6
Domingo, 23 de abril.
Afueras de Miami, Florida.
Eugene Celozzi flotaba en su propia nube, aún sumido en el éxtasis que había supuesto la tarde anterior. Hasta aquel momento, se había sentido satisfecho con poder colaborar con una revista dedicada a su deporte-espectáculo favorito, abrigando la esperanza de poder dedicarse a ello de forma profesional en el futuro. Pero cuando acabó la velada y se apagaron las luces, pudo tener acceso libre a la zona de camerinos, por obra y gracia de su adorado pase de prensa. Allí pudo mezclarse a sus anchas con todos los luchadores, managers y entrenadores. Entonces fue cuando supo que había nacido para ese trabajo.
Darren se había mostrado muy atento con él, presentándole a varias leyendas del cuadrilátero, que le hicieron sentirse como en casa. Eugene se sentía eufórico, como un niño que se hubiera quedado encerrado por la noche en el interior de una juguetería. El vestuario era un caos multicolor de mallas, boas de plumas, botas a juego, rodilleras, bolsas de deporte y coloridos accesorios de todo tipo. El fuerte olor a linimento acrecentaba el hedor a sudor y orina, de manera que el olfato quedaba saturado por el exceso de estímulos. La escena resultaba difícil de calificar: un abigarrado grupo de hombres adultos, de titánicas proporciones en su mayoría, comportándose como niños. Cantaban canciones soeces, mientras se lanzaban calcetines sudados entre sí. Otros, gastaban bromas pesadas o discutían por pequeñeces. Sin lugar a dudas, un símil perfecto del panorama político internacional.
En un momento dado, apareció Darren acompañado por un joven con la cabeza rapada, vistiendo las mallas púrpura que eran características del Doctor Gangrena. Al principio no lo había reconocido porque no llevaba la máscara, pero no cabía duda de que se trataba de él.
—Eugene, quiero presentarte a Frank Cage —había dicho Darren—. Es el que nos va a hacer ganar el premio Slammy a la mejor entrevista del año.
Frank, que debía de ser tan solo unos años mayor que el propio Eugene, le miró a los ojos dedicándole una amplia sonrisa y le ofreció la mano. Tuvo la gentileza de no estrujarle demasiado.
—Frank está de acuerdo en que le entrevistes —continuó el periodista—. Considéralo como tu iniciación en el negocio. Yo no voy a estar presente, así que te doy manga ancha para que lleves la entrevista a tu manera.
«Como si no supiera que va a verse con su amiguita —pensó Eugene—. Debe de creer que me chupo el dedo.»
Si Darren prefería pensar que él había mordido el anzuelo, por su parte no había nada que objetar. Seguramente habían planeado dedicar la mañana a hacerse arrumacos mientras que él hacía todo el trabajo. Le traía sin cuidado, siempre y cuando su cama fuese respetada. Lo importante era que por fin iba a entrar en la gran familia de la lucha profesional. Demostraría lo que era capaz de hacer sin la ayuda de nadie.
El chico miró su reloj de pulsera con impaciencia por enésima vez. Se había citado con Frank en la cafetería situada frente al pabellón donde había tenido lugar la velada. El staff al completo de la asociación de lucha FCW iba a permanecer en Miami para volver a ofrecer un espectáculo el fin de semana siguiente. No era habitual para los luchadores poder disfrutar de tantos días de descanso, pero iban a aprovechar la semana para grabar unos segmentos promocionales de vídeo. Curioso mundo el de la lucha profesional, en el que las habilidades interpretativas eran incluso más importantes que la pericia en la lona. El hecho de que el resultado de los combates estaba estipulado de antemano era conocido abiertamente por el público, pero se establecía una relación de complicidad entre atletas y espectadores para poder disfrutar plenamente del espectáculo. Unos ponían sus cuerpos en peligro, otros suspendían su incredulidad; era una especie de pacto tácito.
Finalmente, Frank llegó a la cafetería, vestido con ropa deportiva de talla extra-grande. Traspuso el umbral y, tras identificar a Eugene, que le estaba haciendo señas desde su mesa, se dirigió hacia él.
—Hola. Lamento llegar tarde. Esta mañana me ha costado levantarme de la cama —se disculpó el luchador. En su cara destacaba un hematoma periorbital que la tarde anterior todavía no se apreciaba.
—No pasa nada —contestó Eugene—. Ostras, vaya ojo morado. ¿Cómo te lo hiciste?
—No es nada serio. A Barry Windham se le escapó un codo en el combate de ayer. Son cosas que pasan. —Frank le dedicó una sonrisa somnolienta que derivó en un bostezo.
—Si a mí me pasara algo parecido, me pasaría una semana en la cama.
Tras una pausa un tanto incómoda, Eugene decidió entrar de lleno en la entrevista sin más preámbulos:
—Oye, ¿cuántos años tienes?. No te preocupes, puedes hablar con naturalidad. Luego lo editaremos todo para que quede lo mejor posible. Lo que hablemos aquí quedará entre tú y yo.
—Sin problemas. Ya me han entrevistado alguna vez antes. —Dio un sorbo al café que le había pedido Eugene y se dispuso a responder la primera de una lluvia de preguntas que sabía se le vendría encima—: Tengo veinticinco años y llevo en la lucha libre profesional poco tiempo, solamente unos ocho meses, sin contar mi periodo de formación en la escuela de la «Familia de los Samoanos Salvajes» en Minneola, la ciudad donde nací. Está cerca de Orlando, precisamente a unas tres o cuatro horas de aquí.
—¡Vaya! De pequeño veía luchar en televisión a Afa y los Samoanos Salvajes. La verdad es que siempre me dieron bastante miedo.
—Bueno, lo siento si te destrozo un mito, pero en realidad son unos viejitos muy amables. Me ayudaron mucho.
—¿Cómo te decidiste a empezar en esto? Y, ¿por qué la máscara?
—A decir verdad —continuó Frank—, yo ya tenía una buena base en lucha olímpica desde mis años de instituto. Además, siempre me gustaron las artes marciales y había practicado el kárate desde pequeño. Mi plan original era hacer carrera militar, igual que mi padre, pero cuando estaba a punto de finalizar el periodo de instrucción cometí una estupidez y me expulsaron del ejército. Lo cierto es que le pegué un puñetazo a un sargento. El cabrón se lo merecía, pero eso no justifica lo que hice. Se supone que ellos tienen que ponerte al límite para ver cómo te manejas bajo presión. Yo mordí el anzuelo y pagué el precio por ello—bajando la mirada, añadió—: Sin rencores.
—Pero debió de ser un palo...
—Lo fue, créeme. Sobre todo para mi padre, que nunca me lo ha perdonado. Así que me decidí por la opción B: convertirme en profesional de un deporte de lucha. En los últimos tiempos se han puesto de moda, y alguien como yo se puede ganar bien la vida con esto. El caso es que todavía tengo opciones de entrar en el UFC.
—Eso es lucha de verdad… ¿no crees que es demasiado arriesgado?
—Aunque resulte difícil de creer desde fuera, es mucho mejor pelear de verdad cuatro o cinco veces al año en el UFC, que tener que bregar con mastodontes dos o tres veces por semana, aunque tratemos de no hacernos daño. Nos pasamos la vida en la carretera, y puedo asegurarte que después de un tiempo deja de ser divertido. Pero si descubro que no tengo lo que hace falta para triunfar en el UFC, me quitaré la máscara y trataré de conseguir un contrato con una de las compañías grandes de lucha profesional. Por eso lo de la máscara; en el mundillo de los deportes de combate se tiene un mal concepto de la lucha profesional. Si se me identificara con el Doctor Gangrena se me cerrarían algunas puertas. Por otra parte, la máscara me está limitando el progreso en la lucha libre, porque me resta expresividad a la hora de interpretar mi personaje. Es por eso que los luchadores enmascarados no son tan populares en los Estados Unidos. Si puedo tener éxito en las artes marciales mixtas, el siguiente paso sería pasarme a la UFC y dejar aparcada la lucha libre profesional, al menos por un tiempo.
Pasaron dos horas conversando, como lo harían dos amigos de toda la vida. Eugene poseía un don innato que despertaba ternura en las personas que lo trataban. Tal vez sería su aspecto desgarbado, o la expresión de asombro infantil en su rostro, al escuchar boquiabierto las historias de Frank. Éste, a su vez, se sentía escuchado y comprendido de una forma bien distinta a las miradas petulantes y los comentarios mordaces que tenía que soportar en su vida cotidiana. El vínculo de camaradería entre los dos jóvenes fue creciendo hasta que derivó en una charla superficial sobre chicas y películas de acción, jalonada por risotadas incontrolables, que atrajeron las miradas curiosas de los demás clientes del bar.
—¡Auch! —se quejó Frank—. No me hagas reír más, esta costilla me está matando. Creo que tengo una fisura que no se termina de curar desde hace un mes. Es por eso que he llegado tarde a la entrevista. Anoche tuve que tomar dos tabletas de Vicodin y un Valium, para poder dormir. Lo malo es que luego me dejan planchado... Cada vez me cuesta más despertarme por las mañanas.
—Y, ¿de dónde consigues esas medicinas? ¿Tenéis un médico en la compañía?
—Sí, lo tenemos, pero no me fiaría de ese viajo matasanos aunque fuera el único médico en el mundo y yo me estuviera muriendo. Suele recetarnos los calmantes, pero a veces no basta con lo que él nos da. En esos casos, recurrimos a otras fuentes. Conozco a gente que se dedica al mercado negro de sustancias, prácticamente uno en cada zona a la que viajamos.
—Oye, Frank, apuesto a que ese contacto tuyo podría conseguirnos un poco de hierba. ¿Tú qué crees? —preguntó Eugene, dirigiéndole una mirada de complicidad.
—¡Eso está hecho, hombre! ¿Quieres que vayamos ahora mismo?
—No veo por qué no. De ese modo, Darren no tiene por qué enterarse.
—De acuerdo, haré una llamada.
Darren se había levantado temprano esa mañana, al mismo tiempo que Eugene. A decir verdad, el plan que había trazado de forma apresurada parecía estar funcionando. El chico parecía encantado con la idea de poder desenvolverse por su cuenta en su primer trabajo profesional y no parecía sospechar nada raro. Así, él tendría las manos libres para llevar a cabo la pequeña representación que tenía en mente. Había buscado en la guía telefónica la dirección de la residencia Green Hills, en Fort Lauderdale, y estaba bastante seguro de poder llegar hasta allí en apenas tres cuartos de hora. Sabía que el mediodía era el mejor momento para su actuación. Era el momento entre el desayuno y el almuerzo de los internos, y con suerte podría encontrar alguna enfermera dispuesta a prestarle su atención. Tenía previsto encontrarse en la biblioteca de Fort Lauderdale con Stephany más tarde para intercambiar los resultados de sus respectivas pesquisas, antes de reunirse con Eugene.
Llegó a la residencia Green Hills en el tiempo previsto. Se trataba de un edificio de dos alturas rodeado de zonas ajardinadas y una valla alrededor. Contaba con habitaciones en las dos plantas y estaba situado en una tranquila zona residencial lejos del centro de la ciudad. Fort Lauderdale tenía un encanto especial, con sus canales navegables al estilo de Venecia o Amsterdam. Darren repasó mentalmente el papel que iba a representar en su pequeña comedia, hasta que consideró que ya estaba preparado. Llegado el momento, tomó aire, comprobó su aspecto en el espejo retrovisor y salió de su Malibu camino de la puerta de entrada. Llevaba bajo el brazo un portafolio que no contenía más que papeles en blanco, pero que formaba parte de su disfraz. El portero automático zumbó para franquearle el paso al recibidor. A unas veinte yardas estaba situado el mostrador principal, desde donde se dominaba gran parte del recinto. Hacia allí se encaminó con aire decidido, entre ancianos que se desplazaban con ayuda de andadores o en sillas de ruedas. La recepcionista era una joven de corta estatura, con el pelo castaño recogido en una cola. Al verlo llegar, le saludó, mostrando un discreto corrector dental:
—Buenos días, caballero. ¿En qué puedo ayudarle? —Al parecer, ese debía de ser el saludo estándar interprofesional.
—Buenos días —correspondió el periodista—. Mi nombre es Bruce Stevens y soy enfermero titulado. Estoy pensando en mudarme a esta zona y me preguntaba si habría posibilidad de entrar a formar parte de la plantilla.
—Puede usted dejar su currículo aquí, si así lo desea. Creo que por el momento estamos al completo, pero siempre cabe la posibilidad de que podamos tener alguna vacante más adelante.
—Muy amable de su parte, gracias —contestó Darren—. Me temo que ahora mismo no llevo ninguno encima, pero me preguntaba si no sería mucha molestia que se me permitiera hablar con alguna enfermera de por aquí. No le robaré mucho tiempo. Solamente querría saber si conoce algún otro sitio donde puedan necesitar a alguien como yo. Ya sabe, ese tipo de charla entre colegas —añadió, esforzándose por que su sonrisa luciese seductora.
—Esta mañana solamente está Bernardette —dijo la recepcionista, comprobando el cuadrante de los turnos—, la otra enfermera llamó a primera hora para avisar de que estaba indispuesta. Llamaré al teléfono de la consulta, a ver si puede atenderle. —Al cabo de unos segundos, alguien cogió la llamada al otro lado. Tras un breve intercambio de palabras, la recepcionista colgó el teléfono y le dijo:
—Bernardette saldrá a recibirle al salón. Puede esperar aquí.
—Gracias, pero no es necesario que se moleste. Si me indica dónde es, seguro que yo mismo encontraré la consulta.
—Muy bien —concedió la recepcionista, encogiéndose de hombros—. En ese caso, tome el pasillo de la izquierda. Es la puerta que está a la derecha junto a los servicios de minusválidos. —Sin más, bajó la mirada y siguió con sus tareas.
Darren llegó a la enfermería justo cuando estaba a punto de salir la que debía de ser Bernardette, y se presentó con su falsa identidad. La joven, cambiando de parecer, le invitó a pasar al interior. Una vez dentro y tras las debidas formalidades, comenzó la conversación.
Poniendo todo su empeño en encantar a la chica con sus dotes de seductor, comenzó la labor de sonsacarle información. En su mente iba tomando forma un plan tan arriesgado como disparatado, para el cual necesitaba todos los detalles que pudiera reunir acerca de la residencia: horarios del personal, distribución de tareas, ubicación de las salidas de emergencia… Y tenía muy poco tiempo para conseguirlos sin levantar sospechas.
—Tenéis un centro muy bonito, Bernardette. Y está todo muy bien organizado.
—Me alegro de que se note —contestó ella, apoyándose de forma coqueta en el mostrador donde se preparaba la medicación.
—¿Atendéis todo tipo de pacientes, o solo ancianos?
—Mayormente, ancianos. Pero la planta segunda está ocupada por los internos con daño cerebral. Algunos de ellos son gente joven que ha sufrido algún tipo de accidente.
—Ya veo. ¿Y la primera planta es para el resto de internos?
—Así es, la mayoría de las habitaciones son individuales, pero también las hay compartidas. Actualmente estamos casi al completo.
—¿Y el resto de las enfermeras son todas tan guapas como tú?
—¿Cómo...? —La expresión de desconcierto que se dibujó en su cara fue casi cómica. Un súbito rubor le tiñó las mejillas—. Vaya, Bruce, qué cosas dices... Pero no quisiera que te fueras con una idea equivocada. Yo soy única en mi especie.
—Estoy seguro de ello. Es una lástima que una belleza como tú tenga que trabajar por las noches. Se me ocurren maneras mucho más interesantes de pasar las horas nocturnas que vigilando a los viejitos todo el tiempo.
—¡Bah! Nada de eso. Aquí las noches suelen ser tranquilas —confesó, jugueteando con un mechón de cabello—. Una vez que acabas de preparar la medicación del día siguiente, sobre las dos de la madrugada, puedes irte a dormir en algún rincón. Las dos auxiliares del turno de noche son las que hacen la mayor parte del trabajo, cambiando pañales de punta a punta de la residencia.
—Supongo que usaréis uno de esos engorrosos armarios archivadores para ordenar toda la documentación de los internos. Son un fastidio, ¿verdad?
—Bueno, lo cierto es que la mayor parte se guarda en el despacho del doctor Figueredo, justo enfrente de esta consulta. Aquí solamente tenemos las hojas de tratamiento y poca cosa más —contestó, señalando un pequeño mueble metálico.
—Recuerdo que una vez trabajé en un lugar parecido a este. Al principio me volví loco para saber dónde estaba cada cosa. A ti también te habrá costado acostumbrarte, me imagino. Esta residencia parece bastante grande.
—Lo cierto es que mi sentido de la orientación deja mucho que desear. Pasé el primer mes con el plano en el bolsillo todo el tiempo. Al final, quedó tan gastado que prácticamente se caía a trozos... Por cierto, ¿tienes plan para más tarde? Salgo dentro de tres horas.
—¿Podría echar un vistazo a ese plano? —preguntó, ignorando lo último que Bernardette acababa de decir—. Soy aficionado a la arquitectura.
—Eso no será un problema. Tengo una copia aquí mismo. —Extrajo un papel desplegable del cajón y lo puso sobre el mostrador. Al mirarlo de cerca, los ojos de Darren casi se le salieron de las órbitas, puesto que en él aparecían impresos, con todo detalle, no solamente los números de las habitaciones, sino también los nombres de los internos que las ocupaban. Decidió que el plano tenía que ser suyo a toda costa.
—Interesante disposición —comentó Darren, tratando de sonar convincente—. Su orientación aprovecha toda la luz solar.
—¿Eres nuevo en la ciudad, Bruce? —dijo la enfermera, sentándose graciosamente sobre el mostrador, junto al plano, tratando de atraer la atención de Darren—. Entonces, tienes que ir al restaurante Four Seasons. Tienen el mejor marisco de la zona…
—¿Marisco, dices? —Darren decidió que había llegado el momento de la gran escena final—. Olvídate de la comida y vayamos directamente al postre.
Para estupor de Bernardette, Darren se le echó encima, colocándose entre sus piernas al tiempo que acercaba sus labios a los de ella. Con la otra mano, colocó hábilmente su portafolio sobre el plano.
—¡Bruce, Bruce! —exclamó la enfermera, mucho menos cohibida de lo que Darren había esperado—. ¡Qué fogoso eres! Apenas acabamos de conocernos… ¡Qué demonios! Hagámoslo aquí mismo. —Le pasó la mano por detrás de la nuca, agarrando un puñado de sus cabellos, y tiró con fuerza, para poder introducir mejor la lengua entre los dientes de él. Darren, medio asfixiado, trató de zafarse de su presa, barriendo con la mano el portafolio, que cayó desparramando su contenido sobre el suelo.
—¡Oh, qué torpeza la mía! —logró articular él—. Mira qué desastre… No te preocupes, que ya lo arreglo yo. —Se arrodilló de forma apresurada para recoger los papeles caídos, entre los cuales se encontraba el plano. Medio doblado y algo arrugado, lo introdujo en el portafolio entre los demás, rezando por que Bernardette no lo notara.
—Deja esos papeles y vuelve aquí —dijo Bernardette, desabrochándose un botón del uniforme. Por un momento, Darren estuvo tentado de prolongar su estancia un poco más.
—Tal vez en otra ocasión. Acabo de recordar que llego tarde a…—se detuvo de pronto, buscando una excusa adecuada—. ¡A una operación de hemorroides! Ya sabes, soy de los que sufren en silencio. ¡Adiós!
Se marchó a la carrera, dando un portazo tras de sí y dejando a una enfermera estupefacta tratando de encontrarle alguna explicación a lo sucedido.
Stephany navegaba ensimismada por las páginas del visor del archivo histórico de la biblioteca. El aparato, adquirido a principios de los ochenta, mostraba reproducciones bastante legibles de los principales diarios de tirada nacional y algunas publicaciones locales. Su base de datos abarcaba desde mediados de los cincuenta hasta la actualidad. El interfaz tenía un manejo simple, de modo que cualquiera pudiera manejarlo de forma intuitiva. Para alguien habituado a su uso, era cuestión de segundos encontrar una fecha concreta. Stephany repasaba los titulares de los diarios en busca de alguna pista que pudiese arrojar alguna pista sobre el papel que desempeñara su padre durante la Crisis. Mientras avanzaba en la línea temporal, veía noticias truculentas que auguraban los tiempos difíciles que estaban por llegar. La guerra fría, tras el punto de inflexión que supuso la crisis de los misiles en Cuba entre el sesenta y dos y el sesenta y tres, se había recrudecido con los soviéticos alentando conflictos armados en países como Afganistán. Al mismo tiempo, la administración Reagan apoyaba a los Contra nicaragüenses en su guerra de guerrillas para derrocar al gobierno marxista vigente. También salía a la luz la venta de armas a Irán por parte de los Estados Unidos, con el pretexto de «evitar que los rusos sean los que se las vendan antes». Otro incidente, ocurrido en febrero del ochenta y ocho, contribuyó a elevar la tensión; en el mar Negro, se produjo una inesperada colisión entre barcos de guerra estadounidenses y rusos. Aunque al principio se había formado un gran revuelo, la versión oficial pactada entre ambos bandos fue la de «no pasa nada, ha sido todo un malentendido». Al mismo tiempo, continuaba la carrera espacial, con ambas naciones en una lucha contra-reloj por ser los primeros en alcanzar las estrellas. Mientras que la URSS enviaba las sondas gemelas Fobos 1 y 2 a Marte con desastroso resultado (la primera nunca alcanzó su destino y la segunda fallaba a los pocos meses de aterrizar en el planeta rojo), el transbordador espacial Discovery aterrizaba sano y salvo tras una larga misión que tuvo en vilo a todo el país, todavía sobrecogido por las espeluznantes imágenes del Challenger estallando al poco de despegar, tan solo dos años antes.
Numerosos e inquietantes incidentes salpicaban los titulares de los diarios conforme se acercaba la Crisis. Un cargamento de fruta envenenada procedente de Chile fue intervenido en la aduana. La URSS presentaba ante la prensa el bombardero Black Jack, capaz de burlar los radares, cuya fase de desarrollo había permanecido en el más absoluto de los secretos. Sin embargo, nada de esto pudo preparar a la sociedad para el horror del infame Noviembre Negro.
Era la mañana del ocho de noviembre, el día en que se celebraban las elecciones presidenciales. La era Reagan tocaba a su fin y Bush y Dukakis se disputaban la Casa Blanca. A primera hora se informaba de que un avión de pasajeros había sido secuestrado. Los secuestradores no pedían un rescate, simplemente tomaron el control del Boeing con la ayuda de las armas que habían conseguido pasar por la aduana, burlando todos los controles de seguridad. Más tarde, se confirmaron otros dos aviones en idénticas condiciones. Conforme pasaba el tiempo, la angustia fue aumentando mientras el gabinete de crisis, constituido a toda prisa aquella mañana, se debatía entre derribar los aviones sobre el mar o esperar acontecimientos. Finalmente, la aventura terminó con el primer avión estrellándose contra el World Trade Center, derrumbando las Torres Gemelas en una imagen que conmocionó al mundo. De los otros dos, el que tenía como objetivo la Casa Blanca en Washington fue derribado sobre el océano y el tercero hizo impacto en el Pentágono, causando la muerte de todos los pasajeros y la tripulación del avión.
Estos actos infames atrajeron toda la atención de las Fuerzas Armadas, ocasionando grietas en el sistema de seguridad por las que se colaron otras formas de terrorismo más insidiosas. Se dieron casos de envenenamiento de aguas, ataques bacteriológicos de distinta índole, terroristas suicidas cargados de explosivos que se hacían explotar en lugares concurridos, y otros extraños sucesos difíciles de clasificar.
Stephany rastreaba las noticias locales de aquellos días, cuando un titular llamó su atención. Al parecer, se habían detectado casos entre los militares de una extraña enfermedad que provocaba crisis de ausencia con enajenación mental, y que semejaba una variedad excepcionalmente virulenta de la rabia. Más tarde, comenzaron a detectarse casos también entre la población civil. Estos informes habían hecho mella en la moral de los ciudadanos, que se refugiaban en sus casas y disparaban contra todo lo que se movía. Ciertamente, la situación se parecía demasiado a una película de George A. Romero. No se daban más detalles que pudieran serle de utilidad, salvo que el ejército estaba estudiando los casos en sus instalaciones de Cabo Cañaveral.
Siguió leyendo absorta durante una hora más, buceando sin parpadear en el torrente de información hasta que le dolieron los ojos, cuando una voz profunda la sacó de sus ensoñaciones:
—Señorita, ¿es que se propone quedarse a vivir en esa silla para siempre?
Al girarse, vio un hombre corpulento de mediana edad, con un enorme mostacho y gafas de pasta, vestido con una enorme camiseta con dibujos de los Teleñecos y bermudas a rayas. Por si su vestimenta no era ya lo bastante estrafalaria, el individuo llevaba un gorro de pescar de color indefinido, calado hasta las orejas.
—Lo siento —se excusó—, no me había dado cuenta de que estaba usted esperando. La verdad es que todavía tengo que hacer unas comprobaciones. Vuelva dentro de media hora, si no le importa. —Y volvió a dirigir su atención hacia el monitor.
—Discúlpeme si me he mostrado grosero, señorita —continuó el hombre estrafalario, limpiándose las lentes en la camiseta—. La verdad es que intentaba ser simpático, pero mi voz ruda y mi aspecto simiesco me han traicionado una vez más. —Le dedicó una sonrisa y extendió una de sus manazas hacia ella. Con la otra se quitó el sombrero.
—Cyrus Verpoorten, biólogo y aventurero, para servirla —se presentó, con aire galante.
—Stephany Zubar. Preparo mi tesis doctoral en psicología. Encantada. —El torpe intento de mostrarse educado había conseguido impresionarla. Eso, unido a su cómico aspecto, picó su curiosidad.
—Le ruego que no me juzgue por mi inapropiada indumentaria, señorita Zubar —continuó Cyrus—. Actualmente estoy realizando un trabajo de campo en los Everglades y mi equipaje es bastante limitado. Me las arreglo como puedo para mantener mi higiene personal usando la ducha de uno de esos clubes deportivos que están tan de moda, mientras dejo la ropa en una lavandería. Esa parte del trabajo de investigador no se suele reflejar en las publicaciones científicas.
—No se preocupe —dijo Stephany, divertida—. La verdad es que un descanso no me vendría mal. ¿Querría ocupar mi sitio, mientras salgo para tomar un café?
—No quisiera molestarla, de verdad… —empezó a decir, pero su gesto le traicionó: al posar su mirada en la pantalla, sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Vaya! Qué coincidencia. Precisamente vengo a buscar información relacionada con algo que estaba consultando usted ahora mismo: conflictos armados en la zona del sur de Florida, durante la Crisis del ochenta y ocho. ¿Sería atrevido por mi parte sugerirle que intercambiáramos información? Creo que podría resultar de mutuo interés.
—No me parece mala idea —contestó Stephany—. Sin embargo, no he hecho más que empezar a buscar información, y debo reconocer que me encuentro algo perdida. Lo cierto es que mis recuerdos sobre la Crisis son algo borrosos. Quizá me vendría bien la visión de otra persona para tener una idea más clara, profesor Verpoorten.
—No me extraña que no recuerde bien lo que pasó —dijo Cyrus—. El gobierno ha puesto todo su empeño desde entonces en ocultar ciertos hechos. Se tomaron algunas medidas desagradables para tomar el control de la situación. Medidas de las que, seguramente, nadie se sintió orgulloso, pero que fueron consideradas necesarias por aquel entonces. Por cierto, puede llamarme simplemente Cyrus, querida.
—Mis amigos me llaman Stephany, Cyrus —correspondió—. Lo que quiere decir es que se han alterado los registros, para contar la historia de la manera más conveniente, ¿verdad?
—Usted lo ha dicho, querida Stephany. Así se acallan las conciencias.
—Pero, ¿cómo es que nadie dice nada al respecto? Debe de haber miles de personas que recuerdan hechos que contradicen la versión oficial.
—A lo largo de los siglos, los gobernantes han recurrido a la manipulación de la información para servir a sus propósitos. Los reyes egipcios se hacían representar en las paredes de sus mausoleos como grandes guerreros victoriosos, incluso en batallas que no habían ocurrido nunca o que, en realidad, tuvieron un resultado muy distinto del deseado. En la tumba del rey de la nación enemiga, por ejemplo, podría encontrarse la misma batalla representada a la inversa, es decir, con su propio ejército victorioso y el enemigo derrotado. Es una mera cuestión de puntos de vista.
—Entiendo, pero lo que me cuesta aceptar es que tanta gente se quede callada, cuando saben perfectamente que el gobierno les está embaucando.
—Stephany, querida, si una mentira es repetida hasta la saciedad y se acompaña de pruebas, aunque éstas sean ficticias, antes de que te des cuenta acabarás creyendo cualquier cosa que te presenten.
—Suena razonable, sí.
—Piénsalo por un momento, querida, ¿cómo nos ponemos los ciudadanos al día de lo que está pasando en la sociedad, los deportes, la economía, etcétera? Acudiendo a los medios de comunicación. Y, ¿quién controla los medios?
—El gobierno, ya lo sé —contestó Stephany—. Ni siquiera las cadenas privadas se libran de su control.
—De la radio y la televisión no podremos sacar nada a estas alturas, pero aún nos quedan estas fabulosas hemerotecas. La mayoría de ellas no han sido mutiladas todavía. Dicen que el ejército está empleando un nuevo método de comunicaciones, en el que se tiene acceso a una inmensa red colectiva mediante un terminal de ordenador no muy diferente a esta consola que estamos usando ahora. Imagina toda la cantidad de información que seríamos capaces de difundir y consultar si esa red de circulación de datos fuera de libre acceso para la población civil. Levantarte por la mañana y conocer a tiempo real lo que está pasando en lugares tan lejanos como, por ejemplo, la India o Shanghai sin ningún tipo de filtros ni censura. Pero nuestro gobierno nunca permitiría que eso ocurriese, porque la información es poder. Y el poder, en las manos adecuadas, es peligroso para sus intereses.
—Entonces —continuó Stephany—, tendremos que ponernos a trabajar con las herramientas de que disponemos. Volviendo al tema que nos ocupa, ¿qué es exactamente lo que estás buscando en estos periódicos antiguos?
—Busco alguna noticia de algún accidente aéreo en la zona de los Everglades durante el otoño e invierno del ochenta y ocho. ¿Has visto algo relacionado?
—Un momento… creo que había algo. —Stephany entrecerró los ojos hasta que formaron estrechas rendijas, mientras se esforzaba en recordar—. Sí, ahora lo recuerdo. Era un artículo que me llamó la atención porque se titulaba como una canción de Deep Purple. «Humo en el agua y fuego en el cielo». Déjame buscar un momento… aquí está. —Le cedió el sitio a Cyrus, que leyó la nota con avidez.
—Al parecer —dijo Cyrus, tras leer el artículo—, unos testigos aseguraron haber visto un helicóptero alcanzado por un misil tierra-aire en la zona norte de los Everglades. No se aporta más información ni fotos, debido a que la zona es de difícil acceso. Esto coincide con cierto hallazgo que realicé la pasada noche. —Siguió pasando las páginas en busca de más información al respecto, sin éxito. Otro artículo de distinta naturaleza llamó su atención:
—Vaya, esto es curioso. Recuerdo haber leído algo al respecto en alguna parte. —La noticia era la misma en la que Stephany se había detenido tan solo una hora antes—. Habla de de un brote epidémico que afectó a gran parte de la población del sureste de Florida. Por suerte, se pudo atajar a tiempo de evitar que se propagase por el resto del estado. A juzgar por los casos de ataques bacteriológicos que se produjeron en otras ciudades como Boston, Cleveland y Milwaukee, no me extrañaría que este brote en particular pudiera haber estado ocasionado de forma intencionada mediante algún tipo de toxina. Me gustaría saber más detalles al respecto.
—Resulta bastante truculento —comentó Stephany.
—Según el artículo, un grupo de científicos trabajó bajo la supervisión del ejército para buscar un antídoto—continuó Cyrus—. A medida que pasan los días, las noticias se hacen más difusas. Finalmente, desaparecen las referencias de nuevos casos. Me pregunto qué fue lo que pasó realmente.
Todavía algo alterado por la rocambolesca escena en la que había tomado parte, Darren llegó a la biblioteca a la hora prevista para encontrarse con Stephany. Antes de salir del coche, se tomó un tiempo para ordenar los papeles del portafolio y examinó los planos de la residencia más detenidamente. Efectivamente, en la segunda planta figuraba el apellido White en el recuadro que representaba la habitación 225. Se encaminó al reluciente edificio acristalado de la biblioteca, donde no tardó en localizar a Stephany. La chica estaba acompañada por un individuo de aspecto estrafalario y parecían conversar animadamente.
—Hola, Steph —saludó, mirando al profesor Verpoorten con extrañeza—. ¿Cómo te ha ido?
—Hola, Darren. Te presento al profesor Cyrus Verpoorten. También está buscando información relacionada con la Crisis.
—Encantado —dijo el profesor, ofreciéndole su enorme manaza velluda—, llámeme Cyrus.
—Mucho gusto —dijo Darren de mala gana, aceptando la mano por cortesía. Casi inmediatamente, dirigió su atención a Stephany—. ¿Podemos hablar un momento en privado?
—Por supuesto. Vamos afuera —convino ella—. Cyrus, si nos disculpa un momento… —El biólogo cabeceó en asentimiento mientras continuaba su búsqueda.
Ante las escalinatas de acceso, Darren le hizo un escueto resumen de lo que había descubierto en la residencia, omitiendo el episodio pseudo-romántico con la enfermera.
—Si aceptamos la hipótesis de que ese tal White tiene algo que ver con el pasado de tu padre, creo que nos sería de gran utilidad poder echarle un vistazo a su historial médico. De esa forma podríamos encontrar alguna pista sobre la que seguir investigando.
—Tal vez —dijo Stephany—. Lo que ocurre es que esta situación está consiguiendo ponerme de los nervios. Tengo la sensación de que alguien se está tomando muchas molestias en sacar a la luz un secreto que ha logrado permanecer oculto todos estos años. Tengo miedo de lo que pueda pasarnos si alguien nos descubre metiendo las narices en sus asuntos privados.
Darren la miró fijamente a los ojos, con la intención de transmitirle una confianza que él mismo no sentía en absoluto, antes de continuar:
—No te prometo nada —dijo el periodista, posando las manos en los hombros de la joven—, pero al menos podemos intentarlo. Si en algún momento nos encontramos en peligro, lo dejamos y listo. Te diré lo que haremos. Vamos a colarnos en esa residencia por la noche. Intentaremos hacernos con el expediente de John White, o al menos echarle un buen vistazo. Luego, dependiendo de lo que encontremos, ya decidiremos cuál será nuestro próximo paso. ¿Te parece bien? —Stephany asintió con un esbozo de sonrisa—. Conozco esos sitios y sé que las medidas de seguridad no son muy estrictas, no se trata del Banco Nacional. Además, tengo esto. —Le mostró el plano robado de la residencia.
—¡Vaya! Eso es estupendo. Te habrá costado hacerte con este plano.
—Bueno, tuve que emplear alguna artimaña para conseguirlo… —Darren se detuvo al escuchar una tosecilla forzada, justo detrás de él.
—Perdonad si interrumpo algo —dijo Cyrus Verpoorten—, pero no he podido evitar escuchar parte de vuestra conversación. Me preguntaba si en esta pequeña conspiración que tenéis entre manos habría sitio para una vieja morsa entrometida como yo.
La pareja dio un respingo, como dos niños pillados en mitad de una travesura. Ambos tomaron nota mental de que en lo sucesivo deberían ser más cuidadosos a la hora de hablar en espacios públicos.