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Tallahassee, Florida.
Viernes, 21 de abril de 1995.
Iba a ser un largo trayecto de alrededor de siete horas, sin contar con las paradas para descansar. A pesar de que Eugene, de diecisiete años, ya tenía licencia para conducir, Darren prefería no cederle el volante por el momento. No parecía mal chico, después de todo. Al notar que Eugene parecía estar un poco cohibido, tal vez adivinando que su presencia había sido una imposición de Teddy, Darren decidió darle algo de conversación para romper el hielo. Nieto de inmigrantes italianos, Eugene se esforzaba por terminar sus estudios de secundaria y poder ingresar en alguna universidad para estudiar periodismo. Desde niño había demostrado más afinidad por los videojuegos, la televisión y la comida basura que por los deportes y actividades al aire libre. Probablemente, esto se debía en gran medida al asma que padecía desde niño y que convertía en un suplicio toda actividad vigorosa. Como resultado, lucía el típico cuerpo en forma de pera, acompañado por restos de un acné pertinaz que todavía le salpicaba el rostro aquí y allá. Las gafas de montura de pasta y el descuidado cabello ondulado que le llegaba casi hasta los hombros terminaban de darle un desgarbado aspecto juvenil que impedía a Darren sentir demasiado resentimiento hacia él por haberle complicado involuntariamente el plan. A medida que la conversación se les fue haciendo menos forzada, se sintieron más cómodos el uno con el otro. Por otra parte, la charla intrascendente ayudó a Darren a distraer la mente del misterioso asunto que era el auténtico motivo de su viaje a Miami. Llevaban recorridos algo más de doscientos kilómetros y dejado atrás Lake City, cuando decidieron hacer un alto para tomar algo. Habían salido muy temprano y ya notaban un desagradable vacío en el estómago. Dejaron el Malibu en el aparcamiento de un bar de carretera y, tras una breve visita al servicio, pidieron algo para desayunar. Eugene dio cuenta de sus tostadas con béicon rápidamente, y salió a tomar el aire. Darren pagó la cuenta y miró alrededor con aire distraído. Hojeando un diario local atrasado, una noticia breve llamó su atención. Ocupaba toda una columna de la página de sucesos y venía acompañada de la foto de un empleado del parque nacional de los Everglades, con aspecto asustado —qué bien sabían los fotógrafos elegir el momento perfecto para conseguir el efecto deseado—. Según pudo leer, una extraña criatura humanoide había sido vista de madrugada por el parque, vagando sin rumbo. El artículo no facilitaba más datos concretos, solamente una breve descripción del supuesto animal visto desde lejos, con poca luz y probablemente después unas cuantas cervezas de más. De vez en cuando salían noticias así en los medios, del tipo «Vive diez años con un hacha clavado en la cabeza» o «Los extraterrestres me pusieron una lavativa». Casi siempre ocupaban su lugar entre los anuncios de líneas eróticas y el horóscopo. Apuró su café cargado, apartó el periódico a un lado y se dispuso a marcharse.
En el exterior, pudo ver a Eugene a la sombra de una haya, en una zona de picnic apartada del restaurante. Al acercarse, le vio manipulando una bolsita que contenía algún tipo de materia granulada de color verde. Enseguida le llegó el característico aroma de la marihuana.
—Eso no será lo que yo creo que es, ¿verdad? —preguntó Darren, intentando controlar el tono de voz para no asustar al chico.
—Es hierba de la mejor calidad. La cultiva mi amigo Otto en su casa. ¿Quieres un poco? —contestó Eugene con total naturalidad, lo que no hizo sino enfadar aún más a Darren.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿Tienes idea de lo que pasaría si nos para la policía estatal en un control rutinario y encuentran eso? ¡Trae aquí! —estalló, arrebatándole la bolsita con rudeza.
—¡Eh, que me costó treinta pavos! —gimió el chico.
—Eso cuéntaselo a la policía —atajó Darren—. Que te quede claro, Eugene. Mi coche, mis normas. ¿Has entendido bien? —Eugene asintió, con aire contrito. Parecía la viva imagen de la culpabilidad.
—¿Tienes alguna otra sustancia ilegal que declarar antes de que sigamos nuestro viaje? —añadió, después de una pausa. El adolescente negó con la cabeza, sin levantar la vista del suelo.
—Te advierto que, si me ocultas algo, y luego lo encuentro, te lo haré tragar —continuó el periodista—. Esto no es una película de amiguetes, joder. Se supone que vamos a hacer un trabajo.
A la vista del aspecto desolado que ofrecía su joven compañero, Darren decidió suavizar su reprimenda:
—Venga, no te vayas a poner melancólico ahora. Seguro que tendremos tempo para divertirnos cuando acabemos el trabajo, pero pasar la noche en el calabozo por tenencia de drogas no es mi idea de una noche loca, ¿de acuerdo? Vamos a olvidarnos de esto. Nos queda mucho camino por delante.
Con un gesto enérgico, tiró la marihuana en un cubo de basura, ante la mirada triste de Eugene.
Fort Lauderdale, Florida.
Residencia del profesor Alexander Zubar.
Llevaba mucho tiempo preparándose para aquel momento, y ahora que éste finalmente había llegado, descubría que no le había servido de nada. Se arrepentía de no haber tenido el valor necesario para contarle él mismo la verdad; Stephany había tenido que enterarse por medio de un extraño. Ya con su hija adoptiva frente a él, las palabras parecían escaparse de sus labios temblorosos.
—Stephany, te ruego que me perdones por habértelo ocultado todo este tiempo. Te aseguro que no lo hicimos con maldad. —Sostenía un vaso con dos dedos de whisky en el que nadaban dos cubitos de hielo.
—Eso ya no tiene demasiada importancia, papá. —Stephany no hallaba razón alguna para dejar de llamarle así—. Solo quiero que me cuentes la verdad. Necesito saberla. —El profesor Zubar ya le había relatado una parte de la historia por teléfono la tarde anterior, entre oleadas de sudor frío.
—Como ya sabes, tu padre era uno de los biólogos más prometedores de su generación. Supongo que la conmoción de perder a su esposa en aquellas circunstancias le hizo actuar de forma impulsiva. Tal vez todo se hubiera arreglado, de no haberse ido. Sin embargo, su huida sirvió para reforzar las sospechas que recaían sobre él. Eso debió ser lo que le impidió volver a por ti.
—De todos modos, ¿cómo fue posible que os quedarais conmigo así, sin más? —preguntó Stephany—. Las adopciones requieren de muchos trámites legales.
—Tú tenías solamente dos semanas de vida. Todos supusieron que tu padre te había llevado con él. Pero él no quería ofrecerle una vida de fugitiva a su hija recién nacida. Además, habría resultado demasiado fácil de reconocer, si viajaba contigo.
Por unos instantes, las palabras apropiadas se resistieron a acudir a los labios del anciano profesor. Miraba fijamente la orquídea blanca que florecía bajo la ventana, en un intento de imbuirse de la serenidad que transmitía.
—Nos mudamos a Fort Lauderdale antes de que nadie pudiera verte con nosotros —continuó—, pues estaba claro que Maude nunca había estado embarazada. Si los vecinos o alguno de nuestros amigos te hubiera visto, se habría descubierto el engaño. Cambié de trabajo y cortamos la relación con toda aquella persona que hubiera podido adivinar la verdad. Una semana después, fuimos a la oficina del registro civil y dijimos que habías nacido en nuestra casa. Conocía a un funcionario que me arregló todo el papeleo sin hacer preguntas indiscretas. De hecho, tu verdadero cumpleaños es dos semanas anterior a lo que pone en tu partida de nacimiento.
—Hay algo que todavía no logro entender —continuó Stephany—. Si el tal Yakamura no era más que un estudiante, ¿por qué era tan importante para el gobierno detenerle? ¿Qué información podía haber robado para los comunistas?
—A eso no puedo contestarte, pues no sé demasiado sobre el tema. A pesar de que Edmond y Aurora eran nuestros mejores amigos por aquellos días, no solíamos hablar demasiado acerca de temas laborales. Pero era ampliamente aceptado que tu padre era un gran biólogo, alcanzando el reconocimiento de la comunidad científica por sus estudios sobre transferencia de memoria.
—¿Transferencia de memoria? —preguntó, intrigada.
—Sé que puede sonar extraño hoy en día, pero en los sesenta era un campo emergente con infinidad de posibilidades. Tu padre dirigía una investigación financiada por una agencia del gobierno sobre la transferencia química de memoria en especies animales. ¿Te suena de algo el nombre de James McConnell? Fue un biólogo y psicólogo que causó gran revuelo con sus experimentos con gusanos planos, con los que trató de demostrar que los comportamientos aprendidos se pueden transferir de un ser a otro de forma química. El grupo de tu padre contaba con estudiantes de distintas nacionalidades. A pesar de que los resultados hasta el momento estaban siendo alentadores, un día el gobierno cerró el grifo y todas las investigaciones fueron canceladas. En parte la culpa la tuvo el propio McConnell, un individuo excéntrico cuanto menos, que era muy dado a aparecer en los medios de comunicación anunciando a bombo y platillo las futuras maravillas que se derivarían de sus estudios. Durante años había estado entrenando platelmintos, los gusanos planos a cuya familia pertenecen las tenias, para resolver un complicado laberinto de su invención. Eligió planarias, una especie hermafrodita que también se puede reproducir vegetativamente por bipartición. Esto quiere decir, básicamente, que si los cortas por la mitad obtienes dos individuos completos. Después, cada uno de ellos era capaz de resolver el laberinto, incluso más rápido que el sujeto original. Luego fue más lejos y comenzó a descuartizar a las planarias, dándoselas de comer a otros individuos de la misma especie que no habían recibido entrenamiento alguno. Otras veces inyectaba un pudding, hecho con planarias entrenadas, en nuevos platelmintos sin entrenar. Al parecer, éstos también eran capaces de resolver el laberinto por sí solos. ¿Te aburro, Steph?
—No, nada de eso —contestó, impaciente—. Continúa, por favor.
—Pues bien, estudios posteriores no fueron capaces de reproducir los mismos resultados, pero McConnel siguió defendiendo sus teorías en los medios y en una revista científica que editaba él mismo. Pero tuvo la mala ocurrencia de incluir chistes y artículos humorísticos sobre sus «gusanos corredores de laberintos» en la misma publicación, haciendo difícil distinguir la información seria de lo que era simple entretenimiento sin más pretensiones. Era de esperar que aquel desbarajuste acabara tarde o temprano minando su credibilidad. Al final, el gobierno perdió el interés y dejó de financiar las investigaciones. Para tu padre esto no hubiera sido más que un leve contratiempo, un científico de su talla no habría tardado en encontrar otro trabajo. Además, tu madre estaba a punto de quedarse embarazada de ti. De no haber entrado en escena ese maldito espía oriental y los sabuesos de McCarthy, con su infame Comité de Actividades Antiamericanas, la historia habría sido otra bien distinta.
—De nada sirve lamentarse por lo que podría haber sido, papá —dijo Stephany, sosteniendo la mirada cansada del anciano.
—Stephany, aunque no sea tu padre biológico, te he criado como a mi hija. Ojalá estuviera Maude todavía con nosotros para ver la mujer en que te has convertido. —Giró la cabeza para contemplar la foto de su difunta esposa, que había sido víctima de la leucemia seis largos años atrás. —Se sentiría orgullosa.
—Vosotros sois los únicos padres que he conocido, y ahora que sé la verdad, os quiero todavía más. —Dicho esto, se fundió en un abrazo con su padre, que ya tenía los ojos nublados. —Pero daría cualquier cosa por saber qué fue de él.
—Hija mía, hay otra cosa que aún no te he contado. —La separó de sí, tomándola suavemente por los brazos, para poder mirarla a los ojos—. Tu padre, de hecho, sí volvió.
—¿Qué...? ¿Qué quieres decir?
—Me las arreglé para traerlo de vuelta durante la Crisis del ochenta y ocho. Yo estaba en el gabinete de emergencia de la base militar de Cabo Cañaveral, como tantos otros científicos en aquellos días aciagos. Por motivos que no puedo revelar, porque siguen clasificados como secretos de estado, se necesitaba a alguien con los conocimientos y la experiencia de tu padre. Yo era el único capaz de contactar con él, y así se lo hice saber a los altos mandos. No accedí a contactar con él hasta que no me garantizaron que los cargos contra él serían borrados de su historial. Pero aquellos eran tiempos difíciles, y después de todos los horrores que presenciamos, los militares no tuvieron ningún reparo en faltar a su palabra. Una vez terminado el trabajo, se llevaron a tu padre y no lo volvimos a ver. Nunca olvidaré el nombre del canalla que estaba al mando, un corrupto médico del ejército con un ego desproporcionado, al que le gustaba jugar a ser Dios. Se llamaba Algernon Webster y ojalá se le lleve el Diablo.
Extrarradio de Miami.
—Este parece ser el lugar —dijo Darren, al detener el Chevy Nova delante del edificio de tres plantas con aspecto de motel barato, lo que en realidad era.
—Justo a tiempo. Necesito ir al lavabo. —El muchacho no parecía guardar rencor a Darren por haberle tirado la bolsa de hierba a la basura.
Llevaron sus escasos equipajes a la recepción, donde les atendió un tipo enjuto con una nuez prominente que subía y bajaba como un yo-yo cada vez que tragaba saliva. La decoración representaba la máxima expresión del mal gusto, y combinaba elementos tan abigarrados como un póster de la plantilla al completo de los Miami Dolphins y una reproducción del retrato warholizado, en colores chillones, de un Elvis Presley vestido de vaquero.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó con desgana, dirigiéndose a Darren.
—Tenemos una reserva a nombre de Darren Mathews. Habitación doble con lavabo.
—Un momento. —Fingió mirar en el libro de reservas, el cual Darren pudo observar que estaba casi vacío—. Sí... Aquí lo tengo. ¿Camas juntas o separadas?
—¡Separadas! —se apresuró a contestar Eugene, que enrojeció de repente.
—De acuerdo —murmuró el recepcionista, mientras garabateaba en la agenda—. A mí lo que hagan o dejen de hacer ustedes dos me trae sin cuidado, siempre y cuando lo dejen todo en las mismas condiciones en que lo encontraron.
Darren fue el único en captar el sutil tono socarrón del hombre esquelético, que se estaba divirtiendo a costa del azoramiento de Eugene. El periodista decidió seguir con la broma un poco más:
—Supongo que no serán camas como esas que tienen en algunos hospitales, que están clavadas al suelo, ¿verdad? —dijo Darren, gesticulando de forma exagerada—. Quiero decir, que si luego quisiéramos juntarlas...
—¡Darren! Corta ya... —exclamó Eugene—. ¿Seguro que no podemos permitirnos habitaciones separadas?
—Pero eso arruinaría toda la diversión... —añadió el recepcionista, y esta vez no pudo evitar que se le escapara una risilla, que fue secundada por Darren, para mayor apuro del adolescente.
Después de instalarse en la austera habitación y tomar una ducha, con Eugene todavía un tanto suspicaz en su fuero interno acerca de las intenciones de Darren, bajaron a buscar algo para cenar en un restaurante de comida rápida. De vuelta en el motel, se metieron en sus respectivas camas y, sin más preámbulos, se prepararon para dormir.
La mente de Eugene bullía de excitación, anticipando el que prometía ser el mejor día de su vida, en el que por fin conocería los entresijos del colorido mundillo de la lucha libre. Ante semejantes perspectivas, le iba a resultar difícil conciliar el sueño.
Darren, mientras tanto, daba vueltas entre las sábanas por otro motivo bien distinto. A medida que pasaba el tiempo desde el extraño encuentro con aquel hombre que decía ser una especie de agente secreto, más irreal le parecía todo. ¿Y si tan solo se trataba de algún tipo de tomadura de pelo? Y, si por el contrario, toda la historia era real, ¿quién sería el misterioso agente que iba a encontrarse con él en el pabellón deportivo? Le habían dicho que lo reconocería sin problemas nada más verlo. ¿Se trataría de alguien de su pasado? Demasiados interrogantes sin respuesta para una noche tan calurosa como aquella... Y para colmo, el aparato de aire acondicionado no era más que un trasto inútil. Por su aspecto, se diría que llevaba décadas sin ser puesto a punto. Finalmente, el sueño llegó con retraso, como una carrera inesperada en el último suspiro de un partido de béisbol, trayéndole bizarras ensoñaciones que le hicieron revolverse inquieto en el lecho.