15

Marijana llama. Antes de que diga nada, él ya sabe lo que va a decir: que lo siente, pero hoy no puede ir. Tiene un problema con su hija. No, Ljubica no: Blanka.

—¿Puedo ayudar? —pregunta él.

—No, nadie puede ayudar. —Suspira—. Mañana voy seguro, ¿vale?

—Problemas con su hija —musita Elizabeth Costello—. Me pregunto qué clase de problemas serán. Con todo, no hay mal que por bien no venga. La mujer de la que le hablé, Marianna, la ciega… no se la puede usted quitar de la cabeza, ¿verdad? No disimule, Paul, puedo leer en usted como si fuera un libro abierto. Resulta que hoy Marianna no tiene nada que hacer. No sabe qué hacer. Vaya al café de la esquina, Alfredo’s creo que se llama, a las cinco de esta tarde, y yo se la llevaré. Póngase elegante, aunque ella no pueda verlo. Yo la llevaré y me marcharé. No me pregunte cómo hago esas cosas, no es magia, simplemente las hago.

Costello se pasa la tarde fuera. A las cuatro y media, cuando él está a punto de salir del apartamento, ella reaparece, sin aliento.

—Cambio de planes —dice—. Marianna está esperando abajo. No le gusta la idea de Alfredo’s. Está —suelta un resoplido exasperado— resultando algo problemática. ¿Puedo usar su cocina?

Ella vuelve de la cocina con un cuenco pequeño lleno de algo que parece crema.

—No es más que una pasta de harina y agua. Para taparle los ojos. No tenga miedo, no le hará daño. ¿Por qué tiene que ponérsela? Porque Marianna no quiere que usted la vea. Ella insiste. Venga, agáchese. No se mueva. No parpadee. Para mantenerlo en su sitio, una hoja de limón sobre cada ojo. Y para que las hojas no se caigan, una media de nailon, recién lavada, se lo prometo, atada detrás de la cabeza. Se la puede quitar cuando quiera. Pero no se lo recomiendo, créame.

»Bien… Listos. Siento que sea tan complicado, pero así somos los seres humanos, complicados, cada uno a nuestra manera única. Ahora, si quiere ponerse cómodo y esperar, traeré a Marianna. ¿Está preparado? ¿Se siente capaz? ¿Sí? Bien. Recuerde, tiene que pagarle. Ese es el acuerdo, así es como ella conserva su autoestima. Este mundo es de locos… ¿verdad? Pero es el único que tenemos.

»En cuanto se la haya entregado, desapareceré y dejaré que los dos se conozcan un poco mejor. No volveré hasta mañana, o tal vez pasado mañana. Adiós. No se preocupe por mí. Soy gallina vieja.

Y se marcha. Él se queda de frente a la puerta, apoyado en el marco. Se oye un murmullo de voces procedente de la escalera. Después de nuevo el pestillo de la puerta.

—Estoy aquí —dice él en la oscuridad. Aunque le cuesta creerlo, su corazón le parece martillear.

Algo que se desliza, un susurro. El aroma de las hojas húmedas que tiene sobre los ojos se impone sobre el resto de los olores. Una presión en el marco de la puerta, que él percibe a través de las manos.

—Mis ojos están cerrados, sellados —dice—. No estoy acostumbrado a ser ciego, tenga paciencia.

Una mano pequeña y ligera le toca la cara, se queda allí. «Qué demonio —piensa él; gira la cabeza y besa la mano—. Juguemos a esto hasta el final».

Unos dedos de uñas cortas exploran sus labios. A través del velo de limón, percibe un vago aroma a lana. Los dedos resiguen el contorno de su barbilla. Pasan sobre la venda de los ojos y le acarician el pelo.

—Déjeme oír su voz —dice él.

Ella carraspea, y en su tono agudo y claro él percibe ya que no es Marijana Jokić: más liviana, una criatura más aérea.

—Si cantara usted, sería maravilloso —dice él—. En cierto sentido, estamos en un escenario, aunque no haya nadie mirando.

«Aunque no haya nadie mirando». Pero, en cierto sentido, sí los están mirando, está seguro, puede sentirlo en la nuca.

—¿Qué es esto? —dice la voz liviana, y él nota que está agitando muy suavemente el andador. El acento no es australiano, tampoco inglés. ¿Croata? ¿Otra croata? No puede haber tantos croatas sobre la Tierra. Además, ¿qué significado podría tener una cadena de croatas, una tras otra?

—Es una estructura de aluminio que se conoce habitualmente como andador. He perdido una pierna. Me canso menos con el andador que con las muletas. —Luego se le ocurre que el andador puede ser interpretado como una barrera—. Déjeme que lo aparte —lo deja a un lado y se sienta en el sofá—. ¿Quiere sentarse a mi lado? Hay un sofá, a un par de pasos delante de usted. Me temo que no puedo ayudarla, llevo una venda sobre los ojos que nuestra común amiga, la señora Costello, me ha hecho ponerme. Tiene muchas preguntas que responder, la señora Costello.

Culpa a la señora Costello de la venda igual que la culpa de otras muchas cosas, pero no piensa quitársela, todavía no, no piensa liberar sus ojos.

Con un leve crepitar (¿qué puede llevar ella que haga tanto ruido?), la mujer se sienta a su lado; de hecho, se sienta sobre su mano. Durante un instante, hasta que ella se alza un poco y él puede retirarla, su mano permanece bajo el trasero de ella de una forma francamente vulgar. No es una mujer grande, pero su trasero sí lo es, grande y blando. Pero los ciegos no son gente activa, no caminan, no corren, no montan en bicicleta. Acumulan toda la energía sin posibilidad de desahogarse. No es de extrañar que esté nerviosa. No es de extrañar que esté dispuesta a visitar a un desconocido a solas.

Ahora que tiene las manos libres, puede tocarla igual que ella lo ha tocado a él. Pero ¿es eso lo que quiere hacer? ¿Quiere explorar esos ojos o lo que hay a su alrededor? ¿Quiere estar…? ¿cuál es la palabra?, ¿«horrorizado»? El horror: lo que te revuelve el estómago, te debilita, te deja pálido y tembloroso. ¿Puedes sentirte horrorizado por algo que no puedes ver pero sí sentir a través de las yemas de los dedos, incluso las de alguien como él que es novato en el país de los ciegos?

Él extiende una mano, vacilante. Se encuentra con un racimo duro de algo, burbujas, borlas, bayas cosidas dentro de vainas. Debe de ser el cuello de su body. Un poco más arriba, su barbilla. Una barbilla firme, en punta; luego una mandíbula corta, y después el nacimiento del vello, un pelo que a él le parece oscuro, al igual que su piel le parece oscura. Luego algo duro, la patilla de unas gafas. Ella lleva gafas, unas gafas que trazan una curva sobre sus pómulos, tal vez las mismas gafas oscuras que llevaba en el ascensor.

—La señora Costello me ha dicho que se llama Marianna.

—Marianna.

Él dice «Marianna», ella dice «Marianna», pero no se trata del mismo nombre. El «Marianna» de él todavía está teñido de «Marijana»: es más pesado que el de ella, más sólido. Del «Marianna» de ella solo puede decir que es líquido, plateado: no tan denso como el mercurio, más como agua corriente, como el agua temblorosa de un arroyo. ¿Y es así como se sienten los ciegos? ¿Obligados a sopesar cada palabra en las manos, a mesurar cada tono, a buscar a tientas equivalentes que suenan demasiado («el agua temblorosa de un arroyo») a mala poesía?

—¿No «Marianne», en francés?

—No.

No. No en francés. Una pena. Francia habría supuesto algo en común, como una manta que se desplegara para cubrirlos a ambos.

La pasta de harina y agua funciona sorprendentemente bien. Aunque sus pupilas deben de estar dilatadas al máximo, se encuentra en un mundo de absoluta negrura. ¿De dónde ha sacado Costello la idea? ¿De un libro? ¿De una receta que le transmitieron sus antepasados?

Con los dedos todavía enredados en el pelo algo rizado de ella, él la atrae hacia sí y ella accede. Su cara está apretada contra la de él, gafas oscuras incluidas, aunque también tiene los puños en alto, como dos pomos que separan su pecho del de él.

—Gracias por venir —dice él—. La señora Costello me explicó los problemas por los que está pasando. Lo siento.

Ella no dice nada. Él nota que se estremece levemente.

—No es necesario… —continúa, pero no sabe cómo acabar. ¿Qué es necesario y qué no es necesario? Tiene algo que ver con el hecho de ser hombre y mujer; algo que ver con ceder a, recurriendo al término de la Costello, la lujuria. Pero entre donde están, como hombre y mujer, y el ejercicio de la lujuria se abre un verdadero abismo—. No es necesario —empieza otra vez— que sigamos ningún guión. No es necesario hacer nada que no queramos. Somos agentes libres.

Ella todavía se estremece, se estremece o tiembla como un pájaro.

—Acérquese —dice él, y ella le obedece tímidamente. Debe de resultarle difícil. Él tiene que ayudarla, están juntos en esto.

Los cordones y las bayas y las borlas alrededor del cuello resultan ser meramente decorativas. El vestido se abre con una cremallera situada en la espalda, que baja convenientemente hasta la cintura. Los dedos de él son lentos y torpes. Si ella hubiera accedido a permanecer sentada más tiempo sobre su mano, los dedos se le habrían calentado. Calor animal. En cuanto al sujetador, está bien confeccionado, es macizo, la clase de sujetador que él imagina que deben de llevar las monjas carmelitas. Pechos grandes, trasero grande, y sin embargo el resto es liviano. Marianna. Que está aquí, dice la Costello, no por deferencia hacia él, sino por su propio interés. Porque hay en ella una sed que no puede ser saciada. Debido a su semblante, a su rostro devastado, que le han advertido que no mire y a ser posible que tampoco toque, porque de hacerlo se convertiría en hielo.

—Es mejor que no hablemos mucho —dice él—. Sin embargo, hay una circunstancia que debería mencionarle, por razones prácticas. No he tenido ninguna experiencia de este tipo desde mi accidente. Tal vez necesite un poco de ayuda.

—Ya lo sé. La señora Costello me lo ha dicho.

—La señora Costello no lo sabe todo. No puede saber lo que yo no sé.

—Sí.

¿Sí? ¿Qué quiere decir «sí»?

Él duda mucho de que alguna vez haya fotografiado sola a esa mujer. De haberlo hecho, no la habría olvidado. Tal vez junto a otras personas, en la época en que él iba por las escuelas haciendo fotografías de grupo, eso sí es posible. Pero a ella sola, no. La imagen que tiene de ella procede únicamente del ascensor y de lo que sus dedos le dicen ahora. Para ella, él debe de ser una mezcolanza aún mayor de datos sensoriales: las manos frías; la piel áspera; la voz rasposa; y un olor probablemente desagradable al olfato supersensible de ella. ¿Es suficiente para que ella se construya una imagen de un hombre? ¿Es una imagen a la que estaría dispuesta a entregarse? ¿Por qué ha aceptado venir, invisible? Es como un experimento primitivo de biología, como juntar especies distintas para ver si se aparean, un zorro y una ballena, un grillo y un tití.

—Su dinero —dice él—. Lo dejo aquí en la mesita, en un sobre. Cuatrocientos cincuenta dólares. ¿Es suficiente?

Él nota cómo asiente.

Transcurre un minuto. No pasa nada más. Un hombre con una sola pierna y una mujer parcialmente desnuda, ¿esperando a qué? ¿Al clic del obturador de una cámara fotográfica? Gótico australiano. Matilda y su novio, cansados después de toda una vida bailando el vals, con partes del cuerpo ya colgando o caídas, se enfrentan al fotógrafo por última vez.

La mujer no ha dejado de temblar. De hecho, él juraría que se lo ha contagiado: su mano experimenta una ligera vibración que podría ser achacada a la edad, pero que en realidad se debe a algo más, al miedo o a la expectación (pero ¿cuál?).

Si van a continuar la representación por la que ella ha sido pagada, por la que ha aceptado cobrar, ella tiene que vencer su vergüenza actual y dar el siguiente paso. Ha sido advertida de su pierna mala y de que en general aún se maneja con bastante dificultad. Como a él le resultaría difícil ponerse a horcajadas encima de una mujer, sería mejor que fuera ella la que lo hiciera. Mientras ella medita cómo dar ese paso, él tendrá problemas propios que afrontar, problemas de una naturaleza muy distinta. Tal vez los ciegos forjan sus intuiciones de la belleza basándose únicamente en el contacto. Sin embargo, en el reino de lo invisible él continúa avanzando a tientas. Una belleza que no se puede ver sigue siendo algo inimaginable para él. El episodio del ascensor, durante el cual su atención fue captada en igual medida por la anciana y por ella solo ha dejado en su memoria un esbozo muy impreciso. Cuando a un sombrero de ala ancha, unas gafas oscuras y la curva de un rostro evasivo intenta añadirles unos pechos grandes y unas nalgas amplias y blandas, casi antinaturales, como masas de líquido atrapadas en globos de seda, no consigue hacer que las partes formen una unidad coherente. ¿Cómo podría estar seguro incluso de que pertenecen a la misma mujer?

Intenta atraer suavemente a la mujer hacia él. Aunque ella no se resiste, aparta la cara, ya sea porque no desea entregarle sus labios, ya porque no quiere darle una oportunidad de quitarle las gafas y explorar lo que hay debajo. Y no quiere porque, en lo que respecta a la mutilación, de todos es sabido que los hombres se asquean con facilidad.

¿Cuánto hace que perdió la vista? ¿Puede preguntarlo sin resultar indecoroso? ¿Y puede pasar decorosamente a la siguiente pregunta: la han amado desde que sucedió? ¿Es la experiencia la que le ha enseñado que sus ojos devastados aniquilarían el deseo de un hombre?

Eros. ¿Por qué la visión de la belleza hace cobrar vida al eros? ¿Por qué el espectáculo de lo repulsivo estrangula el deseo? ¿Acaso la interacción con la belleza nos eleva, nos hace mejores, o lo que nos mejora es abrazar la enfermedad, lo mutilado, lo repulsivo? ¡Qué preguntas…! ¿Es esa la razón de que la Costello los haya juntado a ambos: no por la vulgar comedia de un hombre y una mujer a quienes les faltan partes del cuerpo haciendo lo que pueden para acoplarse, sino con el objeto de que, en cuanto el asunto sexual haya quedado resuelto, puedan departir sobre filosofía, abrazados en la cama y soltando discursos sobre la belleza, el amor y la bondad?

Y de una forma u otra, en medio de todo esto —la inquietud, la vergüenza, el apartar la mirada, el filosofar, por no mencionar un intento por su parte de aflojarse la corbata, que ha empezado a asfixiarlo (¿por qué demonios lleva corbata?)—, de alguna forma, torpemente pero no con toda la torpeza que podrían desplegar, vergonzosamente pero no con la bastante vergüenza como para paralizarlos, consiguen emprender aquello, el acto físico al que se han comprometido de buen o mal grado, un acto que aunque no es el acto sexual tal como se suele entender sí es un acto sexual, y que, a pesar de la pierna truncada por un lado y de los ojos devastados por el otro, se desarrolla con cierta diligencia del inicio, al medio y al fin, es decir, con todas sus partes naturales.

Lo que más le inquietaba de la descripción que Costello le hizo de Marianna era lo que le dijo sobre el hambre o la sed que rugía en su cuerpo. Nunca le han gustado la falta de moderación, la falta de pudor, los movimientos incontrolados, los gruñidos, los chillidos ni los gritos. Pero parece que Marianna sabe contenerse. Sea lo que sea lo que sucede en su interior, se lo guarda para ella misma; y, en cuanto han terminado, ella vuelve a hacer que todo sea más o menos decente. El único vislumbre que él tiene de un hambre o una sed atroz viene en forma de un calor inusual, aunque no desagradable, procedente del centro de su cuerpo, como si su útero o tal vez su corazón estuvieran alumbrados por un fuego propio.

Aunque el sofá no fue diseñado ni para el acomplamiento sexual ni para la languidez filosófica posterior, y aunque no hay nada para taparse y pronto tendrán frío, no se plantean aún la posibilidad de ir a tientas hasta una cama como es debido, en un dormitorio como es debido.

—Marianna —dice él, probando el nombre con la lengua, probando el sabor de las dos enes—. Sé que se llama usted así, pero ¿es así como la llama la gente? ¿No usa otro nombre?

—Marianna. Solo ese. No hay otro.

—Muy bien —dice él—. Marianna, la señora Costello dice que nos conocemos de antes. ¿Cuándo fue?

—Hace mucho tiempo. Usted me hizo una fotografía. Para mi cumpleaños. ¿No se acuerda?

—No me acuerdo, y no puedo acordarme porque no sé qué aspecto tiene. Y usted tampoco puede acordarse de mí porque no sabe qué aspecto tengo. ¿Dónde tuvo lugar la sesión de fotos?

—En su estudio.

—¿Y dónde estaba el estudio?

Guarda silencio.

—Hace demasiado tiempo —dice ella por fin—. No me acuerdo.

—Por otra parte, nuestros caminos se cruzaron hace mucho menos tiempo. Coincidimos en un ascensor en el hospital Royal. Un ascensor. ¿Se lo ha mencionado la señora Costello?

—Sí.

—¿Y qué más le ha dicho?

—Que se sentía usted solo.

—Solo. Muy interesante. ¿Es la señora Costello íntima amiga suya?

—No, íntima no.

—Entonces, ¿qué es?

Hay un largo silencio. Él la acaricia por encima de la ropa, de arriba abajo, el muslo, el costado, el pecho. ¡Qué placer, y qué inesperado, volver a disfrutar libremente de un cuerpo femenino, aunque sea el de una mujer invisible!

—¿Acaso se le presentó de repente? —dice él—. A mí se me presentó de repente.

Él siente que ella niega lentamente con la cabeza.

—¿Cree que está intentando que usted y yo nos convirtamos en pareja? ¿Tal vez para divertirse? ¿El cojo guiando a la ciega?

El comentario pretende ser desenfadado, pero él nota que ella se pone rígida. Oye que sus labios se separan, la oye tragar saliva y de repente ella se echa a llorar.

—Lo siento —dice él. Extiende una mano para tocarle la mejilla. Está bañada en humedad. Por lo menos, piensa él, le quedan conductos lagrimales—. Lo siento, de verdad. Pero si somos adultos, ¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas? Eso es lo que me pregunto.

Ella deja escapar un grito ahogado que posiblemente es una risa, y la risa da paso a más sollozos. Se incorpora junto a él, a medio vestir, sollozando sin parar y sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Ahora es seguramente el momento adecuado para quitarse la venda de los ojos, limpiarse la porquería que los cubren y contemplarla tal como es. Pero no lo hace. Espera. Se demora. Se detiene.

Ella se suena la nariz con un pañuelo de papel que parece haber traído con ella, y carraspea.

—Yo creía —dice ella— que esto era lo que usted quería.

—Lo es, no se equivoque, lo es. Sin embargo, la idea vino de nuestra amiga Elizabeth. El primer impulso. Ella da instrucciones y nosotros las seguimos. Aunque no haya nadie para ver cómo obedecemos.

«Ver». No es la palabra más adecuada, pero él la deja ahí. A estas alturas, ella ya debería estar acostumbrada a la gente que dice «ver» en toda clase de situaciones.

—A menos —continúa él— que ella esté todavía en la sala, observando, comprobando.

—No —dice Marianna—, aquí no hay nadie.

Aquí no hay nadie. Como es ciega, y por lo tanto está sintonizada con las emanaciones más sutiles de los seres vivos, debe de tener razón. Y sin embargo, a él no le ha abandonado la sensación de que solo tiene que extender la mano y sus dedos encontrarán a Elizabeth Costello, tumbada en la alfombra como un perro, mirando y esperando.

—Nuestra amiga fue quien recomendó esto —hace un gesto vago con una mano—, porque a sus ojos representa cruzar un umbral. Ella opina que hasta que yo no haya traspasado cierto umbral estoy atrapado en el limbo y no puedo progresar. Esa es la hipótesis que está probando en mi caso. Es probable que tenga otras hipótesis en el suyo.

Antes incluso de terminar lo que está diciendo ya sabe que es mentira. Elizabeth Costello nunca ha usado la palabra «progresar» delante de él. «Progresar» viene de los manuales de autoayuda. Solo Dios sabe qué es lo que quiere realmente Elizabeth Costello, para él o para ella misma o para esta tal Marianna; Dios sabe qué teoría de la vida o del amor sostiene en realidad; Dios sabe qué sucederá a continuación.

—En cualquier caso, después de haber cruzado ese umbral, ya somos libres de pasar a cosas mejores, más elevadas.

Está simplemente hablando, intentando sacar el máximo partido de una situación incómoda, intentando animar a una mujer que sufre esa tristesse que se instala tras hacer el coito con un desconocido. Desde su envoltorio de oscuridad, sin renunciar todavía a formarse una imagen de ella, él vuelve a extender la mano para tocarle la cara; y al hacerlo se sumerge en un golfo de su propia oscuridad. Todo su vigor lo abandona. ¿Por qué, por qué ha confiado lo bastante en la señora Costello para llevar a cabo esta representación, que ahora le parece no tanto precipitada como simplemente estúpida? ¿Y qué demonios va a hacer esta pobre mujer ciega y desgraciada con su vida en este entorno que es todo menos acogedor, mientras espera a que su mentora se apiade y regrese para liberarla? ¿Acaso Costello creía realmente que unos pocos minutos de unión física inflamada podían expandirse como si fueran un gas y llenar una noche entera? ¿Acaso creía que podía juntar a dos desconocidos de buenas a primeras, ninguno de ellos joven, uno de ellos decididamente viejo, viejo y frío, y esperar que se comportaran como Romeo y Julieta? ¡Qué ingenua…! ¡Y es una literata tan reconocida! Y esa maldita pasta que, aunque ella ha jurado que era inocua, está empezando a irritarle los ojos al secarse: ¿cómo podía ella haber imaginado que ser cegado con harina y agua le cambiaría el carácter y lo convertiría en un hombre nuevo? La ceguera es pura y simplemente un impedimento. Un hombre sin visión es un hombre disminuido, igual que un hombre con una sola pierna es un hombre disminuido, no un hombre nuevo. Y esa pobre mujer que ella le ha enviado también es una mujer disminuida, más de lo que debía de ser antes. Dos seres disminuidos, impedidos, reducidos: ¿cómo ha podido ella imaginar que entre ambos saltaría una chispa de lo divino, o incluso cualquier chispa?

En cuanto a la mujer, más fría a su lado a cada momento, ¿qué puede estar pasándole por la mente? ¡Menudo montón de chorradas debe de haberle dicho para convencerla de que llame a la puerta de un desconocido y se le ofrezca! Del mismo modo que en su caso ha habido un largo preámbulo a este lamentable encuentro, un preámbulo que se remonta suficiente tiempo atrás para conformar un libro en sí, que empieza con Wayne Blight y Paul Rayment saliendo de sus respectivas casas aquella mañana de invierno fatal, desconocedores todavía de la existencia del otro, también en el caso de ella debe de haber existido un preludio que empezara con el virus o la mancha solar o el gen defectuoso o la aguja o cualquier cosa a la que se pueda culpar de su ceguera, y que se ha desarrollado paso a paso hasta un encuentro con una anciana verosímil (tanto más verosímil si solo puedes guiarte por su voz) que te dice que tiene los medios para saciar tu sed ardiente si estás dispuesta a coger un taxi hasta un café llamado Alfredo’s en Adelaida Norte, aquí tienes el dinero para el taxi, te lo pongo en la mano, no tienes por qué estar nerviosa, el hombre en cuestión es inofensivo, simplemente se siente solo, te tratará como a una prostituta y te pagará por tu tiempo, y de todos modos yo estaré allí, acechando al fondo… si solo puedes guiarte por su voz y no ves el brillo lunático en la mirada de la anciana.

Un experimento, a eso se reduce todo, a un ocioso experimento literario-biológico. Grillo con tití. ¡Y ellos se han dejado atrapar, los dos, él a su manera, ella a la suya!

—Tengo que irme —dice la mujer, el tití—. El taxi debe de estar esperando.

—Si usted lo dice… —dice él—. ¿Cómo sabe lo del taxi?

—Lo ha pedido la señora Costello.

—¿La señora Costello?

—Sí, la señora Costello.

—¿Cómo sabe la señora Costello cuándo necesitará un taxi?

Ella se encoge de hombros.

—Bueno… parece que la señora Costello la cuida muy bien. ¿Puedo pagar yo el taxi?

—No, no, está todo incluido.

—Bueno, pues entonces dele mis saludos a la señora Costello. Y tenga cuidado al bajar. La escalera puede resbalar bastante.

Él permanece sentado, conteniéndose, mientras ella se viste. Sin embargo, en cuanto la puerta se cierra detrás de ella, él se quita la venda y se echa las manos a los ojos. Pero la pasta se ha secado y se ha endurecido. Si trata de arrancársela con demasiada fuerza, se quedará sin pestañas. Maldita sea: tendrá que mojarla para quitársela.