Miami, Florida.

Noviembre de 1965

Todo comenzó una mañana de otoño, por lo demás como tantas otras; las avenidas lucían su manto dorado y la tragedia viajaba en un Ford Galaxy con las lunas tintadas. Ajenos a todo, los Fletcher disfrutaban de su reciente y muy deseada paternidad.

—Agárrale la cabecita con la otra mano, Edmond —decía la madre primeriza a su marido, orgulloso padre de una niña de apenas dos semanas de edad—. Y no tengas miedo, tonto, que no se te va a caer.

—Estoy seguro de ello, Aurora. —El joven científico llevaba todavía puesto el traje de tweed con el que impartía sus clases de la universidad, luciendo ahora una flamante mancha de leche materna en la manga—. Es solo que me cuesta creer que esta cosita la hayamos hecho nosotros dos. ¿No es un milagro?

Su esposa, todavía convaleciente tras el parto por cesárea, les contemplaba arrobada desde la mecedora. Su delicada salud se había resentido hasta el punto de casi costarle la vida al traer a la pequeña Stephany al mundo. Justo en aquel momento, el sonido cortante del timbre rompió el hechizo.

—Deja que vaya yo a abrir —se ofreció él, devolviéndole a la pequeña—. Es mejor que guardes reposo.

—Me mimas demasiado —le recriminó ella—. A este paso nunca me voy a poner fuerte para criar a todos los hijos que están por venir.

—Me pregunto quién será. ¿Esperas alguna visita? —La pregunta quedó sin respuesta cuando Edmond abrió la puerta para encontrarse frente a los dos desconocidos. Con expresión ceñuda, dos hombres vestidos con trajes negros y sombreros a juego le contemplaban desde detrás de sus gafas oscuras. Uno de ellos le mostró una placa con el inconfundible emblema de la CIA.

—Buenas tardes —dijo el más alto de los dos—. ¿Es usted el doctor Edmond Fletcher?

—Sí, soy yo —contestó extrañado—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Somos agentes federales —continuó el otro individuo, un tipo delgado con gafas de montura de pasta y una nariz como la aleta trasera de un Cadillac Eldorado—. Debe usted acompañarnos a la comisaría para contestar a unas preguntas. Si coopera, estará de vuelta para la cena.

—Espere un momento —protestó Edmond—. Antes debo saber de qué se trata. Yo no he hecho nada ilegal.

—¿Es usted el tutor del alumno de la facultad de ciencias Taro Yakamura? —preguntó el tipo alto, con voz nasal.

—Sí, Taro es uno de mis mejores alumnos. ¿Le ha ocurrido algo?

—Taro Yakamura ha sido identificado como espía, al servicio de Corea del Norte —intervino el hombre de la nariz aguileña, empleando un tono impersonal—. Se ha emitido una orden de busca y captura contra él. Todo aquel que haya formado parte de su entorno está obligado a colaborar en su detención, o afrontar una acusación por ocultación de pruebas y colaboración con el enemigo.

—Si piensan que pueden irrumpir en mi casa sin una orden judicial y avasallarme de esta manera, están muy equivocados —estalló Edmond—. ¡Tengo mis derechos como ciudadano de los Estados Unidos!

—Le ruego que nos acompañe sin oponer resistencia, o tendremos que emplear la fuerza —dijo el hombre alto, poniéndole la mano sobre el codo.

—¡Quíteme las manos de encima, se lo advierto! —La fuerte reacción de Edmond hizo que el segundo agente le sujetara el otro brazo. Los gritos hicieron llorar a la niña, en los brazos de su madre, que la acunaba mientras acudía a comprobar lo que estaba sucediendo.

—Doctor Fletcher, le advierto que está incurriendo en un delito de resistencia a la autoridad. —El forcejeo fue subiendo en intensidad hasta que, finalmente, el científico se zafó de los agentes, con la mala fortuna de golpear a su esposa con el codo, haciéndole perder el equilibrio.

—¡Aurora! —gritó Edmond, viendo horrorizado la imagen irreal, como sacada de una pesadilla a cámara lenta, de su mujer cayendo hacia atrás son la niña entre los brazos. Gracias al instinto protector de su madre, que se llevó la peor parte del golpe, la pequeña Stephany no sufrió daño alguno. Pero la base del cráneo de Aurora había golpeado el suelo con violencia. Estaba tendida inerte en el suelo, mientras la niña lloraba sin consuelo. Edmond tardó varios segundos en salir de su estado de conmoción y poder reaccionar.

—¡Aurora! ¿Me oyes? —repetía atropelladamente, mientras recogía a la pequeña con manos temblorosas. El llanto de la pequeña parecía aumentar a cada momento. Notó con horror que un fino hilo de sangre comenzaba a brotar del oído de su esposa. Mientras, los dos agentes se miraban con expresión desolada. Su máscara de frialdad había caído como un telón y se miraban el uno al otro sin saber cómo reaccionar ante lo ocurrido. Finalmente, el de menor estatura decidió intervenir:

—La-lamento lo ocurrido. Telefonearé al número de emergencias ahora mismo.

La sala de espera del hospital, con sus azulejos deslucidos y sus carteles promocionando la campaña de donación de sangre, daba la impresión de estar a punto de derrumbarse sobre su cabeza. La impotencia y la rabia del momento atenazaban su garganta, impidiéndole hasta respirar con normalidad. Su esposa había sido conducida a la unidad de cuidados intensivos hacía ya tres largas horas. Desde entonces, nadie había salido para darle información sobre el estado de Aurora. Por fortuna, el médico que hacía las funciones de jefe de la guardia le había ofrecido dejar a la pequeña Stephany al cuidado de las enfermeras de la unidad de maternidad mientras se ocupaban de su madre. Si no recibía alguna noticia pronto, estaba convencido de que iba a volverse irremediablemente loco. Fue entonces cuando se abrieron las puertas batientes para dar paso a un doctor vestido con una bata verde y un fonendoscopio colgando del cuello. Su semblante torvo no auguraba buenas noticias.

—¿Es usted el señor Fletcher? —Edmond asintió. Se sentía incapaz de pronunciar palabra, como alucinado. —Lamento tener que decirle esto. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, pero su esposa se encuentra en estado crítico. El golpe en la zona occipital le ha provocado una hemorragia subaracnoidea de gran consideración. Habrá que esperar la evolución de las próximas cuarenta y ocho horas antes de saber el pronóstico, pero sus antecedentes cardiacos son un agravante muy serio. —Aurora sufría una arritmia desde niña, que le había impedido realizar cualquier actividad física vigorosa con normalidad durante toda su vida.

—Doctor, sea franco conmigo —logró articular Edmond—. ¿Vivirá?

—Todavía es pronto para saberlo. Pero es casi seguro que, en caso afirmativo, le quedará algún tipo de secuela. Sé que suena duro, pero es mejor que se vaya haciendo a la idea. De todas formas, tenga la seguridad de que seguiremos haciendo todo lo posible. Lo siento de veras.

Había telefoneado a la facultad para avisar de que no iba a poder dar sus clases durante un tiempo, alegando una gripe. Prefería que le dejasen en paz con su dolor, al menos por el momento. Dos días más tarde, se confirmaron los peores pronósticos. Aurora agonizaba, conectada a una máquina que respiraba por ella. El desenlace era cuestión de horas. Mientras tanto, tal vez conmovidos por el fatal suceso, los agentes no habían vuelto a molestarle. Pero Edmond sabía que eso no tardaría en cambiar en cuanto ella muriese. Y entonces, ¿qué iba a ser de la pequeña Stephany? Huérfana de madre y con su padre bajo sospecha de colaborar con el enemigo. Seguramente sería procesado y declarado culpable. O tal vez lograra eludir los cargos, pero de todas formas la sombra de la duda ya estaba sembrada. En su mente, agotada por la falta de sueño y el dolor, se veía perseguido y finalmente castigado por la justicia. Le quitarían a su hija y la meterían en un orfanato hasta que fuera entregada en adopción a alguna familia de desconocidos. Pero eso no iba a ocurrir. La decisión ya estaba tomada.

La noche era fría y el viento cortaba como el filo de una cuchilla. Edmond dejó su Plymouth aparcado frente a la casa de ladrillos rojos con porche de madera. Una casa que había sido su segundo hogar desde que llegara a Miami para dar clases en la universidad. La amistad que le unía al profesor Alexander Zubar y a su esposa Maude iba más allá de lo meramente profesional. Sin duda, había hecho la elección adecuada. Llamó al timbre con ansiedad, tratando de proteger a la pequeña con la solapa de su gabardina. Cuando se abrió la puerta, Maude le invitó a pasar con la misma sonrisa cálida de siempre:

—¡Edmond! Adelante, no te quedes ahí fuera... ¡Oh! Veo que has traído a la pequeña. Pero, ¿no viene contigo Aurora?

—Hola, Maude —saludó, con un hilo de voz—. ¿Está Alex en casa?

—Sí, está en su estudio. ¿Quieres pasar a verlo o le digo que salga?

—Ha pasado algo terrible, Maude. Algo terrible.

Durante varios minutos cargados de emotividad les explicó a ambos lo que había ocurrido. Hizo gala de una entereza admirable, dadas las circunstancias. Pero Desmond se había guardado una sorpresa para el final:

—Mucho me temo que esos sabuesos McCarthistas no van a detenerse hasta encontrar motivos para inculparme también a mí. Yakamura y yo teníamos una relación muy estrecha en el laboratorio. Nunca sospeché absolutamente nada extraño de él, y quizás por ello me volqué en su formación. Le cedí mi llave personal de los archivos de la facultad. Sí, también a los ficheros de investigaciones clasificadas. Si es cierto que era un espía, por mi culpa ha tenido acceso a una gran cantidad de información secreta. Ahora debo ausentarme, al menos durante un tiempo. Pero antes, voy a pediros algo muy especial. Quiero que de aquí en adelante cuidéis de Stephany como si fuese vuestra hija.

—Edmond, ¿qué estás diciendo, en el nombre del cielo? —dijo Alexander, incrédulo.

—Sé que habéis deseado desde hace mucho tiempo tener un hijo. Y la verdad es que no se me ocurre nadie mejor para criar a mi propia hija. Por favor, haced esto por mí.

Una hora más tarde, y después de que todos los argumentos de Alexander en contra fueran desmontados por Edmond y la propia Maude, que no podía ocultar su entusiasmo mal disimulado ante la nueva perspectiva, el padre de Stephany se marchó en su Plymouth, quizás para no volver. Antes de hacerlo, entregó un sobre cerrado a Alexander, con instrucciones de que lo abriese solamente en caso de tener que contactar con él por causas de fuerza mayor. A Alexander Zubar, aquello le sonó como un adiós definitivo.

 

8 de noviembre de 1988.

La Casa Blanca. Washington, D.C.

Comunicado del presidente Ronald Reagan

a las principales cadenas de televisión.

—Es en esta hora de tremendo dolor, cuando los enemigos de la libertad y los valores que nuestra nación defiende desde su Declaración de Independencia, nos han golpeado con saña, cuando debemos estar más unidos como país. Los terroristas no solo se han atrevido a secuestrar aviones civiles, repletos de ciudadanos inocentes, sino que no han dudado en estrellarlos vilmente contra el Word Trade Center el Pentágono. Sin duda, actos diabólicos más allá de nuestra comprensión, pero que nunca podrán derrumbar el irreductible espíritu luchador de los ciudadanos de los Estados Unidos de América.

»Podrán envenenar nuestros ríos, enviar submarinos nucleares a nuestras costas o violar nuestro espacio aéreo, pero nuestros hombres y mujeres del Ejército han sabido tomar el control de la situación. Gracias a su valentía y entrega, los enemigos de Irak, Afganistán, Libia, Corea del Norte, Rusia y tal vez de otras procedencias, están siendo rechazados. Se trata de una ofensiva sin precedentes, desde aquella fatídica mañana del siete de diciembre de 1941 en Pearl Harbor. Mas nunca antes se habían confabulado tantas naciones contra este gran país de forma conjunta.

»Desde este despacho, que hoy me proponía dejar para que otro nuevo presidente tomara las riendas con renovadas fuerzas, me veo obligado a anunciar la cancelación de las elecciones hasta nueva orden. Nuestros enemigos son muchos, y con muy variados recursos. No muestran respeto por este día, que es la fiesta de la democracia, en el que se celebraban elecciones para la presidencia. Ni siquiera pienso que conozcan el significado de la auténtica democracia, de allá donde vienen. Así pues, permanezco al frente del gobierno hasta que la situación de Crisis revierta por completo y las instituciones vuelvan a funcionar con total normalidad. También quiero expresar mis más sentidas condolencias, en este día de dolor, a los familiares y amigos de las miles de personas fallecidas y desaparecidas en los infames atentados. Tan solo puedo prometer a los supervivientes que los responsables de las masacres serán perseguidos con todo el peso de la ley, hasta dar con ellos allá donde se oculten y hacer valer la justicia para que respondan por sus deplorables crímenes.

—Eran las palabras del todavía presidente del gobierno, el señor Ronald Reagan —apostilló la presentadora, ordenando su taco de folios—. Por su parte, los dos candidatos a la presidencia todavía no han hecho declaraciones. Bush y Ducatis han convocado a los medios para sus ruedas de prensa mañana por la mañana.

»Por otra parte, continúan los rumores que nos llegan de la región del sur de los Everglades acerca de una extraña enfermedad que podría haber aparecido entre los marines que protegían a la población civil de la zona. Algunos testigos aseguran haber presenciado casos de canibalismo y brutales asesinatos entre los propios soldados. Muchos se preguntan si no estaremos ante un nuevo tipo de ataque bacteriológico o con gas nervioso. Fuentes oficiales desmienten los hechos.

 

Algún lugar en el complejo militar

de Cabo Cañaveral, Florida.

20 de noviembre de 1988.

Nadie entraba ni salía del complejo sin su permiso. Lo que estaba ocurriendo entre las paredes infranqueables de aquel búnker debía permanecer en el más absoluto de los secretos. El proyecto era arriesgado y no estaba exento de tareas desagradables, pero la recompensa era grande. El proceso ocasionaría ciertos daños colaterales, sin lugar a dudas, pero en aquel caso el fin justificaba sobradamente los medios; estaba en juego la creación del arma más letal jamás creada por la humanidad.

En su mente, el teniente coronel Algernon Webster ya podía ver los implacables escuadrones marchando sin dar muestras de fatiga, y con un único objetivo en su mente: la aniquilación total del enemigo. Con la ventaja adicional de poder incorporar más efectivos a sus filas conforme los soldados del enemigo iban cayendo como el trigo bajo la guadaña. Quien pudiera controlar un arma capaz de conseguir algo así, tendría en sus manos las llaves para la dominación global, algo nunca antes logrado por ningún genio militar a lo largo de la historia. Resultaba irónico que hubiera sido el enemigo el que hubiera puesto en sus manos aquella posibilidad. Y estaban tan cerca de conseguirlo que casi lo podía saborear.

Sumido en sus ensoñaciones, continuaba supervisando los experimentos bajo la fría mirada de su único ojo. Su rango y su puesto de médico militar le habían hecho acreedor de estar al frente del gabinete que estudiaba el extraño brote infeccioso, si es que se trataba de tal cosa, pero sus aspiraciones iban mucho más allá. Dentro del búnker, Algernon Webster era la máxima autoridad y nadie le pediría que rindiese cuentas, al menos hasta que hubiera descubierto lo que buscaba.

Sin embargo, el tiempo del que disponían era limitado, antes de que el gobierno cerrara el grifo que le permitía seguir adelante con las investigaciones. El proyecto ni siquiera existía de forma oficial. Era él mismo, de forma clandestina, el que había formado el grupo a petición del ministerio de Defensa. Utilizaban el dinero de un paquete de medidas de emergencia aprobado por el parlamento en una sesión extraordinaria, destinado a paliar los desastres de la Crisis. El estatus de alerta roja le permitía saltarse algunos engorrosos pasos burocráticos, como el de la elaboración de un proyecto detallado y esperar que se votase su aprobación. Algernon Webster tampoco estaba dispuesto a permitir que le encargasen la dirección de una investigación como aquella a ningún otro que no fuera él, por más que tuviese mejor currículo como científico, o una graduación militar superior. A decir verdad, sus conocimientos en la materia eran bastante limitados.

Pese a todo, le agradaba pensar en sí mismo como en una especie de moderno Alejandro. Un líder que unificaría todas las naciones del orbe en una sola, en la que no tendrían cabida aberraciones como el comunismo, el islam o la homosexualidad, y en el que los valores tradicionales del espíritu americano se impondrían por fin en todos los rincones del mundo.

Sin embargo, el relamido biólogo que dirigía los aspectos técnicos de la investigación le había asegurado que todavía harían falta largos meses y montañas de dinero para poder ver los primeros resultados. Pero aquel hombre, por mucho que estuviera considerado como una eminencia en su campo, también era humano y, como tal, podría estar equivocado. Los científicos, como siempre acostumbrados a que se les concediesen todos sus caprichos tan solo con abrir la boca y pedir, pedir, pedir... Nunca parecían tener suficiente de nada, ya se tratara de ayudantes, aparatos o materias primas. La falta de maquinaria sofisticada se podía suplir con mayores dosis de inspiración. No en vano, muchos de los grandes descubrimientos de la humanidad habían venido de forma fortuita, como consecuencia de errores o meras coincidencias. E imaginación era, precisamente, algo de lo que Algernon Webster disponía en ingentes cantidades.

—Teniente Walters —dijo, con su voz desprovista de inflexiones—, informe.

Su interlocutor, con el uniforme impoluto, se cuadró y se llevó los dedos a la sien en un fugaz saludo militar antes de responder:

—Los investigadores siguen con el programa, señor. No ha habido avances significativos en las últimas horas, señor.

Ciertamente, no esperaba una respuesta distinta de aquella. Se volvió hacia la cristalera que ocupaba toda una pared del habitáculo rotulado como «LAB 13» y observó las evoluciones de los sujetos que eran estudiados en su interior. Fijados a la pared mediante grilletes que se ajustaban a sus cuellos, cuatro individuos en raídos uniformes militares se esforzaban por alcanzar, con las manos extendidas, a sus atormentadores: dos individuos que les hostigaban con rejones eléctricos, embozados en batas blancas y máscaras de seguridad contra salpicaduras. Unos electrodos colocados en los cráneos afeitados de los sujetos registraban la actividad cerebral, mientras que una tercera figura situada en una esquina registraba datos en una libreta.

Las siguientes celdas mostraban escenas similares, con algunos de aquellos seres idiotizados atados a mesas de disección. Más figuras con batas les aplicaban los más aterradores instrumentos quirúrgicos. A juzgar por los espasmos que sacudían los cuerpos de los especímenes, se diría que sin anestesia. En otra celda, otro militar de mirada perdida era sometido a una serie de golpes de creciente intensidad, propinados por una especie de mazo enorme, que caía sobre el cráneo a intervalos regulares. Conectados a la superficie de impacto había unos sensores que transmitían la potencia de cada golpe a un ordenador. Su programa registraba minuciosamente la intensidad traumática a partir de la cual el sujeto sería incapacitado de forma permanente.

La visita a la galería de los horrores que él mismo había contribuido a crear llegaba a su fin, mas ninguna de las líneas de investigación en curso parecía proporcionarles una pista sobre la forma de poder controlar a las criaturas sin mente. El tiempo se acababa y sabía que había llegado el momento de desmantelar las instalaciones sin dejar rastro, antes de ser descubierto por mentes más estrechas que las suya. Pero antes, tomaría algunas medidas para asegurarse la posibilidad de continuar el proyecto algún día, con más tiempo y mejores recursos a su alcance.

Algún día.