su entrada. Se sentará en tercera fila de ring y allí se encontrará con un agente afín a nuestra causa que le será de gran ayuda en lo sucesivo. Él le aportará más información.
—¿Lucha libre? ¿Un agente? —Los clientes de las mesas más próximas se volvieron para ver quién armaba ese jaleo. Al darse cuenta, Stephany volvió a bajar la voz—. Esto se está volviendo cada vez más raro…
Tallahassee, Florida.
—Este es el último paquete que me queda, Darren. Cada vez me cuesta más conseguirlos. —El dependiente de la tienda sacó un objeto con forma de ladrillo de debajo del mostrador. Su cliente, un hombre delgado de mirada intensa que aparentaba algo más de treinta años, contestó con gesto de contrariedad:
—No sé a dónde vamos a ir a parar, Joe. Han pasado ya siete malditos años y este país sigue empeñado en permanecer escondido dentro de su caparazón. Por el amor de Dios, tan solo se trata de café.
—Lo mejor sería que te acostumbrases al café americano, como hemos acabado por hacer casi todos —respondió el dependiente del drugstore, ofreciéndole una sonrisa triste.
—Joe, voy a serte sincero —dijo el cliente, ladeando la cabeza para retirarse un negro mechón de delante de los ojos—. Llevo una vida austera como el que más, con un sueldo más bien miserable que no da para demasiados excesos. Pero, al menos, me gusta que cuando me tomo una taza de café, sepa a café de verdad. Por eso compro esta mezcla de Colombia. Al menos, no parece agua sucia cuando lo bebes. El problema de acostumbrarse al café americano es que, al cabo de un tiempo, acabas por olvidarte del auténtico sabor del buen café. Cuando eso me suceda a mí, tienes mi permiso para dispararme, Joe.
—Creo que exageras un poco, Darren. Al precio que se cotiza en el mercado negro, tanto te valdría darte a la priva. Incluso el Jack Daniel´s sale más económico. Además, ya he tomado la decisión: voy a dejar de traer contrabando. Los de Sanidad se están poniendo serios. El otro día hubo una redada y le cerraron el garito a Toby Tucson.
—¿Toby? No sabía que fuese comunista.
—Nada de eso. Es militante activo del partido ultraconservador. Le encontraron dos cajas de whisky escocés. Está a la espera de juicio. Lo más probable es que le caiga una multa de quinientos dólares y una semana de arresto, tratándose de la primera vez. Yo no sería capaz de soportar algo así. Tengo las pelotas en la garganta desde entonces. Lo que quiero decir es, ¿cómo hemos llegado a esto, Darren? En tan solo siete años nuestra sociedad se ha desmoronado. ¿Qué ha sido del sueño americano?
—El sueño americano se derrumbó en noviembre del ochenta y ocho, cuando aquellos malditos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, Joe —contestó Darren, con aire cansado.
—Tal vez tenía que ser así, Darren. Pero aun así, pienso que a nuestros políticos se les fue la mano demasiado pronto. ¿Tenía Reagan derecho a enviarle armas a la Contra nicaragüense?
—Supongo que el mismo derecho que tuvieron los rusos para atacar nuestras costas con submarinos —argumentó el cliente, con aire ausente—. O los norcoreanos para lanzarnos ataques bacteriológicos, o los cubanos para envenenar la fruta que llegaba de Chile…
—Ya sé, ya sé. Tantos ataques al mismo tiempo... Ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial pasó nada parecido. Solamente hubo un Pearl Harbor, y ya fue más que suficiente. Supongo que eso hizo que a todo el mundo le entrara el pánico.
—Son razones de peso.
—Pero, ¿y ahora? —continuó el tendero, elevando el tono de voz—. ¿Has probado a sintonizar un programa decente en la tele los últimos años? Solo reposiciones de viejas películas, estúpidos concursos y deportes a todas horas. No es que tenga nada contra el deporte, claro, pero es que a veces pienso que nos tienen idiotizados con todo eso para evitar que pensemos por nosotros mismos.
—No veo mucho la tele. Y si sigues hablando así, pronto te buscarás un lío. A mí tampoco me gusta como están las cosas ahora, pero no creo que haya mucho que hacer al respecto.
Se produjo un silencio, mientras el comprador sacaba dos billetes de diez dólares. Una vez hecha la transacción, se despidió de Joe y salió a la luz apagada del atardecer. Si algo se podía decir de Tallahassee, es que era una ciudad tranquila. Enervantemente tranquila. A pesar de encontrarse en el estado de Florida, la playa más cercana estaba a varias horas de coche. Hubo un tiempo en que Darren había vivido en la costa de Daytona, pero aquellos días habían quedado atrás mucho antes de que el mundo se volviese loco.
El calor húmedo le pegaba la camiseta a la espalda mientras volvía a su apartamento, en realidad un pequeño estudio amueblado. La semana había resultado anodina, como cualquier otra desde que trabajaba en la redacción de aquella casposa revista para aficionados a la lucha libre.
Casi había llegado al edificio, cuya fachada mostraba antiguas heridas sin restañar, cuando sintió que alguien le llamaba. No lo había visto antes porque su atención estaba dedicada en exclusiva a buscar las llaves en el bolsillo de su pantalón, ajustado como una amante entusiasta. Un hombre de color, metido en un caro traje gris que parecía tan fuera de lugar en aquel barrio como un sastre en una playa nudista, le estaba esperando apoyado en la pared.
—Señor Mathews, ¿podría concederme unos minutos? —Le mostró una media sonrisa de cortesía que, unida a su mirada suspicaz, le hizo desconfiar.
—Déjeme adivinar… —comenzó Darren—. ¿Vendedor de seguros? No, espere. Testigo de Jehová. Lo siento, amigo, pero no estoy de humor. Otro día será.
—Pues es una lástima —contestó, arrugando la frente y sin dejar de sonreír—. En ese caso, no podré ofrecerle la oportunidad de volver a trabajar en el New York Post.
—Oiga, ¿cómo sabe…? —Darren casi dejó caer la bolsa de la compra al oírlo—. ¿Quién es usted?
—De acuerdo, hemos empezado con mal pie. Déjeme arreglarlo —Se aclaró la voz—. Mi nombre es Jones, y represento a un grupo de gente bastante influyente. ¿Me invita a pasar?
El estudio era pequeño, pero a un soltero sin aspiraciones como Darren le bastaba. Una televisión en color con reproductor de vídeos VHS y un equipo de música con tocadiscos de aguja eran las únicas posesiones que un ocasional ladrón hubiese podido encontrar apetecibles. El sofá de dos plazas tenía la tapicería dañada por quemaduras de cigarrillo, diminutas manchas de pintura plástica y varios arañazos que el gato de algún inquilino anterior había practicado de manera bastante concienzuda. Darren había solucionado todos estos problemas cubriendo el sofá con una manta estampada a cuadros. Una sencilla lámpara de pie y una mesa baja con un cenicero de mármol, que rebosaba colillas de Camel, completaban el mobiliario. Todo ello estaba presidido por el cartel anunciador de un concierto de la Creedence Clearwater Revival del año 1970. Tras invitar a su misterioso visitante a tomar asiento, Darren decidió tomar la iniciativa:
—De acuerdo, ya ha conseguido llamar mi atención. Ahora le agradecería que fuera más explícito. ¿Cómo me conoce y qué es lo que quiere de mí?
—Como le decía, mi gente sabe cosas sobre mucha gente. Eso forma parte del negocio. Lo que realmente ha llamado la atención de mis superiores sobre usted son dos detalles que consideran de gran valor: su capacidad para desenmarañar enredos y su marcado sentido del deber cívico. ¿Intuye ya por dónde voy, señor Mathews?
—Antes ha mencionado al New York Post. Si es usted un sabueso del Departamento de Información, puede vigilarme todo el tiempo que desee. No encontrará nada que me implique en asuntos clandestinos. —Se le escapó una mirada al paquete de café que había dejado sobre la mesa, envuelto en una bolsa de papel—. Bueno, además de que compro café de importación. Pero nada de política…
—Anda usted algo desencaminado. Deje que le ponga al día. Estamos en mil novecientos noventa y cinco. ¿De verdad cree que a alguien le importa que usted descubriera que el candidato republicano al senado por el estado de Florida en el ochenta y seis fuese un corrupto? —Dejó salir una leve risita irónica—. Tal vez a alguien podría molestarle todavía… Si el mundo no se hubiese vuelto del revés en noviembre del ochenta y ocho.
Darren guardó silencio en tácito asentimiento, mientras el hombre misterioso seguía con sus argumentos:
—Fue usted un alumno brillante en la universidad, Darren. Todo parecía indicar que se convertiría en un periodista brillante en los años por venir. Su primera oferta de trabajo le llegó nada menos que del New York Post de Rupert Murdoch; el sueño dorado de muchos periodistas con años de impecable trayectoria profesional. Y usted lo había conseguido nada más salir de la universidad. Rápidamente fue resolviendo con solvencia todos los encargos menores que le asignaban, esperando la oportunidad de cubrir algún evento importante. Pero para el joven Darren Mathews aquello no era suficiente; siempre tratando de destacar entre los demás. Por eso, cuando le llegó la oportunidad de cubrir la campaña electoral del ochenta y seis y comenzó a reunir información sobre el juez Joseph Garreth, le hizo un seguimiento exhaustivo… Tal vez demasiado exhaustivo. Cuando llevó las fotos a su editor, seguramente esperaba una calurosa felicitación y un ascenso. En lugar de eso, ya sabe lo que ocurrió. Exiliado a una ciudad de tercera categoría para desaprovechar su talento en una revista para paletos aficionados a la lucha libre, la mayoría de los cuales probablemente ni siquiera sepan leer.
Darren revivía aquellos dolorosos días, que no había conseguido desterrar de su memoria. Había fotografiado al juez aceptando un sobre, supuestamente lleno de dinero, de manos de un conocido mafioso. Se podía apreciar con total claridad cómo el jurista, candidato a senador por el partido republicano, cenaba con el gánster, e incluso brindaban como si fueran amigos de toda la vida. Una historia así habría supuesto todo un escándalo. Ante la negativa de su editor a publicarla, Darren había amenazado con llevarse la exclusiva a un diario rival.
Aquella misma tarde, al volver a su confortable apartamento en Greenwich Village, dos tipos con aspecto patibulario le estaban esperando, sentados en su sala de estar y fumando sendos cigarrillos. Uno de ellos se apresuró a cerrarle el paso para que no pudiera huir y el otro le encañonó con una pistola con silenciador. De lo que pasó a continuación solo conservaba una vaga noción, pero de lo que sí estaba seguro era de que le habían dado una soberana paliza. Sin dejar marcas, eso sí. Ni demasiado brutal, ni demasiado suave. Pero tan dolorosa como ser pisoteado por una estampida de búfalos. Antes de dejarlo tendido en la alfombra del salón, solo con su destrozada autoestima, habían dejado caer un sobre delante de su cara. Más tarde, cuando por fin fue capaz de reunir las fuerzas necesarias para incorporarse, descubrió una escueta nota en el interior. Solamente una dirección de Tallahasee, Florida, con un número de teléfono y un nombre: «Teddy Hake, editor de la revista Tallahassee Wrestling Observer». Entendió el significado al momento. Le mandaban a un lugar en el que no pudiera causar más molestias en el futuro. Tallahasee estaba lejos de casi todo, una ciudad anodina que ni siquiera estaba cerca de la costa. No iba a servirle de nada ir a pedirle explicaciones a su editor en el New York Post. Seguramente podrían destruirle de mil formas distintas si decidía plantar cara. Arruinarían su reputación publicando mentiras sobre él, tal vez acerca de un periodista novel que llevaba una doble vida y se dedicaba a corromper menores, o algo parecido. Darren había estado en el mundillo editorial lo suficiente como para saber que esas cosas pasaban. Al día siguiente le llegó un sobre certificado, conteniendo su finiquito y una carta de despido de lo más convencional. Recibió una suma aceptable, teniendo en cuenta que la empresa había asumido un despido improcedente, compensándole conforme a la legislación vigente. Al día siguiente había hecho efectivo el cheque en el banco y tomado un vuelo al aeropuerto de Palm Beach. Ni siquiera se molestó en ir a la redacción a recoger sus efectos personales, que probablemente irían a parar a la basura en una caja de cartón antes de una semana. Nadie se daría cuenta siquiera de que había desaparecido. Borrado como un gazapo en un cuaderno de notas. Atomizado. Boom.
—Darren, ¿sigue ahí? Parece un poco ausente…
—Sí, claro… Es solo que… Nunca había hablado de ese tema con nadie en estos siete años —murmuró Darren—. De todos modos, si no ha venido por ese asunto, ¿qué es lo que quiere de mí?
—Se trata de un encargo. Deberá echar mano de sus mejores recursos para resolver un pequeño misterio que mi gente considera del mayor interés.
—Espere un momento. Antes de que continuemos con esto, debo advertirle que, mal que me pese, tengo un empleo al que acudir cada día. Puede ser una revista de segunda fila, pero es con lo que me gano la vida. No puedo, simplemente, desaparecer sin dar explicaciones. Mi jefe me pondría en la calle sin pensárselo dos veces.
—Naturalmente, ya hemos considerado esa posibilidad. Cuando le cuente los detalles, señor Mathews, comprenderá que la tarea en cuestión no debería llevarle más de un par de días. Y, por supuesto, obtendrá usted un beneficio. Aquí tiene mil dólares. —Extrajo un sobre abultado del interior de su chaqueta y se lo extendió—. Son suyos si acepta el encargo. Tendrá otro igual a éste si cumple con su labor de forma satisfactoria.
—¿Y si me niego?
—No contemplamos esa posibilidad. Entiéndame, no le estoy amenazando ni nada parecido. Es solamente que las ventajas que obtendrá si se muestra colaborador son demasiado tentadoras como para que lo deje pasar sin más. El dinero es solamente una parte de las mismas. —Se echó hacia delante en un gesto que transmitía confidencialidad—. Mis superiores están en disposición de poder devolverle el lugar que se merece en el mundo periodístico. Borrar lo que sucedió y comenzar de nuevo en un periódico de los grandes. No irá a decirme que no ha soñado con esa posibilidad, Darren. Piénselo bien.
—Cuénteme más.
—Sabía que al final acabaríamos por entendernos —sonrió Jones—. Escuche bien. En Fort Lauderdale hay una residencia para personas mayores llamada Green Hills. Allí tienen un pabellón en el que acomodan a los internos con daño cerebral. Uno de esos pacientes consta en el registro como John White. Pero tal persona no existe, o al menos no se tiene constancia de su existencia hasta el mes de diciembre de 1988, cuando ingresa en la institución. Queremos que vaya allí y averigüe quién es ese hombre en realidad y por qué está allí.
—¿Es esa toda la información de que dispongo? No parece gran cosa.
—Es toda la información que necesita para comenzar la investigación. Preferimos que sea usted el que saque sus propias conclusiones. Aunque, naturalmente, nosotros ya tenemos alguna teoría al respecto.
—Suponiendo que consiga la información que buscan, ¿cómo me pondría en contacto con ustedes?
—No será necesario. Nosotros nos pondremos en contacto con usted. —Introdujo la mano en un bolsillo interior de su chaqueta para hacerle entrega de un reloj de pulsera de aspecto bastante vulgar—. En el interior de este reloj hay un microtransmisor que emite una señal capaz de ser rastreada por nuestros técnicos de telecomunicaciones. Para evitar que pueda ser interceptada por agentes enemigos, la señal cambia de frecuencia periódicamente. Eso no es inconveniente para nuestros receptores, que están sincronizados con su emisor para detectar cada cambio de frecuencia. En definitiva, sabremos en todo momento dónde se encuentra usted.
—Solo una cuestión más —dijo Darren, aceptando el reloj—. Dice que no hay ni rastro de ese tal White hasta diciembre del ochenta y ocho. Eso es justo después de la Crisis. ¿Guarda alguna relación con ello, o es simple casualidad?
—Demuestra usted las cualidades que le hicieron merecedor de este trabajo, señor Mathews —dijo Jones, dibujando una amplia sonrisa perlada de dientes níveos—. Estoy seguro de que lo descubrirá por sí solo. Lamento no estar autorizado para revelarle más al respecto.
—Todavía no he aceptado el trabajo, Jones. Hay otra cosa que me intriga. ¿Por qué no lo investigan ustedes mismos, dado que parecen estar enterados de tantas cosas?
—Ah, señor Mathews —suspiró Jones—. Me va usted a poner las cosas difíciles, ¿verdad? Se lo diré de esta manera: supongamos que hay una organización de inteligencia al servicio del gobierno, llamémosle «Departamento de Información». Como todos saben, dicha organización existe y se dedica, básicamente, a espiar a los estadounidenses con diversos fines. Es uno de los pilares sobre los que se sostiene este gobierno.
—Eso no es ningún secreto —se impacientó Darren. Detestaba que le trataran de forma condescendiente.
—Pero lo que voy a revelarle ahora sí que lo es. Hay una segunda organización, Darren. Opera al margen del gobierno y tiene intereses independientes que, frecuentemente, entran en conflicto con los del Departamento de Información. Yo trabajo para dicha organización, y usted también lo hará temporalmente, si acepta el trabajo. No se preocupe, no somos una banda terrorista ni nada parecido. Aunque seguramente la gente de la Casa Blanca no estaría de acuerdo con esta afirmación, nos consideramos defensores de los valores americanos tradicionales. El problema es que nuestra existencia no ha pasado precisamente desapercibida para los chicos del gobierno, y sabemos que siguen nuestros movimientos muy de cerca, al igual que nosotros seguimos los suyos. Es por eso que, ocasionalmente, buscamos individuos de un perfil excepcional para determinadas misiones que, si las lleváramos a cabo directamente con alguno de nuestros agentes, podrían fracasar incluso antes de comenzar.
—¿Y cómo pueden estar tan seguros de que no voy a denunciarles al Departamento de Información?
—Muy sencillo. En primer lugar, con su historial anti-republicano, probablemente pondrían en tela de juicio cualquier información que usted les facilitase. En segundo lugar, ha sido seleccionado entre más de cien candidatos porque su perfil revela ciertas características y motivaciones que le predisponen de forma especial hacia este caso.
—¿Puedo saber cuáles son esas características y motivaciones de las que habla?
—Por supuesto. En primer lugar, usted ya está familiarizado con ese tipo de residencias para personas mayores, porque visitaba a su abuela paterna con frecuencia durante el tiempo en que ella vivía en una. No le costará demasiado infiltrarse de forma eficiente para indagar. Además, ha demostrado saber llevar a cabo una investigación de forma impecable y tener recursos para improvisar en situaciones comprometidas. Y la tercera razón por la que ha sido elegido la comprenderá cuando se encuentre con nuestra otra agente especial en el pabellón Julius Caesar este viernes por la noche. Tendrá lugar una velada de lucha libre y usted se las arreglará para que le envíen desde la revista para cubrir el evento. Hemos decidido que se dirija al lugar en un viaje de trabajo, para no levantar sospechas. La agente estará sentada en la tercera fila y le aseguro que no tendrá ningún problema para saber de quién se trata. De hecho, estoy bastante seguro de que ya se conocen los dos bastante bien.
Interludio
Parque nacional de los Everglades, Florida.
Dos semanas atrás.
Ser vigilante nocturno del parque nacional de los Everglades tenía algunas ventajas y no pocos inconvenientes. Entre los primeros podía contarse la posibilidad de pasarse la noche cultivando pequeños vicios personales como la bebida o el consumo de hierba. Los inconvenientes, amén de los efectos secundarios de dichas ventajas, se podían resumir en una sola palabra: aburrimiento. Cuando uno se acostumbraba a la presencia de la fauna local, que raramente se dejaba ver de cerca por seres humanos, todo resultaba bastante monótono: el croar de las ranas, el zumbido de los mosquitos, el chapoteo de un aligátor, el aleteo de las aves migratorias… Incluso se acababa por no oírlos en absoluto, a no ser que se les prestara atención de forma deliberada.
Por ello, Robert McGill se sobresaltó al escuchar aquel sonido inusual. Casi le había parecido como un grito gutural, vagamente humano. Lo habría atribuido al influjo de la cerveza, pero la segunda vez pudo oírlo con mayor claridad. A su mente acudió la extraña y dudosa historia que había trascendido recientemente a la prensa local. Su predecesor en el puesto de vigilante había dejado el trabajo después de afirmar haber visto algo que calificó como «monstruo», acechando entre los mangles, durante una guardia. El episodio habría sido olvidado sin más, de no ser porque el tipo había quedado bastante trastornado tras el suceso y no dejaba de repetir la misma historia a todo el mundo.
Dejó la lata medio vacía a un lado, junto a las otras tres que ya había trasegado, y se dirigió al origen del sonido. Con la linterna arrojando una lanza de luz ambarina ante sí, se abrió paso entre los juncos y oteó la extensión de agua cenagosa. Al principio, se escuchó un chapoteo procedente de alguna parte a unas treinta yardas de su posición. Al dirigir el foco hacia allí, pudo distinguir una forma difusa moviéndose con lentitud entre los mangles. Aguzó la vista para tratar de identificar qué animal había causado el movimiento de los tallos, pero su cerebro se negó a creer lo que sus ojos le mostraban: ¡El causante del movimiento era el propio mangle! Por un fugaz instante, la imagen de un rostro, humano pero obscenamente deforme, se dibujó entre las raíces en movimiento.
Robert dejó caer la linterna y echó a correr. Corría al límite de sus fuerzas, como no lo había hecho ni siquiera en sus años de instituto, y en su carrera desesperada gritaba en mitad de la noche hasta perder la voz. Sin saber cómo, se encontró en el interior de su coche, tratando inútilmente de encontrar las llaves en sus bolsillos. Se maldijo a sí mismo por su estupidez, al recordar que las había dejado en la garita. Sopesó las posibilidades por unos instantes y resolvió que la única manera de alejarse de aquel lugar de una vez por todas pasaba por volver a por el juego de llaves. Se dijo a sí mismo que, en realidad, no había visto nada extraordinario. Lo más probable es que se hubiera tratado de una ilusión óptica, alentada por la cerveza y su propia imaginación. Él era el que había creado la imagen que le había asustado, de la misma forma en que un niño cree ver monstruos donde solo hay un montón de ropa colgada de un perchero en la penumbra. Ya más despejado de los efectos del alcohol, emprendió el camino de regreso entre tinieblas. Se lamentó por haber perdido la linterna, pero siempre podría coger otra en la garita. El claro de luna era suficiente para recorrer el camino sin tropezar con las irregularidades del terreno, pero se habría sentido más seguro con una luz adicional. Se detuvo un momento a escuchar, sin percibir ningún sonido extraño, además de los típicos rumores de la noche en el parque. A medida que avanzaba, se sentía con mayor confianza, hasta el punto en que llegó a convencerse de que todo había sido fruto de su mente. Definitivamente, era el momento de plantearse seriamente abandonar el consumo de hierba. La garita estaba ya a la vista, iluminada desde dentro por una pequeña lámpara de queroseno, de forma que parecía una enorme calabaza de Halloween en mitad de un maizal. La luz tuvo un efecto reconfortante, al llegar con paso sigiloso a través del camino. No se veía a nadie en los alrededores, pero sintió una desagradable sensación, como un escalofrío en la columna vertebral, al tratar de avizorar entre la maleza. La misma luz que le abrazaba como una madre protectora le impedía ver más allá de unos pocos metros. De forma apresurada, revolvió entre sus cosas hasta encontrar las llaves, abortando cualquier pensamiento a favor de quedarse a pasar el resto de la noche en su puesto de vigilancia. De nuevo experimentó una poderosa necesidad de alejarse de aquel lugar lo antes posible.
Casi a la carrera, tomó la lámpara y volvió al exterior sin detenerse a mirar atrás, temeroso de descubrir algo innombrable arrastrándose hacia él. Aunque sabía que el miedo que le invadía era del todo irracional, no conseguía dejar de correr hacia la seguridad que le ofrecía su coche. Todavía atontado por la marihuana, no advirtió la piedra en mitad del sendero y tropezó, trastabillando hasta caer de bruces. Perdió el agarre de su lámpara, que se estrelló contra una roca, estallando su lente en centenares de fragmentos. Dolorido, maldijo en voz alta y se frotó el mentón magullado. Lo peor era que tendría que recorrer el resto del trayecto una vez más a la luz de la luna. Sintió humedad bajándole por la comisura de la boca y comprobó que de la nariz le caía un hilillo de sangre. Ya tendría tiempo más adelante de preocuparse por ello, cuando se hallara a salvo en su sala de estar. Esta vez se andaría con más cuidado para no tener más accidentes. Sería casi cómico que, después de salir corriendo de una amenaza imaginaria, acabara rompiéndose un tobillo y siendo encontrado por alguien días después, muerto a causa de la sed o de una herida infectada.
Cuando solo le faltaban menos de cien yardas para llegar al coche, creyó escuchar un siseo proveniente de la maleza, a su espalda. Se detuvo para poder oír mejor y, por unos segundos, no sucedió nada. Pero después, esta vez sí, estuvo seguro de que había algo moviéndose entre los matorrales. Reuniendo hasta la última pizca de coraje que le quedaba, dijo en voz alta, fingiendo una seguridad que no sentía:
—¡¿Hay alguien ahí?!
No hubo respuesta.
—¡Vamos, sé que estás ahí! ¡Sal ahora mismo y deja ya de joder, imbécil!
Solo una leve agitación de los arbustos pareció contestarle.
—Está bien, tú lo has querido. Te voy a enseñar yo... —Tomó una piedra grande como su puño y la lanzó hacia el arbusto. Sonó un golpe sordo, como si hubiera alcanzado un objeto blando pero macizo.
Algo comenzó a arrastrarse hacia el camino de tierra, saliendo de entre las hojas y la maleza. Al principio, creyó que se trataba de algún aligátor, pero pronto aquella cosa se irguió sobre sus patas traseras. Paralizado por el miedo, le costó varios segundos ordenar a sus músculos que emprendiesen la huida. La extraña visión parecía ejercer algún tipo de hechizo en él, pues no podía quitarle los ojos de encima mientras se alejaba, todavía con paso inseguro. Aquello, que tenía forma vagamente humana, se acercaba cada vez con mayor rapidez. Emitía un gruñido estrangulado a medida que acortaba la distancia que le separaba de su presa. El vigilante, lanzando un alarido de pánico, supo que no tardaría en ser alcanzado. Su pierna le falló cuando trataba de girarse para correr hacia el coche, en un último intento desesperado. Sintió el contacto frío e implacable de la garra que se cerraba alrededor de su tobillo y tiraba de él. Arañando el suelo de tierra en un intento de resistirse a aquella fuerza inhumana que le arrastraba, tres uñas se desprendieron de la carne, pero ni siquiera sintió el dolor. Todo era inútil, porque la cosa que salió del pantano ya le tenía a su merced. Solamente pudo verle el rostro por un breve instante antes de perder la consciencia. ¿Era una lengua serpenteante, del tamaño del brazo de un hombre adulto, lo que oscilaba de forma obscena ante su cara? Notó que el apéndice le invadía la cavidad bucal, arrancando sus dos incisivos superiores como consecuencia de la violenta intrusión. Con fuerza animal, sintió cómo se abría paso hacia sus entrañas, dilatando la tráquea, esófago abajo hasta el estómago.
Su último pensamiento fue para su madre, a la que sabía que ya no volvería a ver.