14

Si no nos desviamos de la ruta correcta, deberíamos llegar a nuestro destino aproximadamente dentro de un cuarto de hora —dijo Cyrus—. Todavía faltará más de una hora para la cita, con lo que tendremos tiempo suficiente de reconocer el terreno.

Darren reparó en que el doctor Fletcher caminaba cada vez de forma más fluida, incluso esquivando sin dificultad las irregularidades del terreno.

—¿Cómo se encuentra, doctor Fletcher? —preguntó—. ¿Cansado?

El anciano le devolvió la mirada y el periodista pudo ver un brillo de entendimiento en sus ojos, a diferencia de la vacuidad de tan solo unas horas antes.

—Hacía tiempo que nadie me llamaba así —respondió el anciano—. Es todo tan confuso… ¿Por qué no consigo recordar con claridad?

—Ha estado bajo el efecto de las drogas durante demasiado tiempo, doctor —dijo Darren—. Déle las gracias al doctor Algernon Webster, él fue el culpable.

—Vamos, no se preocupe, doctor. —Stephany evitaba llamarle «papá», en un intento de no crearle más confusión al anciano—. Poco a poco irá poniéndose bien, ya lo verá. Ya se ven los primeros progresos.

La comitiva siguió avanzando entre la espesura, a medida que dejaban atrás la zona destinada a los turistas y se adentraban en caminos jalonados por enormes fincas valladas. Entre la espesa vegetación salvaje zumbaban nubes de mosquitos de gran tamaño. Por fortuna, el profesor Verpoorten conocía la región a fondo, no en vano había estudiado las aves migratorias directamente sobre el terreno, durante toda su carrera docente. Finalmente, llegaron a una granja, apartada no menos de dos kilómetros del área residencial más cercana, que encajaba con la descripción que figuraba en la nota dejada por los secuestradores.

—Ese parece ser el lugar —anunció Cyrus, desde la loma en que se había detenido la comitiva—. Parece un sitio bastante siniestro, diría yo.

—¿Estás segura de que quieres seguir adelante con esto, Steph? —preguntó Darren.

—Creo que es lo mejor que puedo hacer —dijo ella, con aplomo—. Buscaremos un buen lugar para escondernos y esperaremos a que llegue la hora.

 

Eugene casi había agotado el contenido de su inhalador y todavía no sabía cuándo podrían detenerse a tomar aire. La idea de que los asesinos podrían estar siguiéndoles en ese preciso instante le espoleaba para poder seguir el ritmo de su compañero, más habituado a tales proezas atléticas. Corrían a ciegas, confiando en no estar trazando círculos, solo para volver a encontrarse en la misma granja infernal. Cuando ya no pudo más, se detuvo, jadeante, e imploró unos momentos de descanso para recuperar el resuello.

—Tranquilo, Eugene. Con todo el lío que se ha montado ahí dentro, no creo que se hayan dado cuenta todavía de nuestra fuga. No tengo ni idea de lo que habrá pasado, pero debe de haber sido algo gordo.

—Parecían… disparos… ¿Crees que la policía…? —dijo Eugene, entre inspiraciones forzadas.

—Pues no lo sé. Y no pienso quedarme a averiguarlo, la verdad.

Mientras su joven compañero trataba de reponerse, el grandullón fue a echar un vistazo por los alrededores. Al poco, exclamó con aire triunfal:

—¡Eugene! Estamos de suerte. Ahí delante hay una estación de servicio. Hemos llegado hasta la carretera. Seguro que desde allí podremos pedir ayuda.

—Eso es magnífico, Frank. La mejor noticia que hemos tenido en todo el día. Seguro que, a estas horas, estará abarrotada de gente.

Recorrieron las trescientas yardas que les separaban de la gasolinera, ahora ya caminando en lugar de correr, y nada más llegar se dieron cuenta de que algo andaba rematadamente mal. La modesta estación de servicio tenía únicamente dos surtidores de combustible. Uno de ellos tenía la manguera tirada en el suelo, en medio de un charco de gasolina. El único vehículo que pudieron ver, una furgoneta comercial, tenía las puertas abiertas de par en par y no se veía a nadie alrededor. Pero había algo más, un hecho inquietante que al principio no supieron identificar. Eugene fue el primero en expresarlo en voz alta:

—El silencio, Frank… No se oyen coches. A estas horas de la tarde, la carretera debería estar muy transitada.

—Vamos a entrar a preguntar. Seguro que hay una explicación.

El interior de la tienda también estaba desierto. El desorden imperante les dio la sensación de que había tenido lugar algún tipo de tumulto, a juzgar por los artículos de consumo que yacían esparcidos por el suelo. Tal vez se había producido un atraco y el dependiente había huido para ponerse a salvo, o quizá estaba escondido todavía en algún lugar de la gasolinera. Ya se preocuparían por eso más tarde, ahora lo principal era buscar un teléfono. Cuando lo hubo localizado y ya se disponía a llamar al número de emergencias, un grito procedente del exterior le puso sobre alerta y salió a la carrera para comprobar qué lo había causado.

Desde la puerta, pudo contemplar una escena aterradora, en la que Eugene trataba de quitarse de encima a dos individuos que trataban de agarrarlo mientras emitían gruñidos guturales. Sin mediar palabra, agarró una llave inglesa y arremetió contra el que tenía más cerca, golpeándole en la muñeca. El chasquido de los huesos rotos le puso los dientes de punta, como sucede al morder un limón, pero el individuo no dio muestra alguna de dolor.

Eugene, mientras tanto, forcejeaba con el otro agresor y llevaba las de perder hasta que Frank, quitándose de encima a su pareja de baile, lo asió por la cintura y se lo echó al hombro, solo para dejarlo caer después sin miramientos hacia atrás. El infortunado aterrizó sobre la nuca, rompiéndose el cuello, con un estallido grimoso, como de ramas secas bajo la rueda de un tractor. Todavía se agitó varias veces en el suelo, antes de quedarse inmóvil boca abajo, con la cabeza enterrada bajo el torso.

Comprendiendo que el otro desconocido no se iba a detener hasta matar o morir, Frank esquivó las manos extendidas, que buscaban su garganta, y le propinó un tremendo gancho al mentón que levantó a su agresor varias pulgadas del suelo. A pesar del mazazo, el extraño se levantó inmediatamente, con la mandíbula colgando en un macabro remedo de bostezo. En ese instante, llave inglesa en mano, Frank remató a aquel ser inmundo con un golpe en la sien que convirtió su región parietal izquierda en una pulpa sanguinolenta.

—Aquí está pasando algo muy chungo, tío —dijo Frank, deshaciéndose con una mueca de asco de la llave inglesa.

—Ya te digo... Me parece estar en medio de una peli de George A. Romero. Pero, en esta ocasión, todo es real...

—Cierto. Cuando los muertos caminan por la tierra, es que el infierno debe de estar al completo. En las películas, los protagonistas siempre se salvan huyendo en helicóptero. Lástima que me echaran del ejército, podría haber aprendido a pilotar uno —fantaseó Frank—. Pero, por encima de todo, hay que evitar que esos zombis nos muerdan…

—Para un momento, hombre —interrumpió Eugene—. Seguro que hay una explicación razonable para todo esto. Ya tendremos tiempo de discutirlo más tarde. Por ahora, me conformo con que nos pongamos a cubierto. Puede haber más de esos tipos sueltos por ahí.

 

El teniente coronel Algernon Webster había sido movilizado, junto a todos los mandos militares en activo, para contener los disturbios que se habían desatado en el área circundante al complejo del Laboratorio Clínico Bio-Tech. La policía se había visto incapaz de controlar la situación, y de algún modo, la oleada de violencia se estaba propagando con rapidez, llegando informes de ataques en un radio de diez millas a la redonda.

Al estar por debajo del general Stevens, que estaba al mando de la operación, Webster se veía relegado a comandar un grupo de veinte soldados, repartidos en dos helicópteros militares. Su grupo formaba parte del contingente que tenía previsto tomar contacto con el foco principal del conflicto. Al principio había maldecido su suerte, pues tenía al alcance de su mano la detención del doctor Fletcher, a poco que hubiera disfrutado de total libertad para actuar. En aquel momento, su baliza comenzó a sonar.

—Aquí Webster. Adelante.

—Sargento Banks al habla, señor. Tengo la lectura del microtransmisor que ordenó, señor.

—Informe, sargento.

—La señal está en las inmediaciones de la región de Flamingo Gardens, al parecer en movimiento. Sucesivas lecturas con treinta minutos de diferencia muestran que se dirige a un area rural con las siguientes coordenadas...

En realidad, el paradero del doctor Fletcher nunca había supuesto un misterio. Había sido idea del propio Webster implantar bajo su piel un microchip señalizador antes de ingresarlo en la residencia, previendo una hipotética desaparición de Fletcher. Emitía una señal que se podía rastrear por satélite mediante el sofisticado equipo que el ejército tenía en las dependencias de Cabo Cañaveral. Las Fuerzas Aéreas elaboraban mapas detallados a partir de fotografías de alta resolución a vista de pájaro, actualizadas periódicamente. Edmond Fletcher se hallaba en una zona bastante apartada del núcleo de población más próximo, tal vez camino de algún edificio agrícola, el escondite perfecto.

Decidió que era el momento de darle un giro inesperado a su misión. Ya rendiría cuentas ante su superior más tarde. En aquel momento, lo prioritario era encontrar al doctor Fletcher con vida, antes de que sus conocimientos pudieran caer en poder de las manos equivocadas.

—Cabo Baxton, vire treinta grados dirección norte —dijo al piloto.

—¿Señor? Creía que nuestras órdenes era acudir junto al otro transporte a los laboratorios Bio-Tech. Eso está...

—Sé de sobra dónde están los laboratorios, cabo —tronó Webster—. Y si vuelve a cuestionar una sola de mis órdenes, le enviaré a limpiar letrinas durante todos los años que le resten hasta la jubilación. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor. —Una oleada de sudor frío comenzó a bañar su piel por dentro de la camisa.

—Pues, entonces, ponga rumbo a donde le ha dicho. Tenemos una nueva misión que cumplir.

 

Frank y Eugene todavía intentaban digerir lo que acababan de presenciar. Decidieron ponerse en marcha para tratar de averiguar qué era lo que estaba pasando en realidad. Al otro lado de la carretera se alzaba una zona residencial, al parecer de reciente construcción. Se trataba de espaciosas casas independientes de estilo moderno y funcional, con parcela y piscina. Los dos jóvenes trataron de encontrar una que ofreciera signos de estar ocupada para poder pedir ayuda, pero si había gente en el interior, éstos no daban señales de vida.

—Es inútil. Probablemente ha habido una espantada masiva, o quizá estén todos atrincherados en sus casas —dijo Eugene—. Sea lo que sea que está pasando, debe de ser algo gordo. Ya sabes, como lo del ochenta y ocho.

—Esta es una situación de emergencia. Yo digo que entremos en una de estas casas desocupadas e intentemos poner la tele o la radio para enterarnos de algo —propuso Frank.

—Cualquier otro día te diría que no, Frank, pero después de todas las cosas ilegales que hemos hecho últimamente, un allanamiento de morada más o menos no va a suponer mucha diferencia.

Asegurándose de que no eran observados, Frank ayudó a su compañero a saltar la valla de madera de siete pies de altura y luego se coló él mismo. Dominando la zona de la piscina, una puerta corredera de cristal daba acceso a la cocina. Con la ayuda de un enanito de piedra, rompieron una de las hojas para pasar al interior, teniendo la precaución de no cortarse con los trozos. El estruendo del cristal al romperse les hizo temer por que algún vecino armado con un rifle saliera a comprobar qué estaba pasando, pero finalmente no ocurrió nada.

—Parece que no hay nadie —dijo Frank—. Probemos a encender la tele.

El televisor de la cocina funcionaba correctamente, pero todos los canales de noticias repasaban la jornada deportiva del fin de semana, sin hacer mención acerca de ningún suceso anormal.

—De aquí poco podremos sacar en claro, Frank. Probemos con ese transistor de radio.

Recorrieron todas las frecuencias del dial, pero ninguna emisora ofrecía otra cosa que no fueran anuncios publicitarios y selecciones de éxitos musicales.

—Esto tampoco servirá de mucha ayuda —dijo Frank—. No sé tú, pero yo tengo un hambre canina. Busquemos algo con lo que llenarnos el buche.

El refrigerio consistió en cereales de desayuno y leche bebida directamente del cartón, que no estaba agria, lo cual demostraba que había habido gente en la casa recientemente. Tal vez hubieran huido tras un encuentro con alguno de esos locos asesinos. De pronto, Frank recordó algo que había visto antes de entrar.

—Espera un momento… Antes me ha parecido ver una antena de radio en el tejado. Es posible que podamos contactar con alguien que se encuentre en nuestra misma situación.

—¿Te refieres a una de esas emisoras de radioaficionado? —preguntó Eugene—. ¿Sabrás manejar una?

—Por supuesto que sí. En el tiempo que pasé en el ejército, hice guardias en el departamento de telecomunicaciones. Parece que al fin podré sacarle provecho a todas esas horas de aburrimiento. Vamos a buscar la emisora.

No tardaron en dar con la habitación, que el dueño de la casa utilizaba a modo de taller. Además de la emisora, un modelo antiguo pero fácil de manejar, había todo tipo de herramientas de bricolaje. Frank tomó asiento y se colocó el auricular mientras hacía girar el dial.

—Aquí Frank Cage. ¿Hay alguien ahí?

Solo le respondió el bufido de la estática.

—Frank Cage al habla. ¿Alguien puede decirme qué es lo que está pasando ahí fuera?

Tras varios minutos de intentos estériles, pudo captar una voz masculina que se entrecortaba:

—…quí Base Norte. ¿Quién… –pffffff— …ahí? —se oyó por el altavoz.

—Aquí Frank Cage. ¿Alguien sabe qué está pasando? Cambio.

—Alerta epidemiológica. —pffffffff—. El ejército en las calles. —pffffff—. No es seguro salir al exterior. Campamento Base Norte de Resistencia Ciudadana. —pfffff—. Es el momento de pasar a la acción todos juntos. Reúnan a todo aquél que pueda luchar y diríjase al norte de Flamingo Garden. Repito… —y volvió a emitir el mismo mensaje. Antes de que Frank pudiera responder, el sonido de fragmentos de cristal aplastados bajo unas pisadas llamó su atención. Precedía de la cocina, y estaba acompañado de las voces de varios individuos que no se esforzaban en ocultar su presencia.

—¡Frank! —exclamó Eugene, dando un bote en el asiento—. Alguien ha entrado en la cocina. Apaga ese trasto, no nos vayan a oír. Pueden ser los dueños de la casa.

—No lo creo. Si así fuera, estarían asustados al ver que hemos roto la ventana. Quienquiera que haya entrado, no le importa hacer ruido. Deben de ser saqueadores, o tal vez más gente como nosotros. No hagas ruido, esperaremos a ver si se van —contestó, mientras desconectaba la emisora y se pegaba a la pared para intentar captar mejor las voces.

 

Tras la incineración de los cuerpos, la plaga se había propagado de forma imparable, alcanzando a la multitud que formaban más de un centenar de personas. Poco después, tomaban caminos dispersos en busca de nuevos cuerpos que invadir o, simplemente, más carne que desgarrar. En cuestión de minutos, el brote se había extendido como una mancha de tinta que se derrama sobre un mapa. Para cuando llegaron los primeros helicópteros de tropas, ya era demasiado tarde. Al ver a los afectados con sus propios ojos, el general Stevens comprendió que tenía que haber enviado primero a un equipo NBQ, preparados para hacer frente a amenazas de tipo biológico.

—Mierda —musitó—. Es la misma pesadilla de hace siete años. ¡No os acerquéis a esas cosas! Abrid fuego a distancia. Formad en barricada... —Mientras gritaba órdenes, marcaba el número secreto del Pentágono, al que solo él tenía acceso—. Necesito esos jodidos NBQ ahora mismo. Dios quiera que el general McGuthrie no haya salido para almorzar...

 

Los tres individuos iban provistos de bates de béisbol, con los que habían terminado de destrozar la puerta de cristal. Hablaban de forma despreocupada, puesto que su número les ofrecía una confortable sensación de seguridad. Una ocasión así solo se presentaba una vez en la vida, pero para los Testigos de Satán esta ya era la segunda. Habían reconocido los mismos síntomas de la vez anterior: carreteras cortadas, sucesos inexplicables que eran relatados por los medios de comunicación, justo antes de pasar a ignorarlos por completo o, simplemente, negar que alguna vez habían tenido lugar.

A pesar de que la mayoría de las carreteras estaban ya cortadas a esas alturas, por la mañana habían podido llegar sin problemas hasta la zona residencial con sus motocicletas. Habían pasado el fin de semana en la cabaña rural en la que celebraban sus reuniones y juergas habituales. Fueron varias las horas que pasaron recorriendo el barrio, cometiendo actos de vandalismo y buscando objetos valiosos que fuesen fáciles de transportar. Cuando tenías tantas casas vacías donde elegir, no tenía sentido perder el tiempo llevándose un enorme televisor, cuando podías robar cincuenta mil dólares en joyas, o tal vez más.

Acababan de detenerse ante aquella vivienda al descubrir un detalle interesante. A juzgar por la puerta corredera rota, en esa vivienda en cuestión se les habían adelantado. Con un poco de suerte, encontrarían al intruso escondido detrás de un sofá, temblando de miedo, y podrían divertirse un rato a su costa. El robo se estaba convirtiendo en algo rutinario.

Atravesaron la cocina y llegaron al pasillo que daba acceso al resto de habitaciones de la casa. Para su sorpresa, encontraron a dos individuos, uno de ellos de aspecto bastante intimidador, cerrándoles el paso. Transcurrieron unos segundos, en los que ambos grupos se estudiaban mutuamente, valorando las consecuencias que podría tener un enfrentamiento físico. Los tres moteros iban provistos de bates de béisbol, pero el pasillo era estrecho y tendrían que atacar de uno en uno, a riesgo de estorbarse unos a otros si lo hacían en grupo. Por otra parte, los dos chicos portaban un martillo de mango largo y una sierra mecánica, respectivamente. Si se producía una pelea, ambos bandos saldrían perjudicados. Al final, uno de los moteros inició el diálogo:

—Tranquilos, tíos. Hay botín para todos. —Levantó la mano que tenía libre en gesto conciliador. Iba vestido con pantalones de cuero y un chaleco lleno de parches. La larga melena, recogida con una bandana, y la poblada barba le daban el aspecto de un león.

—No hemos venido a robar. Solo queremos enterarnos de qué está pasando ahí fuera—respondió Frank.

—¿Quién habla de robar? Solo tomamos lo que necesitamos. En tiempos de guerra, cada uno coge lo que puede —añadió otro de los asaltantes, un hombre tremendamente obeso, calvo como un canto rodado.

—¿Sabéis qué diablos es lo que ha ocurrido? Parece una peli de terror de serie B —continuó Frank, ignorando el comentario.

—Ha pasado lo que tenía que pasar —terció León—. Ya ha ocurrido antes. Es por los putos vertidos químicos. Están fabricando mutantes para el ejército. Pero el experimento les ha salido mal, esta vez. Esos tipos se vuelven locos y atacan a la gente.

—Todo el mundo está intentando salir del estado, pero los militares tienen los accesos cortados —dijo Gordito—. No quieren que la plaga se extienda al resto del país. Desde que salieron las primeras noticias en la tele, no se habla de otra cosa en las calles. Es la misma mierda de la Crisis del ochenta y ocho.

—¿Qué noticias? —terció Frank—. Acabamos de encender la tele y nadie habla de otra cosa que no sean deportes o noticias de sociedad.

—Ya, igual que la otra vez —contestó León—. Después de que salieran las primeras píldoras de información, la Casa Blanca les ha cerrado la boca a los medios. Eso no hace más que confirmar la realidad, tíos.

—Entonces, es verdad —suspiró Eugene, consternado—. Es el fin del mundo…

—No, nada de eso. Es la supervivencia del más fuerte —continuó León—. Oye, vosotros parecéis tipos duros. Sobre todo, tú —precisó, señalando a Frank. Luego, mirando a Eugene, añadió—: No te ofendas, chaval, pero es lo que hay. En mi opinión, no hay razón para que tengamos que abrirnos las cabezas los unos a los otros. Podéis uniros a nuestra banda hasta que todo esto se aclare. Solo estábamos de acampada por aquí este fin de semana, el resto de los Testigos están en el cuartel general en Texas. No queremos acabar siendo pasto de los monstruos. Esta mañana nos hemos cargado a unos cuantos, pero cuando todo esté oscuro, querremos un sitio para dormir tranquilos. Y no creo que estas casas vayan a quedarse vacías demasiado tiempo; buscaremos algo más apartado para escondernos. ¿Qué decís?

Los dos amigos se miraron por un momento, tomando finalmente Frank la palabra:

—Está bien, firmemos una tregua. Pero nada de trucos, os lo advierto.

 

Stephany trataba de llevar la espera lo mejor que podía. Durante el camino hasta la granja, la tensión no había hecho mella de forma visible en el grupo, con su atención centrada en no perderse en la espesura. Ahora que estaban apostados a una distancia prudencial del punto de encuentro, ninguno se decidía a expresar en voz alta su inquietud, pero la incertidumbre les torturaba por dentro. De forma inesperada, quien rompió el incómodo silencio fue el doctor Fletcher:

—De acuerdo, aquí está pasando algo raro. Os he estado siguiendo la corriente, tratando de sacar algo en claro de todo este lío. Pero creo que ha llegado la hora de que me deis algunas respuestas.

Los tres se volvieron hacia el anciano, que hablaba ahora con un aplomo que no hubieran podido creer posible la noche anterior. Tan solo unas horas libre de los fármacos que adormecían su cerebro le habían bastado para recobrar la lucidez.

—¿Recuerda su nombre? —intervino Cyrus— ¿Su verdadero nombre?

—Por supuesto… Soy Edmond Fletcher. Por alguna razón no consigo acordarme de lo que estoy haciendo aquí ni de quienes son ustedes. Les advierto que, si me causan algún daño, lo lamentarán.

—Edmond, yo soy Stephany, tu hija. Alexander me lo contó todo. Sé que tuviste que huir al poco de nacer yo, dejándome con él. Me gustaría disponer de más tiempo para ponernos al día, pero en este momento corremos un grave peligro.

—¿Tú, mi hija? ¿Cómo sabes todo eso? —Su rostro se contrajo, como si le costase enormemente poner juntas las piezas de su memoria—. A no ser, claro, que digas la verdad… ¡Todo esto es tan confuso!

—Doctor Fletcher —intervino Darren—, disculpe que sea tan directo, pero el tiempo apremia. Sabemos que estuvo usted al frente de un grupo de investigación científica durante la Crisis de 1988. Han pasado siete años ya desde entonces y tenemos motivos para pensar que alguien le ha mantenido drogado durante todo este tiempo. La pasada noche, nosotros tres, y otros dos compañeros que ahora mismo no se hallan presentes, le sacamos por la fuerza de la residencia donde le tenían confinado. ¿Es capaz de recordar algo más ahora?

—No sé si fiarme de ustedes —dijo el doctor—. Aparte de su palabra, no tengo nada que me garantice que dicen la verdad.

—Papá, escúchame. Alexander me contó lo de tu ayudante japonés Taro Yakamura, que finalmente resultó ser un espía de Corea del Norte. Sé lo de la muerte de mamá. Su nombre de soltera era Aurora Baker. —Se detuvo un momento, comprobando el efecto de sus palabras en el anciano, cuyos ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Por qué el doctor Webster te convirtió en un vegetal durante siete largos años?

—Sí… Recuerdo a ese malnacido —continuó el doctor Fletcher—. Era el típico monomaníaco, con complejo de inferioridad, que descargaba sus frustraciones en los hombres que tenía a su cargo. Él fue quien convocó a Alexander, por sus conocimientos en zoología, para liderar el primer grupo de investigación. Mi buen amigo Alexander. Trató de aprovechar la oportunidad para traerme de vuelta desde mi exilio, argumentando que yo era la máxima autoridad en el campo que les ocupaba y que mi presencia resultaba imprescindible para el desarrollo de la investigación. A cambio, se borrarían los cargos que pesaban en mi contra. Pero Alexander no contó con la perfidia de ese bastardo. Nunca debí creer las promesas vacías de esa rata, pero por entonces todavía no tenía ni idea de lo que era capaz Algernon Webster.

—¿Puede ser más explícito? —dijo Cyrus.

—Sabíamos que el enemigo había liberado una amenaza biológica, y para ello había buscado el ambiente más adecuado: los Everglades de Florida. Se trataba de una especie nunca vista antes y nuestra misión era dar con una forma de combatirla en un tiempo récord. Trabajábamos contra reloj. Ya ni siquiera parábamos a comer, dormíamos un par de horas por día en un rincón del laboratorio. Pero se trataba de un caso de tremenda complejidad. Habría hecho falta más tiempo y muchos más recursos para obtener algún resultado concluyente. Y no teníamos más tiempo. Algernon Webster ordenó ataques masivos con napalm en la zona y masacró a todos los infestados utilizando lanzallamas, excepto a un reducido grupo que mantuvo en cuarentena para poder experimentar con ellos. Por algún motivo, aquello no surtió el efecto deseado. Los casos se multiplicaban de forma exponencial.

—¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? —terció Cyrus—. ¿Acaso el fuego no les afecta?

—No solo no les afecta, sino que hace que se reproduzcan con más rapidez. Los platelmintos mueren con la combustión, pero el fuego actúa como catalizador sobre las esporas. En realidad, la plaga se detuvo de forma espontánea. Las esporas de los platelmintos dejaron de ser activas sin motivo aparente, como si hubieran entrado en un estado de hibernación.

—Y ahora parecen haber vuelto a entrar en actividad otra vez... —dijo Cyrus.

—¿Cómo dice? Cielo Santo... Si eso es verdad, hay que hacer algo cuanto antes o estaremos todos perdidos. ¡El mundo dominado por esos gusanos asquerosos! —El rostro del doctor Fletcher se desencajó en una mueca de horror.

—Papá —dijo Stephany, reconduciendo la conversación—, es vital que sigas recordando lo que ocurrió durante la Crisis.

—Todavía me cuesta recordar los detalles, pero... Fue entonces cuando vi a Alexander por última vez. Me llevaron en contra de mi voluntad a unas instalaciones secretas a las que pocos tenían acceso, en lo más profundo del complejo de Cabo Cañaveral, y allí tuve que presenciar horrores indescriptibles. Era el infierno desatado en la Tierra.

»Los soldados infestados, cuya voluntad ya no les pertenecía, pues había sido tomada bajo el control de esos seres abominables, fueron sometidos a todo tipo de experimentos aberrantes. Durante semanas traté de racionalizar la investigación, pero el doctor Webster siempre se inmiscuía en mi trabajo. Ordenaba nuevos experimentos, algunos de ellos sin objeto aparente, llevados a cabo por parte de personal que obviamente no estaba cualificado —continuó, con voz llena de amargura—. Yo trataba de encontrar una forma de librarnos de aquellos seres de manera definitiva, y él se empañaba en buscar la manera de controlarlos para poder usarlos como arma. Finalmente, cuando no pude soportarlo más, fui conducido a una sala con gran variedad de material quirúrgico... me tumbaron en la camilla, me pusieron una vía venosa y una mascarilla laríngea... y eso es lo último que recuerdo.

Se produjo un silencio que nadie se atrevió a romper. De repente, el doctor Fletcher alzó el rostro, clavando los ojos en algo que había visto brillar en el suelo, junto a Darren.

—Pero… sí que recuerdo algo más —musitó, con un brillo febril en los ojos, justo antes de abalanzarse sobre la hierba para coger un pequeño objeto que reflejaba la luz del sol.

Sin que nadie pudiera impedirlo, Edmond Fletcher rasgó su piel, justo detrás de la oreja izquierda, con el afilado trozo de cristal. Fue un tajo profundo aue alcanzó el hueso. Creyéndolo trastornado, los tres se apresuraron a evitar que siguiera dañándose, pero ya era demasiado tarde.

—Aquí estás, maldito cacharro delator —dijo en tono triunfal, sosteniendo un ensangrentado trozo metálico en forma de plano rectangular—. Antes de dormirme por completo, pude sentir cómo me implantaba este microchip, para poder localizarme en caso de desaparición.

La sangre seguía manando de la herida abierta, mientras los otros trataban de reaccionar. En ese instante, Cyrus detectó movimiento en la entrada de la granja.

—Al suelo —exclamó—. Parece que sale alguien.

Efectivamente, varias figuras se dibujaron frente a la granja. Una de ellas era la de Santo Tinelli, altivo como siempre, y estaba acompañado de varios de sus secuaces. No se veía ni rastro del profesor Zubar.

—Ha llegado la hora —dijo Stephany con solemnidad—. Voy a bajar.

Dando un rodeo para no delatar el escondite de sus amigos, Stephany Zubar se dirigía con paso firme al encuentro de los secuestradores de su padre adoptivo. Darren la observaba con una mezcla de temor, admiración y respeto. Con las uñas clavadas en las palmas de ambas manos, contemplaba la escena. Era tal su concentración, que no advirtió el zumbido del helicóptero militar a lo lejos.

—¡Darren! —dijo Cyrus, clavando el codo en las costillas del periodista, que parecía absorto al contemplar la escena—. Es un transporte militar...

Stephany ya se encontraba a escasos pasos de los hampones, cuando el helicóptero tomó tierra, levantando remolinos de polvo. El aparato vomitó un grupo de asalto completamente equipado, que abrió fuego sin mediar palabra contra todos los allí presentes. Los hampones respondieron con sus propias armas, pero nada pudieron hacer para evitar la masacre, tomados por sorpresa.

—¡Stephany! —gritó Darren—. ¡Al suelo!

Pero fue el profesor Verpoorten el primero en actuar. Sin pensárselo dos veces, Cyrus echó a correr como una exhalación en dirección a Stephany, que permanecía inmóvil sin poder reaccionar. Darren sintió que la situación le superaba y, de haberlo querido, no habría podido ni dar un paso. Sus piernas parecían de hielo. Desde su posición fue testigo de muchas cosas en apenas unos segundos.

Santo, que acababa de salir de la granja, fue alcanzado por las ráfagas que también derribaron al resto de sus secuaces. Antes de desplomarse, efectuó un último disparo de despecho en dirección a Stephany. Sin embargo, fue Cyrus el que recibió el impacto en su lugar, interponiéndose entre la joven y su ejecutor en el último momento. El intrépido biólogo cayó inerte en el acto, pero le había otorgado a Stephany la oportunidad de escapar con vida. Los militares no mostraron el menor interés en seguirla, si es que se habían percatado siquiera de su presencia. Su verdadero objetivo, fuera cual fuese, parecía encontrarse en el interior del edificio agrícola.

 

Algernon Webster temblaba de emoción ante la visión que percibía su único ojo, desde las alturas. Al encontrar aquella granja, guardada por mercenarios armados, se habían confirmado sus sospechas: el doctor Fletcher había sido raptado por un grupo organizado de terroristas internacionales, o por agentes de la CIA. Por ello, no le había temblado el pulso al tomar medidas drásticas; no estaba dispuesto a ceder el arma definitiva a terceros.

—¡Fuego a discreción! —gritó, sin esperar a que el helicóptero hubiese terminado de tomar tierra. Desde el asiento que ocupaba, su campo de visión reducido por la polvareda le impedía dominar todo el terreno.

En cuestión de segundos, una docena de cadáveres tapizaba la entrada a la granja.

—Todos en formación —ordenó el teniente coronel—. Registrad la finca en busca de un anciano. Estos sicarios lo deben de tener prisionero. Si queda alguno con vida, disparad a matar.

En fila de a dos, los soldados traspusieron la puerta, con el rifle preparado para abrir fuego, y nada más entrar se abrieron en abanico. Derribaron todas las puertas una por una y en cuestión de segundos tuvieron todo el terreno cubierto.

—Aquí hay un cadáver, señor —dijo uno de ellos. En la estancia se podía ver el cuerpo sin vida de una mujer joven, con el cuello evidentemente roto. Sobre una mesa había desplegada una completa colección de cuchillas de las más variadas formas y tamaños.

—En el patio interior hay otros dos cadáveres —anunció el soldado que acababa de encontrar los cuerpos del desafortunado Sebastian y su ejecutor, Barney Styles—. Por el aspecto, diría que son dos de los sicarios.

—Prefiero no saber qué es lo que ha pasado aquí antes de llegar nosotros —dijo Webster—. ¿Hay algo más por ahí?

—¡He encontrado al rehén! —gritó alguien desde la habitación de enfrente—. ¡Está vivo!

Con una sonrisa triunfal, el teniente coronel Webster salió al encuentro de su presa. Pero su gesto se tornó en una estúpida mueca, mezcla de sorpresa y decepción, al contemplar al anciano que, maniatado, le miraba desde la silla.

—Cuánto tiempo, doctor Webster —dijo Alexander Zubar—. ¿A qué viene esa cara tan larga? Cualquiera diría que no te alegras de verme.

—¿Cómo demonios...? —No lograba entender cómo había podido equivocarse el microchip. La única respuesta era que el verdadero doctor Fletcher hubiese estado allí cuando la lectura fue realizada, pero que ya no se encontrara en el lugar. Habían pasado más de tres horas, lo suficiente como para que alguien se lo hubiera llevado a otro sitio. Y no quedaba nadie con vida para interrogar, salvo el propio Zubar. Su presencia en la granja no podía deberse a ninguna casualidad; tenía que haber una conexión. Se llevaría al científico para ocuparse de él más tarde, mientras ordenaba una nueva lectura del microchip. Aquel contratiempo tan solo conseguiría retrasarle momentáneamente de su objetivo.