11

El timbre de la puerta quebró el silencio de la noche, al igual que una tijera rasga un velo de seda. Nada acostumbrado recibir visitas a esas horas intempestivas, el profesor Zubar salió de la cama y se enfundó su bata de estar por casa. Deslizándose a toda prisa dentro de sus pantuflas preferidas y todavía medio dormido, se dirigió al recibidor. Atisbó a través de la mirilla para comprobar con asombro que se trataba de su hija, en compañía de una pequeña multitud de individuos cuyos rostros no alcanzaba a distinguir. Alexander se preguntaba cuál sería el motivo que llevaría a su hija a venir a casa a altas horas de la madrugada, llamando al timbre en lugar de usar su propia llave; probablemente había ocurrido algo grave. Sin más dilación, abrió la pesada puerta de roble y preguntó:.

—Steph, ¿a qué tanto alboroto? ¿Ha pasado algo? —Dedicó una mirada inquisitiva a sus acompañantes.

—Papá, siento de veras venir así, sin avisar, pero no me quedaba más remedio. Estos son amigos míos, te los presentaré ahora mismo. ¿Podemos pasar?

—Por supuesto… —dijo, reprimiendo un bostezo. De repente, tuvo la sensación de encontrarse todavía dormido y en mitad de un disparatado sueño surrealista. Seis individuos de lo más variopinto entraron en el recibidor y se fueron distribuyendo por la estancia. Dos de ellos, al parecer de avanzada edad, iban únicamente vestidos con camisones abiertos por la espalda, como los que facilitan en los hospitales a los pacientes. Su sorpresa fue aún mayor cuando pudo echar un vistazo más detenidamente a los ancianos, reconociendo el rostro del que una vez fuera su mejor amigo. El profesor no pudo evitar exclamar:

—¡Pero qué dem…! Stephany, ¿qué locura es ésta? Te exijo que me des una explicación ahora mismo.

—Papá, lo primero que necesito es que me digas es si reconoces a alguno de estos dos hombres —dijo Stephany, señalando con la cabeza hacia los dos ancianos.

—Apostaría mi brazo derecho a que éste de aquí es Edmond Fletcher. El otro, no tengo ni idea. Ahora, dime cómo…

—Un momento, papá, enseguida estoy contigo. —Stephany se volvió hacia Frank y Eugene—. Chicos, ¿os importaría llevaros a este caballero a algún lugar seguro, pero lo más alejado posible de aquí, para que alguien lo encuentre y lo lleve de vuelta a la residencia? No vamos a necesitarlo más y creo que no le haría ningún bien quedarse por aquí, sin sus medicinas ni sus pañales. Buscadle un sitio seguro, por favor. Imaginad que se trata de vuestro abuelito.

—A la orden, jefa —contestó Frank—. Buscaremos una estación de servicio o algo parecido. No te preocupes, no vamos a dejar al abuelo tirado en mitad de la calle.

—Mucho cuidado con rayarme la carrocería, muchacho —dijo el profesor Verpoorten, tendiéndole las llaves del Chrysler.

—Descuide, profesor. La cuidaré con todo cariño —tomando las llaves, los dos jóvenes salieron en compañía del otro anciano, que miraba a su alrededor con infinita indiferencia.

—Un problema resuelto —prosiguió Stephany, mientras hacía señas a sus compañeros para que pasasen a la sala de estar—. Papá, te presento a Darren Mathews, periodista al que conozco desde hace años y que está ayudándome a recuperar esta parte perdida de mi pasado. —Darren saludó, algo incómodo—. Este de aquí es el profesor Verpoorten, al que todos estamos muy agradecidos. Sin su ayuda, no sé qué sería de nosotros. Además, descubrirás que tiene intereses afines a los tuyos. —Cyrus estrechó calurosamente la mano del profesor Zubar, el cual todavía no daba muestras de reacción—. Los dos que se acaban de ir son un par de buenos chicos que también han demostrado su valía con creces. Y a éste de aquí ya lo conoces —añadió, señalando al doctor Fletcher.

El rostro de Alexander Zubar reflejaba la preocupación que, sin duda, le atenazaba por dentro. Con un hilo de voz, se dirigió a su hija, más a modo de afirmación que de pregunta:

—Has cometido un secuestro, ¿verdad? Y esta gente son tus cómplices.

—Dicho así suena bastante mal, papá. Más bien lo hemos rescatado de la residencia para mayores en la que estaba retenido. Y al otro abuelito, en realidad lo hemos sacado a pasear un rato —respondió con total naturalidad, como una niña que ha sido pillada en una travesura y trata de librarse del castigo inventando una mentira.

—Hemos podido traer su historial médico —prosiguió—, aunque por algún motivo, aparece a nombre de un tal John White. La firma que aparece al final es la del doctor Algernon Webster.

El rostro de Alexander Zubar se transformó de repente en una máscara cenicienta.

—¡Esa sabandija! No podía ser de otro modo... La verdad es que no me sorprende en absoluto que esté detrás de todo esto —dijo el profesor Zubar, mientras tomaba asiento en uno de los sillones de su amplia sala de estar—. Como ya te conté, era el médico del ejército que supervisaba nuestro trabajo durante la Crisis. El mismo que se llevó a Edmond aquel día fatídico, hace siete años. No volví a saber de él… Hasta hoy.

—Hemos hecho también otros descubrimientos bastante sospechosos. Tenemos el checklist de la medicación que se le administra habitualmente. Es una lista interminable, aun tratándose de una persona ya entrada en años —dijo Stephany, sacando los informes de la carpeta y acercándoselos a su padre adoptivo—. ¿Padecía mi padre alguna enfermedad, que tú supieses, en los años que os conocisteis?

—¿Edmond, alguna enfermedad? De eso nada —reflexionó Alexander—. En los años que trabajamos juntos nunca tomó ni una aspirina. La que padecía del corazón era tu madre, Aurora Blake. Pero él siempre tuvo una salud de hierro.

—Pues a mí me parece bastante extraño que una persona aparentemente sana tenga que tomar esta extraña combinación de fármacos —añadió Stephany, repasando el documento, que ahora sostenía Alexander.

—Benzodiazepinas, hipnóticos, nootrópicos… —enun-ciaba el biólogo—. Esta medicación bastaría para sedar a un caballo de carreras. La medicina no es mi especialidad, pero tengo algunas nociones. En este listado hay algunos medicamentos de los que no había oído hablar en mi vida.

—En el reverso hay una nota explicativa —apuntó Darren—. Algunos medicamentos no tienen nombre comercial y vienen con una nomenclatura en clave, a modo de referencia.

—Como si fueran drogas en proceso experimental, tal como se utilizan en los ensayos clínicos —dijo el anciano profesor—. Y el informe aparece firmado por el propio «A. Webster», como no podía ser de otro modo.

—¿Por qué le habrían de suministrar esta batería de drogas a una persona sana, papá? —Stephany seguía llamando papá a Alexander, tal como había hecho toda su vida. Algunas cosas son difíciles de cambiar de la noche a la mañana.

—Por el mismo motivo por el que le dieron una identidad falsa —terció Cyrus Verpoorten, rompiendo su mutismo—. Para silenciarlo. Y al mismo tiempo, conseguir su «muerte social».

—¿Quién, en el nombre del Cielo, querría hacer una cosa tan horrible, y por qué? —dijo Stephany.

—El alguien está bastante claro, según parece —terció Darren—. El ejército, a través de ese médico militar, es el que está detrás. La segunda pregunta, tal vez sea más difícil de contestar.

—Me temo que el profesor Verpoorten no andaba desencaminado —dijo el profesor Zubar—. El proyecto en el que estaba trabajando Edmond era de alto secreto. Ni siquiera yo tuve acceso a esa fase avanzada del mismo. De haberlo hecho, tal vez me hubieran quitado de en medio a mí también. Edmond sabía algo demasiado peligroso como para arriesgarse a que fuera divulgándolo por ahí.

—Pero, ¿no habría sido más sencillo matarle, sin más? —preguntó Darren—. Lo siento, Stephany, pero es necesario plantearse este tipo de hipótesis. —El profesor Zubar se rascó el mentón antes de contestar:

—Probablemente, pero eso hubiera tenido un gran inconveniente. Se hubiera perdido un elemento al que consideraban, por algún motivo, valioso. Si mis conjeturas son ciertas, el actual estado mental de mi viejo amigo tiene bien poco de permanente. Estimo que podría ser, de hecho, reversible.

—¿Quieres decir que podría recuperar la lucidez si se le dejan de suministrar las drogas? —preguntó Stephany.

—Bueno, hay un modo de averiguarlo. No vamos a darle ningún medicamento durante el tiempo que esté con nosotros. Será cuestión de tiempo que su organismo metabolice todos esos fármacos y regrese a su situación basal —dijo el profesor, como si estuviera dando una clase magistral.

—Profesor Zubar —terció Cyrus—, ha mencionado usted hace un momento que el doctor Fletcher aún podría ser de utilidad para el gobierno. ¿A qué se refería exactamente?

—Siento no poder ser más concreto al respecto —respondió el biólogo, bajando el tono de voz, como si temiera ser escuchado por oídos inadecuados—, pero creo que no me equivocaría demasiado al suponer que está relacionado con sucesos ocurridos durante la Crisis. Es la posibilidad más clara que se me ocurre. A pesar del secretismo, se oyeron algunos inquietantes rumores. Rumores sobre crueles experimentos llevados a cabo sobre seres humanos.

Hubo un silencio ominoso, finalmente interrumpido por Stephany, tomó por el brazo al profesor Zubar. Llevándoselo aparte, le susurró:.

—Papá, no habríamos venido aquí de no haber sido absolutamente necesario. Te hemos puesto en peligro. En cuanto podamos decidir cuál será nuestro próximo movimiento, nos iremos sin dejar rastro.

—Stephany, siempre has sido una buena hija. Confío en tu buen criterio a la hora de tomar decisiones, pero a veces pienso que eres demasiado impulsiva. No debiste irrumpir en esa residencia, en primer lugar —dijo con severidad. Luego, con un tono impregnado de preocupación, añadió—: Fue una imprudencia. ¿Estás en peligro? ¿Os persigue la policía?

—Nada que no podamos manejar, papá. No hubo heridos de gravedad y el otro anciano mañana estará de nuevo en su habitación, como si nada hubiese ocurrido. Es de esperar que se forme un poco de revuelo durante un tiempo, pero no creo que el tema pase a mayores. Tú confía en mí, ¿vale? No dejaré que te metas en líos por mi culpa.

—Hija mía, cuando viniste a mí en busca de la verdad, no podía imaginar que llegarías a organizar algo así. De haberlo sabido, creo que me habría guardado el secreto para mí. —Su rostro estaba labrado con las marcas de una profunda fatiga—. Pero ahora que veo el infierno por el que ha debido de pasar Edmond, no puedo dejarle así, sin más. Quiero ayudar a que recupere su memoria y su vida. Tan solo me gustaría saber cómo hacer frente a esta situación.

—Tienes razón, papá. No he tenido tiempo de considerar lo que tenemos que hacer a partir de mañana. —Stephany sintió de pronto un terrible peso sobre los hombros, una carga opresiva que le dificultaba incluso la respiración—. En realidad, no esperaba que fuera a encontrarme con mi padre biológico en esa residencia. Nos metimos en esto para investigar la identidad de un tal John White, sin saber que en realidad se trataba de él. Ahora que lo sé, no puedo evitar querer ayudarle. Si guarda secretos que alguien se tomó tantas molestias para ocultar, es de esperar que sus carceleros no se quedarán de brazos cruzados cuando descubran su desaparición. Y cabe la posibilidad de que vengan aquí a investigar. Saben que un día hubo una conexión entre vosotros dos. Esta casa ya no es un sitio seguro; debemos movernos.

 

Madrugada del domingo, 24 de abril de 1995

Miami, Florida

 

Margareth Walters llevaba trabajando seis años en la residencia Green Hills como recepcionista. Como cada mañana, tenía previsto llegar temprano al centro, sobre las siete. Pero horas antes había recibido una llamada del director de la residencia, pidiéndole que se acercase a la mayor brevedad al centro porque algo extraño había ocurrido. Sin dudarlo, se vistió de forma apresurada para dirigirse a la institución sin pérdida de tiempo. El panorama que encontró aquella madrugada del sábado al domingo era caótico. Los coches patrulla aparcados en el exterior ya le hicieron temerse lo peor. La recepción, literalmente tomada por agentes de policía, parecía un campo de batalla. Pudo distinguir entre el barullo a los tres trabajadores del turno de noche con las caras desencajadas. Los agentes de policía habían acordonado la zona mientras realizaban fotografías de la escena y tomaban testimonios a las víctimas.

—De acuerdo —graznaba el inspector de policía, un hombre grueso, de dedos rollizos como morcillas y con un bigote cerdoso que no le hacía ningún bien—, a ver si me ha quedado claro, señorita… Daisy, ¿verdad? —La chica asintió, con los ojos hinchados por el llanto—. Al principio, eran dos tipos, disfrazados como empleados de la funeraria. Luego salieron dos más desde ese despacho para unirse a la trifulca.

—Sí, señor Perkins —respondió, con voz trémula—. Los otros dos iban de negro y llevaban la cara tapada, pero uno de ellos era, sin duda, una mujer. Parecían una pareja de ninjas nocturnos.

—Gracias, Daisy. Quédese por aquí un poco más y podrá irse a casa a descansar. Deje sus datos personales a uno de mis hombres, por si fuera necesario contactar con usted más adelante.

En el tiempo que Jonathan Perkins llevaba trabajando en el distrito, había presenciado crímenes y delitos de diversa etiología, pero lo que tenía ante sí, sencillamente, era raro. Habían sido avisados por los dos empleados del servicio de pompas fúnebres, a los que sus agresores habían dejado abandonados sin miramientos en el interior del contenedor de basuras, maniatados y amordazados. Por suerte, aquella noche no tocaba recogida de basuras en el distrito. De otro modo, los dos empleados podrían haber resultado muertos de una manera horrible. Uno de ellos había logrado soltarse y, tras rescatar a su compañero, fue a dar la voz de alarma.

Luego estaba la incógnita acerca del móvil del secuestro. ¿Qué relación podrían tener los dos ancianos que compartían habitación, para que alguien quisiera raptarlos a ambos? Normalmente, las residencias eran sitios donde llevabas a tus viejos cuando se convertían en un problema, no a la inversa. Además, alguien había estado revolviendo entre los papeles del médico. Cuando llegara el doctor, podría revisarlo todo para ver si faltaba algún expediente.

En su mente, una hipótesis empezaba a tomar forma: se trataba de un tema de herencias. Uno de los dos ancianos estaba seguramente podrido de dinero. La familia, temiendo quedarse fuera del testamento por algún trapo sucio del pasado, había contratado a unos profesionales para organizar el secuestro. Lo de llevarse a los dos viejos había sido una simple cortina de humo, para sembrar el desconcierto. Los informes que, con toda seguridad, faltaban en el archivo estarían relacionados con alguna orden judicial de incapacidad mental en trámite, o algo similar. El secuestro habría sido encargado a unos sicarios por algún familiar que se sabía perjudicado. Pero, sin duda, no se trataba de delincuentes profesionales; habían dejado algunos cabos sueltos.

—Eres un viejo zorro, Jonathan —se dijo—. Caso resuelto. Seguro que uno de los dos viejos va a aparecer en las próximas horas.

Un agente de policía se le acercó mientras se vanagloriaba. Había recorrido un corto trecho a paso ligero y jadeaba como un perro bajo el sol. Cuando fue capaz de recobrar mínimamente el aliento, anunció:

—Inspector. Ha habido una llamada procedente de una estación de servicio. Han encontrado un anciano vestido únicamente con un camisón que llevaba el logotipo de la residencia bordado, sin documentación encima y bastante desorientado. Podría ser uno de los desaparecidos.

—No podría ser de otra forma, Jerry —se ufanó el inspector—. Buen trabajo. Haz que lo traigan directamente aquí, para que lo reconozca el personal de la residencia.

El inspector Perkins se retiró al despacho médico, que estaba desocupado. Cerró la puerta y tomó asiento en el sillón del escritorio. Descolgó el auricular y marcó un número de teléfono que no necesitó consultar en su agenda, pues lo conocía de sobra. Esperó hasta obtener respuesta.

—¿Barney? Aquí Jonathan Perkins. Tengo algo que te puede interesar. Sí, creo que guarda relación con esos pájaros que estás buscando. Sí, un asunto bastante raro: al parecer es un tema de secuestro por encargo o algo parecido. Utilizaron métodos violentos. Se sabe que iban en un Chrysler Voyager, igual que los pichones de los que vas detrás. Unos aficionados, sin duda. Figúrate, si hasta se dejaron una bolsa de herramientas dentro de la escena del delito. Si, te tendré informado. Adiós.

—¿Crees que hemos hecho mal dejando al viejo allí de esa manera? —preguntó Eugene.

—De eso nada. Los lavabos de una estación de servicio son un sitio tan bueno como otro cualquiera. Estará cobijado hasta que lo encuentre alguien y avise a la policía —dijo Frank.

—Vale, si tú lo dices… Bueno, ahora ya podemos volver con los demás. No sé si estoy más hambriento que cansado, o al revés.

—Todavía no, querido Watson. Antes tenemos que resolver un pequeño asunto —contestó Frank, adoptando una pose interesante al volante.

—¿A qué te refieres?

—Es algo que los demás no han tenido en cuenta. Pero para eso estamos nosotros.

—Creo que no te sigo, Frank.

—¿Recuerdas la peli de Pulp Fiction, cuando John Travolta le pega un tiro por accidente a aquel tipo que llevaban en el asiento de atrás, y después él y Samuel L. Jackson tienen que eliminar las pruebas incriminatorias en un tiempo récord?

—Claro que me acuerdo. Limpiaron el coche en casa del personaje que interpretaba Tarantino y después se lo llevaron a un desguace. Un momento… ¿No irás a…? —Eugene le clavó la mirada, con expresión de desconcierto en el rostro.

—Es la mejor manera de evitar que nos localicen. Darren me pidió que le pasara las herramientas. Eso fue un error. En la bolsa iba estampado el sello de Chevrolet y seguro que por la misma se podía averiguar hasta el modelo y el año de fabricación. Si la poli tirase del hilo hasta llegar a hasta este coche, encontrarían nuestras huellas dactilares por todas partes.

—Pero, Frank, ¿te has parado a pensar en lo que dirá Cyrus cuando se entere de que su coche ya no existe?

—Cuando le explique la situación desde mi punto de vista, lo comprenderá. Es un tipo inteligente, ya te habrás dado cuenta de ello. Además, cabe la posibilidad de que pueda arreglármelas para conseguir al mismo tiempo otro vehículo.

—¿Que vas a hacer qué? Frank, ¿dónde vas a encontrar un desguace abierto a estas horas, en primer lugar?

—Eugene, amigo mío, se nota que apuntas bastante alto, pero todavía eres un diamante por pulir. —Frank alzó una ceja, en un gesto que pretendía reflejar sagacidad—. Viniendo hacia la estación de servicio, he visto un enorme cementerio de vehículos. Dentro, he podido observar que en la garita del vigilante había luz encendida. Esos sitios, grandes como campos de fútbol, suelen tener un vigilante que vive allí y guarda el lugar por la noche. Suele ser gente mal pagada y no muy inteligente, que venderían el bastón de su madre ciega por un puñado de dólares. Si logramos picar su interés, hará lo que le digamos.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —musitó Eugene, nada convencido.

 

Mientras tanto, en la residencia Green Hills, el doctor Figueredo llegaba a su consulta de forma prematura. Había tenido que acudir antes de hora, por requerimiento policial. Contestó a las preguntas del comisario Perkins con evasivas, negando que faltase ningún documento. Así lo había considerado oportuno, pues la primera persona a la que debía avisar de la desaparición era al doctor Webster. Él decidiría qué debía contar a la policía y qué debía callar. Siempre podía volver a llamar más tarde al comisario para informar de la falta del expediente de John White, en caso de que Webster así lo autorizase. Lo último que le convenía al doctor Figueredo era meterse en líos con el ejército de los Estados Unidos. Su origen colombiano le había impedido desempañar un puesto de trabajo mejor que aquel, pero con la oleada de xenofobia que sacudió la nación al final de la década anterior, se conformaba con que no lo hubieran deportado. Se trataba de un empleo bastante fácil de realizar para cualquiera con conocimientos medios de medicina, por lo que su desempeño había ido socavando los cimientos de su sólida formación académica. Su involución profesional había llegado hasta tal punto que solamente era capaz de recordar los conceptos que manejaba en su práctica diaria. En parte, era por eso que no hacía preguntas al doctor Webster cuando aparecía de vez en cuando para examinar a su paciente, ni cuando le modificaba el tratamiento con todos aquellos fármacos de los que nunca había oído hablar.

Además, tenía que reconocer que el tal doctor Webster le daba grima. No era solamente por lo del parche en el ojo. Había algo en su forma de comportarse que le ponía los pelos de punta y se sentía aliviado cuando, terminado su reconocimiento al señor White, se marchaba sin tan siquiera despedirse. Ignoraba qué podía haber detrás de tanto secreto, pero había renunciado a indagar al respecto. Simplemente, no era asunto suyo. Lo que sí tenía muy presente era las instrucciones que había recibido el mismo día en que John White fue ingresado: en caso de incidencia, avisar inmediatamente al doctor Webster. Para el doctor Figueredo estaba bastante claro que lo que acababa de suceder entraba fácilmente en el campo de las incidencias. Marcó el número que le habían facilitado e informó debidamente del suceso. Una vez hecha la llamada, se hizo el firme propósito de no pensar más en aquella historia y se dispuso a prepararse una taza de café. O más bien, de ese tibio sucedáneo norteamericano.

 

Al otro lado de la línea telefónica, el doctor Algernon Webster repasaba los hechos acaecidos durante las últimas horas. Llevaba varias horas en pie, desde la llamada del inspector Colan.

Aparece un cadáver con las mismas señales que los sujetos zombificados de la Crisis. Al mismo tiempo, el doctor Fletcher desaparece de la residencia Green Hills, en extrañas circunstancias. Resultaba bastante llamativo que ambos sucesos hubieran tenido lugar casi de forma simultánea. Ante sus ojos (o, mejor, ante su único ojo) se evidenciaba que tenía que haber alguna conexión. Edmond Fletcher era el único hombre que quedaba con vida, salvo él mismo, que sabía toda la verdad sobre ese oscuro episodio de la Crisis del ochenta y ocho.

Tras ceñirse alrededor del cráneo el parche con el que cubría su órbita vacía, se enfundó el uniforme militar. A pesar de que la pérdida del ojo había ocurrido como consecuencia de un estúpido accidente deportivo, detalle que pocos conocían y nadie se atrevía a divulgar, él se complacía en utilizar ese trozo de tela negra. Pensaba que le ayudaba a ganar prestigio ante sus subordinados militares de rango inferior, resentidos por el hecho de que un hombre que nunca había entrado en combate ostentase graduación de teniente coronel. Se miró en el espejo antes de salir, satisfecho con la imagen que le devolvía. Llamaría a su guardia personal y les ordenaría que estuviesen preparados. Había llegado la hora de ponerse a trabajar.

 

Después de una improvisada cena fría, de la que guardaron una parte para los dos ausentes, Alexander Zubar y sus huéspedes se acomodaron para pasar lo que quedaba de noche. Faltaban escasamente tres horas para amanecer y su aventura les había dejado exhaustos. Tal vez después de una cabezada podrían pensar con mayor claridad. En el porche, Darren y Stephany trataban de poner en orden sus pensamientos.

—Todavía no he tenido ocasión de agradecerte las molestias que te has tomado por mí, Darren —musitó la joven—. Significa mucho para mí.

—Bueno, la verdad es que yo también tengo interés en que toda esta historia se resuelva, por mis propios motivos. Según parece, el agente Jones decía la verdad, hasta donde sabemos. John White ha resultado ser tu padre.

—La cuestión es qué va a pasar ahora. ¿Debemos esperar a que la CIA se vuelva a poner en contacto con nosotros? ¿Tratamos de localizarles para entregar a mi padre? No termino de entender qué se supone que debemos hacer, ahora que mi padre está en libertad.

—En realidad, tan solo hemos cumplido con la mitad del encargo, Steph. Aquel tipo me dijo expresamente que debíamos averiguar por qué motivo había acabado tu padre en la residencia.

—Supongo que será cuestión de esperar a que pase el efecto de las drogas. Y rezar por que no haya sufrido daños permanentes en el cerebro, después de tanto tiempo en ese estado.

—Tal vez, pero no puede quedarse aquí —dijo Darren—. No es un sitio seguro. Hay que moverse lo antes posible, y ocultar el monovolumen de Cyrus. A estas horas, toda la policía del condado lo debe de estar buscando. Espero que los chicos no estén teniendo problemas por ese motivo.

—Resulta difícil creer que alguien que trabaja para el gobierno le robara su vida a una persona de ese modo, sin detenerse a considerar todo el daño que le iban a causar. ¡Se trata de un ser humano, por el amor de Dios!

—A mí ya no me sorprende nada de lo que haga este podrido gobierno, Steph —dijo el periodista, encendiendo un cigarrillo y dando tres caladas en rápida sucesión—. Solo prométeme que tendrás cuidado. Lo más probable es que haya una investigación. Yo en tu lugar, pensaría en desaparecer una temporada.

Stephany captó el mensaje inmediatamente: iba a dejarla, dando el asunto por concluido. Pero todavía quedaban demasiados interrogantes por aclarar.

—¡Oh! —contestó, bajando la mirada—. Yo pensaba que, después de todo lo que hemos pasado juntos, te quedarías un poco más.

—Entiéndeme —dijo el periodista, soltando todo el humo por la nariz—. Ya hemos llevado a cabo la parte más peligrosa de la misión. Creo que el agente me reclutó exclusivamente para ayudarte a sacar al doctor Fletcher de esa especie de cárcel. A partir de ahora, solo hay que esperar a que recupere la lucidez. Pero eso podría ser dentro de unos días, o tal vez unas semanas. No me puedo quedar aquí tanto tiempo, Steph. Tengo un empleo al que debo acudir mañana, o pasado mañana, a más tardar. Además, no puedo tomar una decisión que suponga exponer a más peligros al chico. Es menor de edad y está a mi cuidado. Ya ha tenido su ración de emociones fuertes. Por suerte, ha hecho amistad con esa máquina de matar que lo protege como un perro guardián. Si le pasara algo a Eugene, llevaría ese peso sobre mi conciencia para siempre.

Las armoniosas facciones de la mujer que había permanecido en su memoria durante tantos años parecían brillar con luz propia cuando se acercó aún más a él para decirle:

—Lo entiendo. Es solo que me siento segura contigo. No sé por qué, pero es así. Siempre lo he sentido, desde que salíamos juntos en los tiempos de la universidad.

—Aquellos fueron buenos tiempos, ¿verdad? —dijo Darren, con una sonrisa soñadora—. A veces me pregunto qué hubiera ocurrido si nos hubiésemos encontrado en circunstancias distintas y hubiéramos podido… ya sabes…

—¿Tener una relación duradera?

—No, estaba pensando solo en el sexo —mintió él.

—Acaba de hablar el Casanova de los armarios...

—Estaba bromeando. He pensado mucho en ti durante estos años, pero todas las veces acababa resignándome a que nuestro destino no era terminar juntos.

—El destino no existe —sentenció Stephany, entornando los ojos de forma endiabladamente seductora—. Lo hacemos nosotros.

Y sus labios volvieron a unirse bajo la luz plateada de la luna.

 

Si había algo de lo que Cyrus Verpoorten podía presumir, era de ser un hombre de principios. Ante todo, tenía muy presente que se encontraba en casa de un desconocido, al cual no deseaba ofender ni hacerle sentir incómodo en modo alguno. Decidió que lo mejor que podía hacer para romper el hielo era presentarse de forma apropiada. Una vez iniciada la conversación, usaría sus mejores tácticas de persuasión para conseguir que le permitiese utilizar el laboratorio particular que, con total seguridad, debía de tener el profesor Zubar en alguna parte de su hogar. Ningún científico, ni siquiera después de retirado, puede resistirse a la tentación de tener su propio laboratorio. Ardía en deseos de examinar más de cerca el espécimen que guardaba dentro del cilindro metálico. Finalmente, se decidió a abordar a su anfitrión:

—Profesor Zubar, es un honor conocerle. Su hija me ha hablado de su trabajo. Déjeme decirle que lo encuentro del mayor interés.

—Llámeme Alexander, por favor. Usted también es científico, si he entendido bien. ¿Puedo preguntar a qué campo dedica sus estudios? —preguntó, más bien por cortesía. En realidad, lo que menos le apetecía en un momento como aquél era ponerse a hablar de cosas de científicos.

—Soy biólogo, al igual que usted. Me interesa la zoología, y en concreto la teoría evolutiva —aclaró Cyrus, obviando adrede toda referencia a la criptozoología para evitar levantar suspicacias.

Intercambiaron cortesías profesionales durante unos minutos, hasta el momento en que Cyrus percibió que el interés de la conversación decaía. Fue entonces cuando jugó su mejor baza:

—Alexander, ¿le importaría darme su opinión acerca de un espécimen que encontré esta misma tarde? Creo que lo encontrará de lo más peculiar —terció Cyrus Verpoorten, al tiempo que le ofrecía el cilindro metálico.

El profesor Zubar contempló el contenido del recipiente y, cerrándolo de nuevo, preguntó con evidente interés:

—¿Puedo saber dónde lo encontró?

—Fue un hallazgo casual, en los Everglades. Estaba bajo los restos de lo que parecía ser un helicóptero ruso siniestrado. El chico grandote, Frank, estuvo un tiempo en el ejército y pudo identificarlos, pese a su lamentable estado.

—Acompáñeme arriba, Cyrus —le invitó—. Tengo que ver esto más detenidamente.

Sin más ceremonias, se dirigieron hacia la planta superior.

El laboratorio estaba equipado con aparatos viejos, pero bien cuidados por una mano experta y minuciosa. Los matraces de diversos volúmenes cohabitaban con pipetas y buretas de vidrio sobre los anaqueles, listos para ser utilizados. Un leve aroma a acetileno flotaba en la atmósfera. Alexander Zubar colocó el espécimen bajo la lente de aumento, que les ofreció la imagen ampliada de un aterrador monstruo vermiforme. Tras darle varias vueltas con las pinzas de disección, volvió la mirada hacia Cyrus Verpoorten para anunciar:

—No me cabe la menor duda. Se trata de la misma especie. Probablemente, el helicóptero fue derribado durante la Crisis y este desagradable ser murió en su recipiente poco después. La falta de aire y las cualidades aislantes del cilindro han conservado su cuerpo en buenas condiciones, a pesar de la humedad del entorno.

—¿Podría ser más explícito? ¿La misma especie de qué? Es un tema que me fascina —rogó Cyrus.

—Se supone que no debería usted haber encontrado este espécimen, porque, oficialmente, todos fueron dados por destruidos, en el invierno del ochenta y ocho. Debe comprender que todo esto que le cuento es secreto de estado. Yo mismo, que trabajé sobre el caso del ataque biológico que implicó a estas criaturas, tengo conocimientos limitados de lo ocurrido. Solo fragmentos del rompecabezas.

—Fascinante —articuló Cyrus, hechizado ante la historia asombrosa que se desplegaba ante sus ojos.

—Fíjese en el cuerpo alargado con el vientre aplanado y a la carencia de apéndices locomotores —continuó Zubar, señalando partes del cuerpo flácido con sus instrumentos de disección—. Tampoco tiene ano, pero sí una boca. Se trata de un platelminto de la clase de las turbelarias, pero de una especie desconocida por la comunidad científica, al menos hasta aquel aciago mes de noviembre de 1988. Generalmente se trata de individuos carnívoros, depredadores o bien carroñeros, que habitan sobre todo ambientes acuáticos lacustres. También hay algunas especies marinas, pero son las menos. Durante los períodos de escasez, son capaces de devorarse parcialmente a sí mismos, como puede observarse aquí. —Señaló una zona del cuerpo del animal que parecía dañada—. En cualquier caso, pueden pasarse largos períodos de tiempo sin ingerir alimentos, hasta un año. Como puede ver, no se trata de un animal nadador, puesto que carece de aletas. Posee unos cilios que, en este ejemplar, se han perdido por efecto de la descomposición. Éstos le sirven para arrastrarse por el fondo de las corrientes de agua.

—Y, ¿qué características tiene esta especie, que la hace tan especial? —inquirió Cyrus, impaciente. Estaba tan absorto en las explicaciones del profesor Zubar, que casi tiró al suelo un mechero Bunsen sin darse cuenta

—La primera vez que tuvimos constancia de su existencia —continuó Alexander— fue cuando el ejército convocó el gabinete de Crisis. Se habían dado varios casos del nuevo síndrome demencia asesina entre los soldados de infantería que combatían el intento de invasión soviética del ochenta y ocho. Como probablemente ya sabrá, trajeron varios submarinos nucleares a nuestras costas, y también nos atacaron por aire. Lo que descubrieron los forenses, al examinar los cadáveres de los soldados afectados por el extraño síndrome, les dejó atónitos. Habían sospechado de un gas nervioso al principio, pero la realidad era mucho más espantosa. En el aparato digestivo de las víctimas, hallaron ejemplares como este que tenemos ante nosotros. Al parecer, una de las fases de su ciclo vital es parasitaria. Esta característica, hasta aquel momento. no se había observado en las planarias, aunque sí en otras clases de platelmintos como las tenias.

—Ciertamente, así es —corroboró Cyrus..

—De hecho, si se fija en la región cefálica, podrá observar en el escólex la corona circular de ganchos que posee, para poder fijarse al interior de su huésped.

—Sí, ahora lo veo —observó el profesor Verpoorten—. Nunca había visto nada igual. Es una especie de híbrido

—Lo más extraño es que todo parece apuntar a que la infestación del parásito puede haber sido la causa del comportamiento anormal de los soldados. Literalmente, se mataron unos a otros con sus propias manos. Y eso a pesar de que contaban con armamento sofisticado. Casi como si la enfermedad actuara a nivel del sistema nervioso central, estimulando los instintos más primitivos del ser humano e inhibiendo todo lo que no sea una irrefrenable ansia de matar —concluyó Alexander, en tono sombrío.

—¿Terrorismo con armas biológicas avanzado?

—Creo que así es, Cyrus. Ignoramos si se trata de una nueva especie, desconocida hasta el momento, o si, por el contrario, es fruto de la manipulación genética.

 

Billy Joe Henning era un hombre sencillo. A sus cuarenta y seis años, no se había casado ni había tenido hijos. Su único interés consistía en dejar pasar el tiempo mientras tomaba una cerveza tras otra, contemplando el canal de deportes de la televisión por cable. Llevaba desde los veinte años trabajando de vigilante en la chatarrería. Durante esos años no había faltado ni un solo día al trabajo, entre otras razones, porque vivía en él. Entre los esqueletos oxidados de máquinas que habían visto días mejores, se sentía feliz. Podría decirse que la rutina era su religión, y la razón de su existencia. Lo único que le sacaba de quicio era que ocurriese algo inesperado. Como por ejemplo, que dos idiotas se acercasen en mitad de la noche hasta la verja, haciendo ladrar a los perros mientras él trataba de relajarse viendo pornografía barata delante del televisor. Furioso, salió escopeta en mano para encararse con los vándalos. En el patio, atestado de chatarra de todo tipo, pesaba un penetrante olor a gasolina y a aceite de motor requemado.

—¡Largaos por donde habéis venido, niñatos del demonio! —aulló con su voz ronca, vestido con unos raídos pantalones vaqueros que un día podrían haber sido azules y un chaleco abierto que dejaba ver su torso huesudo—. Antes de que os pegue un tiro.

—Tranquilo, buen hombre —contestó Frank—. Venimos a ofrecerle un pequeño negocio.

—¿Qué clase de negocio pueden ofrecerme a estas horas dos espantajos como vosotros? Llamaré a la policía si no os largáis ahora mismo —chilló a voz en cuello, para hacerse oír por encima del pandemonio de ladridos. El cañón de su rifle seguía enhiesto.

—Mi compañero y yo estamos en un pequeño apuro —dijo Frank desde detrás de la verja, iniciando su segunda actuación de la noche—, y necesitamos deshacernos de este magnífico coche. A cambio, aceptaremos cualquier cafetera que pueda moverse.

—Yo no puedo hacer contratos de compraventa, pardillos, solo soy el jodido vigilante. Volved por la mañana y hablad con mi jefe.

—Me temo que no me he expresado bien —prosiguió Frank, sacando del bolsillo un abultado fajo de billetes rodeados por una cinta engomada—. Queremos que destruyas este coche… y nos dejes llevarnos otro que no necesites. Seguro que tu jefe no lo notará. Entre toda esta chatarra tiene que haber montones de viejas tartanas, seguro que alguna todavía anda.

—No sé —el individuo parecía sopesar las alternativas, cuando reparó en el Chrysler, los ojos encendidos por la codicia—. Encender la prensa y la grúa armará un jaleo de mil demonios. No quisiera poner mi empleo en peligro.

Mientras tanto, Eugene miraba con asombro a Frank y le susurró:

—¿De dónde has sacado toda esa pasta?

—Estaba en el bolsillo de la chaqueta del tipo de la funeraria. Apuesto a que aprovechaba las noches para trapichear. Probablemente, tráfico de drogas, quién sabe —respondió Frank, encogiéndose de hombros.

El vigilante bajó el arma e hizo callar a los mastines, tirándoles un cubo de agua sucia. Durante unos instantes se rascó el mentón, como tratando de decidirse. Finalmente, dijo:

—De acuerdo, pasad. Pero antes quiero ver la pasta de cerca. Y os llevaréis el coche que yo os dé, nada de ser tiquismiquis. No digáis luego que no os avisé.

—Así se habla, seguro que no se arrepentirá. —Frank guiñó un ojo a su amigo.

—Pasad a mi chabolo. No es gran cosa, pero al menos os podéis sentar —dijo de manera solícita—. Llevará un tiempo poner en marcha los motores y dejar que se calienten un poco. Además, tengo que mover varios coches que molestan antes de poder aplastar el vuestro.

—A eso lo llamo yo tener cambios de humor —dijo Darren a su compañero, cuando se hubieron sentado en el destartalado sofá—. Vamos a ver qué hay en la tele.

Mientras, en la minúscula oficina adosada detrás de la garita donde dormía de forma habitual, el vigilante nocturno marcaba un número de teléfono. Al otro lado, una voz firme sin asomo de somnolencia respondió:

—¿Diga?

—Aquí Billy Joe. Los dos pajaritos que andábais buscando acaban de caer en mi red.

—Mantenlos ahí con cualquier pretexto. Ya vamos de camino.

 

—Se me ocurre una cosa. Quizá sea demasiado descabellada —dijo Cyrus, tras un momento de reflexión—. En ese caso, por favor, Alexander, no sea condescendiente conmigo.

—Adelante, hombre. El adjetivo «descabellado» cada vez es de más difícil aplicación, en estos días que corren —contestó el profesor Zubar, algo reanimado por la estimulante conversación entre colegas.

—He estado dándole vueltas a su relato acerca del ataque con platelmintos y se me ocurre que quizás no fueron eliminados todos los ejemplares, como se creía. A la vista está que ni siquiera fueron investigados debidamente los restos de aquel helicóptero derribado que encontramos.

—Me consta que se dedicaron varias jornadas a peinar los pantanos en el área donde se produjeron las primeras infestaciones —dijo Alexander—, pero en aquellos días de caos eran tantos los frentes abiertos, que difícilmente se pudieron atender todas las emergencias con el debido rigor.

—Y, ¿sería factible pensar que algunos ejemplares de este curioso animal hubieran sobrevivido en un entorno como el de los Everglades? —La mirada del profesor Verpoorten se avivaba como los rescoldos de una hoguera removidos por el viento, a medida que iba atando cabos en su mente.

—Teniendo en cuenta las características de estos seres, no creo que fuera posible su supervivencia más allá de un año, a lo sumo, en una ciénaga estancada y sin nada de lo que alimentarse, autocanibalismo incluído. Haría falta una corriente de agua continua para que las planarias pudieran desplazarse por el fondo en busca de pequeños organismos y carroña.

—Precisamente, el lugar donde encontramos este contenedor se halla bastante cerca de Shark River Slough, la principal corriente de agua de los Everglades —dijo Cyrus—. Por sus características, se asemeja más a un río que a un lago propiamente dicho.

—Bueno, eso lo cambia todo. En esas circunstancias, podría decirse que les sería posible sobrevivir e, incluso, reproducirse hasta el día de hoy. Se trata de seres hermafroditas que, además, también pueden dividirse de forma vegetativa por partenogénesis; se corta uno por la mitad y se obtienen dos individuos iguales. ¿A dónde quiere llegar con este razonamiento?

—Tan solo una pregunta más —repuso Cyrus, recolocándose las gafas sobre el puente de la monumental nariz—. En los sujetos infestados que analizaron, ¿se observó algún patrón de comportamiento recurrente, alguna pauta común en todos ellos?

—Básicamente, se regían por reflejos vegetativos. Pudimos observar que demostraban una violencia exacerbada, atacando a otros individuos con uñas y dientes en cuanto se interponían en su camino. Estaban desprovistos de todo refinamiento, ni siquiera respondían a órdenes simples. Incluso se hacían sus necesidades encima, sin dar muestras de que tal circunstancia les importase lo más mínimo. —El profesor Zubar se sorprendió de la facilidad con la que estaba desvelando detalles que había mantenido en el más estricto secreto durante años. Tan solo veinticuatro horas atrás, habría tachado de imposible la mera ocurrencia de mencionar el tema en presencia de un desconocido.

—¿Se alimentaban? —Cyrus jugueteaba con su mostacho, haciendo espirales entre el índice y el pulgar.

—En el tiempo que duró la experiencia, pudimos observar que algunos de ellos ingerían materia por la boca, aunque no siempre se correspondía con lo que nosotros definiríamos como comida —respondió Alexander, con una mueca de disgusto. Ciertamente, preferiría poder olvidar todo aquel asunto. Todavía tenía pesadillas con imágenes que seguían impresas a fuego en su memoria—. Aparte de esto, nos llamó la atención que los huéspedes solían desarrollar una cierta tendencia a desplazarse en dirección hacia el este, por algún motivo que no logramos dilucidar. Siempre que no hubiera ningún obstáculo en su camino, trataban de avanzar en la misma dirección. No pudimos hallar ninguna lógica en esa conducta en las semanas que duró el estudio. Tal vez se tratara de una coincidencia, al fin y al cabo.

—Querido amigo, le conozco desde hace poco, pero ya me he dado cuenta de que es un hombre muy cabal. ¿De verdad cree en las coincidencias? —preguntó Cyrus, arqueando las pobladas cejas como puentes levadizos.

—Ciertamente, no. Es solo que había decidido no volver a pensar más en ello desde que todo acabó. De todos modos, no puedo decir mucho más sobre el tema, puesto que no fui incluido en el grupo de científicos que tomaron parte en las fases posteriores de investigación, entre los que sí se encontraba el doctor Fletcher. —De pronto, Alexander Zubar se sintió tremendamente cansado.

—Lamento profundamente traer estos hechos de vuelta a su memoria —se disculpó Cyrus—, pero tengo motivos para pensar que hay todavía algunos de esos pequeños asesinos sueltos ahí fuera. Precisamente, su relato coincide con unos testimonios a los que he estado siguiendo la pista últimamente; la verdadera causa por la que estaba investigando en los Everglades.

—Continúe —le animó Alexander, nuevamente interesado ante la revelación.

—Vine a tratar de hallar evidencias que demuestren la existencia de una especie de «criatura del pantano» que algunos individuos aseguran haber visto merodear. La historia podría haberse quedado en una mera sugestión o en otro cuento para asustar a los niños, o para atraer turistas, pero en el momento en el que me vi envuelto en este pequeño embrollo, había conseguido la impresión en placas de arcilla de unas huellas bastante reveladoras. Ahí fuera hay algo que se pasea descalzo por los pantanos sin ser atacado por ningún depredador y, presumiblemente, según quienes afirman haberlo visto, con un aspecto bastante aterrador. No me extrañaría que su apariencia fuera extraña e incluso horrorosa, teniendo en cuenta que podría haber pasado un largo periodo a la intemperie. Pienso que podría tratarse de un infestado, probablemente algún empleado del parque desaparecido o tal vez un excursionista. Demonios, incluso podría tratarse de un biólogo perdido. De cualquier modo, el caso es que la epidemia podría volver a propagarse en el momento en que la planaria entre en contacto con un huésped que la saque de los Everglades y la lleve a un área densamente poblada.

—En ese caso —murmuró Alexander—, que el Cielo nos asista.

Eugene comenzaba a ponerse nervioso mientras contemplaba los tejemanejes del siniestro hombrecillo en el patio de la chatarrería. El fuerte olor a pies del que estaba impregnado el sofá que compartía con Frank tampoco contribuía a hacer su estancia más agradable.

—¿No crees que está tardando demasiado? Pronto va a salir el sol —dijo Eugene.

—La verdad es que esto me parece un poco raro. Quédate aquí un momento, voy a salir a hablar con él.

Frank sacó sus más de cien kilos de humanidad al patio, pero antes de dirigirse al vigilante, que manejaba una carretilla eléctrica con la que apilaba varios palés en un lateral, decidió echar un vistazo alrededor. Los perros estaban encerrados en una jaula de gran tamaño que nadie se había molestado en limpiar desde hacía semanas, a juzgar por la cantidad de heces acumuladas. De pronto, los cuatro mastines prorrumpieron en un coro de ladridos ensordecedores. Sobresaltado, Frank percibió de inmediato que no había sido él el causante de la agitación de los animales. El vigilante se bajó de la carretilla y se dirigió a la verja por la que minutos antes habían entrado al recinto Frank y Eugene. Desde su posición detrás de la caseta, el grandullón pudo ver la llegada de un coche negro con las lunas tintadas, del que se bajaban cuatro individuos en trajes oscuros. Un quinto personaje se unió al grupo e intercambió unas palabras con el desaliñado vigilante. Frank, dándose cuenta de lo que estaba ocurriendo, corrió a alertar a Eugene.

—¡Rápido, tenemos que escapar! Ese cabrón nos ha vendido.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Eugene, dando un respingo.

—No hay tiempo para explicaciones —contestó Frank, tirando de él—. Tenemos que escondernos entre la chatarra antes de que nos vean.

Salieron a trompicones al patio, pero era demasiado tarde. Los ladridos amenazaban con hacerles estallar los tímpanos, pero por encima del barullo demencial, se impuso una voz que reconocieron al momento. Tan solo unas horas antes la habían escuchado ordenar a su ayudante que les disparase cuando trataban de escapar de la casa del camello. Ahora, la situación era todavía peor, porque no tenían ninguna vía de escape. Frank comprendió que, incluso si conseguían ocultarse entre las montañas de chatarra, los perros probablemente no tardarían en encontrarlos. Apesadumbrados, se quedaron inmóviles donde estaban y levantaron las manos por encima de sus cabezas.

—Vaya, vaya —dijo el gánster, sin una pizca de humor en la voz—. Mira por dónde, nos encontramos de nuevo. Ahora vamos a ir todos a dar un paseo y me vais a contar de qué va todo esto.

 

En los Everglades, la polifonía de la noche es interpretada por el coro de la fauna que los habita, entrando en actividad para continuar con su ciclo vital. El croar de los batracios sobre una base de cri-crís de grillos inquietos, punteado ocasionalmente por extraños cantos de aves migratorias, podría ser considerado como música celestial por muchos habitantes de la gran ciudad.

A través de las marismas, una insólita figura se abría paso, formando sinuosas estelas en el limo. Una voluntad intrusa, ajena a la carcasa vacía que habitaba, le empujaba a avanzar sin un objetivo claro, pero sin detenerse ante nada. El cuerpo había pertenecido a David Folden, de veinticinco años de edad. Le faltaban dos meses para casarse con Penny, la adorable chica que le había acompañado en la acampada. Él había insistido en colarse en el parque con la diminuta tienda de campaña, argumentando que la emoción de transgredir las reglas les haría su estancia en el parque más excitante.

No podía imaginar que no iba a vivir lo suficiente para llegar al día de su boda.

Vieron a aquel individuo caminando hacia ellos. Al principio, pensaron que se trataba de alguien que se encontraba en apuros. Su marcha era errática, como la de una persona herida o enferma. Al acercarse más, el individuo de mirada perdida le había agarrado del cuello con la fuerza de un boa constrictor. Su novia no pudo hacer más que gritar, paralizada por el terror, hasta que logró salir corriendo en busca de ayuda.

Ahora, no podía recordar nada de lo ocurrido, ni siquiera la repulsiva criatura de aspecto vermiforme que salió disparada del interior de la boca de aquel tipo, solo para introducirse en la suya. Cuando cesó la resistencia inicial de los músculos de la glotis y las náuseas hubieron remitido, lo último que David pudo sentir de manera consciente fue una grata sensación de calor en el interior de su estómago, mientras el intruso se acomodaba para soltar sus esporas.