30
Elizabeth Costello no está sola. De pie junto a ella hay una extraña figura: un hombre con un mono blanco y holgado y la cabeza tapada por lo que parece un cubo de lona. El hombre parece estar hablando, pero sus palabras quedan irremediablemente amortiguadas por la máscara.
Marijana cruza la sala con paso ligero.
—Zaboga, zar opet! —exclama riendo—. ¡Se le ha enganchado el pelo! Cada vez que se lo pone —hace un gesto hacia el extraño casco—, se le engancha el pelo y yo tengo que… —Indica la acción de girar con los dedos.
Ella coge al hombre de los hombros —se trata de Miroslav—, le hace darse media vuelta y empieza a desengancharle la máscara de su largo pelo. Miroslav extiende los brazos hacia atrás y busca a tientas las caderas de ella. Ella le aparta las manos y logra despegar la máscara. Él se la quita: tiene la cara ruborizada por el calor; parece de buen humor.
—Es por las abejas —explica—. Vengo de mover colmenas.
—Mi marido es apicultor —dice Marijana—. ¿Conoce a mi marido? Es la señora Costello, es amiga del señor Rayment. Mel.
—¿Cómo está, Mel? —dice Elizabeth Costello—. Soy Elizabeth. He oído hablar de usted pero nunca nos hemos conocido en carne y hueso, por así decirlo. ¿Se dedica a la cría de abejas?
—Es solo un hobby —dice Mel o Miroslav.
—Mi marido, su familia, siempre ha criado abejas —dice Marijana—. Su padre y antes su abuelo. Así que él también cría abejas ahora aquí en Australia.
—Solo unas pocas colmenas —dice Mel—. Pero la miel es buena, sobre todo de los árboles de caucho. Tiene ese aroma a eucalipto, ya sabe.
La naturalidad entre ambos lo dice todo: eso, y la risa de Marijana y la libertad con que le pasa los dedos por el pelo. No es una pareja distanciada en absoluto. Al contrario, se les ve muy unidos. Una relación muy estrecha, con peleas de vez en cuando, al estilo balcánico, para hacerla más sabrosa: acusaciones, recriminaciones, platos rotos, portazos. Seguidos de remordimientos y lágrimas, seguidos de sexo apasionado. A menos que toda la historia de la pelea y la huida a casa de la tía Lidie fuera una mentira, un invento. Pero ¿por qué? ¿Acaso está siendo objeto de una gran conjura, una conjura que ni siquiera puede empezar a entender?
—Hace bastante calor con el mono —dice Mel—. Voy a cambiarme. —Hace una pausa—. ¿Ha venido a examinar la bicicleta?
—¿La bicicleta? —dice él—. No. ¿Qué bicicleta?
—Nos encantaría ver la bicicleta —dice Elizabeth—. ¿Dónde está?
—No está terminada —dice Mel—. Drago lleva tiempo sin trabajar en ella. Todavía le faltan un par de cosas. Pero pueden echar un vistazo, ya que han venido desde tan lejos. A él no le importará.
—Nos encantaría —dice Elizabeth—. Paul está que se muere de ganas de verla.
—Vayan pues. Yo iré en un momento.
Salen de la casa en tropel. Miroslav se reúne con ellos, vestido con pantalones cortos y sandalias y una camiseta que dice «Team Valvoline». Sube la persiana del garaje. Allí está el Commodore rojo familiar, y, junto a él, lo que Miroslav llama la bicicleta.
—¡Caramba! —exclama Elizabeth—. ¡Qué extraño artilugio! ¿Cómo funciona?
Miroslav saca la máquina del garaje; luego, sonriente, se gira hacia él.
—Tal vez usted puede explicarlo.
—Es lo que llaman una bicicleta reclinada —dice él—. Con este modelo no hay que pedalear, los cigüeñales se hacen girar con las manos.
—¿Y la ha construido Drago? —dice Elizabeth—. ¿Él solo?
—Sí —dice Miroslav—. Yo solo trabajé en la estructura metálica. En el taller. Requiere trabajo de especialista.
—Vaya, qué regalo tan espléndido —dice Elizabeth—. ¿No le parece, Paul? Le permite ser libre otra vez. Libre para ir a donde quiera.
—Drago quiere darle gracias —dice Marijana—. Gracias al señor Rayment por todo.
Todo el mundo lo está mirando a él, al señor Rayment. Ljuba acaba de salir de la nada. Hasta Blanka, que desde el principio ha estado en su contra, se ha unido al grupo. Un cuerpo delgado. De movimientos ágiles. Hija de su padre. Carece de belleza, pero debe tenerse en cuenta que algunas mujeres tienen un desarrollo tardío. ¿También Blanka va a tener oportunidad de darle las gracias? ¿Ha estado ocupada como una hormiguita, trabajando en algún regalo? ¿Qué será? ¿Una billetera bordada? ¿Una corbata pintada a mano?
Nota que se está ruborizando, un rubor de vergüenza que empieza en las orejas y se extiende a su rostro. No tiene ningún deseo de detenerlo. Es lo que se merece.
—Es magnífica —dice, y como es lo que se espera de él, y como es lo correcto, da un paso adelante con sus muletas y examina su premio más de cerca—. Magnífica —repite—. Un regalo magnífico —«Y también munífico», podría añadir, pero no lo hace. Sabe lo que le paga a Marijana y puede suponer cuánto cobra Miroslav. «Mucho más de lo que merezco».
La rueda delantera es de tamaño estándar, con un juego de piñones y una cadena; las ruedas pequeñas de atrás simplemente giran. Pintada con espray de un color rojo intenso, la bicicleta —que de hecho es un triciclo— no llega al metro de altura. En la calle, el ciclista resulta prácticamente invisible al quedar por debajo del campo de visión de los conductores. Por eso, Drago ha instalado detrás del asiento una vara de fibra de vidrio con un banderín de color naranja en la punta. Ondeando por encima de su cabeza, el banderín está ideado para avisar a los Wayne Blight del mundo.
Una reclinada. Él nunca ha montado en una, pero le disgustan instintivamente, como le disgustan las prótesis, como le disgusta todo lo que sea falso.
—Magnífica —vuelve a decir—. No tengo palabras. ¿Puedo dar una vuelta con ella?
Miroslav niega con la cabeza.
—No tiene cables —dice él—. Ni cables de marchas ni cables de freno. Drago todavía no los ha puesto. Pero mientras está aquí podemos ajustar el sillín. ¿Ve? Hemos montado el sillín sobre un riel para que pueda ajustarlo hacia delante y hacia atrás.
Él deja las muletas en el suelo, se quita la chaqueta y deja que Miroslav lo ayude a subirse. El sillín le resulta extraño.
—Marijana ha ayudado con el sillín —dice Miroslav—. Ya sabe, para la pierna. Ella lo diseñó y después hicimos un molde en fibra de vidrio.
No solo horas. Días, semanas. Deben de haber pasado semanas trabajando en esto, el padre, el hijo y también la madre. El rubor no ha abandonado su cara, y a él ya le está bien.
—Esas cosas no se encuentran en tiendas de bicicletas, así que pensamos que podíamos hacer un modelo único, a medida. Yo le empujo para que usted se vaya acostumbrando. ¿Vale? Le voy empujando pero no lo suelto porque, recuerde, no hay frenos.
Los espectadores se apartan. Miroslav lo empuja lentamente hasta el camino de entrada de la casa.
—¿Cómo maniobro? —pregunta él.
—Con el pie izquierdo. Aquí hay una barra, ¿lo ve? Con un muelle. No se preocupe, ya le cogerá el tranquillo.
En Narrapinga Close no hay coches. Miroslav empuja suavemente. Él se inclina hacia delante, agarra los manillares y los gira para probarlos, esperando en que el artilugio se maneje por sí solo.
Por supuesto que no lo va a usar nunca. Irá directamente al trastero de Coniston Terrace, a coger polvo. Todo el tiempo y el esfuerzo que le han dedicado los Jokić será en vano. ¿Lo saben? ¿Lo han sabido todo el tiempo, mientras construían la cosa? ¿Es esta lección de conducción simplemente parte de un ritual que todos interpretan, él para ellos y ellos para él?
Le da la brisa en la cara. Durante un momento se permite imaginar que está bajando por Magill Road, con el banderín ondeando orgulloso en lo alto para recordar al mundo que se apiade de él. Un cochecito de niño, eso es lo que viene a ser: un cochecito de niño con un bebé viejo y canoso dentro, paseando. ¡Cómo se sonreirán los transeúntes! Sonreirán, reirán y silbarán: «¡Muy bien, abuelete!».
Pero tal vez, desde una perspectiva más amplia, eso es exactamente lo que los Jokić quieren enseñarle: que tiene que renunciar a sus aires de solemnidad y convertirse en lo que realmente es, una figura cómica, un señor mayor con una sola pierna que cuando no está renqueando con sus muletas se dedica a deambular por las calles con su triciclo de fabricación casera. Una más de las atracciones locales, uno de esos tipos excéntricos que le dan color al tejido social. Hasta el día en que Wayne Blight encienda el motor y vaya otra vez a por él.
Miroslav no se ha apartado de su lado. Ahora hace girar la máquina, trazando un amplio arco que les permite regresar al camino de entrada.
Elizabeth aplaude. Los demás la imitan.
—Bravo, mi caballero —dice ella—. Mi caballero de la triste figura.
Él no le hace caso.
—¿Qué piensa usted, Marijana? —dice él—. ¿Debería volver a montar en bicicleta?
Porque Marijana todavía no ha abierto la boca. Marijana lo conoce mejor que su marido, mejor que Elizabeth Costello. Ella ha presenciado desde el principio cómo él luchaba por conservar la dignidad masculina, y nunca se ha burlado de él por ello. ¿Qué piensa Marijana? ¿Tiene él que seguir luchando por su dignidad o ha llegado el momento de capitular?
—Sí —dice Marijana lentamente—. Le va bien. Creo que debería darse una oportunidad.
Tiene la mano izquierda apoyada en la barbilla; su mano derecha sostiene el codo izquierdo. Es la postura clásica del pensamiento, de la reflexión madura. Ha meditado cuidadosamente la pregunta y ha respondido. La mujer cuyos labios todavía siente en la mejilla, la mujer que, por razones que nunca le han quedado del todo claras, aunque de vez en cuando ha surgido un destello de iluminación, es dueña de su corazón, ha hablado.
—Entonces bien —dice él (iba a decir «Entonces bien, mi amor», pero se retiene porque no quiere herir los sentimientos de Miroslav, aunque Miroslav lo debe de saber, Ljuba lo debe de saber y está claro que Blanka lo sabe, lo lleva escrito en la cara)—. Entonces bien, la probaré. Gracias. De verdad, de todo corazón, gracias, a todos ustedes. Y gracias sobre todo al ausente Drago. —«A quien he juzgado de forma errónea y he tratado injustamente», le gustaría decir—. A quien he juzgado de forma errónea y he tratado injustamente —dice.
—No se preocupe —contesta Miroslav—. La subiremos a la caravana y se la llevaremos tal vez el fin de semana que viene. Solo faltan un par de cosas por arreglar, los cables y esas cosas.
Él se vuelve hacia Elizabeth.
—Y ahora tenemos que irnos, ¿verdad? —dice él. Y añade, dirigiéndose a Miroslav—. ¿Puede echarme una mano?
Miroslav lo sostiene.
—PR Exprés —dice Ljuba—. ¿Qué quiere decir PR Exprés?
Y en efecto, eso es lo que hay pintado en el tubo de la bicicleta, con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: «PR Exprés».
—Quiere decir que puedo ir muy deprisa —dice él—. PR, el Hombre Bala.
—El Hombre Bala —dice Ljuba. Le dedica una sonrisa, la primera que le ha dedicado nunca—. ¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!
Luego suelta una risita, abraza los muslos de su madre y esconde la cara.
—Una debacle —le dice a Elizabeth. Van en un taxi en dirección sur, hacia su casa—. Una derrota aplastante, una derrota moral, ni más ni menos. Nunca me he sentido tan avergonzado de mí mismo.
—Sí, no ha salido usted bien parado. ¡Toda esa furia…! ¡Todo ese moralismo!
¿Furia? ¿De qué está hablando?
—Piense un poco —continúa ella—. Estaba usted a punto de perder a un ahijado, ¿y por qué? No me lo podía creer. ¡Por una vieja fotografía! Una fotografía de un puñado de desconocidos a quienes usted les traería sin cuidado. Por un niñito francés que ni siquiera ha nacido todavía.
—Por favor —dice él—. Por favor, no discutamos otra vez, ya no tengo el cuerpo para eso. Sigo sin comprender qué le da derecho a Drago para quedarse con mis fotografías, pero lo voy a pasar por alto. Marijana me ha dicho que ahora las fotografías están en la página web de Drago. Soy un completo ignorante. ¿Qué quiere decir que están en una página web?
—Quiere decir que cualquier persona del mundo que sienta curiosidad acerca de la vida y la época de Drago Jokić puede examinar las fotografías en cuestión, en su formato original o tal vez en el nuevo, revisado y aumentado, desde la intimidad de su casa. En cuanto a por qué Drago decide publicarlas de esa forma, yo no soy la persona adecuada para responder. El próximo domingo vendrá a entregarle su vehículo. Puede preguntarle entonces.
—Marijana dice que todo el asunto de la falsificación es una broma.
—Ni siquiera es una falsificación. Los falsificadores buscan ganar dinero. A Drago le trae sin cuidado el dinero. Claro que es una broma. ¿Qué otra cosa puede ser?
—Las bromas están relacionadas con el inconsciente.
—Las bromas pueden tener relación con el inconsciente. Pero, también, a veces las bromas no son más que bromas.
—¿Dirigidas contra…?
—Dirigidas contra usted. ¿Contra quién si no? El hombre que no se ríe. El hombre que no sabe encajar bromas.
—Pero ¿y si yo nunca me hubiera dado cuenta? ¿Y si yo me hubiera ido a la tumba sin saber nada de esa supuesta broma? ¿Y si la broma le pasara también inadvertida a la Biblioteca Estatal? ¿Y si llegara a pasar inadvertida hasta el fin de los tiempos? «Echad un vistazo a estas fotos, niños. ¡Los mineros de Ballarat! ¡Mirad a ese tipo del gran mostacho!». ¿Qué pasaría entonces?
—Entonces se incorporaría a nuestro folclore la idea de que los bigotes de bandolero estaban de moda en la Victoria de la década de mil ochocientos cincuenta. Y ya está. No es una cuestión sobre la que merezca la pena seguir insistiendo, Paul. Lo que cuenta es que usted ha salido de su apartamento y ha ido hasta Munno Para, donde ha tenido una charla en privado con su amada Marijana y ha tenido ocasión de ver el traje de apicultor de su marido y la bicicleta que su hijo está construyendo para usted. Esa es la única consecuencia que importa de la supuesta falsificación. Por lo demás, el episodio es completamente irrelevante.
—Se olvida usted de la impresión desaparecida. No importa la opinión que pueda usted tener de las fotografías y de su relación con la realidad, el hecho es que una de mis impresiones de Fauchery, un verdadero tesoro nacional, imposible de pagar con dinero, ha desaparecido.
—Su preciada fotografía no ha desaparecido. Vuelva a mirar en su armario. Apuesto diez a uno a que está ahí, traspapelada. O si no, Drago la encontrará entre sus cosas y se la devolverá a usted el próximo domingo, junto con sus disculpas.
—¿Y entonces?
—Entonces el asunto quedará cerrado.
—¿Y después?
—¿Después de eso? ¿Después del domingo? No estoy segura de que vaya a suceder nada más después del domingo. Es muy probable que el domingo marque el final de su relación con los Jokić, incluida la señora Jokić. De esta, por desgracia, no le quedarán más que recuerdos. De sus torneadas pantorrillas. Del espléndido perfil de su busto. De sus encantadores atropellos lingüísticos. Recuerdos afables, mezclados con remordimientos, que se desvanecerán con el paso del tiempo, como suele pasar con los recuerdos. El tiempo, el gran sanador. Sin embargo, seguirán llegando las facturas trimestrales del Wellington College. Que no me cabe duda de que usted pagará, como hombre de honor que es. Y tarjetas de Navidad: «Le desean una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo, Marijana, Mel, Drago, Blanka y Ljuba».
—Ya veo. ¿Y qué más le gustaría revelarme de mi futuro, señora Costello, ahora que está en vena profética?
—¿Quiere decir si habrá alguien para sustituir a Marijana, o si esta representará el final para usted? Eso depende. Si se queda usted en Adelaida, solo preveo enfermeras, una galería de enfermeras, algunas guapas y otras no tanto, ninguna de las cuales logrará acercarse ni por asomo a su corazón tanto como lo ha hecho Marijana Jokić. Si se viene a Melbourne, por otro lado, estaré yo, el viejo y fiel Dobbin. Aunque mis tobillos no están, sospecho, a la altura de sus exigentes expectativas.
—¿Y qué hay del estado de su corazón?
—¿De mi corazón? Tiene buenos momentos y otros malos. Traquetea y jadea como un coche viejo cuando subo escaleras. Yo diría que no voy a durar mucho. ¿Por qué lo pregunta? ¿Tiene miedo de acabar siendo usted el que haga de enfermero? No tema. Es algo que yo nunca le pediría.
—¿No es hora entonces de que llame a sus hijos? ¿No es hora de que sus hijos hagan algo por usted?
—Mis hijos están muy lejos, Paul, al otro lado del ancho mar. ¿Por qué menciona a mis hijos? ¿También quiere adoptarlos y convertirse en su padrastro? Eso los sorprendería, y mucho. Ni siquiera han oído hablar de usted.
»Pero no, respondiendo a su pregunta, ni se me ocurriría convertirme en una carga para mis hijos. Si todo lo demás me falla, me internaré en un asilo. Aunque la clase de cuidados que busco, por desgracia, no los dan en ningún hogar de ancianos que yo conozca.
—¿Y qué clase de cuidados son esos?
—Los cuidados del amor.
—Sí, eso es difícil de conseguir hoy día, los cuidados del amor. Puede que tenga usted que conformarse con un buen asilo. Se puede ser una buena enfermera sin amar a los pacientes. Mire a Marijana.
—Así que ese es su consejo: que me conforme con enfermeras. No estoy de acuerdo. Si tuviera que elegir entre una buena enfermera y alguien con las manos llenas de amor, elegiría el amor sin dudarlo.
—Bueno, en mis manos no hay amor, Elizabeth.
—No, no lo hay. Ni en sus manos ni en su corazón. Un corazón escondido, así es como yo lo llamo. ¿Cómo vamos a sacar su corazón de su escondite? Esa es la cuestión. —Ella lo agarra del brazo—. ¡Mire!
Tres figuras montadas en motocicletas pasan a toda velocidad, la una detrás de la otra, en dirección contraria, hacia Munno Para.
—El del casco rojo, ¿no era Drago? —Ella suspira—. ¡Ah, la juventud! ¡Ah, la inmortalidad!
Probablemente no era Drago. Demasiada coincidencia, todo demasiado perfecto. Es probable que fuera un simple trío de jóvenes desconocidos, aunque con la sangre igualmente caliente en las venas. Pero no pasa nada por fingir que el del casco rojo era Drago.
—¡Ah, Drago! —repite él obedientemente—. ¡Ah, la juventud…!
El taxista los deja en Coniston Terrace, delante de su apartamento.
—Bueno… —dice Elizabeth Costello—. El final de un largo día.
—Sí.
Este es el momento en que tendría que invitarla a entrar, ofrecerle algo de comer y un sitio donde dormir. Pero no dice nada.
—El regalo perfecto, ¿no? —dice ella—. Su nueva bicicleta. Qué considerado ha sido Drago. Es un chico muy considerado. Ahora es usted libre de ir con ella a donde quiera. Si sigue poniéndole nervioso la idea de Wayne Blight, puede limitarse a pasear por el sendero del río. Eso le permitirá hacer ejercicio. Le hará estar de mejor humor. En muy poco tiempo, unos brazos fuertes. ¿Cree que habría sitio para una pasajera?
—Espacio para un niño detrás del conductor, sí. Pero no para otro adulto.
—Era una broma, Paul. No, no quiero ser una carga para usted. Si yo montara en bicicleta, querría una para mí sola, preferiblemente una con motor. ¿Todavía venden aquellos motorcitos que se acoplaban a las bicicletas y hacían put-put y te permitían subir las cuestas? Los había en Francia, me acuerdo. Deux chevaux, dos caballos.
—Sé a qué se refiere. Pero no se llaman deux chevaux. Los deux chevaux son otra cosa.
—O una silla de ruedas antigua. Tal vez eso es lo que debería conseguir para mí. ¿Se acuerda de aquellas sillas de ruedas que tenían sombrilla con borlas y una palanca para maniobrar? Podemos buscar en tiendas de antigüedades, estoy segura de que encontraremos una; Adelaida es el sitio perfecto para una silla de ese tipo. Podemos pedirle a Miroslav que le instale un par de chevaux. Entonces estaremos listos para partir hacia nuevas aventuras, usted y yo. Ya tiene usted su bonito banderín de color naranja y yo conseguiré otro, con un dibujo.
—¿Qué le parece un puño de armadura? Un puño de armadura en negro sobre fondo blanco, y debajo el lema «Malleus maleficorum».
—«Malleus maleficorum». ¡Excelente! Se está convirtiendo usted en todo un ingenio, Paul. Quién habría sospechado que se le daba tan bien. «Malleus maleficorum» para mí y «Adelante y arriba» para usted. Podemos recorrer el país entero, los dos, toda esta tierra amplia y cobriza, de norte a sur y de este a oeste. Usted podría enseñarme testarudez y yo podría enseñarle a vivir sin nada, o casi sin nada. Escribirían artículos de prensa sobre nosotros. Nos convertiríamos en una amada institución australiana. ¡Qué gran idea! ¡Qué idea tan estupenda! ¿Es esto amor, Paul? ¿Hemos encontrado por fin el amor?
Hace media hora él estaba con Marijana. Pero Marijana ya forma parte de su pasado y lo que le ha quedado es Elizabeth Costello. Él vuelve a ponerse las gafas, se gira y la mira de arriba abajo. Bajo la suave luz del atardecer puede ver hasta el último detalle, cada pelo, cada vena. La examina a ella y luego examina en su propio corazón.
—No —dice por fin—, esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.
—¿Y cree usted que esta es su última palabra? ¿No hay esperanzas de hacerle cambiar de opinión?
—Me temo que no.
—Pero ¿qué voy a hacer yo sin usted?
Ella parece estar sonriendo, pero le tiemblan los labios.
—Eso depende de usted, Elizabeth. Hay muchos peces en el mar, según tengo entendido. Pero, por lo que a mí respecta, y por ahora, adiós.
Y se inclina hacia delante y la besa tres veces al estilo formal que le enseñaron de niño, izquierda, derecha, izquierda.