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Lunes, 24 de abril
A las nueve de la mañana, cada miembro del improvisado grupo formado por soldados, agentes de la CIA y civiles de distinta condición, estuvo equipado con su propio equipo portátil de ultrasonidos. Llevaban la batería acoplada a la espalda mediante cinta de embalaje, a falta de mochilas de más exquisito diseño. Ya estaban listos para emprender la segunda fase del plan, que Jones había expuesto también a sus eternos rivales del ejército, ahora convertidos en aliados forzosos. Sin embargo, había omitido cierto detalle que haría decantarse la batalla de su lado.
—De acuerdo, chicos —decía el cabo Mendel, a quien Jones había cedido la labor de coordinar a sus hombres con los demás, para evitar tensiones innecesarias entre los soldados—. Vamos a repasar el plan para asegurarnos de que nadie mete la pata.
»Un grupo de tres soldados y tres agentes de Jones saldrán por la puerta de atrás en dirección al muelle de carga. Allí se harán con los tres camiones de gran tonelaje que pertenecen a la compañía Archer. Demos las gracias al jefe de seguridad, el señor Williams, aquí presente, por facilitarnos las llaves y un plano del complejo.
»Entonces, vendrá el momento crítico. Abriremos las puertas para atontar a esos infestados con los aparatos del doctor Fletcher. Una de las modificaciones más interesantes que presenta es que arroja un haz de ultrasonidos en abanico, con lo que es capaz de afectar a varios monstruos a la vez. Esta mejora ha sido idea de los ingenieros de Archer. Enhorabuena, chicos.
Disponéos en semicírculo cuando estéis ahí fuera, cinco de mis hombres junto a cuatro agentes de Jones irán en primera línea, emitiendo ultrasonidos a todo lo que se mueva. Conforme los infestados vayan quedando grogui, un grupo mixto de trabajadores de la fábrica y compañeros de Darren les sellarán las bocas con cinta mientras el resto sigue accionando los aparatos de ultrasonidos para tener a esas cosas controladas.
»Entonces, llegarán los camiones a la entrada, que espero tener despejada a tiempo. Habrá que meter a todos los infestados dentro sea como sea. Cuando el terreno esté más despejado, podremos utilizar también los dos camiones de transporte de tropas que trajimos. Solo procurad que haya sitio para todos. No tenemos ni idea de cuántos de esos seres debe de haber ahí fuera.
—No más de ciento cincuenta —interrumpió la voz ronca de Gutiérrez, que llevaba un rato desaparecido—. Vengo de la azotea y he pasado un rato contándolos. Por cierto, el muelle de carga está despejado. Parece ser que esta entrada les parece más atractiva.
—Bien hecho, Gutiérrez —dijo Mendel—. A pesar de lo de antes, hay que reconocer que, cuando quieres, eres un buen soldado.
—Siempre soy un buen soldado —contestó, airado—. Y no necesito que me des jabón ahora mismo. Sé que antes he hecho el imbécil.
—De acuerdo, pues —continuó el cabo—. Vamos a ponernos en marcha. Equipo número uno, al muelle de carga. Contaremos hasta cien, antes de abrir las puertas.
Llegado el momento, la barricada fue nuevamente retirada, propiciando una pequeña avalancha de infestados en el interior del vestíbulo. Los emisores de ultrasonidos comenzaron a funcionar, provocando que los primeros caminantes se quedaran congelados al instante. Animado por el efecto casi milagroso de los aparatos, el hetereogéneo comando se aventuró al exterior. Se abrieron paso entre los cuerpos inmóviles que, sin embargo, se mantenían en pie. El grupo de retaguardia se encargaba de mantener bajo el efecto de los ultrasonidos a los infestados que iban quedando atrás.
Entonces, el rugido de potentes motores, procedente de los colosos de dieciséis ruedas, anunció la llegada de refuerzos. Los infestados que todavía se hallaban fuera del área de influencia de los ultrasonidos reaccionaron con furia ante la intrusión y se giraron para enfrentarse a los carruajes de acero y goma. Desde las ventanillas, una lluvia de metralla abatió un gran número de criaturas, las suficientes para que los portadores de armas-cero pudieran salir de la parte trasera de los vehículos. Adoptaron una formación envolvente, para abarcar el máximo terreno posible, y pronto tuvieron bajo control a la mayor parte de infestados. Formando una pinza con el equipo que avanzaba desde la puerta de Electromedicina Archer, pronto pudieron comenzar las labores de recogida de caminantes. Un grupúsculo de agentes de la CIA y soldados se movían entre los infestados inertes para llegar a todos los individuos que todavía se movían y reconducirlos a la manada. Aquello se parecía más al trabajo de un vaquero, o un perro pastor, que al de un guerrero.
Antes del mediodía, todos los infestados estuvieron confinados en el interior de los tres enormes camiones de mercancías, no siendo necesario emplear los vehículos militares. Las paredes del compartimento de carga hacían rebotar las emisiones de ultrasonidos que un único agente les dirigía desde la parte trasera, manteniendo a las criaturas aturdidas. Cuando finalmente los portones se cerraron, bloqueando las ondas que mantenían los platelmintos a raya, decenas de puños furiosos golpearon las paredes metálicas que los confinaban, en una especie de redoble infernal. Afortunadamente, aquellos transportes habían sido diseñados para manejar cargas pesadas y soportaban varias toneladas de presión.
—Chicos, hemos realizado un trabajo asombroso —dijo Cyrus Verpoorten—. Podemos estar orgullosos. Ahora, la cuestión es: ¿dónde llevar a los infestados?
—Por supuesto, a la base militar de Cabo Cañaveral —contestó el cabo Mendel.
—Me temo que eso no va a ser posible, cabo —dijo Jones—. Los llevaremos a dependencias civiles para su destrucción definitiva. No podemos arriesgarnos a que caigan en las manos equivocadas.
—Debo oponerme a eso, Jones. No colaboraré en un acto antipatriótico.
—Escucha, cabezota —susurró Jones, para que nadie más pudiera oírlo—. Vas a ser un héroe de todos modos. Llama a tu superior y dile que, en este preciso instante, estamos fabricando en serie las armas que erradicarán la plaga de una vez por todas. Los ingenieros colaborarán en todo lo necesario, estoy seguro de ello. Pero bajo ningún concepto les dejaremos a tus jerifaltes meter las narices en esto, ni mucho menos vamos a entregarles al doctor Fletcher. Ya le arruinaron la vida una vez.
—No estoy de acuerdo con... —Un destello procedente de la azotea de un edificio colindante le llamó la atención—. Un momento... ¿Qué es eso que brilla sobre aquel edificio? ¿Es una cámara de televisión? Maldito cabrón... Nos has vendido a la prensa. —Giró la cabeza hacia otro de los edificios, para distinguir por vez primera la silueta de un pequeño helicóptero civil, de los que eran utilizados por algunas agencias de noticias.
—Quería asegurarme de que nadie terjiversaba lo que iba a ocurrir aquí abajo —dijo el agente de la CIA—. Te diré lo que están viendo millones de norteamericanos en directo, ahora mismo: al ejército colaborando con la población civil para hacer frente a una amenaza común. El tío Sam necesita gestos como este más de lo que necesita héroes, Mendel. De modo que, a menos que quieras que todo el mundo vea cómo los militares os lleváis a los infestados a vuestro castillo en la montaña, para luego negarlo todo, igual que con la maldita Área 51, los llevaréis exactamente a donde yo diga.
—Puedes haber ganado esta batalla, Jones, pero la guerra está lejos de acabar —sentenció el cabo Mendel. Luego, añadió con amargura—: Empezaba a pensar que se podía confiar en ti.
—Llegará el día en que me agradecerás lo que acabo de hacer hoy. Ahora, creo que lo mejor será que utilices la emisora de radio de tu camión. Tienes un informe que dar a tus superiores.
En el lujoso yate del capo mafioso semirretirado Don Santo Tinelli, dos sicarios, con las ropas cubiertas de polvo y las caras somnolientas, solicitaban una audiencia extraordinaria.
—Hazlos pasar, Cesare —dijo el anciano al interfono, sentado ante su gigantesco escritorio de haya. Segundos después, la desaliñada pareja se arrastraba, cabizbaja, ante su amo y señor.
—Y bien. ¿Qué tenéis que decirme?
—Su hijo, signore. El señorito Santino. É morto.
—¿Mi hijo, muerto? —Su rostro no translucía emoción alguna, pero una oleada de dolor sordo comenzaba a quemarle por dentro—. ¿Cómo ha sido?
—Había reñido con Barney, y le había matado de un disparo —continuó el otro gánster—. Después, estaban aquellos dos chicos, el pilluelo y el luchador. Se escaparon, pero antes le dieron el pasaporte a Amanda. Santo nos mandó en su busca, pero no pudimos encontrar su rastro. Pasamos la noche dando vueltas por el bosque. Tuvimos que escondernos durante un tiempo, porque vinieron los militares en sus helicópteros. Sería por lo de esos zombis que asustaban a todo el mundo. Nosotros no vimos ninguno, pero al volver a la granja con los primeros rayos del sol, encontramos a todos muertos. Les habían acribillado a balazos. Santo no estaba entre los cadáveres, pero cuando empezamos a buscar en los alrededores, encontramos su cuerpo junto a un lago, no lejos de allí. Le dispararon por la espalda, Don. A estas horas, los muchachos deben de haber recogido ya su cadáver.
—¿Quién puede haber sido el responsable de su muerte? —dijo Don Santo Tinelli, con rabia contenida.
—Puede haber sido cosa de los militares, signore, pero yo no lo creo así. Para mí que fue cosa de esa ragazza, la que dio calabazas a Santino, y sus amigos. El periodista, el luchador y el bambino. Por suerte, pudimos identificar al luchador antes de que matara a Amanda y se escapase con el bambino. Se hace llamar «Doctor Gangrena», cuando se sube al ring. Algunos de los muchachos le habían visto por televisión. Lo sentimos mucho, Don Santo —añadió el gánster, con genuina pena—. Si hay algo más que podamos hacer...
—Retiráos. Más tarde os volveré a llamar, para pediros que me contéis los detalles otra vez. Dáos una ducha, comed algo y descansad. Y gracias por venir a contármelo en persona. Ciao.
Contemplando la foto familiar que descansaba en su escritorio, Santo Tinelli dio rienda suelta a su dolor. Lágrimas amargas surcaron sus mejillas, envejecidas y acartonadas por el sol. Después de todo, Santo era la única familia de sangre que le quedaba, pese a haber sido un cabezahueca. Tras varios minutos de llanto desconsolado, una expresión de determinación transfiguró su rostro.
—Descansa en paz, hijo querido. Te juro que los que te mataron van a pagar por su crimen. ¡Te vengaré, aunque sea lo único que haga antes de partir de este mundo! ¡¡VENDETTA!!