17

Por segunda vez en el mismo día, Algernon Webster guiaba el helitransporte militar hasta aquella granja misteriosa. La nueva lectura del microtransmisor indicaba sin lugar a dudas que el doctor Fletcher seguía en las inmediaciones de la granja. El vehículo tomó tierra, levantando turbias espirales ascendentes de polvo. La brigada a su cargo, equipada con detectores de pulsos electromagnéticos y ondas de radio, peinaba la zona en busca de trazas de la señal. Se trataba de unos novedosos aparatos, versiones portátiles del rastreador que tenían en la base de Cabo Cañaveral.

—Desplegaos para cubrir la mayor parte posible de terreno. Primero, el interior de la granja —dijo Webster—. Luego, los alrededores. Estamos buscando algún tipo de escondite subterráneo.

Mientras sus hombres peinaban la zona, el teniente coronel no dejaba de preguntarse qué era lo que podría haber sucedido realmente. De cualquier modo, él contaba con la libertad de acción que le otorgaba su rango, y con diez hombres bajo sus órdenes. Por el momento, sus andanzas de aquella tarde no habían trascendido a sus superiores. El éxito de su misión dependía de que continuara siendo secreta; él se cuidaría de que así fuera. Incluso si ello implicaba eliminar a todos los testigos cuando dejaran de serle útiles. Al cabo de media hora, uno de los soldados le llamó a gritos desde una colina.

—¡Señor! He encontrado algo.

A paso ligero, el doctor Webster recorrió las doscientas yardas que le separaban de aquella loma. Al llegar, pudo contemplar al soldado sosteniendo lo que parecía ser una pieza metálica, manchada con una costra de sangre reciente y tierra apelmazada. El microtransmisor del doctor Webster, sin duda. Él mismo era quien se lo había implantado bajo la piel siete años atrás.

—Maldita sea… Sus secuestradores lo deben de haber detectado y arrancado, para que no podamos rastrearlo. Esto no habría pasado con los microchips mejorados de los que disponemos ahora. —Contempló durante unos instantes el pequeño trozo sucio e inservible que sostenía entre los dedos. Su único ojo reflejaba el fuego anaranjado del atardecer—. No pueden andar muy lejos. Llevan un anciano enfermo, y las carreteras están cortadas. Les atraparemos como a moscas en la tela de araña. ¡Atención! ¡Compañía, a formar!

Separando la compañía en grupos de búsqueda bien organizados, todavía era posible alcanzar su objetivo antes de ver un nuevo día.

 

Darren había salido fuera del sótano atestado para encender un cigarrillo y poner en orden sus pensamientos. Ateniéndose a su contrato verbal al pie de la letra, él ya había cumplido su parte. Jones podía localizarle en cualquier momento para darle su recompensa, en caso de que esa fuese su verdadera intención, tanto si se quedaba más tiempo en Miami como si volvía a Tallahassee. En caso de que las carreteras volvieran a estar abiertas, lo más pragmático sería buscar su viejo Chevy Nova o coger un autobús rumbo a casa lo antes posible. Por otra parte, se sentía dolido consigo mismo por no haber sido capaz de reaccionar en una situación que pudo haberle costado la vida a Stephany. Le daba vergüenza mirarla a la cara después de aquello y, si había considerado en algún momento retomar su viejo romance, en aquel instante ya no se veía con fuerzas para intentarlo. Además, Eugene seguía bajo su responsabilidad y no deseaba exponerlo a más peligros. La decisión estaba tomada; volverían a la rutina de la redacción del TWO lo antes posible. La mano cálida de Stepany, posándose sobre su hombro como un mirlo silvestre, le sacó de sus ensoñaciones.

—¿Qué haces aquí solo? Mi padre me ha enviado a buscarte. Tiene algo que decirnos.

—Solo apuraba este cigarrillo. Enseguida estoy con vosotros.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Es solo que has estado a punto de morir dos veces hoy. Y yo no he hecho demasiado por evitarlo.

—No digas bobadas. Tú no tienes que ser el héroe de brillante armadura que siempre acude en rescate de la doncella en apuros. Sé cuidarme sola. Y también tengo buenos amigos, como Cyrus.

—Lo sé, pero de todos modos sigo pensando que podría haber hecho algo más. Se suponía que éramos un equipo.

—Cállate —dijo ella, agarrándole por la pechera de la camisa y plantándole un beso en los labios—. Un héroe muerto no sirve de nada. Te prefiero vivito y coleando. Ahora, vamos abajo.

Darren obedeció sin rechistar.

 

Un vehículo todoterreno, de color caqui, avanzaba pesadamente por el camino de tierra. En sus portezuelas lucía la estrella distintiva del ejército de los Estados Unidos, jalonada de barras de color rojo, blanco y azul. Habían recorrido un largo camino para alcanzar su objetivo. Sus dos ocupantes, vestidos con uniformes militares, iban equipados con un rastreador de señales. Al llegar a la cabaña donde se escondían los miembros de la Resistencia Ciudadana, detuvieron el motor.

—Es aquí. La señal se hace más fuerte conforme nos acercamos.

—Vamos, pues. No tenemos tiempo que perder.

 

Mientras, en el sótano secreto, los cinco compañeros se reunían con el doctor Fletcher. Éste hablaba con celeridad, sin parar de mover las manos al mismo tiempo y dando cortos pasos hacia delante y hacia atrás. Daba la impresión de que sus labios no podían seguir la velocidad a la que discurrían sus pensamientos.

—Hay que hacer algo para evitar que la plaga se convierta en una pandemia. Esos inútiles del ejército no tienen ni la más remota idea de cómo combatirla. Siguen actuando dejándose guiar por el instinto. En la Crisis del ochenta y ocho, la plaga se detuvo por sí sola, no por de la manera en que fue combatida. Tengo una teoría al respecto, pero no es el momento ni el lugar para exponerla en detalle. Ahora mismo, lo prioritario es contactar con algún político responsable que se tome en serio la seguridad de los ciudadanos.

—Yo no conozco a ninguno, y realmente no creo que tal persona exista tampoco —dijo Cyrus, con aire sombrío—. Pero, díganos, doctor: ¿de qué manera habría que proceder contra esos monstruos?

—Las únicas conclusiones a las que pude llegar en el tiempo que pasé en aquel búnker infernal, realizando experimentos bajo las órdenes de Webster, están recogidas en mi diario. Es un cuaderno en el que apuntaba todos los progresos que obteníamos, y que está guardado en mi refugio secreto. El mismo escondite en el que pasé mis años en el exilio. En él se explica la forma de modificar un simple aparato de ultrasonidos, como los que se utilizan en las clínicas para realizar ecografías, en la única arma efectiva conocida contra los parásitos. —Hizo una pausa para comprobar el efecto que tenían sus palabras en sus oyentes—. Regulados para operar a una frecuencia específica, atontan a los platelmintos lo suficiente como para acercarse sin riesgo a los infestados, que permanecen inmóviles, sin ninguna consciencia que los gobierne. En este punto, es posible administrar una solución vermífuga común por vía oral o rectal, con lo que el gusano sale fuera del cuerpo. Mientras permanezcan bajo el efecto de los ultrasonidos, son del todo inofensivos. Entonces hay que congelarlos a temperaturas de cero absoluto, para destruir también las esporas. Esa es la única manera que conozco de terminar con esa amenaza de forma definitiva.

—Parece un buen plan —dijo Darren—, pero me pregunto cómo vamos a convencer al ejército de que actúe conforme a sus indicaciones, doctor. Además, está el problema de ese tipo que le persigue. No deja de ser un teniente coronel del ejército y, por la forma en que actúa, creo que en cuanto le vea asomar por una instalación militar, volverá a drogarle y a meterle en una cárcel.

El doctor Fletcher tomó un sorbo de agua antes de contestar:

—Algernon Webster está loco, pero por encima de él hay otros oficiales en la cadena de mando. Me consta que muchos de ellos querrían verle expulsado del ejército, no es un hombre muy popular entre sus compañeros.

—Pero todavía está el problema de cómo recuperar tu diario —terció Stephany—. A menos que hayas memorizado todos los detalles necesarios para construir el arma, todo será inútil. ¿Cómo vamos a llegar hasta él? No podemos salir del estado porque los militares controlan los accesos, y aunque lográsemos escapar, perderíamos demasiado tiempo.

—En eso, Stephany, te equivocas —dijo el doctor, con una sonrisa pícara que le rejuvenecía súbitamente no menos de diez años—. Supones que, durante los años que estuve desaparecido, busqué un lugar lejano para ocultarme. La verdad es que siempre estuve muy cerca, a escasos minutos de tu propia casa. En el cobertizo de una granja, aparentemente abandonada, que perteneció a la familia de tu madre, Aurora Baker. Nunca se les ocurrió ir a buscarme allí. Viví como un ermitaño, saliendo al exterior solamente para conseguir objetos de primera necesidad. Alexander Zubar, que tenía desde el principio el poder legal para operar con mis cuentas bancarias, me hacía llegar el dinero. Pero mis ahorros no eran ilimitados y al cabo de un tiempo me vi obligado a buscar fuentes de financiación alternativas. Alex se ofreció a prestarme dinero, pero fui demasiado orgulloso como para aceptarlo. Consideré que ya había hecho demasiado por mí, como para tener que esquilmarle además. Sin él, no habría sido capaz de mantenerme en el anonimato. ¿Nunca te preguntaste por qué decidió mudarse junto a su esposa precisamente a aquella casa de Fort Lauderdale? Era para que yo pudiera estar cerca de ti. A veces, esperaba frente a la verja del colegio hasta que salieras, solamente para poder verte. Alexander lo sabía, pero siempre disimulaba para no delatarme.

—Oh... —Los ojos de Stephany se humedecieron por un instante—. Vaya, eso es toda una revelación.

La conversación se detuvo de forma abrupta, puesto que dos figuras uniformadas irrumpieron escaleras abajo. Todas las cabezas se giraron con expresión horrorizada hacia el sonido repiqueteante de las botas. Cyrus se maldijo por la falta de disciplina de su grupo de revolucionarios aficionados, que habían dejado la entrada sin vigilancia. Uno de los soldados levantó las manos en gesto de tregua, al tiempo que se preparaba para hablar:

—Todo el mundo tranquilo. Esto no es lo que parece a simple vista. Mi compañero y yo estamos aquí únicamente en busca de Darren Mathews.

—Soy yo —dijo el periodista, dando un paso al frente. Cuando la figura entró en el círculo de luz de la lámpara de gas, lo reconoció al instante: un hombre negro de elevada estatura, con las manos grandes como palas. Jones, el agente de la CIA que le había metido en aquella aventura. Miró instintivamente su reloj de pulsera, que contenía el microtransmisor gracias al cual había sido localizado. Un casi imperceptible gesto de negación por parte del negro de elevada estatura le hizo desistir de comentar nada al respecto. Bien pensado, no ganaba nada revelando al resto de sus compañeros que habían sido triangulados por la CIA todo el tiempo.

—Me alegro de verle de nuevo, señor Mathews —dijo el gigante, tendiéndole su mano descomunal—. Y también a usted, señorita Zubar. Usted debe de ser, si no me equivoco, su padre biológico, el doctor Edmond Fletcher. Es un placer encontrarle sano y salvo. —Stephany y el doctor miraban al agente con desconfianza—. Deben disculparnos por nuestro aspecto, pero gracias a estos disfraces hemos podido burlar los controles de carretera. ¿Podemos hablar en privado? —Dedicó una mirada escrutadora al profesor Verpoorten.

—Vaya al grano —contestó Darren—. Cyrus es de los nuestros. Acabamos de saber que, además, es el presidente de la Resistencia Ciudadana, pero en las últimas horas ha demostrado de sobra su lealtad hacia nuestra causa. De hecho, de no ser por él, Stephany estaría muerta ahora mismo. Ni se imagina por lo que hemos pasado las últimas cuarenta y ocho horas.

—De acuerdo, confiaré en su criterio. Supongo que ya habrán atado cabos respecto al papel que les ha tocado jugar en todo este asunto —dijo el agente Jones. Stephany le interrumpió en tono airado:

—Y espero que podamos tener usted y yo una conversación acerca de lo asquerosamente manipulador e inhumano que puede llegar a ser, señor Jones.

—Lamento haberle ocultado parte de la información, señorita Zubar —contestó, en tono conciliador—, pero créame cuando le digo que era absolutamente necesario. Como ve, todo ha salido bastante bien hasta el momento. Pero ahora debo ceñirme al verdadero propósito de mi visita; el tiempo apremia.

—No todo ha salido bien, Jones —terció Darren—. Alexander Zubar sigue en paradero desconocido, probablemente prisionero del maldito doctor Webster. Hable de una vez, si tiene que hacerlo, para que podamos acabar con este asunto.

—Lamento lo del profesor Zubar —contestó Jones—. Si está en nuestra mano, trataremos de encontrarle a su debido tiempo. Pero ahora deben escuchar con atención:

»El motivo por el que queríamos al doctor Fletcher en libertad y en pleno uso de sus facultades mentales es que, probablemente, sea la única persona viva que tenga la clave para impedir una catástrofe humana sin precedentes en la historia de nuestro país.

—Sí, precisamente estábamos hablando sobre eso antes de que irrumpiera usted con su ayudante —dijo Darren, algo tenso.

—Estábamos al corriente del historial del doctor desde sus comienzos —continuó Jones—. No en vano, fue la CIA la que comenzó a investigar sus presuntas actividades ilícitas en los años sesenta.

—¡Era una caza de brujas! —interrumpió Stephany—. En aquella época cualquiera podía ser acusado de colaborar con los comunistas y acabar entre rejas.

—Pero —terció el agente—, señorita Zubar, el doctor Fletcher colaboraba con los comunistas.

—¡Eso es mentira! —estalló Stephany— ¡Otra más de las sucias mentiras del gobierno!

El agente Jones calló, dirigiendo una mirada serena a Edmond Fletcher. Después de unos segundos, el doctor dijo:

—Es verdad, Stephany. Estaba pasando información confidencial al enemigo. Entonces, yo era joven e irresponsable. En realidad, aunque sabía que lo que hacía era ilegal, no me consideraba a mí mismo un traidor, ni nada parecido. Se trataba de información científica, que yo consideraba del todo inocente. Qué equivocado estaba...

—Después de su huida, el doctor Fletcher estuvo oculto un tiempo —intervino Jones—. Luego, cansado de vivir como un fuera de la ley, decidió entregarse. Para entonces, la CIA decidió que le resultaría más valioso como agente doble que como preso político. Por eso le instalamos un laboratorio completo en su escondite, y los recursos necesarios para continuar con sus investigaciones, además de una beca de investigación a nombre de un hombre de paja. Hasta que se desató la Crisis del ochenta y ocho y cayó en manos de los militares.

—Quería recuperar mi pasado, Stephany —continuó Fletcher—. Hacer algo más para arreglar el mal que había contribuido a causar. Verás, niña... Tengo razones bien fundamentadas para pensar que los platelmintos asesinos se crearon por manipulación genética en un laboratorio de Corea del Norte y más tarde introducidos en nuestro país por los rusos, durante la Crisis... ¡El director del proyecto fue el propio Taro Yakamura, el que fuera mi alumno y colaborador...! El mismo al que ayudé a escapar, creyéndole injustamente acusado de ser un espía. Más tarde, supe la verdad, pero aun así continué en contacto con él, intercambiando notas sobre sus experimentos, aportándole nuevas ideas... Debí haber sido menos incauto, pero lo cierto es que me pagaban bastante bien. Agoté la beca de la CIA en una línea de investigación que fue un fiasco total, y en lugar de reconocerlo ante mis pagadores, el orgullo me hizo aceptar el dinero de los comunistas para tapar mi fracaso. Fui un estúpido egocéntrico.

—De nada sirve lamentarse por ello ahora, doctor Fletcher —dijo Jones—. Tenemos un último trabajo que hacer. Mi organización está preparada para entrar en acción y realizar un despliegue a gran escala, con el fin de resolver esta nueva crisis. Nuestros agentes están bien entrenados y disponemos de recursos logísticos suficientes para actuar de forma inmediata. Al principio, el ejército se resistirá a aceptar nuestra intervención, pero nosotros tenemos un as en la manga, que de momento prefiero mantener en secreto.

»Necesitaremos su guía, doctor Fletcher, para elaborar una estrategia efectiva contra esas cosas. Solamente díganos cómo pararlas, y nosotros haremos el resto.

—Suena seductor, debo reconocerlo —dijo Cyrus—. Aunque permítame que me muestre un tanto escéptico al respecto. De todos modos, estamos de acuerdo en que hay que detener a esas cosas. La cuestión es: ¿qué hacemos ahora?

Todas las miradas se dirigieron al doctor Fletcher, que se erguía con solemnidad. Al haber confesado su vergüenza, se sentía aliviado de una pesada carga. Levantó la mirada hacia Jones, que se veía obligado a agachar la cabeza para no rozar el techo, y dijo:

—Tenemos que ir a mi antiguo refugio, a recuperar mi diario. En él hay unas notas que deberán ser entregadas inmediatamente a los ingenieros de Electromedicina Archer. Es la empresa más cercana que cuenta con el material necesario, a menos que la situación haya cambiado en los siete años que he estado indispuesto.

—Su fábrica de las afueras sigue tan activa como siempre, doctor —terció Cyrus.

—Estupendo. En ese caso, que habrá que reunir al personal necesario y hacer que se pongan a modificar los aparatos de ultrasonidos de acuerdo a mis instrucciones. Cuantos más puedan producir, mucho mejor.

—No es necesario que vayamos todos —dijo Darren—. Eugene y Stephany se quedarán.

—Ni lo sueñes, Darren —dijo Stephany—. No podrás impedir que vaya con vosotros, ya deberías saberlo.

—Yo también iré —dijo Eugene—. No voy a dejar que Frank vuelva a meter en líos otra vez.

—Está bien —claudicó Darren—. Creo que si os dejáramos aquí encontraríais la manera de acabar en una situación aún más peligrosa que la que podamos encontrar ahí fuera.

—Iremos algo apretados en el Jeep —dijo Jones—. ¿Está muy lejos el refugio?

—Calculo que media hora, si no encontramos ningún obstáculo que nos retrase —dijo el doctor Fletcher.

—Tendré que contactar con el resto de mi equipo —dijo Jones—, para que localicen a la junta de máximos accionistas de la empresa. Habrá que negociar con ellos para que accedan. No va a ser tarea fácil, pero contamos con un grupo de expertos que sabrán ofrecerles unas atractivas contrapartidas a cambio de su colaboración. Si sus aparatos logran acabar con la amenaza de los platelmintos, recibirán la mejor publicidad que se pueda soñar. ¿Funciona esa emisora de radio?

—Perfectamente, Jones —dijo Cyrus—. Sírvase usted mismo.

Tras cinco minutos, que Jones dedicó a dar órdenes a través del micrófono, el agente volvió a reunirse con el grupo.

—El plan ya se ha puesto en marcha —dijo el gigante de ébano—. Es hora de que nosotros hagamos lo propio.

—Entonces, adelante —dijo Darren—. Y ojalá que no tengamos que lamentar ninguna baja.

No bien hubieron tomado las escaleras hacia el exterior, uno de los agentes de la Resistencia, que había permanecido agazapado cerca del grupo durante la conversación, se acercó furtivamente a una de las emisoras de onda corta. Se trataba de un individuo menudo, de cabello ralo y dientes separados que le daban aspecto de conejo. Asegurándose de que nadie reparaba en él, dispuso los controles para emitir en la misma longitud de onda que utilizaba el teniente coronel Webster y emitió un comunicado en código morse:

«Aquí informador A-13, infiltrado en la Resistencia Ciudadana de Miami. Localizados dos agentes de la CIA, disfrazados con uniforme militar. Planean algo relacionado con Electomedicina Archer. Están saliendo del refugio con cinco civiles, entre ellos un anciano, una mujer, dos hombres y un muchacho. Las coordenadas exactas del refugio son...»

La baliza que Algernon Webster llevaba colgando del cinturón todavía seguía emitiendo el mismo mensaje una y otra vez. Procedía de uno de sus topos infiltrados en ese patético grupo de hippies agitadores de la Resistencia. Si tan solo hubiera tenido tiempo de contactar con todos sus espías para darles la descripción del hombre que estaba buscando, habría podido localizarlo mucho antes. El espía estaba tratando de alertar de la presencia de agentes de la CIA, pero la alusión a los individuos que les acompañaban resultaba todavía más interesante. Estaba casi seguro de que el anciano tenía que ser Edmond Fletcher. ¡Su presa se encontraba escasamente a un tiro de piedra! Lo único que le desconcertaba era aquella información sobre Electromedicina Archer. ¿Qué estaría tramando la CIA con aquella compañía fabricante de aparatos médicos? Fuera lo que fuese, su prioridad seguía siendo la de encontrar al doctor Fletcher antes de que consiguiera desaparecer del mapa, sobre todo ahora que sabía que la CIA estaba detrás de su huida. Sin embargo, antes de ocuparse de su presa, decidió pasarle la nueva información a otra unidad de combate, que estaba bajo las órdenes del cabo Stewart Mendel, un petimetre que se había visto ascendido de forma súbita aquella misma noche como tantos otros mandos intermedios.

—Aquí el teniente coronel Webster, llamando al cabo Mendel. ¿Me recibe? —El escuadrón de Mendel se encontraba relativamente cerca de la zona, con lo que, desviándolo a otra parte, estaba eliminando posibles testigos que hubieran dificultado su pequeña caza del hombre.

—Adelante, aquí cabo Mendel. Cambio.

—Ha habido un cambio de planes para usted y su escuadrón. Diríjase hacia Electromedicina Archer y mantenga los ojos abiertos. En cuanto vea algo sospechoso, dispare primero y pregunte después. Es posible que se esté planeando algún tipo de atentado terrorista.

—Señor... Mis órdenes son ofrecer apoyo logístico a la compañía 23 del teniente Sanders... ¿No debería informar antes a...?

—¡Silencio, cabo! —rugió Webster—. El hecho de que se le haya puesto al mando de un comando como medida extraordinaria no le capacita para desobedecer mis órdenes. ¡Ponga ruta a la fábrica de inmediato, o me aseguraré personalmente de que se pase el resto de sus días de servicio limpiando letrinas!

—S-sí, señor. A la orden, señor.

Ya había caído la noche, complicando enormemente la búsqueda del doctor Fletcher, pero eso acababa de cambiar con aquel inesperado giro del destino. Tras un rápido análisis de las posibilidades, decidió que lo mejor sería volar con algunos de sus hombres hacia el refugio. Teniendo las coordenadas exactas, no sería una tarea complicada. El resto de sus hombres acudirían al lugar a pie mientras tanto, pues cabía la posibilidad de que todo fuera una falsa alarma. Los secuestradores ya se la habían jugado una vez, lo último que deseaba era movilizar a todos sus efectivos para perseguir otro fantasma, mientras que el verdadero Fletcher se escapaba por la puerta de atrás con dos agentes de la CIA.

—¡Johnson, Braxton y McGrath! —tronó—. Al helicóptero. Nos vamos de caza.

En cuestión de segundos, se elevaban sobre las copas de los árboles en dirección al refugio, ya no tan secreto, de la Resistencia. Sus soldados de a pie les alcanzarían en apenas diez minutos de paso ligero.

 

—Ustedes dos tendrán que ir sobre el faldón, agarrados a las barras laterales —decía Jones, a Frank y Eugene. La escena era casi cómica, con el asiento trasero ocupado por la oronda presencia de Cyrus, el doctor Fletcher y Darren, sobre cuyas rodillas iba sentada Stephany—. A menos que alguno quiera hacer el trayecto agarrado a la rueda de repuesto.

—Por mí está bien así, señor —dijo Frank.

—Por cierto, Frank —terció Cyrus—, ¿dónde has dejado mi Chrysler?

—Pues... lo cierto es que lo dejé en un aparcamiento privado, profesor. —Era una curiosa forma de verlo—. No quería arriesgarme a que alguien le arañase la pintura

—Bien hecho, chico. Así podremos ir a recogerlo cuando todo esto termine.

El potente motor rugió cuando Jones giró la llave y la comitiva se puso en marcha bajo la mortecina luz de la luna.

—Iremos por carreteras secundarias y campo a través, en la medida que sea posible —dijo Jones—. Llevaremos las luces apagadas. Si nos paran en algún control, nuestro disfraz se vendrá abajo, pero confío en poder evitarlos por este camino.

Desde el interior del Jeep no pudieron escuchar el zumbido del helicóptero militar que se recortaba contra las nubes plateadas, acechando como un gigantesco buitre de metal.

 

—¡Maldición! —masculló el doctor Webster—. Desde aquí arriba no se ve nada. ¿Es que no se puede volar más bajo?

—Lo intento, señor —contestó Braxton—, pero corremos el peligro de chocar contra la copa de algún árbol. ¿Quiere que conecte los focos de largo alcance?

—Cuando quiera que conecte los focos, yo mismo se lo ordenaré. Siga sobrevolando la zona.

De pronto, la baliza cobró nuevamente vida.

—Aquí Delta-3, ¿me recibe? Cambio. —Era el nombre en clave para la guarnición que había dejado apostada frente al refugio de la Resistencia.

—Adelante, informe —dijo Webster.

—Sale un Jeep con el emblema del ejército en dirección sureste, con varios ocupantes. No hemos podido captar más detalles, porque llevan las luces apagadas. Esperamos órdenes. Cambio.

—Mantengan la posición y no pierdan el contacto visual con el refugio de la Resistencia. Informen de inmediato si alguien que se corresponde con la descripción del hombre que buscamos entra o sale, ¿entendido?

—Recibido, cambio.

Un Jeep con el emblema del ejército... malditos agentes de la CIA. Iba a disfrutar con la ejecución sumaria de esos impostores.

—¿Tienes hambre, Frank? —gritó Eugene, para hacerse oír por encima del estruendo combinado del motor del Jeep y del viento que les venía de cara.

—Pues, la verdad, un poco sí —contestó el gigantón, asomando la cabeza desde el otro lado del vehículo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque, si miras al frente y abres la boca, acabarás con ella llena de mosquitos. He oído que son todo proteína...

—¡Vete al cuerno, Eugene! Por cierto, ¿has oído eso?

—No puedo oír nada, con todo este ruido.

—Pues yo sí que he oído algo. Mira allí arriba, en lo alto. —Frank alzó un dedo hacia la mancha negra que flotaba bajo las estrellas, tras ellos y al parecer en su misma dirección.

—¿Es un helicóptero?

—Puedes apostar a que sí, Eugene. Y creo que nos viene siguiendo desde que salimos.

—Mal rollo, tío. Creo que debemos decírselo a los de dentro.

—¡Allí están! —exclamó el teniente coronel Webster—. Ahora puedo verlos. Braxton, no los pierda en ningún momento. Ahí dentro puede ir nuestro objetivo.

—Sí, señor. —El piloto se preguntaba, con cierta dosis de angustia, si su superior se habría vuelto definitivamente loco aquella noche. Solo deseaba que, si más tarde había un consejo de guerra por lo que estaban haciendo, no acabara afectándole a él, que se limitaba a obedecer órdenes.

En la mente de Algernon Webster volvían a avivarse las visiones de grandeza que se harían realidad si lograba dominar un arma tan poderosa como aquellos diabólicos gusanos esclavizadores. El anciano tenía que haber dado con la manera de controlarlos, pero se negaba a revelar sus secretos. Probablemente, había vendido ya la fórmula al enemigo, lo que explicaría la implicación de la CIA en el asunto. En ese caso, su captura se convertía en un acto de patriotismo.

Mientras se preparaba para su cita con la historia, casi podía paladear el dulce sabor de la victoria. Era una sensación embriagadora.

 

—Trataremos de despistarles al llegar al área urbana —dijo Jones, mirando por el espejo retrovisor—. De algún modo, han conseguido dar con nuestro paradero.

—¿Cree que los buscan a ustedes, o a nosotros? —preguntó Cyrus.

—¿Acaso importa? —terció el otro agente de la CIA, que ni siquiera se había presentado—. Llevamos mucho tiempo jugando esta partida de espionaje y contraespionaje, como para preguntarnos el quién y el porqué. Lo importante es saber cómo vamos a resolver la situación.

—Espero que sepan lo que hacen —dijo Darren—. Yo soy tan solo un periodista.

—No se infravalore, señor Mathews —dijo Jones—. Un tipo vulgar y corriente no habría podido llevar a cabo con éxito una misión como la suya. Estamos muy impresionados con su actuación.

—Menudo consuelo —murmuró el periodista.

—¡Mirad ahí! —dijo Stephany—. Hay más de esas cosas sueltas por el arcén...

Como almas en pena, dos caminantes arrastraban los pies sin que pareciera importarles el hecho de ir descalzos. Se trataba de un hombre y una mujer que, a juzgar por el pijama y el camisón que eran su única indumentaria, habían sido sorprendidos por los parásitos en la cama. Al sentir que el vehículo pasaba veloz a su lado, giraron las cabezas de forma repentina y, mientras lo observaban alejarse, alzaron sus manos crispadas al cielo, en un gesto de rabia y frustración.

—Es espeluznante pensar que, hasta hace tan solo unas horas, eran personas completamente normales —continuó Stephany, mirando a través de la ventanilla trasera cómo las figuras encogían hasta perderse.

—Si hemos visto a dos, es que deben de haber más por la zona —apuntó Cyrus—. Tendremos que extremar las precauciones.

—No solamente tenemos que evitar que nos llene de plomo el ejército —dijo Darren—, sino que, para rematarlo todo, también tenemos que preocuparnos por no acabar como esos desgraciados. Si salimos de ésta, no quiero volver a Miami en toda mi vida.

—Vira veinte grados al oeste, Braxton —ordenó Webster. Se había dado cuenta de que el Jeep llevaba un rato describiendo círculos sin rumbo aparente. Eso solo podía indicar una cosa: estaban llegando a su destino y trataban de despistarles. Decidió jugársela a una sola carta; si estaba equivocado, corría el riesgo de perderles de forma definitiva.

—¿Señor? Pero eso nos alejaría del objetivo...

—Eso es precisamente lo que yo quiero que piensen. Deben de haber advertido nuestra presencia. Ahora, haga exactamente lo que he dicho.

Un minuto después, Webster divisó la explanada de un parque, que le ofrecía la pista de aterrizaje perfecta. Le dijo al piloto:

—Aterrice en ese parque. Cuidado con los cables de teléfono. Un accidente, a estas alturas, resultaría imperdonable.

Una vez tomaron tierra, el sonido de las hélices fue bajando de tono hasta que finalmente se extinguió. Mientras, los cuatro ocupantes del transporte militar avanzaban por las calles desiertas del extrarradio de Fort Lauderdale con sus fusiles M16 dispuestos para la acción.