19

El silencio ominoso que imperaba en el callejón envolvía a los cuatro compañeros como una mortaja de negros presagios. Eugene lanzaba de tanto en tanto miradas conspicuas a los montones de basura, como temiendo que fueran a levantarse por su cuenta de un momento a otro.

—Esta espera me está matando —murmuró Stephany—. Daría cualquier cosa por saber lo que está pasando ahí dentro.

—Yo también, querida —dijo Cyrus—. Pero no podemos hacer nada por ahora. Ahí dentro podríamos echarlo todo a perder. Tendremos que esperar a que el terreno esté despejado.

—Ya falta poco para que amanezca —advirtió el doctor Fletcher—. Y a cada hora que pasa, esas cosas se propagan más y más. Si no conseguimos tomar el control de esa fábrica cuanto antes, nuestros esfuerzos habrán sido en vano.

—Amigos —dijo Eugene—, ¿os habéis fijado en que no se ve a nadie en las calles? Ya sé que no son horas de andar por ahí, pero aun así me parece un poco extraño que nadie haya salido a la calle al oír los disparos.

—La gente está encerrada en sus casas —dijo Cyrus—. Debe de ser por miedo a los infestados. Me ha parecido ver una o dos veces que alguien se asomaba a la ventana de aquel primer piso.

En efecto, al mirar en la dirección que señalaba el profesor, pudieron distinguir una silueta recortada a contraluz. Ésta pareció hacerles señas al advertir que la miraban.

—Creo que trata de decirnos algo —dijo Stephany—. Nos hace señas para llamarnos la atención sobre alguna cosa.

—Voy a salir a la calle —terció Eugene—. Tengo un mal presentimiento.

El adolescente asomó la cabeza hacia la izquierda y rápidamente volvió a zambullirse entre las sombras, presa del pánico. Con el rostro transfigurado por el horror, exclamó:

—¡Infestados! ¡Vienen hacia aquí!

—¡Rápido! —apremió Cyrus—. Busquemos una vía de escape. ¿Hay alguna puerta o ventana que podamos alcanzar en este callejón?

—Lo único que hay en este agujero es basura —contestó Stephany—. Tal vez, si nos escondemos...

—Eso sería inútil —dijo el doctor Fletcher—. Tarde o temprano nos encontrarían. Tienen una capacidad de rastreo extraordinaria.

—Entonces —dijo Cyrus—, ¡salgamos de aquí cuanto antes! Este callejón es una ratonera.

—Antes, tomad estos tablones de madera —dijo Stephany, recogiendo una estaca del contenedor de basura—. No sé cuántas balas le quedarán a mi pistola, pero no quiero arriesgarme a quedarme totalmente desarmada.

Justo cuando el último de ellos se hubo armado con su correspondiente estaca, los infestados comenzaron a enmarcarse en la salida del callejón. Parecieron detectar la presencia de los compañeros en el acto, girándose hacia ellos, con las babeantes bocas abiertas en remedo de obsceno bostezo.

La primera en reaccionar fue Stephany, que abatió a dos de aquellas cosas con un par de certeros disparos en la cabeza. Los ecos de sus disparos retumbaron en las paredes del callejón, perdiéndose entre las sombras.

Cyrus resultó ser el único que también había tenido la precaución de coger un arma de fuego, pero su falta de pericia malogró sus tres primeros disparos. Frustrado, asió su gruesa estaca con ambas manos y cargó contra el infestado que tenía más a mano. De un certero golpe lo derribó sobre la basura que formaba montones informes en el suelo.

Eugene, colocándose delante del doctor Fletcher, repelió el ataque de una chica rubia en ropa de aeróbic. La empujó con la punta de su palo hasta hacerle perder el equilibrio. Por algún motivo, aquellas cosas tenían serios problemas para volver a ponerse en pie una vez derribados, lo cual le dio la ventaja suficiente para acercarse a su cabeza y preparar un golpe definitivo.

—No puedo hacerlo —se dijo el joven, contemplando el rostro angelical de la chica que le había atacado—. Solo es una chiquilla... Deberá de tener mi edad, más o menos...

De pronto, a través de la boca de labios carnosos emergió la cabeza de un gusano sin ojos con una corona de dientes rodeando su orificio bucal. Aquel horrible monstruo emitía una especie de chillido agudo que le puso el vello de punta. Presa del pánico, Eugene golpeó con saña repetidas veces a aquella cosa, sin importarle el hecho de estar también aplastando el rostro de la joven.

—Es... tan solo... un cadáver —se dijo—. La chica ya estaba... muerta cuando ese bicho entró en ella. —De todos modos, no pudo evitar vaciar el contenido de su estómago sobre el suelo mugriento.

—¡Tenemos que abrir una brecha y escapar de aquí! —gritó Stephany—. Es la única posibilidad de salir con vida de esta emboscada.

Justo entonces, otro grupo de infestados, probablemente alertados por los ruidos de lucha, llegó desde la derecha taponando la entrada al callejón. Eugene fue quien puso voz al pensamiento que todos compartían.

—Ahora sí que estamos jodidos.

 

El primer disparo del agente Burroughs se topó con el chaleco de kevlar del cabo Mendel. Éste cayó al suelo por el impacto, dolorido, aunque sin mayores consecuencias. En respuesta, los soldados enarbolaron sus fusiles de asalto, pero los seis restantes agentes de la CIA ya estaban preparados para disparar. Tres de ellos hincaron una rodilla en tierra y los otros tres permanecían de pie justo detrás, formando un pelotón mortal de fusilamiento. Sus disparos alcanzaron a la mitad de los militares, perforando hombros y miembros con su balada de fuego y plomo.

Mientras, Jones se ponía a cubierto detrás del mobiliario, al tiempo que sacaba su arma. El soldado llamado Gutiérrez cayó al ser alcanzado por tres balas, dos de ellas en el chaleco antibalas y otra en el brazo izquierdo, no sin antes disparar una ráfaga de su fusil que derribó a dos agentes de la CIA. El agente Burroughs y los otros cuatro que quedaban en pie corrieron a ocultarse detrás de una bancada de ladrillo, cuyos azulejos ya mostraban las marcas de varios agujeros de bala.

—Salid de ahí detrás con las manos en alto —dijo Mendel, que sentía el pecho magullado por el impacto del proyectil—. Os superamos en número.

—¡Mendel! —gritó Jones desde su escondite—. Ha habido un malentendido. Déjame arreglarlo con mis hombres antes de que alguien más resulte muerto.

—Tenemos tres heridos, pero ningún muerto —dijo el cabo Mendel—. Seguimos siendo capaces de llenaros de plomo, traidores. Tirad las armas y salid de una vez.

—¿Qué está pasando aquí, Jones? —gritó el agente Burroughs—. Acabemos con estos pelo de cepillo de una vez. Tenemos dos heridos muy cabreados que están deseando cargarse a estos soldaditos.

—No es necesario seguir disparando —contestó Jones—. Podríamos dañar la maquinaria y eso estropearía nuestro plan.

—¿De qué plan estáis hablando? —dijo Mendel—. No me gustan los secretos. ¡Hablad claro o salid a pelear!

—Tenemos con nosotros al único hombre que sabe la manera de incapacitar de forma permanente a los infestados —dijo Jones—. Para ello, necesitamos esta planta industrial y al equipo de ingenieros, así como a la plantilla de operarios y al responsable de la seguridad. Nuestra gente lo ha preparado todo para que hoy mismo comience la producción del arma definitiva que detendrá la plaga. Impidiéndolo, estáis condenando a muerte a miles, quizá millones, de personas.

—¡No irás a creerle! —gritó el iracundo soldado Andrew—. Es solo un truco para que nos confiemos.

—Es posible, Andrew —contestó Mendel—. Pero también puede ser que diga la verdad, y en ese caso no quiero tener sobre mis hombros la carga de haber impedido el fin de esta pesadilla. Esta mañana me fue entregado, de forma extraordinaria y temporal, el mando de esta unidad de combate. Para bien o para mal, vais a hacer exactamente lo que yo ordene. Dejemos que esta gente se ponga a trabajar. Pero estaremos vigilándoles todo el tiempo, por si intentan algo raro.

—Me parece justo —concedió Jones. Luego, dirigiendo su voz al pasillo exterior, dijo—: Darren, Frank. Podéis ir a por el doctor y los demás. Yo me quedaré aquí para asegurarme de que nadie resulte muerto.

En el callejón, una multitud de asesinos sin mente se agolpaba bloqueando la salida, en un intento de alcanzar a los cuatro compañeros que todavía resistían a duras penas.

—Es inútil —jadeó Eugene, que trataba de alejar a un hombre obeso vestido con el mandil de un cocinero—. Son cada vez más.

—Pero son torpes —contestó Stephany—. Tratemos de sacar ventaja de ello. Cyrus, coge esa caja de madera. La usaremos como escudo para abrir un pasillo entre los infestados.

—Podría funcionar —dijo el profesor Verpoorten. Levantó la pesada caja con el logotipo de la Archer, que en su día debió de contener algún tipo de maquinaria delicada, y lo colocó ante sí, sosteniéndolo con firmeza—. Colocaos detrás de mí y cuidad la retaguardia.

Embistiendo como un tren de mercancías, Cyrus y Stephany aunaron sus fuerzas mientras que Eugene trataba de proteger al doctor Fletcher. Los infestados, tomados por sorpresa, fueron derribados como en una partida de bolos. Por desgracia, los que venían empujando detrás de los caídos rodearon los cuerpos desparramados y acabaron por envolver al grupo, que avanzaba con dificultad entre la marea de caminantes.

—¡Cada vez empujan con más fuerza! —gritó Cyrus—. No sé cuánto más podremos aguantar... Los infestados que derribamos siguen atacando desde el suelo.

Como para rubricar sus palabras, el tobillo del doctor Fletcher quedó atrapado entre la garra de hierro de un infestado, cayendo sin que Eugene pudiese evitarlo. El adolescente golpeó la cabeza de aquel ser con violencia y evitó la mordedura que habría hendido el cuello del doctor. Por el momento, había salvado la situación, pero en su interior sabía que se trataba de una victoria pírrica. Simplemente, eran demasiados para contenerlos a todos.

 

—¡Oh, no! Mira eso, Darren, La calle se ha llenado de esas cosas. Ni siquiera puedo ver la boca del callejón...

—Maldición... ¡Debí haber previsto esto! Si les han alcanzado, yo... —se interrumpió, atisbando entre la barahúnda en busca de alguna señal de que sus amigos seguían con vida—. ¡Mira allí, Frank! Parece que alguien trata de enfrentarse a los infestados. Podrían ser ellos.

—¡A por ellos, Darren! —aulló el joven guerrero, disparando una salva al aire para atraer la atención de los merodeadores. Recorrieron las cincuenta yardas que les separaban de la multitud enajenada en escasos segundos, que sin embargo, se les hicieron eternos. Frank cargó con ambos brazos extendidos formando una cruz, derribando a no menos de cinco infestados. Darren, por su parte, abatió a tres de ellos con disparos certeros. No era fácil fallar, contra tal cantidad de blancos tan próximos entre sí.

La mayoría de los merodeadores se volvió hacia la nueva fuente de alimento que se les presentaba, dejando momentáneamente al grupo de Stephany. Al percatarse de la brecha que se había formado en la amalgama de cuerpos tambaleantes, Cyrus reunió sus últimas fuerzas en un último empuje supremo, y consiguió romper el cerco, para detenerse trastabillando a tan solo unos metros de Darren y Frank.

—¡Gracias al Cielo! —exclamó Stephany—. Habéis llegado en el último momento posible.

—Sí, somos como el Séptimo de Caballería —dijo Frank, lanzando una patada demoledora al pecho de un infestado, que derribó a cuatro más en su caída.

—¿Estáis todos bien? —gritó Darren, para hacerse oír por encima del enervante rumor de los caminantes.

—Algo magullados, pero enteros —contestó Eugene, sacudiéndose la suciedad de los pantalones en un gesto que no dejaba de tener su comicidad.

—Entonces, corramos hacia la fábrica sin perder más tiempo —apremió Darren—. Allí estaremos seguros.

Con Frank cerrando la comitiva para mantener a los monstruos alejados del doctor Fletcher, que no podía mantener un ritmo muy rápido, consiguieron llegar a las puertas del complejo. Darren comprobó con horror que éstas se habían cerrado y no había forma de abrirlas desde el exterior. Se maldijo a sí mismo por no haber tenido la precaución de poner algún obstáculo bloqueando la entrada antes de cargar contra los infestados. Desesperado, presionó el botón del timbre con la esperanza de que Jones lo escuchara y tuviera tiempo de abrirles antes de que fuera demasiado tarde.

—¡Vamos, abre, jodido Jones! —bufaba, mientras seguía aporreando el llamador—. Sé que puedes oírnos...

—¿Qué pasa? —preguntó Cyrus—. ¿Por qué no se abre?

—Con las prisas, hemos dejado que la maldita puerta se cerrara —dijo Darren, en tono sombrío—. Si no nos oye nadie que pueda abrirnos desde dentro, estamos perdidos.

—Aparta, Darren —dijo Frank, tomando carrerilla—. Vamos a ver si mis veinte años de kick boxing han servido para algo.

Profiriendo un grito infernal, el gigante también conocido como «Doctor Gangrena» se lanzó como un cohete humano hacia la puerta atrancada. A tan solo una zancada de su objetivo, levantó la rodilla derecha al tiempo que se impulsaba con la punta del pie izquierdo, extendiendo la pierna de apoyo como un pistón hidráulico turbopropulsado. Suspendido en el aire, el pie derecho se convirtió en un obús viviente y estalló con la fuerza de un meteorito en el centro de la puerta de seguridad. El cristal de seguridad, reforzado con malla metálica, dibujó una telaraña alrededor del cráter y la cerradura estalló, convertida en una ruina de fragmentos retorcidos. Aterrizando sobre sus pies y manos, Frank miró asombrado el resultado de su acción.

—¡Huau! —se admiró Eugene—. Qué pena que nadie haya podido grabar eso...

—Vamos dentro —apremió Stephany—. Habrá que buscar la forma de volver a atrancar la entrada. Ha quedado inservible.

Ya en el vestíbulo, los compañeros se afanaban por levantar una barricada que les ofreciese garantías. Los sofás eran la opción más obvia, pero no resultaban lo suficientemente pesados como para confiar en ellos de forma exclusiva. Frank tuvo una idea mejor:

—Tratad de resistir un momento, mientras intento mover el mostrador.

Frank se colocó detrás del mueble de recepción, de al menos catorce pies de largo, y comenzó a empujar con todas sus fuerzas. El armatoste ni se movió.

—¡Más fuerte, Frank! —gritó Eugene—. Ya casi están aquí.

Apostando la espalda contra el mueble que cubría la pared, Frank empujó con ambas piernas sobre la parte más alta del mostrador. Su campo de visión se llenó de lucecitas de colores intermitentes. Una transpiración pegajosa perló su frente y le invadió los ojos, causándole un molesto escozor.

—Ya están aquí —anunció Cyrus—. ¡Y cómo empujan!

Una mano apareció entre la estrecha rendija que dejaba la puerta entreabierta. Palpaba a ciegas en busca de carne fresca, sin importarle el hecho de estar desollándose el antebrazo con los cristales rotos. Dos pares de manos más siguieron su ejemplo, además de una pierna ensangrentada y un horrible rostro desencajado.

—Solo... un poco... más —gruñó Frank, con la cara violácea surcada por una red de venas hinchadas. El mostrador cedió una pulgada—. ¡Vamooos!

Cambió de táctica y se dispuso a lanzar una tremenda serie de coces sobre el mostrador, con ambas piernas fuertes como columnas. Los tornillos que aseguraban el mueble al suelo saltaron como palomitas de maíz. Un momento después, el mostrador se vino abajo. Sin tomarse ni un breve respiro, el joven luchador profesional empujó la mole del mostrador de roble macizo en dirección a la entrada, deslizándolo con velocidad creciente y un chirrido de protesta. Lo empotró como un ariete en la puerta asediada, a la vez que sus compañeros se quitaban de en medio para evitar ser también arrollados. Cyrus se apresuró a colocar un sofá sobre el parapeto, al que siguió otro más y la mesita del lounge. Pronto hubieron edificado una torre sólida, aunque de precario equilibrio, entre ellos y los infestados.

—Espero que aguante —dijo Darren.

—Más nos vale —añadió Cyrus—. Creo que será mejor que busquemos a Jones y su gente.

—Antes, debo advertiros que podríamos encontrarnos con una situación bastante fea ahí dentro—dijo Darren—. Cuando salimos a buscaros, estaba teniendo lugar un pequeño conflicto entre los militares y los agentes de la CIA. Espero que Jones siga teniéndolo bajo control, está demostrando unas excelentes cualidades como negociador.

Darren y Frank se adelantaron para tomarle el pulso a la situación. Al llegar a la galería donde había tenido lugar el tiroteo, descubrieron que todo el mundo parecía haber salido de su escondite. Había varios heridos, que eran atendidos por sus compañeros con el exiguo maletín de primeros auxilios de la planta industrial. Al verles, Jones se dirigió a ellos:

—¿Ha ido todo bien?

—Tuvimos problemas con una multitud de infestados, pero nadie ha salido herido de gravedad —contestó Darren—. ¿Está todo bien por aquí?

—Al parecer, tenemos una tregua. El cabo Mendel se compromete a dejarnos trabajar, a cambio de recibir su parte de reconocimiento, en caso de que nuestro plan funcione.

—Entonces, ahora todo depende del doctor Fletcher y el personal de la fábrica.

Las presentaciones de rigor fueron más breves de lo habitual, dadas las circunstancias. Entre el personal que la CIA había sido capaz de convocar aquella noche se encontraban tres de los ingenieros industriales, además de cincuenta técnicos de distinta especialización y del jefe de seguridad, que aportó unos valiosos planos del complejo. El diálogo entre el doctor Fletcher y los ingenieros fue fluido, éstos entendieron en seguida sus indicaciones, bastante elementales en realidad.

—Lo más apropiado sería emplear los transductores que montamos en los diablos geómetras, que se usan principalmente para inspeccionar tubos y lugares de difícil acceso, en busca de grietas o para determinar espesores —dijo el ingeniero jefe—. Tenemos algunos modelos que resisten condiciones extremas de presión y temperatura, pero no tenemos tiempo de producir la cantidad necesaria. Confiaremos en un equipo estándar, rápido de montar y del que tengamos suficientes componentes en stock como para asegurar mil unidades.

En menos de veinte minutos, los operarios ponían en marcha la maquinaria necesaria para modificar los aparatos de la manera indicada. Sin embargo, aunque los trabajos marchaban más rápidamente de lo esperado, la amenaza de la creciente multitud de infestados que se agolpaban contra las puertas pesaba sobre su ánimo, con su promesa de una muerte horrible.

—No sé cuánto más aguantará la barricada —dijo Cyrus—. ¿Falta mucho para tener acabado uno de esos cacharros de ultrasonidos?

—Hay cuarenta prototipos que ya han sido modificados en un noventa por ciento —informó Fletcher—. Falta la parte final, que es la más delicada de todas. Si no somos capaces de sintonizar la capa de acoplamiento correctamente, todo habrá sido en balde. Pero no se preocupe, profesor Verpoorten. Pronto podremos probar la primera unidad terminada. La probaremos contra algunos de nuestros asaltantes.

Tras diez tensos minutos, en que quienes vigilaban la entrada contemplaron con horror cómo la rendija entre las hojas de la puerta se ensanchaba con cada envite de los infestados, la última soldadura fue terminada. Ante ellos tenían el arma cero, sobre el que recaían todas sus esperanzas. Contemplaron el artefacto con reverencia casi religiosa, hasta que el soldado Gutiérrez rompió el hechizo con su voz rota:

—A mí no me parece gran cosa. ¿Seguro que funcionará?

—Solo hay una forma de saberlo —dijo Stephany—. Decidme cómo funciona y yo misma lo pondré a prueba.

—No, Steph —terció el doctor Fletcher—. Deja que sea Frank. Está más habituado a usar armas.

—Precisamente por eso él me cubrirá con su pistola, por si surgen complicaciones, padre.

—Señorita Zubar, deje que sea yo el primero en probar —dijo Jones, tomando el aparato de manos de un ingeniero—. Admiro su valor, pero hay muchas cosas que pueden salir mal, y no quisiera tener que cargar con su muerte sobre mi conciencia. Ya la tengo bastante pesada. —La joven no puso objeciones, sabedora de que el agente tenía razón. El único motivo por el que se había ofrecido voluntaria era para poder descargar la frustración que sentía, sobre aquellos infortunados cuerpos errantes.

Con paso firme, el agente Jones se dirigió al vestíbulo, donde dos torsos asomaban ya, sacudiéndose en una parodia de danza macabra. Se acercó a una distancia de escasamente dos pasos de ellos y apuntó el extremo del prototipo a la cara de uno de los infestados, un varón de mediana edad al que le faltaba la piel de media cara. El hueso ensangrentado del pómulo asomaba de forma obscena bajo el grotesco ojo sin párpados. El agente presionó el conmutador, pero no sucedió nada. La tensión que se respiraba en aquel vestíbulo creció hasta transformarse en una oleada de desesperación apenas contenida, al ver que habían estado trabajando en un trasto inservible.

—¡¿A qué estamos esperando?! —gritó el soldado Gutiérrez—. Ese cacharro es un fraude. ¡Vamos a freír a esas cosas ya!

—¡Que nadie se mueva! —ordenó el cabo Mendel, alzando la mano de forma tajante—. Al primero que haga cualquier movimiento antes de que yo lo ordene, lo llevo ante un consejo de guerra, por desobediencia y traición.

Entonces, Stephany reparó en un detalle que, al parecer, había pasado inadvertido a los demás:

—Sus brazos... ¡No los mueven! Caídos a ambos lados del cuerpo...

—¡Es verdad! —exclamó el agente Burroughs—. Están quietos como estatuas.

Jones no pudo evitar sentirse como un estúpido, aunque se alegraba de ello. El invento del doctor Fletcher funcionaba tal y como se esperaba de él, aunque por algún motivo irracional, su subconsciente había esperado ver cómo el infestado se derretía como la Bruja Malvada del Norte al ser bañada con agua. En lugar de eso, había provocado una especie de cortocircuito en el sistema de alimentación de la criatura.

Ahora venía la segunda parte del protocolo: administrar una simple solución evacuadora de gusanos intestinales. Pero ello no sería posible de llevar a cabo con aquella multitud de infestados que les acechaba en la calle, por lo que, siguiendo el protocolo del doctor Fletcher, habría que sellarles la boca con cinta americana.

—Vamos a dejar pasar a estos dos —dijo Jones—. Nos servirán de conejillos de indias.

—Habrá que actuar con rapidez, para evitar que se cuelen más de esos monstruos —dijo Cyrus.

—Lo haremos de esta manera —ordenó Mendel—: formad un grupo de seis hombres. Frank, quiero que tú seas uno de ellos. El resto, tanto da que sean mis soldados o los agentes de Jones. El equipo de Frank tendrá el cometido de tirar de la barricada hacia atrás, lo justo para que se abran las puertas un poco más. Quiero a dos hombres más a cada lado de la entrada, para quitar los sofás de encima de la barricada primero, y después para tirar de los infestados hacia el interior tan pronto como haya hueco suficiente. Habrá otros dos más para disparar los aparatos de ultrasonidos contra ellos. Cuando los dos sujetos estén en nuestro poder, el grupo de la barricada tendrá que empujar como en una meleé de la jodida final de la Superbowl. ¿Entendido? La puerta debe volver a quedar bloqueada tal y como estaba antes, incluso mejor.

Una vez distribuidos los hombres en sus correspondientes posiciones, el cabo Mendel procedió a dar la orden que daba comienzo a la maniobra.

—¡Ahora!

La barricada chirrió en su camino de retorno, al mismo tiempo que la presión de la multitud de infestados, libre ya de toda resistencia, empujó a los individuos que estaban a las puertas directamente al interior del vestíbulo. Los hombres apostados junto a la entrada, tras retirar algunos obstáculos, cogieron a los dos caminantes neutralizados por los ultrasonidos y les sellaron la boca con cinta, pero no pudieron evitar que se colasen tres intrusos más.

—¡Empujad! —gritó Mendel, tratando de mantener el aplomo—. ¡Que no bloqueen las puertas o se colarán todos!

Con un coro de gruñidos, la formación de la barricada fue desplazando trabajosamente su carga. Una vez conseguidas las primeras pulgadas de avance, la mole experimentó una aceleración constante que la devolvió a su lugar de origen. Los seis hombres cayeron desplomados por el sobreesfuerzo.

—Ahora sí que puedes cargarte a estos otros tres, Gutiérrez —dijo Mendel—. Procura no salpicar demasiado.

Sacando su 45 con un movimiento rápido y preciso, el soldado disparó a la cabeza del infestado que avanzaba hacia el grupo, derribándolo como un títere sin hilos. El brazo izquierdo de Gutiérrez todavía sangraba a través del vendaje, pero aquello no parecía importarle. Los otros dos infestados, caídos sobre la barricada, trataban de levantarse con torpes movimientos. Ignorando el peligro, y en un alarde de estupidez, Gutiérrez se encaramó al mueble que una vez sirviera como mostrador de la recepción y se encaró con uno de los caminantes.

—¿Quieres mi cuerpo, basura? —escupió—. Lo quieres, ¿verdad? Pues entonces, ven a cogerlo. —Puso el punto final a su bravata colocando el cañón de su arma en la frente del infestado y volándole la tapa de los sesos. La puerta se tiñó de sangre y una masa pulposa de sesos y trocitos de hueso.

—Gutiérrez, corta el royo a lo Harry el Sucio —dijo Mendel—. Acaba de una vez.

—Cabo Mendel, déjeme decirle que es usted un blando y un jodido aguafiestas. Puede usted hacer que me arresten, pero ahora haré lo que me... —No pudo terminar su fanfarronada, puesto que el otro infestado le lanzó una de sus garras con más rapidez de la que se le suponía, atrapando la manga de la mano que sostenía el 45 y la correa del pantalón. El peso de la cosa reptante tiró del soldado hacia abajo, desequilibrándolo.

—¡Gutiérrez, cuidado! —gritó el cabo Mendel, pero ya era demasiado tarde.

En aquel instante, el agente Jones alcanzó la cima de la barricada con un prodigioso salto de agilidad felina. La bala de su arma reglamentaria atravesó el cráneo del infestado, a través de cuya boca ya se veía serpentear al repulsivo inquilino. Un segundo disparo sobre el cuerpo del platelminto convirtió al pequeño monstruo manipulador en la hamburguesa más abyecta de la historia.

—Supongo que esto tendrá que valer como método alternativo de aniquilación de estos bichos, ¿no es así, doctor? —inquirió Jones, todavía empuñando su pistola.

—El parásito está muerto, sin duda —contestó Fletcher—. Pero, al ser capaces de reproducirse por bipartición, la cola de un individuo podría desarrollar un nuevo gusano completo. Me temo que no es la mejor forma de acabar con ellos, señor Jones.

—Espero que tu cupo de cagadas esté cubierto por hoy, Gutiérrez —dijo el cabo Mendel—. Casi hubiera estado bien que te convirtieras en uno de ellos, solo para que dejaras de quejarte por todo.

—Burroughs —dijo Jones, en dirección a su compañero de la CIA—, ¿consiguieron tus hombres el medicamento contra los gusanos intestinales?

—Tenemos solamente un par de frascos, y uno está por la mitad. No tuvimos tiempo de encontrar nada mejor.

—Bastará para nuestro pequeño experimento —dijo Fletcher—. ¿Quién le quitará la cinta a uno de nuestros invitados y le meterá el líquido en la boquita?

Los soldados se miraron unos a otros, incómodos, poco seducidos por la proposición del doctor. Darren dio un paso al frente para decir:

—Yo le meteré la medicina en el gaznate. Necesitaré un voluntario para despegar la cinta. ¿Cyrus?

—Encantado, jefe. Siempre es un placer poder añadir un nuevo bicho a mi colección.

Sin miramientos, el profesor Cyrus Verpoorten arrancó el trozo de cinta adhesiva de los labios del infestado de rostro descarnado. Acto seguido, Darren introdujo el contenido del frasco que le había dado el agente Burroughs en la boca del sujeto mediante un embudo, tirando de sus sucios cabellos para echar la cabeza hacia atrás. En cuestión de segundos, una forma alargada y fofa, de piel pálida y viscosa, se abrió paso entre la comisura de los labios del autómata. Desde ahí cayó al suelo con un sonido húmedo, rebotando sin gracia, como una berenjena hervida. Aunque todavía describía un movimiento sinuoso, éste era extremadamente lento bajo el influjo de los ultrasonidos, que Jones continuaba emitiendo.

—He aquí el enemigo —dijo el doctor Fletcher—. Ahora mismo no parece tan terrible, ¿verdad? Cyrus, le cedo los honores de recogerlo y meterlo en el refrigerador. A falta de una cubeta criogénica, habremos de arreglarnos con él.

El platelminto apenas se retorcía al ser pellizcado por la pinza metálica que Cyrus manejaba; iba a acabar sus días en una vulgar nevera, entre latas de cerveza y pepinillos en vinagre. Casi se podía sentir lástima por una criatura tan patética e impotente, de no ser por todo el daño que su especie había ocasionado. Y del que todavía ocasionaría, a no ser que se pusieran manos a la obra cuanto antes.