15
Al norte de Flamingo Garden, una muchedumbre se agrupaba en torno al grupo de individuos vestidos con ropas de camuflaje que ocupaba la cima de la colina. No tenían aspecto de militares, más bien de aficionados a la caza de fin de semana. Todos habían sido convocados mediante un mensaje difundido por radio de onda corta. Cada radioaficionado había hecho correr la voz entre sus familiares y vecinos, hasta reunir a dos centenares de personas. La mayoría de ellos solo sentía curiosidad por enterarse de lo que aquellos tipos tuvieran que decir.
—Ciudadanos —dijo uno de los convocantes, un hombre de tupida barba oscura y mirada intensa—. Hoy se cierne sobre nosotros una grave amenaza. El gobierno, a través del ejército, tratará de ocultar los hechos, tal como hizo aquel otoño de 1988. —Se elevó un murmullo entre la audiencia, que fue sofocado con un simple gesto del orador. Había conseguido captar su atención—. La plaga del síndrome demencia asesina que azotó este estado durante aquellos días, ha vuelto a aparecer. ¿Cuántos han de morir esta vez, sin que la verdad salga a la luz, sin que el gobierno haga algo al respecto? ¿Quién es el verdadero responsable de este horror? ¿Qué otros secretos nos ocultan todavía nuestros políticos?
La multitud se enardecía cada vez más, coreando consignas antibelicistas y alzando sus puños crispados.
—Pero —continuó—, compañeros, escuchadme bien. Esta vez, será distinto. Nosotros, el pueblo, tomaremos la palabra por vez primera en siete largos años. Somos la Resistencia Ciudadana, de la que todos habréis oído hablar. También os habrán dicho que no existimos, que somos una especie de leyenda urbana. Ahora sabéis que también os han mentido acerca de eso. —Hizo una pausa, hasta que la multitud volvió a apaciguarse—. Vamos a tomar por la fuerza la emisora de radio WRHC y le vamos a contar a todo el mundo lo que está pasando en realidad. Necesitamos un grupo de voluntarios para apoyar a nuestros agentes, que ya se dirigen a la emisora. ¿Quién se ofrece a luchar en nombre de la verdad?
Tres docenas de manos se alzaron entre la multitud, como los resortes de una atracción de feria.
Darren Mathews sentía una profunda vergüenza de sí mismo en aquel momento. Había presenciado toda la escena sin atreverse a intervenir, paralizado por el miedo. La mujer de la que creía estar enamorado había estado al borde de la muerte, siendo el profesor Verpoorten el que la había salvado, sin reparar en el peligro. Aquella heroicidad le había costado la vida. Después de todos los acontecimientos insólitos en los que había tomado parte en las últimas horas, Darren había llegado a verse a sí mismo como el héroe intrépido de una película de intriga, destinado a salvar el día y besar a la chica antes de los créditos del final. Dolía comprobar que no era así, más incluso de lo que dolía la pérdida de Cyrus Verpoorten, al que había aprendido a apreciar, pese a que en realidad era poco menos que un desconocido para él. El doctor Fletcher, a su lado, seguía sin reaccionar ante lo que acababan de presenciar sus ojos, saturado por la suma de acontecimientos. No obstante, el periodista se forzó a tragarse lo que quedaba de su orgullo y corrió al encuentro de Stephany, que ascendía por la colina en dirección al escondite lo más rápido que era capaz.
—¡Darren! Cyrus está muerto… ¿Qué es lo que ha pasado? —gritaba, entre sollozos—. De repente, todos empezaron a disparar y entonces él apareció de la nada.
—Ha venido el ejército, Steph, y han arrasado el lugar —dijo Darren—. Creo que lo mejor será salir de aquí cuanto antes.
—Estoy de acuerdo. Vámonos ahora mismo —convino el doctor Fletcher—. Lamento lo de vuestro amigo, se comportó como un auténtico héroe.
—Pero mi padre... es decir, Alexander, todavía puede estar dentro —dijo Stephany.
—Créeme, jovencita —contestó el doctor Fletcher—. Si ese helicóptero ha venido en busca de lo que yo creo, Alexander ahora está en su interior, de camino a la base militar de Cabo Cañaveral. A quien buscaban esos militares era a mí.
—¿Quiere decir que...? —terció Darren.
—Ese trozo de metal que llevaba debajo de la piel —dijo el doctor Fletcher— era un microtransmisor. En cuanto Webster ha sabido de mi huida, ha venido para llevarme de vuelta. El satélite que los militares utilizan para rastrear la señal, en realidad no ofrece demasiada precisión. Obviamente, al ver a esos tipos armados en la granja, ha debido de creer que yo me encontraba en el interior. Daría lo que fuera por ver la cara que ha puesto esa rata al ver que era Alexander el que estaba ahí dentro, en mi lugar.
—Y Webster debe de creer que Alexander le puede llevar hasta ti —concluyó Stephany.
—Eres una chica muy sagaz; ahora veo que realmente eres hija mía —se felicitó el anciano—. Además, tienes los ojos de tu madre. Es casi como si la tuviera delante ahora mismo.
—En ese caso, poco podemos hacer por el momento. Tal vez sea hora de tratar de encontrar a Frank y Eugene —propuso Darren, cada vez más preocupado por su joven ayudante.
Sin perder tiempo, se internaron en un soto de coníferas que ofrecía cobijo frente a la desolación de la llanura que dejaron tras de sí. Caminaron sin rumbo establecido durante varios minutos. La única consigna era alejarse de la granja lo máximo posible, por si volvían los militares.
Se detuvieron en un claro para que el doctor Fletcher, que ahora caminaba con visible dificultad debido a la falta de costumbre, pudiera descansar. De repente, una voz firme que venía de algún lugar a sus espaldas les hizo dar un respingo.
—Quietos ahí y poned las manos en alto. Nada de movimientos bruscos, os lo advierto. Venga, daos la vuelta. Queremos ver vuestras caras.
Al girarse, pudieron comprobar que cuatro individuos, dos hombres y dos mujeres, les apuntaban con rifles de caza a unas escasas seis yardas. Hicieron lo que les ordenaron, ligeramente aliviados al ver que no se trataba de militares, pero preguntándose si no habían saltado de la sartén para caer en las brasas. En cualquier caso, seguían estando del lado equivocado de varias armas de fuego, por lo que su situación no dejaba de ser precaria.
—Chris, míralos —dijo una de las mujeres, que iba vestida con ropa de caza color camuflaje—. Uno es un anciano y parece herido. Mira toda esa sangre. Además, no van armados.
—¿Quiénes sois y qué hacéis aquí? —preguntó el mismo que les había dado el alto, un hombre robusto de raza negra de unos cuarenta años de edad.
—Es algo complicado de explicar —dijo Darren—. Vinimos en busca de un caballero al que habían secuestrado unos tipos, que son los mismos que alimentan a los escarabajos a un par de millas en esa dirección…
—Eh, un momento. ¿Qué es ese rollo? Al menos, no trates de vacilarnos —interrumpió el otro varón, un chico rubio y delgado que tendría unos veinte años a lo sumo.
—Carl, reconocerás que salta a la vista que éstos no son militares. ¿Sabéis algo relativo al helicóptero que acaba de irse? —dijo la otra mujer, algo entrada en carnes y vestida con una camisa de leñador desgastada.
—Vinieron de repente y se cargaron a los mafiosos como patos en una barraca de feria —dijo Darren—. Nosotros tuvimos suerte de poder escapar. Uno de nuestros compañeros no fue tan afortunado.
Los cuatro individuos armados intercambiaron miradas entre sí. Finalmente, el hombre negro habló en nombre de todo el grupo.
—Somos miembros de la Resistencia Ciudadana. Llevamos tiempo preparándonos para otra situación preapocalíptica, como esta que nos está tocando vivir. Podéis venir con nosotros a nuestro refugio, pero os lo advierto: a la más mínima sospecha os mandamos al otro barrio, ¿entendido?
—Entendido —asintió Darren, pero en el fondo estaba convencido de que aquellos comedores de tofu no le harían daño ni a una mosca.
Las calles de Miami comenzaban a agitarse con la multitud de ciudadanos angustiados que salían a las calles en busca de información, y la situación se estaba extendiendo por todo el estado de Florida. Aunque la epidemia no había llegado aún a los grandes núcleos de población, la noticia había saltado como una chispa y se estaba propagando como la llama entre la hojarasca. Cientos de personas llamaban a sus familiares y amigos para informar de los ataques que acababan de presenciar o de los rumores que habían escuchado. Las primeras noticias aparecidas en los medios de comunicación de la mañana habían alertado a una población que llevaba varios años adormecida en la falsa seguridad de su sociedad de cartón piedra. El gobierno estatal supo reaccionar, aunque no lo bastante rápido, cortando las líneas telefónicas, pero la semilla ya estaba sembrada.
Con este panorama, un grupo de colaboradores de la Resistencia Ciudadana accedía al vestíbulo de la emisora WRHC sin encontrar oposición por parte de la policía, ocupada en sofocar cientos de pequeños disturbios.
—Queremos acceder al plató de Noticias Hoy —dijo el que parecía ser el cabecilla del grupo, un hombre con el cabello ensortijado color azafrán y bigote al estilo de Fu Manchú—. Si colaboran con nosotros, procederemos de forma pacífica.
—¿De qué está hablando? —contestó la recepcionista, una chica alta y huesuda, con las mejillas salpicadas de pecas y el cabello recogido en una cola de caballo—. Nadie puede acceder a…
—Hilda, ya sabes qué hacer —dijo el pelirrojo.
Una enorme mujer, de espaldas anchas como la puerta de un granero, salió de entre la pequeña multitud y rodeó el mostrador sin mediar palabra. Agarró a la recepcionista por detrás de los codos y, sujetándola en una presa irrompible, la llevó ante su portavoz. La pobre chica no pudo hacer nada por impedirlo, a pesar de todos sus forcejeos y protestas:
—¡Déjeme ir! ¡Llamaré a la policía!
—Pues póngase a la cola, señorita —contestó el cabecilla—. Estimo que tardarán unos tres días en poder atender su petición. Lo dicho: llévenos al plató ahora mismo y, a ser posible, por el camino más corto.
A regañadientes, la chica hizo lo que le pedían y les condujo hasta un pasillo del que colgaban toda suerte de cables medio sueltos. Se detuvieron ante la puerta con el letrero luminoso de «en el aire» destellando en rojo. Sin vacilar ni un segundo, abrieron la puerta para irrumpir en mitad de la emisión en directo. El presentador, un busto parlante sentado a la mesa con un taco de folios ante sí, enmudeció súbitamente. Su rostro adquirió el tono de la cera y los ojos parecía que iban a saltar por encima de la montura de pasta de sus gafas en cualquier momento. Los técnicos de sonido se miraban unos a otros, intercambiando miradas perplejas. En la sala de enfrente, visible desde el estudio a través de la doble ventana de vidrio, dos miembros de la Resistencia flanqueaban al técnico de la mesa de mezclas para asegurarse de que no cerraba ni manipulaba la emisión.
—Que nadie se mueva —dijo el pelirrojo—. Somos un grupo pacífico, pero hemos venido a hacer un comunicado y no toleraremos oposición por parte de nadie.
—¿Qué está pasando aquí? —logró articular el presentador, recuperando la compostura.
—Eso es lo que nos proponemos averiguar —contestó el portavoz de la Resistencia—. Y para ello vamos a tomar la palabra en las ondas.
—Señores oyentes —continuó el locutor—, les informamos de que un grupo de individuos acaban de tomar por la fuerza el estudio de esta emisora. Nos vemos obligados a cederles el micro, en contra de nuestra voluntad. Pero no podemos responsabilizarnos de lo que a partir de ahora vayan ustedes a escuchar.
—Bien dicho, Nixon —dijo el cabecilla de los intrusos. Se sentó en el lugar del presentador, que retrocedió al fondo de la reducida cabina, y se colocó los auriculares. Acercándose al micro, comenzó a leer su comunicado:
—Ciudadanos de Florida. Me dirijo a todos ustedes para advertirles de la grave amenaza que se cierne sobre nuestras cabezas…
El comunicado de la Resistencia Ciudadana había tenido sobre la multitud el mismo efecto que arrojar gasolina sobre un incendio. Miles y miles de personas se apiñaban bajo la mirada de la Torre de la Libertad, en Miami, exigiendo por primera vez en años que se les contara la verdad. Si sus vidas volvían a estar en peligro, bien por un ataque del exterior o por algún otro motivo, tenían todo el derecho a saberlo. Multitudes enardecidas coreaban consignas improvisadas sobre la marcha y se agolpaban en las calles de la metrópoli. La policía antidisturbios se veía impotente para contener el avance de la marea que invadía en cuestión de minutos las inmediaciones de los principales enclaves políticos, escena que se repetía de forma simultánea en otros centros neurálgicos del estado. El ejército se encontraba dividido entre la acción directa sobre los propios afectados por el síndrome de demencia asesina y el control de las masas exaltadas.
Aquellos ciudadanos que se encerraron en sus casas, aparentemente la opción más sensata, también tuvieron su ración de sufrimiento. A la incertidumbre del destino que hubieran podido correr familiares y amigos, así como acerca de su propio futuro, había que sumarle el hecho de que se hallaban incomunicados desde hacía horas, puesto que las líneas únicas líneas telefónicas que todavía funcionaban eran las propias de las instituciones gubernamentales y las del ejército.
La radio y la televisión se apresuraron a ofrecer distintas versiones de los hechos, en los que se minimizaba la gravedad de la situación. Pero ya era demasiado tarde para reparar el daño ocasionado; poco después habían dejado de emitir en directo. Solamente era posible sintonizar anodinas retransmisiones enlatadas, mayormente de música clásica. Esa era la situación general aquella tarde de primavera, por lo demás calurosa como tantas otras.
Frente a la granja, entre los cadáveres acribillados de los hombres de Don Santo Tinelli, una figura inerte recuperaba la consciencia. Lo primero que notó fue el dolor. Un intenso dolor lacerante en el hombro izquierdo, que se irradiaba hacia la espalda y se acrecentaba en forma de batidas con cada latido de su corazón.
«No es nada, se dijo. Al menos, significa que estás vivo.»
El impacto de bala había sido limpio, con un orificio de entrada y otro de salida. Con los debidos cuidados, ni siquiera le quedarían secuelas. No podía decirse lo mismo del resto de sus hombres. Únicamente lamentaba la pérdida del lenguaraz Butch, al que consideraba un empleado prometedor, con buenas perspectivas dentro de la organización. Podía haber llegado a convertirse en su mano derecha, una vez heredara el negocio de su padre.
Tras comprobar que no tenía nada roto, ni otras heridas de gravedad, dedicó unos minutos a planear su siguiente movimiento. Recordaba haber visto a Stephany correr en dirección a la arboleda que estaba detrás de la colina. Antes de desmayarse, había podido disparar una única vez, pero estaba claro que la zorrita había conseguido escapar. Su delicioso cadáver no se encontraba entre los restos de la masacre. Pero no había podido ir demasiado lejos por sus propios medios. Aún estaba a tiempo de vengarse por todos los problemas que le había traído y por haberlo humillado delante del difunto Barney en la velada de lucha libre. Lo único que pretendía era que le diera otra oportunidad, no tenía ningún motivo para tratarle así. Ella misma había firmado su sentencia de muerte.
Se dirigió a uno de los cadáveres que alfombraban el suelo y tomó dos armas: una pistola de pequeño calibre, que podía ser escondida fácilmente entre la ropa, y una navaja de mariposa. Había tomado la decisión de cobrarse su justa venganza en las distancias cortas.
Darren, Stephany y el doctor Fletcher fueron conducidos a la cabaña campo a través. Les escoltaban dos de los miembros de la patrulla de la Resistencia con la que se habían topado, el llamado Chris y la mujer hombruna. Los otros dos habían decidido reemprender su ronda. El refugio era mucho más pequeño de lo que había imaginado Darren, que en su mente había construido de forma inconsciente una base secreta ultramoderna, oculta tras lo que parecería ser un sólido muro de roca disfrazado. Una especie de Batcueva al estilo hippie. La realidad era otra bien distinta. Se preguntó a cuántas personas podría albergar aquella pequeña cabaña de madera y llegó a la conclusión de que más de doce tendrían serios problemas de espacio, en caso de tener que permanecer ahí dentro durante una larga temporada. La respuesta al enigma llegó nada más poner un pie en el interior.
—Podéis bajar —dijo Chris, apartando la alfombra para revelar una trampilla oculta—. Llevad cuidado con los escalones, no vayamos a tener un accidente.
Mientras descendían por los angostos escalones, Darren se preguntaba hasta qué punto podían considerarse invitados o si, en cambio, no eran más que prisioneros.
Al llegar al fondo, lo primero que les llamó la atención fue la agradable sensación térmica, varios grados inferior a la de la superficie. Ante sus ojos se desplegaba una estancia subterránea, al menos el doble de grande que la planta visible de la cabaña, sostenida por varios pilares distribuidos de manera estratégica. En ella, unas treinta personas de ambos sexos y edades dispares se afanaban en distintas tareas, repartidas en grupos. Había tres hombres maduros manejando una emisora de radio de onda corta. Varias mujeres limpiaban y ponían a punto unos rifles sobre una enorme mesa que ocupaba el centro del sótano. Otros se arracimaban en torno a un mapa de carreteras, en el cual hacían señales con rotuladores de varios colores. Unos austeros jergones repartidos por el suelo, pegados a las paredes, constituían todo el espacio destinado al descanso. El aire estaba algo viciado, debido a la concentración de humanidad en el espacio cerrado, pero, al menos, nadie fumaba. Darren tendría que salir al exterior para poder poner en práctica su vicio favorito.
—Este es nuestro cuartel general. No es gran cosa, pero cumple con su función —explicó Chris—. Como os dije, podéis permanecer con nosotros por el momento, si os comprometéis a contribuir a la comunidad con las tareas que sean necesarias. Podéis considerarme como a una especie de líder, en ausencia de nuestro presidente.
—Te estamos muy agradecidos, Chris —dijo Darren—. Todavía estamos muy afectados por la pérdida de nuestro compañero. Antes de eso, habían desaparecido dos muchachos más de nuestro grupo. Tal vez lo mejor sea que emprendamos su búsqueda mañana por la mañana, dependiendo de cuál sea la situación ahí fuera. ¿Cómo es de malo?
—Fatal. El ejército está en pie de guerra —continuó el líder de la Resistencia—. Tenemos constancia de que están cargando contra los manifestantes. Y algunos informadores aseguran que no solamente utilizan mangueras de agua y pelotas de goma. Hay un número indefinido de víctimas que han caído bajo el llamado «fuego amigo». A este paso, van a causar más bajas que la propia epidemia.
—¿Epidemia? —intervino el doctor Fletcher, tomando la palabra por primera vez desde que fueran interceptados por los miembros de la Resistencia —¿Tan rápido se está extendiendo? Me temo que en las últimas horas hemos estado ocupados con otros asuntos y no hemos podido seguir el curso de los acontecimientos.
—Los primeros casos se dieron en las inmediaciones del laboratorio clínico Bio-Tech. Hubo un incendio y muchos muertos. Desde entonces, llegan noticias de avistamientos desde cincuenta millas a la redonda. Sabemos todo esto gracias a nuestra red de estaciones de radio de onda corta. El gobierno ha cortado las líneas telefónicas cuando la cosa se ha empezado a poner verdaderamente fea. Los medios de comunicación están mudos desde hace horas, pero hace poco, uno de nuestros grupos ha podido colarse en el estudio de la WRHC para leer un comunicado. Eso ha sido la chispa que ha prendido la mecha.
—Un incendio… —dijo el doctor—. Eso lo explica todo. Necios…
—Pero discúlpenme —terció Chris, un tanto azorado—, a veces me pongo a hablar y olvido los modales. Supongo que deben de estar cansados y hambrientos. Vengan conmigo y veremos qué podemos hacer al respecto.
En una sala insonorizada del complejo de investigaciones científicas, en el corazón de la base militar de Cabo Cañaveral, el teniente coronel y doctor en medicina Algernon Webster se encaraba con un viejo conocido. El aterrizaje había tenido lugar en el mismo techo del edificio, evitando así ser vistos por incómodos testigos.
—Llevadle al laboratorio número trece —ordenó Webster—. Me parece lo más apropiado en este caso. —El oficial sonrió al recordar los días en que utilizaba el complejo como su base de operaciones particular, dirigiendo sus experimentos con soldados infestados.
—Estás loco, Algernon —protestó Zubar—. Algún día tus superiores se darán cuenta de ello y entonces serás historia.
—En eso tienes razón, querido profesor —contestó, con una tensa sonrisa que no podía desmentir a su monocular mirada de odio—. Sí, pretendo pasar a la historia, pero no en el sentido que usted insinúa.
Condujeron al profesor escaleras abajo y a través de un estrecho pasillo jalonado de puertas metálicas. Finalmente, fue depositado sobre una silla en una de las habitaciones vacías. Al momento, Webster despidió a todos los soldados, dándoles otros asuntos que atender lejos del complejo científico. Prefería proceder al interrogatorio sin testigos. No había nadie más en la estancia, de paredes asépticamente blancas. La luz intensa del flexo apuntaba directamente al rostro del interrogado, como en una trasnochada película de detectives. Con su único ojo, Webster parecía querer penetrar en la mente del hombre que tenía ante sí, en un intento de obtener la información que necesitaba. Al mismo tiempo deseaba anularlo, dominarlo, destruirlo, dejarlo reducido a un cascarón vacío sin voluntad propia y, finalmente, deshacerse de él. No hubiera sido aquella la primera vez, anteriormente ya había tenido ocasión de poner en práctica su método con aquel biólogo obstinado y moralista llamado Edmond Fletcher. Le había quitado sus recuerdos, su capacidad de razonar y valerse por sí mismo y hasta su nombre. La muerte en vida.
Entonces, el teléfono que colgaba de la pared rasgó el ominoso silencio con su timbre impertinente. Webster había pedido que le llamaran allí en cuanto tuvieran el resultado de la segunda lectura del microchip.
—Aquí Webster. —Contestó, con tono irritado. No le gustaban las interrupciones. Al otro lado, una voz distorsionada por los parásitos de la línea le habló:
—Aquí el sargento Banks, de telecomunicaciones, señor. Tenemos una nueva lectura.
—¿Y bien?
—La señal sigue prácticamente en el mismo sitio donde fue localizada la primera vez, señor.
—¿Está seguro?
—Totalmente, señor. El margen de error es de unas cien yardas a la redonda.
—Está bien, soldado. —Colgó el auricular con expresión ceñuda, mientras trataba de asimilar la información. Comenzaba a preguntarse si el doctor Fletcher seguiría allí mismo, vivo y oculto en un zulo, o tal vez muerto y enterrado en una fosa sin nombre. Lo único que no encajaba en el rompecabezas, cada vez más complejo, era el papel que jugaba Alexander Zubar en todo el asunto. Si Fletcher seguía con vida, ansiaba recuperarlo a toda costa y a la mayor brevedad, sabedor de que el patético estado al que se veía reducido el doctor podría revertirse en caso de dejar de serle administrado el cóctel de fármacos.
Y entonces, podría recordarlo todo. Podría delatarlo a sus superiores. Podría venderle sus secretos a terceros. Pero eso no iba a ocurrir. Por el momento, se centraría en obtener algo de información del profesor Zubar.
—Como ya nos conocemos, nos ahorraremos las presentaciones —dijo Webster, con su voz gélida—. Escúcheme bien, porque espero no tener que repetirlo: ¿dónde está Edmond Fletcher?
—No lo sé —respondió Alexander Zubar, sin mostrar emoción alguna—. ¿Cómo iba yo a saberlo?
El hombre del parche tragó saliva y continuó, reprimiendo un exabrupto.
—Le advierto que aquí las preguntas las hago yo. En lo sucesivo, se limitará a contestarlas de manera clara y concisa. ¿Queda claro?
—Sí, muy claro. —Alexander tenía las manos sobre la mesa, con los dedos entrelazados. Al menos, había tenido la gentileza de dejárselas libres.
—¿Qué estaba usted haciendo en aquella cabaña? Y no toleraré mentiras.
—Fui secuestrado por aquellos individuos en mi casa, sin recibir más explicaciones. No tengo ni idea de lo que pretendían hacer conmigo.
—¿Había visto antes a aquellos tipos? Piénselo bien antes de contestar —continuó Webster, con los puños apretados con tal fuerza que los nudillos perdieron el color.
—Era la primera vez que los veía en mi vida. Simplemente, llamaron a la puerta y entraron sin mi permiso.
—¿Pudo escuchar algún fragmento de conversación en la que dijeran algo relevante que nos pudiera servir como indicio de su procedencia? ¿Algún dato peculiar?
—Estoy bastante seguro de que escuché el apellido «Tinetti» o algo parecido. Hablaban sin parar entre ellos durante el trayecto. No pude ver nada, porque me vendaron los ojos antes de subirme al coche —añadió, frunciendo el ceño—. Hubo algo extraño, ahora que lo pienso. Sucedió antes de que llegara el helicóptero. Escuché un disparo en el interior de la granja. Luego hubo gritos. Diría que se estaban peleando entre ellos y alguien disparó un arma.
El doctor Webster dio unos pasos alrededor de la estancia para poder digerir mejor la nueva información. Dudaba de si este nuevo testimonio no sería más que una cortina de humo para confundirle. Por otra parte, algo extraño había pasado en esa granja poco antes de que llegara él con su brigada, el cadáver de la mujer con el cuello roto lo evidenciaba. Si lo que decía el profesor Zubar era cierto, podría estar implicada en la trama la familia Tinelli, poderosa organización criminal cimentada en el narcotráfico a gran escala, cuyos tentáculos traspasaban las fronteras internacionales. Eso podría complicar enormemente sus planes. Tan absorto estaba en sus cavilaciones, que no oyó al anciano levantarse de la silla y colocarse a su espalda sin hacer el menor ruido.
Antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo sintió que su cerebro se nublaba por la repentina falta de oxígeno y los ojos se le salían de las órbitas, incluso antes de notar el ardiente abrazo alrededor de su cuello. El anciano profesor trataba de estrangularle con algún tipo de cordón, probablemente sacado de sus zapatos. No debía haber infravalorado al viejo.
Pero Webster todavía se encontraba en la cincuentena y su agresor era un anciano débil que no pudo mantener su presa durante el tiempo suficiente. Se zafó del profesor y le propinó un fuerte golpe en el abdomen, rompiéndole el bazo y causándole una masiva hemorragia interna.
—Maldito viejo entrometido... —murmuró Webster, frotándose el cuello, donde ya se dejaba ver una alargada marca rojiza—. Tú mismo te lo has buscado. Tendré que disponer de tu patético cadáver para borrar todo rastro de su presencia aquí. No me resultará complicado. Hubo un tiempo en que tuve que deshacerme de decenas de cuerpos, en este mismo complejo. Aún recuerdo cómo hacer funcionar el horno crematorio.
Mientras sentía cómo la vida se le escapaba, Alexander Zubar sonreía para sí porque sabía que había hecho lo correcto. De todos modos, ya había vivido suficiente; su muerte al menos serviría para que Edmond ganase algo de tiempo y su hija permaneciera fuera de sospecha. Curiosamente, su último pensamiento no fue para Stephany, ni tan siquiera para su difunta esposa. La postrera imagen que evocó su mente fue la de su orquídea blanca, que no volvería a regar.