13

Los dos jóvenes, maniatados y con los ojos vendados, fueron conducidos a través de carreteras secundarias y, a juzgar por los baches, también por caminos de tierra. En aquellas circunstancias, el trayecto a ambos les pareció una eternidad pero en realidad no había durado más de quince minutos. Eugene decidió seguir el ejemplo de Frank y mantuvo la boca cerrada en todo momento. El vehículo se detuvo al llegar a su destino y fueron obligados a bajarse de él sin ceremonias. Aquellos tipos no se andaban con remilgos, eso estaba claro. Todavía cegados, les llevaron a través de un corredor que olía a estiércol y orina de animales concentrada. Sin duda, estaban en algún tipo de edificio rural, probablemente apartado del núcleo de población de Fort Lauderdale. Al serles retirada la venda, la luz cegadora les deslumbró hasta el punto de causarles dolor. Inmediatamente, su captor se encaró con ellos y les espetó con su voz gutural:

—Escuchadme bien, porque no voy a repetirlo. Se acabaron los juegos. A partir de ahora vais a contestar a mis preguntas. Y lo vais a hacer con todo lujo de detalles. —Hizo una pausa, durante la cual escrutó a ambos jóvenes con su mirada de hielo—. ¿Para quién trabajáis?

—Todo esto no es más que un malentendido —empezó a decir Frank. Eugene tenía un nudo en la garganta y no hubiera podido pronunciar ni su propio nombre en aquel momento—. Mi amigo y yo solo fuimos a pillar algo de hierba, y allí estabais vosotros, con vuestros asuntos. Fue una pura coincidencia, de verdad.

—Muy oportuno. Pero no me lo trago —dijo Barney, curvando la boca hacia abajo, lo que le daba un aspecto aún más amenazador—. El chico estaba siguiendo a Santo el viernes por la noche, en compañía del otro tipo de la media melena. ¿Dónde está él ahora?

—¿Eugene siguiendo a «El Santo»? ¿Al mismísimo Enmascarado de Plata? —Frank se volvió hacia su desconcertado compañero—. ¿Por qué razón no me lo habías dicho?

—No… no se trataba de eso, lo juro —logró articular con voz temblorosa—. Darren y yo solo veníamos desde Tallahassee para escribir un reportaje sobre el Wrestle War Fest y nos encontramos con la chica por casualidad —continuó, ahora visiblemente más animado. Comenzaba a abrigar la esperanza de poder aclarar el malentendido y que les dejaran marchar—. Al parecer, Darren y ella se conocían de antes…

—Basta de juegos, os lo advierto. No tengo todo el día. Yo no creo en las casualidades, como tampoco en el Conejo de Pascua. Y tú, ¿qué pintas en todo este asunto? —añadió, dirigiéndose a Frank.

—Pues… Verá —contestó, con naturalidad—, se supone que no debo hablar de estas cosas porque es secreto profesional, y todo eso. Pero, dadas las circunstancias, haré una excepción…

—¡Te lo advierto una vez más! ¡Otro chiste más y te vuelo la cabeza! —estalló Barney Styles, nada habituado a que le tomasen el pelo.

—No, hablo en serio. Resulta que yo soy la principal razón de que ellos dos viniesen desde Tallahassee —continuó Frank, visiblemente orgulloso a pesar de la gravedad de la situación—. Yo soy el asombroso e inimitable Doctor Gangrena, la Maravilla Enmascarada.

El rostro cerúleo y, hasta aquel instante, impasible, de uno de los matones que permanecían en un segundo plano se iluminó al oírlo y no pudo evitar exclamar, con una amplia sonrisa:

—¡Lo sabía! Sabía que esa forma de moverse me era familiar. He visto casi todos tus combates... Espera a que se lo cuente a Willy... ¿Te importaría firmarme en la Beretta, por favor? —Extendió su ametralladora hacia Frank, al tiempo que daba un paso al frente—. Puedes poner: «para mi amigo Sebastian, del Doctor Gangrena».

La cara de Barney Styles pasó del rojo al púrpura en cuestión de décimas de segundo. Cegado por la ira, apuntó su Luger de colección hacia el matón que estaba protagonizando la inoportuna salida de tono y le disparó tres veces en el pecho, hasta que se derrumbó entre espasmos sobre un creciente charco de su propia sangre.

—Espero que esto lo haya dejado claro —escupió el pistolero—. No voy a tolerar más chiquilladas. ¿Alguien más quiere ponerse a hacer el imbécil antes de seguir con esto? Y vosotros dos, niñatos, seréis los siguientes si no os ponéis a cantar ahora mismo.

El eco fue la única respuesta.

—Muy bien, vosotros lo habéis querido —continuó—. Os voy a dejar un rato en compañía de Amanda. Sus métodos para obtener confesiones son de lo más variado… Y enfermizo, os lo puedo garantizar. Dentro de diez minutos, vais a desear habérmelo contado todo a mí.

La enorme figura del gánster salió de la habitación, dejando a los dos muchachos, pálidos como la cera, atados a sus sillas en compañía de dos matones armados. Un tercer sicario se llevaba el cadáver de su ex compañero a rastras, dejando un brillante rastro escarlata.

No bien hubieron salido, una menuda silueta femenina hizo su aparición, con una bolsa deportiva de cuero en la mano. Iba vestida con un mono de trabajo elaborado en látex rojo que marcaba sus pezones turgentes como un guante, dejando poco a la imaginación. Los rasgos, aunque sin ser de gran belleza, poseían un cierto atractivo exótico. Se trataba de una mulata de procedencia latina, como su marcado acento delató al hacer su escueta presentación. Su voz desprovista de emociones resultaba extrañamente sensual, a pesar de su crueldad o tal vez a causa de ella:

—Hola, juguetes. Mi nombre es Amanda. Y vosotros dos vais a pasar un rato de agonía indescriptible conmigo. La duración de vuestro dolor la decidís vosotros. La intensidad corre de mi parte. Y ahora, relajaos si podéis…

Y abrió la cremallera de su bolso con un rápido movimiento fluido.

 

—¡A todas las unidades! —tronó el inspector Colan a través de la radio—. Diríjanse por la 41 hacia West Miami, al Laboratorio Clínico Bio-Tech. Se trata de algún tipo de disturbio, al parecer, extremadamente violento. Se ha declarado un incendio en el complejo, los bomberos están de camino. Repito, a todas las unidades... —El coche patrulla volaba sobre el asfalto, abriéndose paso entre el pesado tráfico de Miami.

—¿No habría sido mejor llamar a los antidisturbios? —decía el conductor, un agente que llevaba tan solo unos meses en el cuerpo pero que demostraba una endiablada habilidad al volante.

—No es momento de cuestionar mis órdenes, Billings. Nosotros nos encargaremos de tomarle el pulso a la situación, y después, trazaré el plan a seguir.

—Lo siento, inspector. ¿Puedo preguntar qué es exactamente lo que está pasando?

—Han informado de que hay un grupo de gente con batas de científico que están atacando a los ciudadanos. Parece que son agresiones indiscriminadas y muy violentas. Esos científicos están mordiendo, arañando y estrangulando a cualquiera que se cruza en su camino.

—Dios mío... Nunca había visto ni oído nada igual...

—Yo sí, Billings. Yo sí.

Esta maldita úlcera me está matando.

 

No bien hubo salido de la estancia, Barney Styles se topó frente a frente con Santo Tinelli, Jr. Iba acompañado de varios empleados del Don, Butch entre ellos, que también arrastraban a un prisionero con los ojos vendados. Se trataba de un anciano. La vieja granja estaba muy concurrida aquella tarde.

—Santo, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Barney, temiendo que el chico malcriado anduviera metido nuevamente en líos.

—Soy capaz de ocuparme de mis propios asuntos, Barney. Ahora, dime qué estás haciendo tú. ¿Actuando a espaldas de mi padre?

Barney no estaba acostumbrado a que el cachorro emplease ese tono con él. Pese a ello, decidió ignorar ese detalle para reconducir la conversación por derroteros más apacibles:

—Precisamente me estoy encargando de eliminar una piedra de dentro del zapato de tu padre y del tuyo, Santo. Deberías andarte con más cuidado cuando pones tus ojos en alguna chavala. Esa Stephany te está buscando serios problemas.

—Ya te he dicho que sé ocuparme de mis propios problemas yo solo, Barney. Además, ya he tomado medidas al respecto.

—¿Que has hecho qué? Espero que no se trate de otra de tus meteduras de pata. Tu padre me hará colgar si dejo que acabes entre rejas. Vas a venir conmigo y a explicarme todo el asunto en un lugar más discreto. Esto está demasiado concurrido.

—Oh, sí. Vaya si te lo explicaré Barney —contestó el joven gánster, empleando un tono siniestro que pasó desapercibido a su guardaespaldas y mentor.

Barney Styles condujo a Santo a otra dependencia, quien ignoraba que justo en la sala de enfrente, Frank y Eugene eran atendidos por Amanda. Mientras tanto, el grupo liderado por Butch se llevaba a su rehén, que no era otro que el profesor Zubar, a una habitación contigua.

—¿A qué te referías con eso que acabas de decir? —inquirió Barney.

—¿Por qué tengo que darte cuentas de lo que hago? —escupió Santo—. Soy el hijo del Don. Algún día heredaré su imperio y tú estarás a mis órdenes. Y si sigues tratándome como si fuera un niño de pecho, tendré que prescindir de ti.

Barney tragó saliva y contó hasta diez mentalmente. El día menos pensado iba a perder el control y se cargaría al niño mimado. Tratando de mantener un tono aséptico, el gánster continuó:

—Si te hago esa pregunta es porque sé algo que tú no sabes. Tengo motivos para pensar que esa amiguita tuya está colaborando con periodistas de investigación para meter las narices en las actividades de la familia. Si llegaran a procesarte, ¿quién te sacará de la cárcel, cabeza de chorlito?

—Te lo advertí, Barney —musitó, con los dientes apretados por la rabia. Sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta y descerrajó tres tiros a bocajarro en el tórax del gigante. Barney Styles, con una mueca de incredulidad, tardó varios segundos en desplomarse como un muñeco de trapo. Una mancha carmesí comenzó a extenderse por el suelo mugriento.

—Te lo advertí —repitió.

Sonaron pasos apresurados que provenían de la habitación contigua. El resto de la banda se agolpó bajo el dintel de la puerta para comprobar qué era lo que acababa de suceder. La escena que contemplaron les dejó totalmente helados. El cachorro Tinelli cargándose nada menos que a Barney Styles, quién lo iba a decir.

 

Frank llevaba un rato forcejeando con las ataduras que le inmovilizaban los brazos por detrás de la silla. En los cómics de aventuras, el héroe siempre utilizaba el recurso de tensar los músculos mientras le ataban los villanos, para luego tener más holgura al relajarlos. Nunca antes se había visto en la necesidad de probar si este método era eficaz en la vida real, pero, para su sorpresa, resultó ser de gran ayuda. Había dejado hablar al gorila, incluso ganando algo de tiempo con sus payasadas, mientras seguía forcejeando con disimulo. Su misión era soltarse una mano para poder escapar a la menor ocasión.

Ciertamente, se estaba empezando a poner nervioso con los tejemanejes de la tal Amanda, que desplegaba sobre la mesa un auténtico catálogo de instrumentos punzantes y cortantes, de las más ingeniosas formas y tamaños. Fue justo en ese momento cuando sonaron las tres detonaciones.

—¡Son disparos! —dijo uno de los gánsteres—. Y han sonado justo al otro lado del pasillo.

—Vayamos a ver qué pasa —terció el otro—. Estos dos ya se pueden dar por muertos.

Los dos matones salieron de la estancia a la carrera. Amanda, que obviamente no esperaba una interrupción así, perdió la concentración por unos instantes, dirigiendo su atención hacia la puerta.

«Es ahora, o nunca» —se dijo Frank. Como un ariete humano, cargó contra la pequeña asesina, todavía sujeto a la silla. El terrible impacto de su cabeza en pleno plexo solar la cogió por sorpresa. Ambos cayeron al suelo como consecuencia del impulso, de forma que la silla se partió por la mitad con un chasquido. De ese modo, pudo liberarse definitivamente de las ataduras. Tras él, advirtió un movimiento furtivo y se giró justo a tiempo para evitar una puñalada de la pequeña pero letal torturadora. En una fracción de segundo, Frank aprovechó el propio impulso de la asesina y la proyectó contra el muro de ladrillo, yendo a impactar con la cabeza de manera espeluznante. Quedó desmadejada en el suelo, con el cuello torcido en un ángulo antinatural.

—Frank... creo que la has matado —dijo Eugene, cuyo tono denotaba compasión, pese a que Amanda no habría tenido reparos en torturarlos hasta la muerte, de haber tenido tiempo suficiente.

—Eso parece. ¡Rápido! Salgamos por la ventana.

Frank tomó el afilado cuchillo y cortó las ataduras de su compañero. Acto seguido, tras saltar a través de la amplia ventana, se internaron en la espesura a la mayor velocidad que les permitían sus piernas.

 

Ocho coches patrulla se detuvieron ante el edificio en llamas, formando una barricada como si fuesen carretas de colonos defendiéndose del ataque de los indios. Una columna de espeso humo negro salía de una ventana del ala este. En seguida pudieron ver a cuatro de los científicos, avanzando torpemente por las inmediaciones. Uno de ellos arrastraba lo que parecían ser los restos ensangrentados de una pierna humana. Otro, todavía apretaba el cuello de una anciana, que ya no se debatía ni daba muestras de vida. Los demás dementes se encaminaron hacia los agentes de policía arrastrando los pies y alzando las manos ante sí, a modo de garras prensiles.

—¡Manos arriba! —gritó el inspector—. Que nadie se mueva. ¡Alto o abrimos fuego!

Si la orden fue comprendida, los científicos asesinos no dieron muestra de ello. Continuaron su grotesco avance, cada vez más deprisa. Finalmente, tras repetir la orden, el inspector Colan gritó:

—¡Disparad a incapacitar! ¡Rodillas y hombros!

Diez detonaciones fueron la respuesta de los agentes, parapetados detrás de los coches patrulla. Los caminantes se sacudieron por los impactos, pero solo dos de ellos cayeron al suelo. Al ver que los individuos no parecían acusar los balazos, sonó otra salva de disparos. Esta vez, ninguno quedó en pie. Ya en el suelo, seguían realizando movimientos serpenteantes, como tratando de avanzar sin comprender que sus huesos ya no les sostendrían.

—Joder —dijo Billings, que estaba pálido como un fantasma—. ¿Por qué no se están quietos? ¿Qué les ha pasado a estos tipos?

—Ya nos preocuparemos por eso más tarde —dijo el inspector Colan—. Vayamos a comprobar si queda alguien atrapado en el interior. No podemos esperar a que lleguen los bomberos.

—Iré yo —se ofreció Mullins, un agente veterano que debía de medir más de seis pies de altura—. Cubridme por si entran más de esas cosas.

—Yo también voy —terció Billings—. No es seguro que entres tú solo.

—Está bien —concedió el inspector Colan—. Pero nada de hacer tonterías. Pégate a Mullins y haz todo lo que él te diga, al pie de la letra.

—Descuide, señor. Tendré cuidado.

Pistola en mano, se adentraron en la recepción del complejo. Las llamas no habían llegado hasta allí y parecían concentrarse en la zona del laboratorio del ala este.

—¿Hay alguien? —dijo Mullins, en voz alta—. ¿Oigan? ¿Queda alguien ahí dentro?

Mirando a ambos lados, avanzaron por el pasillo que conducía al origen de las llamas. Aquellos lugares solían estar diseñados de forma que contenían los incendios para evitar que se propagasen por todo el edificio. Ya casi estaban allí, y el calor comenzaba a ser insoportable. Un acre olor a productos químicos les golpeó como una nube tóxica. Se cubrieron la cara con sus camisas, para evitar inhalar el denso humo. Si había quedado alguien atrapado dentro, a esas alturas ya debería de estar reducido a cenizas. Se miraron el uno al otro y sacudieron las cabezas en un gesto de negativa. Era el momento de regresar al exterior.

Cuando ya habían girado sobre sus talones, una figura medio envuelta en llamas irrumpió en el corredor, desde los lavabos. Agarró a Mullins desde detrás del cuello, clavándole los dedos hasta los nudillos en la garganta. Billings se quedó petrificado por el terror, viendo impotente cómo su compañero gorgoteaba entre borbotones de sangre, con una expresión de incredulidad en el rostro. Cuando finalmente el monstruo llameante soltó a su presa, que cayó desmadejada sobre un creciente charco de sangre, Billings reaccionó vaciando su cargador sobre la antorcha humana. Éste le miró con sus ojos medio derretidos, y sus labios retraídos de carne chamuscada parecieron esbozar una sonrisa macabra. Antes de caer, levantó sus manos flameantes y agarró al agente novato por los hombros. De su boca salió disparado un repulsivo ser vermiforme, que buscaba una morada más fresca para anidar.

 

Santo Tinelli podía ser muchas cosas, pero nadie podría decir que no había heredado el temperamento de su padre. Los gánsteres allí presentes apreciaban de verdad al difunto Barney Styles, por su capacidad de liderazgo y su intuición innata. Pero ninguno lloró su pérdida aquella tarde. Nadie alzó la voz para recriminarle al consentido señorito Tinelli lo que acababa de hacer. No en vano, la lealtad la reservaban para aquel que les pagaba y, hasta la fecha, los cheques los firmaba el Don.

—¿Qué estáis mirando? Tenéis cosas en las que ocuparos, así que cada uno a lo suyo —ordenó Santo, mientras miraba su reloj de pulsera. Pronto sabría si ella acudiría a la cita.

—Señor —dijo un matón algo entrado en carnes, jadeando por la carrera que acababa de efectuar—. Se trata de los dos tipos que capturó Barney… Un chiquillo y un luchador profesional. Han escapado. Y además, no sé cómo lo habrán hecho, pero se han cargado a Amanda.

Santo meditó durante unos instantes, lamentando no haber escuchado un poco más a Barney antes de liquidarlo. O mucho se equivocaba, o el chiquillo del que hablaba el sicario no era otro que el compañero del periodista entrometido que salía con Stephany. Del otro individuo, no tenía ni la más remota idea. Tal vez, sí había algo extraño en el asunto, después de todo. Al final, dijo:

—Al demonio con esa bruja colombiana. Siempre me dio un poco de grima. Elige a dos de mis hombres y mándalos a buscar a esos dos pichones.

 

En la sala de estar de Alexander Zubar, el noticiario televisivo establecía una nueva conexión con las inmediaciones de los Everglades:

—Continúa la búsqueda del presunto homicida en paradero desconocido en distintos puntos de la periferia de Miami. Nos informan de que también se han desatado algunos disturbios en la zona, aunque no tenemos imágenes para ofrecerles. Las autoridades siguen trabajando para controlar la situación. Las carreteras de acceso al parque y todas las entradas a Miami han sido cortadas por la policía militar, en colaboración con los agentes de la policía estatal —declamaba la locutora, leyendo la nota de última hora—. Si estaban planeando coger el coche, les desaconsejamos que tomen las siguientes carreteras: I-4 en dirección Tampa-Daytona, la I-10 de Jacksonville a Pensacola, la I-75 desde Lake City a Sarasota y, especialmente la I-95 desde Jacksonville por la costa atlántica hasta Fort Lauderdale y Miami. Con el fin de evitar atascos, se recomienda que no salgan de sus casas, a no ser que sea absolutamente imprescindible, hasta que no se aclare la situación. Por favor, comuniquen a las autoridades si tienen alguna pista que pueda ayudar a encontrar al fugitivo.

—La situación empeora —dijo Cyrus—. Esto me recuerda cada vez más al mes de noviembre del ochenta y ocho. No me trago que todo ese dispositivo lo hayan montado para detener a un solo hombre.

—Tratemos de conseguir que alguien nos lleve a nuestro destino, antes de que la situación estalle de manera definitiva —dijo Darren—. Busquemos un taxi.

Los compañeros abandonaron la residencia del profesor Zubar, no sin antes cerciorarse de que no había más espías en el horizonte. La tarea de encontrar un taxi que estuviese de servicio les costó más de lo que esperaban, debido a que la gente en las calles comenzaba a inquietarse de forma alarmante. A esas alturas, toda la población de Miami estaría al tanto de las noticias. El conductor, un individuo de aspecto hindú, no les hizo ninguna pregunta comprometedora, lo cual era de agradecer. Apenas llevaban recorridas diez millas, cuando el taxista se vio obligado a detenerse. Sin tan siquiera girarse para mirarlos, anunció:

—Es un control de carretera. Puede que estén buscando a aquel tipo, el fugitivo de los Everglades. No puedo llevarles más lejos, lo lamento. Serán veinte dólares, por favor.

—Desde aquí puedo verlos —dijo Stephany—. No llevan uniforme de la policía. Son voluntarios de Protección Civil.

—Si han cortado todas las carreteras que decían en las noticias, no me extraña que hayan puesto civiles para controlar el tráfico —dijo Cyrus—. Parece que están redirigiendo los vehículos de vuelta por donde vinieron. No podemos seguir por ahí.

—En ese caso, caminaremos —dijo Darren, mientras pagaba la carrera—. ¿Falta mucho para llegar, Cyrus?

—No, como mucho una hora a buen paso.

—Entonces, adelante —dijo el periodista.

Una vez fuera del vehículo, se tomaron unos instantes para orientarse y acto seguido se dispusieron a continuar su camino a través del bosque, escabulléndose de las miradas de los voluntarios.

El agente Billings salía del laboratorio en llamas, con los hombros de la camisa reglamentaria chamuscados. Su compañero no iba con él, lo cual hizo al resto de policías temerse lo peor.

—¿Billings? —dijo el inspector Colan—. ¿Dónde está Mullins?

No hubo respuesta. El joven continuó avanzando con la mirada perdida y la boca entreabierta, de la que colgaba un hilo de baba.

—El chico no está bien —observó Harper, la mujer policía más veterana del cuerpo—. Voy a acercarme para ver si está herido.

—Ten cuidado —advirtió Colan—. Esto no me huele bien.

Cuando la agente Harper estuvo a dos pasos de Billings, éste se precipitó sobre ella con los dedos crispados en forma de garfios mortales para agarrar sus cabellos, recogidos en una cola que asomaba por debajo de la gorra. La mujer, tomada por sorpresa, perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer ante los pies del muchacho. Luego pudo recuperar la estabilidad y, dándose cuenta de que su compañero estaba fuera de sí, le golpeó con el puño en pleno rostro. Su compañero no pestañeó, y la atrajo hacia sí tirando de la melena. Sus labios se tocaron en una macabra parodia de beso de amor. Sin embargo, las intenciones de su huésped eran otras bien distintas. Tras dejar sus esporas en el cuerpo del joven, buscaba otra carcasa de la que apoderarse. Entre arcadas y convulsiones, la agente Harper se alejó de su agresor tratando de vomitar, sin éxito. Los demás policías dispararon contra su propio compañero, ahora convertido en un asesino brutal sin cerebro, abatiéndolo en el acto.

El público congregado alrededor de la escena comenzó a gritar, presa del pánico. Después, un murmullo ominoso que no auguraba nada bueno se elevó entre la multitud, ganando fuerza por momentos. Una voz se alzó con fuerza entre las demás:

—¿Qué es lo que está pasando aquí? ¡Exijimos saber!

Como un coro de ecos, más voces repitieron el desafío. El individuo que había hablado primero se adelantó a la carrera hacia los agentes.

—¡Atrás! —advirtió el teniente Colan—. Este lugar no es seguro...

—¡Estamos hartos de que nos traten como a borregos! —gritó el ciudadano indignado, enarbolando una revista enrollada como si fuese una espada—. Dispáreme, si se atreve...

—Le ordeno que se detenga, por su propia seguridad —insistió Colan.

—Acaba de matar a tiros a uno de sus hombres... —continuó el hombre de la revista, acercándose cada vez más a la agente Harper—. Y esta mujer parece herida. ¡Soy médico! Exijo ejercer mi deber de prestar auxilio...

No llegó a terminar la frase, porque las manos de la agente Harper se cerraron alrededor de su tráquea. El resto de los espectadores, al ver que su adalid estaba siendo atacado por la agente herida a la que trataba de socorrer, rompieron la formación y varios de ellos corrieron en tromba hacia la escena. Para cuando llegaron, el huésped había vuelto a cambiar de cuerpo. Ambos, la agente Harper y el hombre que se había identificado como médico, se volvieron hacia la multitud exhibiendo uñas y dientes en un gesto desafiante.

—¡Cuidado, son zombis! —gritó un hombre delgado que vestía una camiseta de Star Trek—. ¡Que nadie resulte mordido, o también se convertirá en uno de ellos!

El inspector Colan, debatiéndose entre abrir fuego contra su ex-compañera o huir para pedir refuerzos, realizó unos disparos al aire en un vano intento de poner orden.

—¡Que no cunda el pánico! ¡Todo el mundo atrás! —gritaba.

—¡Las armas! —chilló el trekkie—. Cojámoslas y disparemos a la cabeza de esos monstruos. Es la única forma de acabar con los zombis.

El primero en caer fue el propio inspector Colan, alcanzado por una bala perdida que buscaba a la agente Harper. Antes de morir, tuvo tiempo de sentir toda la crudeza de la situación. Asesinado por un grupo de civiles, aterrorizados por un fenómeno que no podían comprender. Su vista se nubló por última vez mientras sentía cómo le invadía un inexplicable frío, aun bajo el sol inclemente de Miami. El resto de los agentes fueron ejecutados en cuestión de segundos, incapaces de contener a la turba y todavía reacios a disparar sobre ellos. Más tarde, nadie supo explicar quiénes y por qué habían abatido también a los agentes que no parecían estar bajo los efectos de aquel síndrome de demencia asesina. Estaban demasiado ocupados siguiendo las órdenes disparatadas de aquel tipo de aspecto estrafalario que se había erigido en una especie de líder y que parecía saber exactamente qué era lo que tenían que hacer.

—¡Preparad una hoguera! —bramaba, enardecido por una especie de fiebre mesiánica—. La única manera de asegurarse de que no vuelven a levantarse es incinerando los cuerpos.

La turba enardecida se afanó en reunir sillas, mesas, cortinas y todo tipo de objetos inflamables para construir su catártica pira funeraria. Pronto, el fuego purificador impartiría su justicia divina.