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Sábado, 22 de abril.

Centro deportivo Julius Caesar, Miami.

Aquella perezosa tarde de sábado, alrededor de las siete, Darren y Eugene ya ocupaban su asiento en la zona de prensa, justo a la derecha de la mesa de comentaristas. Habían empleado la mañana en ir a recoger las autorizaciones y en una primera toma de contacto con el recinto donde se celebraría la velada. Al principio, Eugene se había mostrado visiblemente decepcionado, tal vez esperando encontrarse con alguno de los luchadores por allí, pero lo único que pudo ver fue la febril actividad de los tramoyistas, que montaban el cuadrilátero. Mataron el tiempo en una cafetería, donde comieron unas hamburguesas, mientras Darren le daba al chico algunos consejos de última hora para obtener buenas fotos de los combates. Justo al principio de cada lucha, Eugene sería autorizado a traspasar las vallas de contención durante un minuto exactamente para fotografiar a los luchadores a pie de lona. Los mejores fotógrafos solían arreglárselas para doblar y, en ocasiones, triplicar ese tiempo con todo tipo de artimañas. Eventualmente, con esa práctica se ganaba uno todo tipo de amenazas y empujones por parte de los miembros del equipo de seguridad. En otros casos, se corría el riesgo de ser arroyado por un luchador que salía despedido por encima de la tercera cuerda, con inciertas y dolorosas consecuencias.

Hasta su posición llegaba el fuerte olor de la lona y las colchonetas que rodeaban el ring, mezclado con algodón de azúcar, perfume barato y sudor. Faltaba poco para que saliera el anunciador de la velada y el público ya estaba caldeando el ambiente, exhibiendo sus pancartas de elaboración casera en la que se leían todo tipo de consignas a favor o en contra de alguno de los luchadores que iban a aparecer de un momento a otro por el túnel de vestuarios. Se trataba de un recinto de modesto aforo, tal vez pudiera albergar a cuatro mil personas, pero se veían calvas en las gradas a pesar de que el evento estaba ya a punto de comenzar.

Darren cambiaba de postura en su silla de plástico con más frecuencia de la necesaria y se retorcía las manos con ansiedad. Todavía no había visto a nadie entre el público a quien reconociese y, por lo tanto, que pudiera ser su contacto. Todas las caras en las que se detenía le parecían desconocidas. ¿Y si todo había sido una farsa? Pero, en caso de que fuera real, ¿y si el contacto había sido descubierto por agentes enemigos y capturado? ¿Les+ iba a ocurrir algo parecido a él y al chico? De nada servía obsesionarse con esos pensamientos negativos, así que resolvió concentrarse en realizar un buen trabajo para no volver con las manos vacías a Tallahassee. Resultaría embarazoso justificar su viaje a Miami si el lunes o el martes entregaba una crónica anodina sobre un evento menor, acompañada de una entrevista intrascendente... o ni tan siquiera eso.

Tras la presentación del evento por parte de un engolado speaker embutido en un esmoquin negro, tuvieron lugar dos combates que, sin duda, no pasarían a la historia de la lucha profesional. En el primero, un obeso mastodonte de más de trescientas libras apabulló a un oponente esmirriado que ni siquiera le duró cinco minutos. El segundo fue un combate por parejas. Dos barbudos individuos, supuestamente hermanos y ataviados únicamente con pantalones de camuflaje, acabaron empatando por doble descalificación con un dúo de puertorriqueños enmascarados. Por suerte, los caribeños exhibieron algo más de técnica y el combate resultó más entretenido que el anterior. Seguidamente se anunció por megafonía un descanso de un cuarto de hora, que tradicionalmente era aprovechado por el respetable para visitar los servicios o el bar, pero que en esta ocasión provocó algunos abucheos. Entonces, entre la marea de gente que parecía fluir en todas direcciones, la vio.

Durante un instante, la luz deslumbrante de los focos le impedía verla; al siguiente, allí estaba ella surgiendo de entre la multitud. Había estado sentada todo el tiempo allí, en segunda fila, al otro lado del cuadrilátero. Únicamente no la había visto antes porque el poste del esquinero del ring se interponía entre los dos. A pesar de que llevaba diez años sin verla, Darren reconocería aquella mirada majestuosa y esa cabellera cobriza en cualquier parte. Stephany Zubar, la única chica con la que no le habría importado comprometerse. La beldad efervescente que le robaba horas de sueño durante el primer año de carrera, y con la que estuvo saliendo un par de veces sin llegar a nada serio. Muy a su pesar, la llegada del verano hizo que sus caminos se separaran: Stephany abandonaba la facultad de periodismo para empezar sus estudios de medicina en Yale. Desde entonces habían tenido un fugaz contacto por carta, pero pronto la distancia se erigió en un obstáculo insalvable. Sin embargo, Darren no había conseguido olvidarla por completo, a pesar de haber tenido varias parejas desde entonces.

Se contuvo para no hacerle señas desde su posición, pues no deseaba llamar la atención de Eugene. La prudencia le recomendaba mantener en secreto la rocambolesca historia que tenía entre manos. Excusándose de su ayudante con el pretexto de ir al servicio, acudió al encuentro de Stephany. Con cierto apuro, percibió que el corazón le latía tan deprisa que parecía estar a punto de escapársele del pecho. A medida que se acercaba a ella, sorteando a contracorriente la multitud que amenazaba con ahogarle, sentía la boca seca y un punzante hormigueo en el estómago. Ya casi estaba encima de ella cuando sus miradas se encontraron. Por un instante creyó que no le había reconocido, pero inmediatamente se formó en la cara de la chica una amplia sonrisa, la que él recordaba igual que si la hubiera contemplado tan solo el día anterior. La oyó pronunciar su nombre por encima del fragor de la multitud y, entre codazos y empujones, se abrió paso hasta ella. Durante años, había estado buscando una frase colorida para la ocasión, en caso de que llegase a producirse, construyendo en su imaginación toda clase de ingeniosas posibilidades. Pero llegado el momento de la verdad, solo acertó a decir:

—¡Stephany! ¡De verdad eres tú!

—¡Darren! —gritó la muchacha, con los ojos como platos—. No puedo creerlo... ¡Ha pasado tanto tiempo...! —Stephany titubeó, como decidiendo si lo adecuado sería un beso o un apretón de manos. En ese instante, recibió un empujón desde la multitud, que prácticamente la echó en los brazos de él, lo cual zanjó cualquier duda al respecto. Azorado, Darren correspondió a su involuntario abrazo—. Así que, tú debes de ser el agente del que me habló el tal Jones. ¿Has venido por eso, tú también? Dime que no me estoy volviendo loca...

—¿Cómo no iba a venir? —dijo él—. Ya sabes que no puedo resistirme a un buen misterio. Sí, yo también recibí la visita de un tipo extraño que decía llamarse Jones. Parecía saber muchas cosas sobre mí. Cosas de las que nunca hablo con nadie. Por eso pensé que podría haber algo de verdad en su historia. Y ahora que estoy contigo, me alegro de haber venido. —Darren prolongó el abrazo todo lo que le permitía la corrección.

—Sé que debes de tener un montón de preguntas que hacerme—continuó la joven—. Yo también las tengo. Nos pondremos al día en cuanto sea posible, pero creo que ahora mismo no es el sitio más indicado. ¿Se te ocurre algún lugar donde podamos hablar en privado?

Darren recorrió el recinto con la mirada en busca de una isla de tranquilidad en la que poder apartarse de la muchedumbre.

—Voy a hacer uso de mi pase de prensa para ver si podemos colarnos en el backstage —decidió—. Ven conmigo.

Darren tomó su mano para guiarla entre la multitud. El tacto de la piel sedosa que tantas veces había recreado en su imaginación bastó para acelerar su corazón todavía más. Finalmente llegaron a una de las salidas de emergencia, guardada por un agente de seguridad que, tras ver su autorización, les dejó pasar sin mayores problemas. Alrededor había varios montones con material de la empresa promotora, incluyendo un segundo ring desmontado y apilado en cajas. Un par de tramoyistas fumaban y charlaban, esperando a que acabara el espectáculo para desmontar la escena.

—Estás igual de deslumbrante que siempre —dijo Darren. Por el camino le había dado tiempo a improvisar una introducción razonablemente digna—. ¿Qué has estado haciendo durante todos estos años?

«¿De verdad he dicho eso yo? —pensó—. Seguro que va a pensar que me he vuelto un perfecto imbécil.»

—Comencé la carrera de medicina, pero no llegué a terminarla. Me di cuenta de que aquello no era lo mío. Después me inscribí en psicología y ahora estoy trabajando en mi tesis doctoral —respondió Stephany—. Sé que tú terminaste la carrera de periodismo y te ofrecieron un buen trabajo en Nueva York. Una amiga mía estaba en tu misma clase, aunque nunca te habló sobre mí. Lo siguiente que supe sobre ti fue que te habías mudado a Tallahassee, para trabajar en una pequeña publicación para frikis de la lucha libre. Me pregunto cómo es que acabaste en una revista tan cutre como esa, con todo el talento que tenías. ¿Agorafobia de la gran ciudad, quizás? —Al pronunciar la última pregunta, ella lo miró con esa expresión tan característica suya, bajo cuyo efecto resultaba prácticamente imposible asegurar si estaba siendo sarcástica, o bien hablaba en serio.

—Es una larga historia de la que prefiero no hablar, al menos por ahora —contestó Darren, visiblemente turbado—. Pero una cosa sí puedo decirte; no fue una decisión mía. En la carrera te enseñan todo lo que necesitas para ser el periodista que quieres llegar a ser. Luego aprendes que solamente vas a ser el periodista que te dejen ser. Es así de crudo.

—Está bien —concedió ella—, por ahora no tocaremos ese tema. Yo también acabé algo desengañada de mi experiencia en la facultad de medicina. Hablemos del asunto que nos ha reunido en este lugar, después de tantos años. ¿Qué te dijo el agente secreto, o lo que quiera que fuese aquel tipo?

—Me encargó que investigara todo lo posible sobre un tal John White, un anciano que vive en la residencia de la tercera edad Green Hills. Al parecer, podría ser otra persona bajo un nombre falso. Me pregunto qué conexión podría tener con una psicóloga como tú.

—Tal vez lo tenga todo que ver conmigo, Darren —dijo Stephany—. El caso es que recientemente he descubierto que mis verdaderos padres no fueron las personas que me criaron. Jones fue el que me lo contó en primer lugar. Cuando fui a ver a Alexander para confrontar la información, él, que siempre había sido un padre para mí, me confesó la verdad. Mi verdadera madre murió al poco de nacer yo, como consecuencia de un golpe fortuito recibido en un altercado con unos agentes de la CIA. Cayó al suelo y se golpeó en la cabeza de mala manera. Al parecer, tenía la salud delicada y no pudo superarlo. Si esto te parece increíble, espera a oír el resto: mi padre me entregó a los Zubar antes de darse a la fuga para no tener que comparecer ante la justicia. Le acusaban de colaborar con el enemigo pasándole información confidencial sobre ciertos avances científicos. En aquellos tiempos, había mucha paranoia hacia el bloque comunista. Ya sabes, la Guerra Fría y todo eso.

—Sí, más o menos igual que ahora —apuntó Darren, con una sonrisa de amargura—. Se me ocurre que, tal vez, arrojando algo de luz sobre ese tal White, descubramos algo acerca de la historia de tu padre. Tengo la sensación de que detrás de todo este embrollo hay una gran historia, y mi olfato de periodista ya se ha puesto a aventar el aire como loco.

—Creo que tienes razón —dijo Stephany, retirándose un mechón de delante de los ojos, en un gesto típico que desde siempre fascinaba a Darren—. Ahora que lo mencionas, mi padrastro también me contó que mi verdadero padre volvió de su exilio brevemente durante la Crisis del ochenta y ocho, para trabajar en un proyecto secreto del gobierno. De hecho, él mismo también estaba metido en el programa, como biólogo.

—Dame tan solo algo de tiempo para pensar en todo esto. Se supone que deberíamos resolver el problema en poco tiempo. Tengo que estar de vuelta en Tallahassee el lunes o el martes, a más tardar, si no quiero levantar sospechas.

En el camino de vuelta a sus asientos fueron abordados por un hombre de unos veintimuchos o treinta y pocos, vestido con un traje de algodón gris oscuro a rayas verticales, camisa de seda color salmón y el cabello engominado minuciosamente hacia atrás. Su rostro de facciones marcadas resultaba agradable, a su manera, y el mentón cuadrado le daba un aire viril que era acentuado por su manera de andar, un tanto ostentosa. Sonriendo, saludó a la pareja:

—¡Vaya, pero si es la adorable señorita Zubar! Qué agradable sorpresa. ¿No está espléndida esta tarde, Barney? —Le acompañaba un gorila de dos metros embutido en un traje similar, pero que en su caso parecía a punto de estallar. Las orejas de coliflor y la nariz aplastada le otorgaban un aspecto rudo y amenazador.

—Hola, Santo —respondió Stephany, con aire de fastidio—. Como siempre, vas muy bien acompañado. ¿Es por sus increíbles habilidades como conversador?

—No deberías emplear el sarcasmo con el viejo Barney, ya sabes lo sensible que es. —Mientras hablaba, Santo parecía ignorar deliberadamente a Darren—. ¿Quieres venir a tomar algo conmigo? Sin rencores, ¿de acuerdo?

—Es una oferta tentadora, pero la verdad es que ya voy acompañada. Será mejor que lo dejemos para otro día. ¿Tal vez nunca?

La sonrisa cínica de Santo se transformó en una mueca de desprecio de forma instantánea. Justo en ese momento, Eugene llegaba corriendo a través del pasillo.

—¡Darren! —apremió—. ¿Dónde te habías metido? Está a punto de salir el Doctor Gangrena. Debemos darnos prisa para tomar posiciones, si queremos hacer un buen reportaje.

Se produjo un silencio incómodo, en el que los cuatro hombres se observaron con expresiones que dejaban adivinar diversas emociones. La excitación de Eugene y la confusión de Darren, que se sentía en el epicentro de una comedia de situación, contrastaban con el odio de Santo y la mirada acerada de Barney, que transmitía la sensación de estar esperando alguna señal para actuar. Finalmente, Darren tomó la iniciativa y se excusó vagamente, al tiempo que se dirigía, en compañía de Eugene y Stephany, de vuelta a sus asientos.

Durante el resto de la velada, mientras Eugene se afanaba en sacar fotos aceptables, Stephany y Darren trataban de ponerse al día de todo lo ocurrido en sus vidas durante los últimos diez años. Él trató de no entrar en demasiados detalles respecto a los hombres con los que habría salido Stephany. Sin embargo, sí le preguntó acerca del tipo del traje caro que había protagonizado la escena anterior.

—Se llama Santo Tinelli —explicó Stephany—. Nos conocimos hace unos meses en un curso de autoayuda que dirigía yo como parte de mis créditos de libre configuración. Cometí el error de involucrarme demasiado en sus problemas personales y, antes de poder darme cuenta, me estaba pidiendo una cita. Además, era generoso y atento conmigo. Supongo que por eso me costaba tanto rechazarle. Salimos un par de veces, hasta que me cansé de su rollo histriónico y su autocompasión patológica, así que lo dejé plantado.

—¿Dejaste plantado a ese tipo, así, sin más?

—Por supuesto. Nunca debí aceptar salir con él, en primer lugar. Lo malo es que no es del tipo que aceptan un «no» por respuesta. Desde entonces, a menudo tengo la sensación de que alguien me vigila a cada paso que doy. Santo puede llegar a ser tremendamente obsesivo para algunas cosas.

—Pues gracias por avisarme de que venía tu novio —farfulló Darren—. Su amiguito parecía estar a punto de comerme vivo. ¿Hay ninguna cosa más que deba saber? ¿No habrás robado un banco últimamente, ni nada similar? No quisiera que me detuviesen a mí por cómplice…

—No seas crío, Darren —le regañó la joven—. ¿Quién iba a pensar que Santo vendría a ver la lucha libre? Además, no puedo pasarme la vida huyendo de él. Empiezo a estar bastante harta de sus ataques de celos. —Stephany se mesó el cabello, colocándolo detrás de la oreja, como quien descorre un telón, antes de continuar—: Entonces, ¿estamos juntos en esto, o no?

—Al menos, lo intentaré —concedió Darren—. Déjame pensar en algo para tener a Eugene entretenido y, mientras tanto, iré a fisgar a la residencia donde está ese señor White, a ver qué puedo averiguar. Mientras, tú trata de reunir información sobre los sucesos que ocurrieron en esta zona durante la Crisis del ochenta y ocho. Tengo mis razones para pensar que el secreto sobre ese anciano guarda alguna relación con ellos. Además, tu padre trabajó para el gobierno durante aquellos días. Hay que averiguar sobre qué trataba el proyecto que se llevaban entre manos. Y mantén los ojos abiertos, porque todavía no sabemos cuál podrá ser tu conexión con White. Estoy convencido de que debe haberla. Por lo que sabemos, podría incluso tratarse de alguien relacionado con el pasado de tu padre. Evita interrogar a tu padrastro, de momento. No te ofendas, pero no sabemos si nos está contando toda la verdad. Por aquí debe de haber una biblioteca grande con acceso al archivo histórico de su hemeroteca, ¿verdad?. —Stephany asintió—. Pues creo que deberías dirigirte allí por la mañana. Con el carnet de la universidad no deberían ponerte pegas para consultarlo.

 

Parque natural de los Everglades. Miami, Florida.

 

Tras el incidente con el cuidador del parque, Cyrus Verpoorten no había vuelto a ser molestado. Descabezó unas horas de sueño por la mañana, a pesar del calor insoportable, y por tarde siguió con su tarea de comprobar las trampas. Hubo un tiempo en que la zona del Shark River Slough se hallaba siempre concurrida, por la gran afluencia de turistas. Pero después de la Crisis, el presupuesto destinado al mantenimiento de un parque natural tan inmenso como los Everglades se había visto dramáticamente reducido, quedando vetada al público la mayor parte de su superficie.

El Shark River Slough era una corriente de agua dulce que conectaba el lago Okeechubee, al norte del parque, con la costa del suroeste. A ambos lados se podían ver extensiones de montecillos boscosos que albergaban numerosas especies de mamíferos y reptiles. Cyrus manejaba el hidrodeslizador con destreza, pues siempre utilizaba el mismo medio de transporte para desplazarse por el humedal. Se trataba de una singular embarcación dotada de un motor de aviación de ochenta caballos de vapor que movía una hélice bipala de madera, la cual a su vez generaba una potente columna de aire que podía alcanzar grandes velocidades. Dicha corriente incidía sobre el timón, situado justo detrás de la hélice, permitiendo así al piloto maniobrar la embarcación mediante una palanca vertical instalada a su izquierda. El fondo del deslizador era plano y no tenía ningún elemento móvil por debajo de la línea de flotación, lo cual lo hacía ideal para navegar por los pantanos, sin miedo a quedar encallado en las raíces de un mangle o en el fondo de aguas poco profundas. Desde su posición elevada en la popa, Cyrus mataba las horas del crepúsculo fumando sus pitillos. El rugido de la hélice era infernal, pero él ya estaba acostumbrado y no parecía importarle en absoluto. El inconveniente era que tal estruendo ahuyentaba a la fauna local, entre la que Cyrus dudaba si debía incluir a su «criatura». Desde luego, la huella era claramente humana, pero se le antojaba poco probable la existencia de un excursionista dando vueltas en mitad de la noche por el paraje, y descalzo por añadidura. De todos modos, si ese era el caso, mejor sería encontrarlo antes de que se convirtiera en la cena de un cocodrilo. No iba a contribuir en mucho a los anales de la criptozoología, pero al menos los desvelos del profesor Verpoorten servirían para una buena causa. Pensándolo bien, si se trataba de un individuo lo bastante feo, bien se le podría clasificar como «criatura monstruosa».

Cyrus consultó la brújula a la luz de su lámpara de queroseno y decidió aventurarse por entre los bajíos. Era fácil perderse por esos lares si no se estaba familiarizado. A sus más de cincuenta años, todavía conservaba ese impulso juvenil de explorar lo desconocido. No había lugar en el que se sintiera más libre que en esa enorme extensión de agua pantanosa y vegetación lujuriante.

Llevaba aproximadamente media hora recorriendo una senda entre montecillos, cuando llegó a una extensión de agua estancada, de cuya superficie emergía la silueta de una estructura metálica retorcida. Apagó el motor, dejándose llevar por la inercia sobre las aguas tranquilas. A medida que se aproximaba, no pudo sino sentirse sugestionado por la pavorosa masa de hierros quebrados en ángulos caóticos que se dibujaba contra el velo añil del crepúsculo.

Se detuvo junto a su hallazgo y la primera impresión que le produjo era que no los restos no pertenecían a ningún tipo de embarcación, pues era demasiado grande para tratarse de un aerodeslizador. Por su emplazamiento, dudaba que se tratase de algún tipo de antena de radio. ¿Quién en su sano juicio iba a instalar una estructura metálica en mitad de un pantano? Por la gruesa capa de herrumbre, dedujo que el armazón debía de llevar allí varios años. Le hubiera gustado disponer de más luz para poder realizar una inspección más detallada del objeto, pero eso debería esperar al día siguiente. Con los datos de que disponía, lo más probable era suponer que se hubiera tratado de algún tipo de transporte aéreo. Eso explicaría cómo había llegado hasta ahí y por qué los restos estaban tan dispersos. Tal vez alguna avioneta civil siniestrada. En ese caso, debía llevar allí desde antes de la Crisis. El gobierno había prohibido los vuelos en avioneta, a raíz de aquello. La administración Reagan, que todavía coleaba después de los ataques terroristas, había sido muy taxativa al respecto.

Cuando George Bush tomó el relevo al frente del gobierno desde el recientemente creado Partido Ultraconservador, las restricciones no hicieron sino endurecerse. La guerra fría que había estado gestándose durante décadas, lejos de desaparecer con los años, se había recrudecido de forma atroz. De la noche a la mañana, el mundo pasó a dividirse en dos grandes bandos: los Estados Unidos de América y el resto de las naciones. A Cyrus le constaba que en los demás países occidentales las cosas no iban mucho mejor. Los medios de comunicación retransmitían noticias deformadas por los tentáculos del Departamento de Información. Resultaba irónico que un departamento con tal nombre se dedicara a mutilar y travestir las noticias del mundo exterior para adecuarlas a sus intereses.

Por suerte, todavía era posible para los ciudadanos de mente abierta tener acceso a fuentes de información alternativas. Por toda la nación habían proliferado las emisoras de radio piratas, algunas de ellas retransmitiendo desde el interior de camionetas camufladas en continuo movimiento. Los trámites para obtener un visado para salir del país se habían complicado enormemente. Pese a todo, era imposible impedir que aquellos que habían estado en el extranjero trajeran noticias del mundo exterior consigo. Este punto no parecía preocupar demasiado al Departamento de Información, tratándose de información difícil de difundir sin el apoyo de los mass media. Cuando se controlaban los medios de comunicación, se podía dominar la realidad.

Cyrus encendió el motor del aerodeslizador para rodear la estructura y poder contemplarla desde otro ángulo. Si no se trataba de un vehículo civil, entonces tendría que ser militar. Había un aeropuerto del ejército en Cabo Cañaveral, a unas doscientas cincuenta millas al norte. No era probable que el ejército hubiera estado realizando maniobras militares en una zona turística y de gran valor medioambiental. Aunque, de haber ocurrido, era de suponer que el gobierno hubiera decidido ocultar el suceso.

Intrigado por el insólito hallazgo, decidió aparcar momentáneamente la búsqueda de su cosa del pantano para tratar de averiguar a qué podría haber pertenecido aquella misteriosa estructura. Después de pasar la noche anterior en vela, le vendría bien un descanso. Tomando nota mental de puntos de referencia para encontrar el lugar al día siguiente y poder llevar a cabo un análisis más minucioso, el profesor Verpoorten viró y se dirigió a su campamento a toda velocidad. Esa noche se iría pronto a dormir. Por la mañana iría a la biblioteca del condado de Broward, en Fort Lauderdale, para consultar su afamada hemeroteca. Tal vez pudiera encontrar alguna noticia antigua que le diera alguna pista sobre lo ocurrido, si es que los registros no habían sido ya mutilados. En realidad, existía la posibilidad de que éstos permaneciesen todavía sin procesar, pues los recortes presupuestarios hacían poco menos que imposible revisar todos los registros de la nación. Por este motivo, solía recaer esa función en manos de los propios bibliotecarios. Estos profesionales, a menudo solían tener objeciones morales a la hora de destruir documentos históricos con fines políticos. Al día siguiente tendría oportunidad de comprobarlo personalmente.