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Tallahassee, Florida

Jueves, 20 de abril de 1995

Darren abrió los ojos a regañadientes cuando la radio-despertador le atacó con una descafeinada versión del Why do fools fall in love? de Frankie Lymon, asépticamente interpretado en esta ocasión por los Beach Boys. Tanteando torpemente a ciegas, logró apagarlo y, bostezando como el mítico león de la Metro, se incorporó en busca de sus zapatillas. Súbitamente vino a su mente la escena del día anterior y, después de una noche de sueño, le parecía casi irreal. ¿Podría confiar en que aquel tipo cumpliese su palabra? El hecho de que supiera tantas cosas acerca de él le había inquietado, pero al mismo tiempo era lo que le hacía pensar que podría haber algo de verdad en sus palabras. De todos modos, ya había tomado la decisión de intentar acudir a la cita con el otro agente, en Miami. Todavía no estaba seguro de conseguir que le asignaran el trabajo de cubrir el Wrestle War Fest, puesto que hasta el momento su área de acción estaba limitada a Tallahassee y los estados limítrofes. Aquella misma mañana abordaría a Teddy Hake y trataría de convencerlo con algún pretexto.

Se lavó la cara haciendo cuenco con ambas manos, para que el agua helada acabara de despertarle, llevándose consigo la telaraña de pensamientos negativos que le acosaba cada vez que se proponía emprender un nuevo reto. Los matones del partido republicano le habían trabajado bien la moral, nueve años atrás. Al levantar la vista, el espejo le devolvió la imagen de un hombre de treinta y cinco años con arrugas de expresión en el entrecejo y la frente, consecuencia de una vida atribulada. Su cabello encrespado ya iba necesitando un buen corte, pero habría que dejarlo para mejor ocasión. Se pasó la mano por el rostro, pensativo. Tal vez un buen afeitado le haría sentir mejor. El contacto áspero de la cuchilla al resbalar por el mentón le hizo soltar un juramento entre dientes. Había olvidado comprar recambios nuevos, y sentía como si se estuviera rasurando con el filo mellado de un hacha. Terminó la escabechina con tres trozos de papel higiénico sobresaliendo de su rostro, como pequeñas rosas sin tallo, y se dispuso a dar cuenta de un ligero desayuno.

En su Chevy Nova recorrió los diez kilómetros que le separaban de la redacción del TWO. Conservaba aquel coche desde su época de la universidad, a pesar de que el motor ya le estaba empezando a dar problemas. Su sueldo no daba para muchos lujos, pero habría podido conseguir algo decente de segunda mano por un buen precio. Tal vez después del verano comenzaría a buscarle un digno sustituto. Aparcó frente al edificio de oficinas y se dirigió al ascensor que le llevaría al tercer piso.

La redacción constaba de un amplio espacio dividido en cuatro dependencias mediante separadores de madera y una sala de reuniones. En el aire pesaba el persistente olor a tabaco y a café recién hecho. La plantilla estaba compuesta tan solo por cuatro trabajadores, además del editor, pero bastaban para realizar todo el trabajo.

Darren se dirigió a su mesa de trabajo, en el apartado que compartía con el veterano señor Weiss, el encargado de la maquetación de las treinta y seis páginas semanales de la revista, cuando notó que alguien había estado hurgando en sus cosas.

—Buenos días, Darren. ¿Qué tal todo? —Ese era el saludo patentado de Arthur Weiss, que llevaba repitiendo invariablemente durante años.

—Ahí vamos, Art. ¿Qué es este desorden? ¿Han entrado gatos por la ventana durante la noche y han estado apareándose encima de mi mesa?

—No, es ese chico nuevo, Eugene —respondió, sin levantar la vista de su trabajo—. Ha estado usando tu mesa esta mañana porque todavía no tiene una propia. Se ha levantado justo hace un momento.

—Hola, Darren —dijo una suave voz adolescente detrás de él—. Espero que no te importe que haya movido tus cosas. Ya me voy a otro sitio.

—No pasa nada —le respondió, entre molesto y divertido—. El bueno de Teddy no se decide a invertir en una mesa nueva, ¿verdad? Supongo que hay cosas que nunca cambian.

Una vez hubo reordenado sus cosas, simuló trabajar durante unos minutos y finalmente decidió ir al despacho de Teddy para hablar del asunto de Miami. En su mente ya había ideado un plan para lograr que le asignara la cobertura de la velada, pero no estaba muy convencido de que fuese a funcionar. Llamó a la puerta suavemente y la voz familiar de su editor le invitó a pasar. Tratando de emplear un tono de voz casual, Darren saludó:

—Buenos días, Teddy. ¿Tienes un minuto?

—Claro, hombre. Siéntate. Pero te advierto que si has venido a pedir un aumento, la llevas clara. —Teddy trataba con familiaridad a sus empleados, pero era todo una mera fachada. Cuando se trataba de asuntos de trabajo, era duro de pelar.

—Tranquilo, Teddy. No he venido a eso. Se trata de una propuesta editorial.

—¡Vaya!. Ya era hora de que el legendario ingenio periodístico del gran Darren Mathews se pusiera en marcha. Cuéntame.

—Se trata de esa nueva sensación enmascarada del circuito independiente, el Doctor Gangrena. Ya habrás oído hablar de él. La semana pasada fue portada en un par de revistas locales. Lo cierto es que el chico promete; o mucho me equivoco, o va a convertirse más pronto que tarde en una superestrella de la lucha libre.

—Sí, eso dicen. Aunque para mi gusto, su estilo está todavía sin pulir. Y esa estúpida máscara... ¡Joder, que no estamos en México!

—A eso iba, Teddy. ¿Quién quiere llevar máscara para subirse al ring hoy en día? Seguramente debe de tener sus buenas razones para ello. Pero por el momento, no ha ofrecido una entrevista en profundidad a ningún medio. Y hay que reconocer que el público cada vez está más encandilado con ese chaval.

—Al grano, Darren. Dime qué es lo que se te ha ocurrido. Tengo asuntos que atender.

—El Doctor Gangrena va a luchar en el Wrestle War Fest este fin de semana, en Miami. —La voz de Darren rebosaba vitalidad, algo nada habitual cuando se encontraba trabajando en la redacción—. Envíame a cubrir el evento y me las arreglaré para que me conceda una entrevista en exclusiva. La mejor entrevista que hayas publicado nunca, Teddy. Las ventas van a subir como la espuma.

—No sé, Darren —rezongó—. No termino de verlo claro. Sabes cuál es nuestra política respecto a pagar suplementos de dietas y locomoción. Además, ya tenemos a Carl Anderson en la zona, que lleva cubriendo la zona de Miami desde el primer número de la revista. ¿Por qué enviarte precisamente a ti?

—Porque Carl Anderson es un pésimo periodista que siempre escribe la misma basura intrascendente y además hace unas fotos lamentables. No conseguiría una entrevista decente ni aunque alguien le dictase las preguntas.

—Vaya por Dios. Siempre he sabido que debajo de esa apatía tuya se ocultaba un buen periodista, pero este entusiasmo es algo nuevo en ti. No obstante, tengo que pensarlo.

—Si es por el dinero, no es necesario que te preocupes. Yo mismo pagaré los gastos de mi estancia. Si mi entrevista consigue que las ventas suban al menos un treinta por ciento, me reembolsarás mi dinero. En caso contrario, estamos en paz.

—La verdad es que me gusta verte así. Pareces bastante seguro de lo que te traes entre manos, aunque tengo la sensación de que no me lo estás contando todo. —Juntó los dedos ante sí mientras se recostaba en su sillón, contemplando el techo durante unos momentos. Darren mantuvo su cara de póquer durante toda la tensa espera. Finalmente, Teddy Hake volvió a tomar la palabra:

»De acuerdo. Puede que más tarde me arrepienta de lo que estoy a punto de hacer, pero voy a asignarte el evento. Espero que me traigas una buena historia.

—Gracias, Teddy. Te aseguro que no lo lamentarás.

—Eso ya lo veremos. Solo hay una cosa más que quiero decirte. El chico, Eugene, te acompañará. Se muere por conocer a las estrellas de la lucha libre. Además, para ser tan joven no se puede negar que está demostrando tener buenas cualidades. Creo que no tendré ningún problema en conseguir una autorización firmada por su madre. Lo que más le conviene es aprender la profesión directamente de uno de los mejores, ¿no crees?

—«Tierra, trágame» —pensó Darren. Ahora sí que se había metido en un buen follón.

Parque nacional de los Everglades, Miami.

 

Cyrus Verpoorten terminaba de guardar su pitillera casi vacía, cuando un bulto que agitaba las aguas llamó su atención. Recolocándose las gafas de pasta sobre el puente de su abultada nariz, se acercó para poder verlo mejor. Tras comprobar que solamente se trataba de un inofensivo manatí, continuó con su labor. Los cocodrilos eran cada vez más raros en los Everglades, pero siempre cabía la posibilidad de acabar siendo el desayuno de uno de ellos. El hombre, de mediana edad, prendió una cerilla para encender el cigarrillo que él mismo había liado y aspiró cuatro caladas en rápida sucesión. Mientras contemplaba las nubecillas de humo dispersarse en el aire, lamentó no haber traído un libro de crucigramas. Sus botas de goma cubiertas de barro y el impermeable caqui de camuflaje ocultaban unos gastados pantalones de lona y una camisa a cuadros rojos rematada por una bufanda color pistacho. A pesar de que el profesor Verpoorten era corpulento, las ropas que llevaba siempre parecían capaces de albergar a alguien más debajo de ellas. Hubo un tiempo en que cuidaba más su imagen, pero tras el divorcio —el tercero en su cuenta particular— no quedaba nadie a quien le importara su aspecto, y él nunca se había caracterizado por su buen gusto a la hora de vestir. A pesar del agobiante calor que hacía en aquella época del año, el exceso de ropa le escudaba de las picaduras de los mosquitos, enormes como gorriones, aun a riesgo de parecer un fantoche. A Cyrus eso no le importaba demasiado, pues prefería el trabajo de campo antes que las interminables horas de corregir exámenes y preparar sus tediosas clases en la facultad de biología.

Dos años atrás, había impartido la asignatura de zoología en la universidad de Tampa. Paralelamente, había estado dando los últimos retoques a un proyecto que había iniciado ya en sus años de estudiante de secundaria. Se trataba de su gran pasión secreta, una afición que había cultivado desde muy niño. Le apasionaban las criaturas mitológicas y los monstruos imposibles, particularmente aquellos que la gente aseguraba haber visto en la realidad. El monstruo del lago Ness, calamares gigantes más allá de toda lógica, el bigfoot, el chupa-cabras y otros fenómenos similares. Lejos de ir desapareciendo a medida que se acercaba a la edad adulta, la extraña obsesión del joven Cyrus no había hecho más que aumentar con los años. Gran parte de culpa la tuvo la desconcertante escena de la que fue testigo a los quince años, durante una acampada con los Boy Scouts.

Estando de campamento en la ribera del río Blackwater, en el sureste de Virginia, Cyrus y dos amigos se las habían arreglado para escabullirse en mitad de la noche. Equipados con linternas y brújulas, buscaron un lugar apartado en las inmediaciones. Uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y una pequeña caja de cerillas que había conseguido esconder en su ropa interior. Estuvieron contando chistes verdes y anécdotas divertidas mientras simulaban fumar, cuando a Cyrus le entraron ganas de orinar. Procurando no alejarse demasiado del grupo, buscó un matorral adecuado y se dispuso a aliviarse. En mitad del silencio, escuchó un rugido salvaje y ruidos de lucha. Después del último gemido lastimero, los espeluznantes sonidos de huesos masticados y carne desgarrada llegaron hasta sus oídos. Atraído por una fascinación más fuerte incluso que su miedo, el joven Cyrus rastreó los inquietantes sonidos hasta su origen y, atisbando entre la maleza, fue testigo de una escena sobrecogedora. Una silueta enorme, que de haber estado erguida bien habría podido alcanzar los siete pies de altura, se agazapaba sobre los restos de un desdichado ciervo.

En los escasos segundos que pudo vislumbrarlo, Cyrus estimó que no podía tratarse de un oso, pues el contorno de la bestia era más estilizado, casi felino. También era demasiado grande para ser un puma. Pero lo que realmente le heló la sangre fueron los movimientos precisos que ejecutaba con las extremidades delanteras, para llevarse trozos de carne a la boca. Allí, a unos veinte metros del escondite del joven Cyrus, sentado sobre sus cuartos traseros, el claro de luna iluminaba tenuemente a una bestia de espeso pelaje oscuro que en unos instantes había devorado gran parte de un ciervo adulto. De repente, tal vez al sentirse observado, el animal aventó el aire y, dejando atrás los ensangrentados despojos, desapareció entre la maleza.

Más tarde y ya más calmado, al repasar lo ocurrido, el joven Cyrus reparó en el hecho de que, si el viento hubiera soplado en dirección a su precario escondite, probablemente no habría vivido para contarlo. A pesar de su corta edad, ya demostraba el suficiente grado de sensatez como para no hablar de lo que había presenciado a nadie, ni tan siquiera a sus compañeros. Era una historia demasiado increíble, de todos modos. Lo único que consiguieron sacarle sus amigos fue que había sido testigo del ataque de un lobo sobre un ciervo.

Había seguido recopilando a través de los años cuanta información caía en sus manos acerca de avistamientos insólitos, elaborando un grueso dossier que atesoraba en su habitación. Se empleó a fondo en las materias que más le interesaban de cara a continuar sus estudios de criptozoología. Cyrus estaba seguro de la existencia de ciertos animales ocultos, lo llamados «críptidos». Pero resultaba tremendamente complicado cribar la información al respecto, dada la abundancia de falsos testimonios.

Al graduarse, accedió a un puesto de becario en la facultad y más tarde le ofrecieron un empleo de profesor a tiempo completo. Ya entrado en la treintena, Cyrus había logrado situarse en un buen puesto de trabajo. Creía que por fin iba a disponer del material y los fondos necesarios para sus investigaciones, pero pronto empezó a toparse con los primeros obstáculos. El rector de la facultad, un sexagenario estirado de mente estrecha, no quería ni oír hablar de criaturas mitológicas, ni de nada remotamente parecido. Por encima de todo, no estaba dispuesto a destinar recursos de la universidad para investigaciones de dudosa naturaleza. Cyrus era precavido a la hora de exponer a otros profesores sus proyectos, consciente de la mala prensa de que gozaba su materia favorita, y siempre procuraba disfrazarlos de alguna otra, como geología o paleontología. Pero siempre había alguien que acababa por adivinar el auténtico interés del profesor Cyrus Verpoorten. No pasó demasiado tiempo antes de que sus compañeros empezaran a murmurar a sus espaldas y a hacer comentarios burlones sobre él y sus monstruos invisibles. Una vez más, Cyrus decidió que lo prudente era dejar aparcada de forma temporal su pasión particular. Por más de diez años se centró en la docencia y a investigaciones de carácter más ortodoxo.

Por el camino, Cyrus se casó y divorció dos veces. La primera con una compañera de carrera y la segunda con una secretaria del departamento de bioestadística. En ambos casos, su carácter irascible y su exceso de trabajo fueron las principales causas de la ruptura.

Ya cerca de cumplir los cincuenta, Cyrus recibió una sorpresa inesperada. Un pariente lejano, del que llevaba años sin saber nada pero al que había estado muy unido durante su infancia, le había nombrado único heredero de su fortuna. Los padres de Cyrus habían pertenecido a la predominante clase media obrera de su tiempo, canalizando todos sus esfuerzos en la crianza de su único hijo. Le habían dado ese nombre en honor a su tío abuelo, que había quedado viudo cuando todavía era joven, antes de poder tener descendencia. Tras la muerte de su esposa, el tío Cyrus había rehusado volverse a casar y se había refugiado en el amor que profesaba a sus sobrinos. De todos, el favorito siempre fue su homónimo, al que dedicaba sus mejores atenciones. En las tardes que pasaba por casa para tomar el té, le contaba historias de sus viajes con gran entusiasmo. De carácter un tanto bohemio, el tío Cyrus descendía de una familia de colonos tejanos que había hecho una respetable fortuna con los pozos de petróleo. Se dedicaba a manejar su empresa de distribución de repuestos para plataformas petrolíferas, ocupación gracias a la cual podía viajar constantemente y con la que pudo reunir bastante dinero como para retirarse antes de ser demasiado viejo como para disfrutarlo. Lo que su sobrino favorito no sospechaba era que el tío Cyrus, al morir, le iba a dejar una herencia de cerca de dos millones de dólares entre acciones y dinero en efectivo. Antes de tomar posesión de su fortuna, Cyrus tuvo la precaución de divorciarse de su tercera esposa, Betsy, una profesora de latín de la universidad que había resultado ser una vieja arpía. Una vez libre, solicitó una excedencia en la universidad, para poder realizar su sueño de elaborar un tratado de criptozoología. Asombraría a la comunidad científica con sus teorías sobre evolución comparada de distintas especies actuales y prehistóricas. Al mismo tiempo, albergaba la esperanza de realizar algún descubrimiento insólito para darle más fuerza al proyecto. Pese a que el ansiado hallazgo se hacía de esperar, Cyrus no se planteaba volver a la enseñanza. Desde la Crisis del ochenta y ocho, los planes de estudios de las carreras científicas se habían visto mutilados de forma ignominiosa. La única forma de acceder a una titulación en condiciones era ingresando en una universidad militar. Dicho de otra forma, todos los avances tecnológicos que se produjesen desde entonces serían propiedad exclusiva del gobierno, que vetaba el acceso a las nuevas tecnologías a la población civil. La paranoia del Tío Sam no conocía límites.

Mientras divagaba, Cyrus Verpoorten recogía el equipo de grabación y volvía a la tienda de campaña en la que llevaba durmiendo desde la semana anterior. Había obtenido permiso de las autoridades para acampar en los Everglades, concretamente al norte del parque nacional, cerca del canal Shark River Slough, gracias a su carnet del departamento de zoología de la universidad. Cyrus conservaba sus contactos en la facultad a pesar de estar apartado, lo cual le era de gran utilidad en sus trabajos de campo. El asunto que le ocupaba actualmente era bastante prometedor. Ya conocía los Everglades, puesto que había estado rastreando unos testimonios de turistas que decían haber visto una especie de serpiente acuática con grandes ojos rojos hacía unos años, cuando todavía daba clases en la universidad. En aquella ocasión no pudo sacar nada en claro, pero ello no le había supuesto un inconveniente para volver al mismo escenario, esta vez para investigar un asunto bien distinto.

La noticia salió a la luz en varios periódicos locales del estado de Florida la semana anterior. Un cuidador del parque nacional de los Everglades aseguraba haber visto un ser humanoide moviéndose entre los manglares al amanecer, concretamente en la zona del Shark River Slough. Según su testimonio, se trataba de una especie de «cosa del pantano» cubierto de lo que parecía ser vegetación y raíces de mangle. El caso reunía los requisitos necesarios para que el profesor Verpoorten fuese a echar un vistazo.

Había dispuesto una serie de trampas y varias cámaras de video domésticas ocultas entre la maleza. Cuando hubo terminado de recoger su equipo audiovisual, Cyrus vio a un individuo vestido con el uniforme de cuidador que avanzaba en su dirección dando grandes zancadas.

—¡Oiga! —le interpeló. El uniforme le quedaba algo grande y llevaba la gorra calada hasta las cejas. Este detalle, además de sus orejas despegadas y su nariz larga, le daba un cierto aire ratonil—. ¿Qué se supone que está haciendo? No puede andar por ahí usted solo. Es peligroso.

—Jovencito, por si no se ha dado cuenta, usted también está solo y además es tan enclenque que hasta un manatí le resultaría una seria amenaza —respondió Cyrus, proyectando la mandíbula hacia fuera. Cuando adoptaba esta pose, su espeso mostacho caía aún más a ambos lados de la boca y resultaba bastante amenazador.

—Pero no se puede ir por ahí como si nada —empezó a decir el empleado del parque, con aire casi suplicante—. Tenemos normativas al respecto. Todos los cuidadores tenemos la obligación de…

—Tenéis la obligación de no entorpecer a los científicos cuando están en mitad de un trabajo de campo —interrumpió Cyrus—. Lee esto, gaznápiro.

Con un gesto ceremonioso, extrajo la autorización del bolsillo interior de su impermeable y la agitó a escasos centímetros del atónito rostro del joven.

—Ahora ya puedes irte a llorar bajo una piedra antes de que pierda la calma y me ponga desagradable de verdad —sentenció el profesor. Las aletas de la nariz, grande como una ciruela, se dilataron, dándole el aspecto de un toro furioso.

El cuidador dio media vuelta y se alejó, mascullando entre dientes una jerigonza indescifrable. Cyrus esbozó una media sonrisa y siguió recogiendo su equipo. No era la primera vez que se veía en la necesidad de meter en cintura a algún jovenzuelo remilgado. ¿En qué estaba quedando la juventud de América? Casi por casualidad, recordó comprobar las placas de barro que había distribuido en lugares de paso estratégicos entre los mangles. Se trataba de una técnica que, aunque sencilla y barata, a veces daba sus frutos. Consistía en dejar unas bandejas de plástico o madera recubiertas de una capa gruesa de arcilla para recoger las huellas de cualquier animal que pasara por allí. A pesar de que sentía los ojos como llenos de arena y los músculos del cuello agarrotados tras la noche de vigilia, se obligó a ir a mirarlas antes de retirarse a su tienda para echar una cabezada. Las primeras quince placas tan solo mostraron huellas de las aves características de la zona, como garzas, ibis y algún tántalo americano.

En la última placa, descubrió algo que llamó poderosamente su atención. Tuvo que frotarse los ojos para asegurarse de que no se trataba de una visión, fruto de la fatiga. Allí mismo, apenas a cien metros de donde había estado apostado la noche anterior, apreciaba con claridad lo que parecía ser la huella de un pie humano descalzo. Por la profundidad, su autor sería un individuo relativamente pesado, de más de ciento cincuenta libras, quizá cercano a las doscientas. Según el diámetro, se trataría de un varón de estatura normal o bien de una mujer alta. No se observaba rastro de uñas excepcionalmente largas, pero sí había indicios de una piel plantar bastante rugosa, con callosidades o ramitas adheridas a los pies. El profesor Verpoorten se preguntaba quién en su sano juicio andaría por los pantanos de los Everglades descalzo en mitad de la noche, y por qué motivo. Decididamente, había algo muy extraño en aquel asunto.