7
Eugene miraba por la ventanilla con los ojos como platos. Era la primera vez que visitaba Miami desde que tenía seis años y no quería perderse detalle. Junto a él, su flamante amigo Frank conducía su pequeño Honda en dirección a Liberty City mientras le contaba anécdotas picantes.
—…y antes de darme cuenta, tenía las tetas de Lady Calypso en toda la cara. Te juro que no me lo podía creer, tío.
—Oye, Frank… Ese sitio a donde vamos, ¿es chungo? Quiero decir, no nos arrestarán ni nada parecido, ¿no?
—No te preocupes por eso, no vamos a esa jungla de Overtown Miami. Está lleno de adictos al crack que te meterían una bala en la cabeza para robarte veinte pavos. Yo paso de ese rollo. Vamos a Liberty Town, donde tiene su picadero mi contacto local. Se llama Louie y, a diferencia de otros camellos, no solo trabaja con drogas de «colocón». También tiene esteroides y productos hormonales. En Miami tienen a los principales productores de droga a un tiro de piedra. Los traficantes colombianos utilizan esta ciudad como cabeza de playa para entrar en el país y luego distribuir la mercancía por todas partes. Eso también hace que haya polis hasta debajo de las piedras. Lo bueno con Louie es que mantiene buenas relaciones con los pies planos, porque es él quien les suministra anabolizantes y coca a buen precio.
—Vaya, Frank. Eso me deja mucho más tranquilo.
Había pocas cosas a las que Lewis Ezequiel Brown temiese en esta vida. La que ostentaba el primer lugar indiscutible era ser enterrado vivo, terror que compartía con millones de seres humanos en todo el mundo. La segunda era meterse en líos con la familia de Don Santo Tinelli, sobre todo porque sabía que ésta le conduciría de forma inevitable a la primera, o a alguna de sus macabras variantes. En ese preciso instante, era consciente de que las buenas relaciones entre ambos mafiosos se tambaleaban, al borde del abismo. Los malentendidos eran un tema complicado que trataba de evitar por todos los medios, y pese a todo, a veces se producían. Amenazado en su propia casa por dos sicarios del Don, lo último que deseaba era hacer o decir algo que pudiera empeorar la situación. Por ello, había ordenado a sus hombres, también presentes en su oficina, que no hicieran nada que pudiera comprometerle. Su camisa estampada de seda natural mostraba rodales húmedos alrededor de las axilas y su garganta ardía, seca y áspera como un felpudo barato. Aguantaba el chaparrón lo mejor que podía, preguntándose si sería capaz de reconducir la situación.
El más grande de los dos tipos, que no había abierto la boca ni se había quitado las gafas de sol, permanecía impasible junto a la puerta con las manos juntas en el regazo. Mientras, su compañero, un tipo nervudo con una cicatriz que le recorría la mejilla derecha —probablemente hecha por encargo en un estudio de tatuajes clandestino—, le sermoneaba en tono inquietantemente suave, sin dejar de gesticular.
—Excusas, excusas —repetía, mientras deambulaba por la habitación—. Las excusas no pagan las cuentas. ¿Puedo entrar en un McDonalds, acercarme al mostrador, pedir un menú tranquilamente y luego decirle a la dependienta: «Disculpe, pero desearía pagar en excusas. Es que no tengo dinero»? Contéstame, hombre. ¿Es posible hacer algo así?
—No, no es posible, Butch —musitó Louie entre dientes. Sabía que tenía que seguirle el juego, por irritante que le resultara o, de lo contrario, la situación no terminaría nada bien.
—Exacto, hombre. Ahora empezamos a entendernos. —El matón se sacudió una imaginaria mota de polvo de la solapa de su impecable traje negro, a juego con el de su compañero—. Entonces, si esto puede aplicárseme a mí, seguramente también se puede aplicar al Don, en caso de que algún día se le ocurriese comer esa mierda. ¿Me sigues?
—Sí, Butch, te sigo. —Tomó una buena bocanada de aire armándose de paciencia, procurando que no se notase demasiado el hecho de que estaba aterrorizado.
—Pues ponte un momento en mi lugar —continuó el tipo de la cara cortada—, e imagina la tristeza que yo siento cuando vuelvo a la oficina después de un día de trabajo, y mi jefe me pregunta: «¿Has traído el dinero que me debe Louie Brown?». Yo no tengo más remedio que responderle: «No, Don Tinelli, solamente traigo un montón de excusas». Ese tipo de cosas ponen triste al Don. Y cómo no lo van a ponerle triste, me pregunto yo, cuando salta a la vista que la gente está perdiendo los principios. «La gente ya no tiene principios», me dice. —Hizo una pausa en su torrente verbal, que duró varios latidos, mientras miraba a su alrededor con pretendido aire melancólico.
—Mira todo esto que tienes —continuó el gánster, abriendo los brazos en un amplio arco que pretendía abarcar no solamente la habitación, sino mucho más allá—. Vives bien, vistes bien. Vas en buenos coches, tienes buenas tías, todo eso. ¡Fíjate, cabrón! ¡Si hasta tus zapatos valen más que el sueldo que ganaba mi padre en todo un mes!
»Lo que pasa es que a veces uno tiende a volverse egoísta y no piensa en cómo ha llegado a donde uno está. El Don no tiene ese defecto, porque él construyó su fortuna con sus propias manos, de la nada. Gracias a él, tipos como tú pueden tener todo esto casi sin ensuciarse las manos. Y a menudo se os olvida que debéis tener respeto hacia los que hicieron posible que las ratitas como vosotros podáis vivir en la casa del gato sin miedo a ser devorados. Pero el gato a veces se enfada y tiene que recordarle a las ratitas lo que son, aunque ello le cause dolor. Porque el Don os quiere a todos como a hijos, y un padre no desea que sus hijos sufran daño alguno. En el fondo, lo hace por su bien, para que no acaben sus días en la trena o en el interior de una fosa sin lápida, o en un vertedero de basura cortados a cachitos. —Se apoyó con ambas manos en la mesa del despacho y miró fijamente a Louie. Había soltado la última parte de su discurso con tanta vehemencia que tenía el rostro visiblemente congestionado, resaltando la cicatriz en color púrpura. Luego, con un inquietante susurro, continuó:
—Haremos una cosa, chico. Hasta la fecha, hemos trabajado juntos sin que hubiera malentendidos. Nosotros traemos la mercancía, tú pagas, todos ganamos dinero y el círculo de la vida continúa. Por ser esta la primera, y espero que la última vez que te retrasas en el pago, estamos dispuestos a ofrecerte una prórroga. Estamos seguros de que un hombre con tus contactos no tendrá problemas para reunir los veinte mil en un plazo de veinticuatro horas. Mañana volveremos a la misma hora. Nos darás la pasta, chocaremos las manos como colegas y así nadie tendrá que lamentarlo —tras el rápido torrente de palabras, se detuvo unos instantes, antes de continuar más despacio—: Solamente hay un pequeño detalle. No podemos irnos de aquí sin más con las manos vacías, como unos buenos chicos. Vamos a hacer algo de ruido antes… Ya sabes, por mantener las apariencias. No te lo tomes como algo personal, pero tenemos una reputación que mantener. Barney, por favor —añadió, dirigiéndose a su enorme acompañante.
El gigantón silencioso que estaba junto a la puerta agarró del cuello al compinche de Louie que tenía más a mano y, alzándolo medio metro del suelo, lo estrelló contra la mesa de despacho, partiéndola por la mitad. Louie y su otro guardaespaldas contemplaron atónitos cómo el infortunado yacía inmóvil entre un desbarajuste de astillas y material de oficina.
Seguidamente, fue el turno del otro guardaespaldas, que salió disparado a través de la puerta para caer estrepitosamente en el pasillo, al tiempo que varias prostitutas corrían a esconderse entre chillidos de pánico. Barney siguió golpeando al tipo que, al borde de la inconsciencia, apenas se resistía. En realidad, no tenía intención de causar un daño irreparable. Barney se limitaba a actuar de modo maquinal, exento de toda emoción. Solo se limitaba a cumplir con una parte rutinaria de su trabajo y su único pensamiento en ese momento era acabar pronto para poder irse con sus asuntos a otra parte.
Conforme se adentraban en la zona norte de Miami, los edificios modernos y barrios residenciales lujosos daban paso a barriadas de aspecto decadente. Después de veinte minutos, durante los que Eugene pudo comprobar de dónde les venía la fama de malos conductores a los habitantes de esa ciudad, Frank detuvo el coche frente a un bloque de edificios de dos plantas cuya fachada estaba decorada con un inmenso mural de Martin Luther King. Pudo identificar en él varias consignas a favor de los derechos de la población afroamericana y varias banderas, de entre las que solamente reconoció unas pocas. Después de asegurarse de que no había ningún vehículo aparcado en el patio de la comunidad, Frank llevó su Honda hacia allí.
—No dejaría el coche sin vigilancia en esta barriada ni un solo minuto. Por suerte, tenemos el parking privado para nosotros solos. Será solo un momento.
Se dirigieron a una puerta en la que figuraba el número seis pintado a mano y un buzón oxidado del que asomaban panfletos publicitarios. Frank llamó al timbre, que resultó estar conectado a un interfono. Al poco tiempo, les habló una nasal voz femenina:
—¿Quién es?
—Soy Frank, vengo a ver a Louie.
—Igual que todos, papito. Espera.
Al cabo de menos de un minuto, la puerta se abrió. Resultaba algo extravagante que alguien se hiciera instalar un portero automático en una planta baja, pero el sistema seguramente tenía sus ventajas. El ser humano soporta mejor una espera cuando hay un aparato electrónico de por medio.
La mulata que les condujo al interior estaba vestida con un vestido corto de una pieza, ceñido como un guante, que dejaba poco a la imaginación. En algún lugar de la vivienda sonaba una machacona canción de rap aderezada con ritmos latinos. El garito era más grande y lujoso por dentro que por fuera, pues al parecer habían unido dos o tres de los apartamentos que se veían desde el exterior. Les hicieron sentarse en una sala de espera que nada tenía que envidiar a la de un dentista, salvo que en este caso la decoración era bastante menos aséptica. Estatuillas africanas talladas en maderas nobles, exhibiendo falos erectos de tamaño imposible, convivían con un póster de Jimmy Hendrix y otro de Bob Marley. Mientras aguardaban su turno, otros clientes abandonaban el lugar por el mismo pasillo por el que habían llegado a la sala de espera, sin que pudieran verlos en ningún momento. Louie siempre cuidaba al máximo los detalles y la discreción no era el menos importante de ellos. Frank sabía que entre los clientes habituales del traficante se encontraban todo tipo de peces gordos de la política, el deporte y la industria cinematográfica, además de médicos, abogados y toda clase de gente respetable. Algunos de ellos se empeñaban en acudir personalmente a por sus provisiones, con el fin de mantener sus vicios lo más en secreto posible.
Al cabo de un rato, comenzaron a escucharse unos golpes desde alguna habitación cercana, como si una manada de bisontes andara suelta por la vivienda. Las paredes en este tipo de construcciones eran finas como el papel de fumar y, a pesar de la música, a veces era imposible esconder lo que sucedía al otro lado. Al parecer, la trifulca se había trasladado al pasillo. Se escucharon los gritos de varias mujeres. Ahora podían oír con claridad a quienes parecían ser tres o más individuos enzarzados en una acalorada pelea. Era cuestión de tiempo que alguien cometiese el error de sacar un arma.
Eugene miró a Frank con la preocupación reflejada en el rostro. Éste le hizo señas para que aguardase en silencio mientras se ponía de pie para colocarse junto a la puerta. De repente, sonó un golpe sordo y la puerta se abrió bruscamente, al ser embestida por un negro vestido con bermudas y la camiseta oficial de los Miami Heat. El tipo que le había golpeado irrumpió en la sala de espera y le encañonó con una pistola. Eugene no pudo evitar quedársele mirando fijamente sin poder reaccionar y, cuando el matón le devolvió la mirada, fue como si se encendiera una luz en su cerebro. Se trataba del acompañante silencioso del figurín que había estado molestando a la amiguita de Darren en la velada de lucha.
Súbitamente, Frank captó el peligro en el ambiente y se abalanzó hacia Eugene, tirándole del brazo para sacarlo de allí. En el pasillo, el sicario de la cicatriz en el rostro bloqueaba la salida. Como un rayo, Frank cargó sobre el gánster con su hombro, derribándolo sobre la moqueta, al tiempo que arrastraba a Eugene hacia fuera. Su compañero, que permanecía en la habitación apuntando al negro con la pistola, gritó:
—¡Butch, que no escapen! Esos tipos no son lo que parecen, ¡dispara!
El pasillo giraba noventa grados antes de encarar el tramo final hacia la puerta principal. Esto fue lo que les salvó, porque las balas quedaron incrustadas en la pared justo un instante después que hubieron torcido. Frank abrió la puerta sin saber cómo y saltaron dentro del coche a toda prisa. Mientras aceleraba marcha atrás para salir nuevamente a la calle, vio cómo se abría la puerta y el pistolero levantaba su arma apuntando hacia ellos. Giró el volante tan rápido como pudo y metió la primera marcha casi sin detener el vehículo. Aceleró a fondo con un estridente chirrido de las ruedas, levantando una nube de denso humo negro y dejando un acre olor a goma quemada. Los disparos no llegaron a producirse, Barney decidió que era preferible no atraer a la policía. Además, estaba ocupado memorizando el modelo del coche y el número de la matrícula.
Eugene, pálido como un fantasma, casi no podía articular palabra. Frank, con los dedos engarfiados sobre el volante, daba gracias por haberse comprado un modelo con cambio de marchas manual. Con un coche automático ya estarían probablemente muertos.
—¿Estás bien, tío? Nos ha ido por poco —dijo Frank.
—Sí, sí. Es solo que… Nunca me habían disparado antes. Es decir, bueno… —el chico siguió balbuciendo unos instantes, hasta que pudo hallar las palabras—. Verás, Frank. A ese tipo lo he visto antes. Fue la noche pasada en la velada. Acompañaba a un tío trajeado que tenía pinta de mafioso, o algo parecido. Mi socio, Darren, aunque no me lo ha contado expresamente, al parecer tiene un rollo con la ex novia de ese tipo. No debió de gustarle que ella lo mandara a hacer puñetas y decidiera quedarse con nosotros. El grandote debe de ser su guardaespaldas, con toda seguridad. Estuvo mirándonos todo el tiempo fijamente con cara de pocos amigos. Y estoy seguro de que me ha reconocido, por eso le dijo al otro que nos disparase. ¿Qué cojones tendrá contra nosotros para querernos muertos?
—Pues sí que es casualidad. Con lo grande que es esta maldita ciudad... Debe de ser por lo de la novia de aquel tipo. Supongo que habrá pensado que, si nos eliminaba, su jefe le daría una recompensa. Esa gente no se anda con tonterías.
—Oh, mierda —jadeó Eugene, que empezaba a respirar con dificultad—. Ahora no. El asma, no.
—¿Qué te pasa, colega? ¿Qué tienes? —preguntó Frank, visiblemente preocupado.
—Es esta mierda de asma. Creía que ya lo había superado en la pubertad. Es que de vez en cuando, sobre todo cuando me dan un susto de muerte, se me cierran los bronquios. Me he dejado el inhalador en la habitación del motel. ¿Te importaría si…?
—Tranquilo, hombre. Todo va a salir bien —dijo Frank, en un tono que era cualquier cosa menos tranquilizante—. Tú no te mueras, ¿me oyes? Concéntrate en respirar y todo irá bien…
—¡Pues claro que no me voy a morir, idiota! Es solo que es un agobio de cojones, no poder respirar bien. Si tomo aire con fuerza, suena como si tuviera una harmónica metida en el pecho. —Hablaba de forma entrecortada, haciendo pausas para coger aire.
Después de diez minutos de conducción temeraria, llegaron al motel. Eugene inhaló tres veces seguidas el salbutamol que hacía tiempo no se había visto obligado a utilizar. Durante su infancia, se habían convertido en compañeros inseparables.
—¿Estás mejor ya? —preguntó Frank. El tono preocupado del gigantón tenía su punto cómico.
—Sí. Qué alivio —suspiró Eugene—. Esto funciona en el acto. Antes de que me lo recetaran, las pasaba canutas cuando me daban los ataques. Noches enteras sin dormir, luchando por meter una pizca de aire más en los pulmones, al tiempo que me preguntaba si podría reunir fuerzas para otra pizca más —añadió, en tono melodramático. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, saboreando el aire que hinchaba su pecho.
—Por cierto, ¿qué hora es? —preguntó el muchacho, una vez repuesto—. Darren debe de estar ahora en la biblioteca de Fort Lauderdale. Tenemos que ir a contarle lo sucedido. Puede ser que él también esté en peligro. —El joven hizo una pausa, mirando a su compañero con aire de perro apaleado—. Es decir, si no te importa llevarme, claro.
—Pero, ¿qué estás diciendo? —dijo Frank, haciéndose el ofendido—. No pensarás que te voy a dejar aquí tirado después de la movida de antes, ¿verdad? Frank Cage tiene pocos amigos de verdad, pero a los que tiene, no los deja abandonados cuando más le necesitan. Así que, ¡andando!
La mirada que Darren le dirigió a Stephany lo decía todo. Mal iban a ir las cosas, si permitían que cualquier desconocido descubriese sus intenciones. Si iban a jugarse el pellejo resolviendo aquel misterio, lo menos que podían hacer era tratar de mantenerse en el anonimato.
—Darren, creo saber lo que estás pensando —dijo Stephany—, pero confía en mi intuición femenina. Creo que podemos fiarnos del profesor Verpoorten. Además, estoy convencida de que podría sernos de utilidad.
—Vaya —dijo Darren, visiblemente tenso—, ¿y cómo sabemos que no es un espía del Departamento de Información, en busca de agitadores y comunistas? ¿Es que quieres acabar igual que tu padre? —se le escapó. No bien hubo terminado de decirlo, ya se estaba arrepintiendo—. Lo siento, no quería decir…
—Ya sé lo que querías decir. No soy una estúpida, ¿sabes? —le atajó—. Y si te parece arriesgado confiar en Cyrus, deberías haberte oído hace un momento; planeando infiltrarte en una institución privada, para robar documentos confidenciales y quién sabe qué cosas más. Estoy decidida a llegar hasta el final de todo este asunto, o a estrellarme intentándolo. Y toda la ayuda que podamos encontrar será poca. Al menos, démosle una oportunidad, a mí me parece bastante de fiar.
—Está bien —concedió—, pero quiero que sepas que no me parece una buena idea y que mantendré un ojo encima de todos sus movimientos.
—Me parece bien. —convino ella, antes de darle un beso fugaz en la mejilla. Se volvieron hacia donde el profesor les esperaba con una mirada irónica. Sin más, éste les espetó:
—¿Y bien? ¿Es mi ayuda bien recibida?
—Esa parece ser la situación, Cyrus, al menos por el momento —dijo Darren, empleando un tono glacial—. Debe comprender que se trata de un asunto delicado. Hay que actuar con la máxima precaución.
—Entiendo su posición, joven amigo —respondió el extravagante profesor—. Créame, yo mismo soy bastante desconfiado por naturaleza y, de no ser por la encantadora señorita Zubar, seguiría mi camino sin más. No obstante, ha logrado picar mi curiosidad de científico y aventurero de manera irremediable.
—Muy bien —concedió Darren, tratando de retomar el control de la situación—, creo que deberíamos buscar un sitio menos concurrido, en primer lugar, para…
Pero no pudo terminar la frase, pues fue interrumpido por el sonido de unos pasos apresurados, seguido de la voz atropellada de Eugene, que llegaba acompañado de Frank:
—¡Darren! Gracias a Dios que estás aquí… Escucha, creo que estamos en peligro —comenzó a decir. Pero Darren, que comenzaba a sentirse incómodo ante tanta intrusión, le atajó:
—Un momento, Eugene… ¿de qué demonios estás hablando? Serénate, hombre.
—Será mejor que hablemos en privado. —respondió Eugene, dirigiendo una mirada conspicua a Stephany y al profesor Verpoorten.
Los dos reporteros se apartaron del resto del grupo. El chico comenzó a relatarle los hechos de la forma más serena que fue capaz, omitiendo inconscientemente el hecho de que habían visitado el motel antes de ir a la biblioteca.
—Por todos los demonios, Eugene —estalló Darren—. ¿Qué te dije acerca de consumir drogas? Creí haber dejado el tema bastante claro. Mira lo que ha pasado ahora. —Procuró calmarse antes de continuar. Perder los nervios no le conduciría a ninguna parte. De pronto, reparó en un detalle—: Un momento… No os habrán estado siguiendo, ¿verdad?
—No lo creo —respondió Eugene, tratando de no empeorar las cosas—. De todos modos, hemos dado un rodeo antes de venir y esta es una zona bastante concurrida. No irán a ametrallarnos a plena luz del día, ni nada parecido, ¿no es así? —En seguida se arrepintió de haber dicho aquello.
—De modo que habéis dado un rodeo —continuó Darren—. No habréis pasado por el motel, ¿verdad? —el periodista sentía cómo le subía una ola de calor por todo el cuerpo.
—Pues, a decir verdad, sí —reconoció el chico, con aire inocente—. Me entró una de mis crisis de asma, así que fuimos allí a recoger mi inhalador. ¿No te había contado que era asmático? Pero descuida, no vi que nos siguiera ningún coche hasta allí.
—Eso es lo peor que podríais haber hecho —dijo Darren, que comenzaba a sentirse más y más desgraciado a cada momento—. Ahora ya saben dónde nos alojamos, quienquiera que sean esos tipos. Muchas gracias por exponernos a un peligro mortal. —Le dio la espalda bruscamente al chico. Acto seguido, se dirigió al cada vez más nutrido grupo y trató de buscar las palabras apropiadas:
—Escuchadme todos. Eugene y yo tenemos que irnos. Ha surgido un pequeño problema que tenemos que resolver. Stephany, quiero tener una pequeña charla contigo antes. —Esta vez le tocó el turno a la joven de pasar por el particular confesionario de Darren. Una vez consideró que se habían alejado lo suficiente de los demás, el periodista comenzó el interrogatorio:
—Ahora vas a contarme a qué se dedica tu ex-novio y por qué no me lo contaste desde el primer momento.
—¿Ha pasado algo con él? —preguntó ella, inocente—. Sé que Santo puede ser algo irascible a veces, pero no veo el motivo de que se meta en nuestros asuntos.
—Se trata del tipo que le acompañaba ayer. El gigantón que no hablaba. Se ha encontrado con los chicos antes y ha intentado matarles. Eugene asegura que dio la orden de disparar al reconocerlo a él. ¿De verdad que no tienes nada que contarme? —Los labios de Darren se contrajeron hasta formar una línea fina.
—De acuerdo —concedió Stephany—, es un traficante de drogas. Su padre es un gánster semirretirado que trata de dejar el negocio familiar en manos de un hijo psicótico y egocéntrico, que es incapaz de tomar decisiones importantes por sí solo. Y te repito que no éramos novios, solamente salimos juntos un par de veces.
—Pues a mí no me parece que él comparta el mismo concepto de la relación. De todos modos, sigo pensando que debiste decírmelo desde el principio. Al menos, nos habríamos andado con más cuidado.
—¿Qué quieres? —contestó Stephany, airada—. ¿Qué te pida perdón de rodillas? ¿Qué me flagele, en un arrebato de culpabilidad? Maldita sea, Darren, tengo treinta y dos años y tengo que vivir mi vida de una vez. No puedo seguir sintiendo miedo cada vez que suena el teléfono, cada vez que salgo sola de noche o cada vez que me dejo ver en público en compañía de alguien.
Darren comprobó, con embarazo, que la gente que pasaba alrededor estaba volviendo la cabeza hacia ellos.
—El último chico con el que salí —continuó, ya más calmada, después de una pausa para tomar aire—, un compañero de la universidad, acabó en el hospital con una pierna rota. Después de aquello, nadie se ha atrevido a pedirme una cita. ¿Tienes idea de lo que es eso?
Darren la contemplaba, abochornado. Se sentía el más miserable de los representantes del género masculino.
—Qué tonta he sido al creer que tú eras diferente a ellos —siguió ella, adoptando un tono que transmitía una profunda decepción—. Pero, adelante, vuelve al jodido Tallahassee, si eso es lo que quieres, donde nunca pasa nada. Me da igual, ya me las arreglaré sola. Como siempre he hecho.
Sintiéndose en parte culpable por haberla tratado con dureza, y en parte manipulado por sus armas de mujer (no habría sabido decir en qué proporción), Darren se acercó a ella y le dijo, con su mejor tono conciliador:
—Lo siento, no tenía derecho a hablarte así. Es que estoy a la que salto, con tantas cosas pasando al mismo tiempo. Al chico le acaban de disparar, cuando se suponía que yo debía vigilarlo para que no se metiese en líos. Si le pasase algo malo, o te pasara algo a ti, no me lo podría…
Stephany lo atrajo hacia sí en un abrazo y le susurró:
—Estamos todos algo alterados. Olvidémoslo, ¿quieres? Ahora debemos pensar cuál será nuestro siguiente paso. ¿Alguna idea?
—Tenemos que conseguir el expediente médico de John White —sugirió Darren, contento de poder dar la escenita por terminada—. Esa podría ser la clave para sacar algo en claro. Dependiendo de su contenido, es posible que debamos plantearnos sacar a White de la residencia para poder tener una conversación a fondo, y no creo que nos vayan a dejar hacerlo por las buenas.
—¿Estás hablando de un secuestro? —preguntó ella, aunque se temía la respuesta.
—Estoy hablando más bien de un plan de contingencia —precisó él. Se sentía más cómodo hablando con eufemismos, pero aun así era consciente de la gravedad de lo que se proponía llevar a cabo—. Tenemos que descubrir su verdadera identidad. Dudo mucho que esa información figure en su historial médico. Y, en caso de que haya algo turbio, no podemos esperar ningún tipo de colaboración por parte de la institución.
—No se me había ocurrido —mintió Stephany, que ya le había estado dando vueltas a la idea. Ahora que Darren había vuelto a llevar la iniciativa, el periodista parecía mucho más cómodo y lo mejor para todos sería que siguiera así—. ¿Has pensado en algo concreto ya?
—Tengo algo parecido a un plan en mente, pero primero hay que despejar un poco el horizonte. Tenemos que mantener a Eugene alejado de esta aventurilla nuestra. Tal vez logre que se quede en compañía del Doctor Gangrena, aquí presente. Parecen haber hecho buenas migas.
Darren se dirigió al grupo, procurando que su voz sonara firme y autoritaria:
—Escuchadme todos. Al parecer, ha habido un incidente bastante lamentable que casi os cuesta la vida a vosotros dos. En lo sucesivo, nos abstendremos de visitar barrios con mala fama y trataremos de no llamar la atención de forma innecesaria.
»El caso es que he de volver al motel para comprobar que todo está bien. Iremos Stephany y yo. Si notamos algo fuera de lo normal, daremos media vuelta y nos olvidaremos de poner un pie en ese sitio nunca más. De lo contrario, me gustaría recoger la cámara de fotos. Después de todo, tenemos un reportaje que preparar. Mientras, Eugene, puedes dedicarte a terminar tu parte. Esta biblioteca parece ser el sitio ideal para componer un buen artículo periodístico. Además, seguro que Frank tiene sus propios asuntos que atender. Le agradecemos que te haya traído sano y salvo de esa experiencia desastrosa, pero no le robaremos más tiempo.
»Señor Verpoorten, ha sido un placer conocerle. Nos veremos en otra ocasión. Mucha suerte con su investigación, o lo que sea que tiene entre manos.
—«Bueno, ya está —pensó Darren—. No sabía que se me daban tan bien los discursos. Tal vez debí haberme dedicado a la política.»
Todos le miraban fijamente sin decir palabra. Entonces, fue Eugene el primero en romper el silencio:
—Buen intento, Darren. Sin embargo, siempre que alguien me dispara, suelo tomármelo como algo personal. Ni siquiera sueñes con que me vas a dejar atrás. —El muchacho proyectó la mandíbula hacia fuera con los brazos en jarras, lo cual le dio un cómico aire de dignidad ofendida.
—Señor Mathews —intervino Frank—, si Eugene está metido en problemas, yo voy con él. —El grandullón se cuadró, casi al estilo militar, y, con su gesto más solemne añadió:
—Lo que ha ocurrido ha sido, en parte, culpa mía y es mi deber ayudarle.
Darren no tuvo tiempo de rebatir los argumentos de los dos chicos, puesto que un tercer interlocutor saltó a la palestra:
—Darren, Darren, Darren —terció Cyrus, irónico—. Como líder estás un poco verde. Por lo que he podido entresacar de todo este lío, entiendo que quienquiera que os esté acechando probablemente esperará que os desplacéis en vuestro vehículo, el mismo que ya deben de haber fichado. Eso os convierte en un blanco fácil. Afortunadamente, el viejo Cyrus tiene la solución, en forma de Chrysler Voyager modelo especial del año noventa, a su entera disposición. Cómodo y espacioso monovolumen americano en el que iremos bastante holgados.
Darren se abofeteó la cara con ambas manos por la frustración que sentía al ver cómo toda la situación escapaba a su control. Sin embargo, lo que decía el profesor tenía sentido. El coche de Frank estaba bajo sospecha y, por qué no decirlo, su Malibu también; cualquiera que hubiese acudido al recinto deportivo la tarde anterior podría haberles visto abandonar el lugar en él. Y los dos mafiosos habían estado allí.
—¿Es que no se puede hacer nada en esta maldita ciudad sin que se entere todo el mundo? —estalló Darren, dirigiéndose a los viandantes, que le miraban con la misma expresión de extrañeza que adoptarían si se tratara de un oso hormiguero montando en monociclo—. ¿Alguien más tiene algo que decir? Adelante, la situación ya no puede empeorar más.
Pero, en eso, Darren estaba equivocado.