8
—¿Quiere que quite el polvo de los libros?
Son las once de la mañana y parece que a Marijana ya se le han acabado las tareas.
—Muy bien, si quiere… Puede pasarles la aspiradora con esa boquilla adaptable.
Ella niega con la cabeza.
—No, yo los limpio bien. Usted es de guardar libros, no quiere polvo en libros. Usted es de «guardar libros», ¿sí?
De guardar libros: ¿es así como llaman en Croacia a la gente como él? ¿Qué puede significar «guardar libros»? ¿Es un hombre que salva libros del olvido? ¿Un hombre que se aferra a libros que no lee nunca? Las paredes de su estudio están llenas del suelo al techo con libros que él nunca volverá a abrir, no porque no valga la pena leerlos, sino porque se le están acabando los días.
—Colecciono libros, así lo decimos aquí. Solo esas tres estanterías, de allí hasta allí, son una colección propiamente dicha. Son mis libros de fotografía. El resto son libros normales, o de jardinería. No, si alguna vez he coleccionado algo han sido fotografías, no libros. Las guardo en esos armarios. ¿Las quiere ver?
En dos armarios anticuados de madera de cedro conserva cientos de fotografías y postales sobre la vida en los antiguos campamentos mineros de Victoria y Nueva Gales del Sur. También hay algunas de Australia Meridional. Dado que no se trata de un campo popular, ni siquiera definido con precisión, su colección podría ser la mejor del país, o incluso del mundo.
—Empecé a coleccionarlas en los setenta, cuando las fotografías de primera generación todavía tenían precios razonables. Y cuando todavía tenía ánimos para ir a subastas. Propiedades de difuntos. Ahora me deprimiría demasiado.
Saca las fotografías de grupos, que forman el núcleo de su colección, para que ella las vea. Con ocasión de la visita del fotógrafo, algunos mineros se han puesto su mejor ropa de los domingos. Otros se limitan a llevar una camisa limpia, bien remangada para que se les vean los brazos musculosos, y tal vez un pañuelo limpio atado al cuello. Se enfrentan a la cámara con esa mirada de seguridad solemne que a los hombres les salía con naturalidad en tiempos de la reina Victoria, pero que ahora parece haber desaparecido de la faz de la tierra.
Saca dos de sus impresiones originales de Fauchery.
—Mire estas —dice—. Son de Antoine Fauchery. Murió joven, de no ser así se habría convertido en uno de los más grandes fotógrafos.
Ante ellos deposita unas cuantas de sus postales picantes: Lil mostrando un trozo de muslo mientras se quita una liga; Flora, vestida con un deshabillé, sonriendo coquetamente por encima de un hombro desnudo y regordete. Chicas a las que Tom y Jack, recién salidos de las excavaciones con dinero fresco, visitarían los sábados por la noche en busca de un poco de ya sabes qué.
—Así que esto es lo que hace —dice Marijana cuando acaba la exposición—. Bien, está bien. Está bien que guarde la historia. Para que la gente no piense que Australia es un país sin historia, no solo monte bajo y después la avalancha de inmigrantes. Como yo. Como nosotros.
Se ha quitado el pañuelo de la cabeza. Se sacude el pelo suelto, se lo peina con la mano hacia atrás y le dedica una sonrisa.
«Como nosotros». ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Marijana y la familia Jokić, o Marijana y él?
—No solo había monte bajo, Marijana —dice él con cautela.
—No, claro que no solo monte bajo, también aborígenes. Pero yo hablo de Europa, lo que dicen en Europa. Monte bajo, luego capitán Cook, luego inmigrantes. ¿Y dónde la historia, dicen?
—¿Quiere decir dónde están los castillos y las catedrales? ¿Es que los inmigrantes no tienen historia propia? ¿Es que dejas de tener historia cuando te trasladas de un punto a otro del planeta?
Ella pasa por alto la reprimenda, si es que de eso se trata.
—En Europa gente dice que Australia no tiene historia porque en Australia todo el mundo es nuevo. No importa que vienes con esta historia o con la otra, en Australia empiezas en cero. Cero historia, ¿entiende? Eso dice gente en mi país, también en Alemania, en toda Europa. ¿Por qué quieres ir a Australia?, dicen. Es como ir a desierto, a Qatar, a países árabes, países de petróleo. Solo lo haces por dinero, dicen. Así que es bueno que alguien guarde fotografías viejas, que muestre que Australia también tiene historia. Pero valen mucho dinero, estas fotografías, ¿eh?
—Sí, valen dinero.
—¿Y quién se las queda, ya sabe, después de usted?
—¿Quiere decir después de mi muerte? Van a ir a la Biblioteca Estatal. Ya está todo arreglado. La Biblioteca Estatal de aquí, de Adelaida.
—¿No las vende?
—No, no las vendo, será un legado.
—Pero ponen nombre de usted, ¿eh?
—Pondrán mi nombre a la colección, claro. El Legado Rayment. Para que en el futuro los niños cuchicheen entre ellos: «¿Quién era ese Rayment del Legado Rayment? ¿Era alguien famoso?».
—Pero ¿también fotografía, tal vez, eh, no solo nombre? Fotografía de señor Rayment. La fotografía no es lo mismo que solo nombre, es más vivo. Si no, ¿para qué guardar fotografías?
No hay duda de que tiene algo de razón. Si los nombres valieran tanto como las imágenes, ¿por qué molestarse en conservar imágenes? ¿Para qué guardar las impresiones lumínicas de esos mineros muertos, por qué no limitarse a mecanografiar sus nombres y exhibir la lista en una vitrina?
—Le preguntaré a la gente de la biblioteca —dice—. A ver qué les parece la idea. Pero no una foto de mí como estoy ahora, Dios nos libre. Como era antes.
La tarea de quitar el polvo a los libros, algo que las mujeres de la limpieza del pasado llevaban a cabo pasando un plumero por encima de los lomos, es acometida por Marijana como una operación trascendental. Cubre el escritorio y los armarios con hojas de periódico; luego vacía media estantería cada vez, lleva los libros al balcón y los desempolva uno a uno, y después limpia las estanterías vacías hasta dejarlas inmaculadas.
—Asegúrese —interviene él, nervioso— de que los libros vuelven a estar en el mismo orden.
Ella le dedica tal mirada de desprecio que él se echa a temblar.
¿De dónde saca esta mujer la energía? ¿Acaso lleva su propia casa de la misma forma? ¿Cómo lo soporta el señor J? ¿O bien solo lo hace para él, para su patrón australiano, solo a él le muestra cuánto de sí misma está preparada para dar a su nuevo país?
Es el día en que ella desempolva los libros cuando lo que había sido un leve interés por Marijana, un interés que había respondido simplemente a la curiosidad, se convierte en algo más. Empieza a ver en ella, si no belleza, sí al menos la perfección de cierto tipo femenino. «Fuerte como un caballo», piensa, echando un vistazo a las robustas pantorrillas y a las ancas bien formadas que se tensan cuando ella se estira para alcanzar los estantes superiores. «Fuerte como una yegua».
¿Acaso lo que sea que ha estado flotando en el aire estas últimas semanas ha empezado a asentarse, faute de mieux, en Marijana? ¿Y cuál es el nombre de ese sedimento, de ese sentimiento? No se parece al deseo. Si tuviera que elegir una palabra para nombrarlo, diría que es admiración. ¿Puede nacer el deseo de la admiración, o bien se trata de dos especies muy distintas? ¿Cómo sería estar tumbados juntos, desnudos, pecho contra pecho, con una mujer a la que uno sobre todo admira?
Y no se trata solo de una mujer: es una mujer casada, no debe olvidarse de eso. No muy lejos de allí vive y respira el marido de Marijana Jokić. ¿Estallaría en cólera el señor Jokić, o Pan Jokić o Gospodin Jokić o como quiera que se haga llamar, si descubriera que el patrón de su mujer se entrega a fantasías sobre acostarse pecho contra pecho con ella? ¿Estallaría en uno de esos accesos de cólera balcánica que dan pie a luchas entre clanes y a poemas épicos? ¿Lo perseguiría el señor Jokić con un cuchillo?
Hace chistes sobre Jokić porque le envidia. Pero, a la hora de la verdad, Jokić tiene a esa mujer admirable y él no. Y no solo la tiene a ella, también tiene a los hijos que vienen con ella, que salen de ella: Ljubica, la hija-del-amor; la atolondrada, pero sin duda igualmente bella hija mediana, cuyo nombre él no recuerda; y el apuesto joven de la motocicleta. Jokić los tiene a todos y él tiene… ¿qué? Un apartamento lleno de libros y muebles. Una colección de fotografías, imágenes de los muertos, que, después de que él muera, acumularán polvo en el sótano de una biblioteca junto con otros legados menores que darán más problemas a los catalogadores de lo que valen.
Entre las fotografías de Fauchery que no enseña a Marijana está la que más le atormenta. Es la foto de una mujer y seis criaturas agrupadas ante la puerta de una cabaña de adobe y cañas. Es decir, que podría tratarse de una mujer con sus seis vástagos, o bien la chica mayor podría no ser una hija, sino una segunda mujer, una segunda esposa, traída para ocupar el lugar de la primera, que parece vacía de vida, con las entrañas secas.
Todos tienen la misma expresión: no de hostilidad hacia el desconocido de la flamante máquina de fotos que un momento antes ha metido la cabeza debajo de la tela oscura, sino aterrados, paralizados, como bueyes a las puertas del matadero. La luz les da directamente en la cara, recoge cada mancha de su piel y de su ropa. En la mano que la niña más pequeña se lleva a la boca la luz revela algo que podría ser mermelada, pero que seguramente es barro. Ni siquiera puede imaginar cómo se pudo lograr todo aquello con las largas exposiciones que se requerían en aquella época.
No solo monte bajo, le gustaría decirle a Marijana. Y no solo negros. Nada de cero historia. Mira, de aquí venimos: del frío y la humedad y el humo de aquella cabaña de adobe y cañas, de aquellas mujeres de ojos negros e indefensos, de aquella pobreza y de aquel trabajo extenuante con el estómago vacío. Una gente con una historia propia, con un pasado. Nuestra historia, nuestro pasado.
Pero ¿es esa la verdad? ¿Acaso lo aceptaría la mujer de la foto como uno de su tribu, al chico de Lourdes, en los Pirineos franceses, cuya madre tocaba a Fauré al piano? ¿Acaso la historia que él quiere reclamar como suya no es, a fin de cuentas, un simple asunto de ingleses e irlandeses, del que los extranjeros quedan excluidos?
A pesar de la estimulante presencia de Marijana, él parece encontrarse al borde de una de sus etapas malas, de uno de sus accesos de lúgubre autocompasión que se convierten en negra melancolía. Le gusta pensar que vienen de otro lugar, que son rachas de mal tiempo que cruzan el cielo y siguen su camino. Prefiere no pensar que vienen de su interior y que son suyos, que forman parte de él.
El destino reparte las cartas y tú juegas la mano que te ha tocado. No gimoteas, no te quejas. Esa, solía creer, era su filosofía. Entonces, ¿por qué no puede resistirse a hundirse en la oscuridad?
La respuesta es que se está desmoronando. Nunca volverá a ser el que era. Nunca recuperará su vieja resistencia. Lo que en su interior haya sido encargado de reparar su organismo tras ser tan terriblemente agredido, primero en la carretera y luego en la sala de operaciones, está ya demasiado cansado para la tarea, saturado. Y lo mismo se aplica al resto del equipo, el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro. Hicieron cuanto pudieron, mientras pudieron. Ahora quieren descansar.
Vuelve a él el recuerdo de la portada de un libro que tenía, una edición popular de Platón. Mostraba un carro tirado por dos corceles, uno negro de ojos relucientes y ollares dilatados que representaba los apetitos más bajos, y un corcel blanco de semblante más tranquilo que representaba las pasiones más nobles y menos fáciles de identificar. De pie en el carro, con las riendas en la mano, había un joven con el torso medio desnudo, nariz griega y una cinta en torno a la frente, que presumiblemente representaba el uno mismo, el que se llama a sí mismo «yo». Pues bien, en su libro, en el libro de él, el libro de su vida, si es que llega a escribirse algún día, la imagen será más anodina que la de Platón. Él, aquel a quien llama Paul Rayment, irá sentado en un carromato enganchado a un tiro de jamelgos y caballos de carga jadeantes, algunos apenas capaces de dar un paso. Después de sesenta años de despertarse cada bendita mañana, comerse su ración de avena, mear y cagar, y luego ser enjaezados para otra dura jornada, los caballos de Paul Rayment ya no podrán más. Es hora de descansar, dirán, es hora de que nos saquen a pastar. Y si se les niega el descanso, pues bien, se limitarán a doblar las patas y a tumbarse con los arneses puestos. Y si el látigo empieza a silbar en torno a sus grupas, que silbe.
Angustiado de corazón y de mente, angustiado hasta la médula y, a decir verdad, harto de sí mismo, harto incluso antes de que la ira de Dios, enviada a través de su ángel Wayne Blight, lo fulminara. Nunca le quitaría importancia a aquel suceso, a aquel golpe. Fue una terrible desgracia. Redujo su mundo y lo convirtió en prisionero. Pero escapar a la muerte tendría que haberlo reanimado, tendría que haber abierto ventanas en su interior y haber renovado su sensación de lo valiosa que es la vida. No ha sido así ni mucho menos. Está atrapado dentro del mismo viejo yo de antes, solo que más gris y más sombrío. Como para darse a la bebida.
Es la una y Marijana no ha terminado con los libros. Ljuba, que suele ser una niña buena —si es que todavía está permitido dividir a los niños en buenos y malos—, está empezando a gimotear.
—Deja eso. Ya terminarás de limpiar mañana —le dice a Marijana.
—Termino en un periquito —responde ella—. Tal vez pueda usted darle algo de comer.
—Periquete. En un periquete. Un periquito es un pájaro de colores.
Ella no responde. A veces le parece que ella no se molesta en escucharle.
Tendría que darle algo de comer a Ljuba, pero ¿qué? ¿Qué comen los niños pequeños aparte de palomitas y galletas y cereales tostados y recubiertos de azúcar, nada de lo cual tiene él en su despensa?
Él intenta deshacer una cucharada de mermelada de ciruela en un yogur. Ljuba lo acepta y parece que le gusta.
Ella se sienta a la mesa de la cocina y él permanece de pie a su lado, apoyado en el invento de Zimmer.
—Tu madre me ayuda mucho —dice—. No sé qué haría sin ella.
—¿Es verdad que tiene una pierna artificial?
Ella dice la larga palabra en tono despreocupado, como si la usara a diario.
—No. Es la misma pierna que siempre he tenido, pero un poco más corta.
—Pero en un armario de su dormitorio… ¿Tiene una pierna artificial en su armario?
—No, me temo que no tengo nada parecido en mi armario.
—¿Tiene un tornillo en la pierna?
—¿Un tornillo? No, nada de tornillos. Mi pierna es completamente natural. Tiene un hueso dentro, igual que tus piernas y las piernas de tu mamá.
—¿No tiene un tornillo para atornillarse la pierna artificial?
—No, que yo sepa. Porque no tengo pierna artificial. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
Y no dice nada más.
Un tornillo en la pierna. Tal vez en el pasado Marijana cuidó a un hombre con tornillos en la pierna, tornillos y pernos y puntales y abrazaderas, toda hecha de oro o de titanio: un hombre con una pierna reconstruida, de esas que a él no le quisieron proporcionar porque era demasiado viejo y no valía la pena el esfuerzo ni el gasto. Tal vez esa sea la explicación.
De niño, recuerda que le contaron la historia de una mujer que en un momento de distracción se clavó una aguja de coser diminuta en la palma de la mano. Inadvertida, la aguja fluyó por las venas de la mujer y, al cabo de un tiempo, le pinchó el corazón y la mató. Aquella historia se la contaron en su momento como advertencia para tener cuidado con las agujas, pero vista de forma retrospectiva parece más bien un cuento de hadas. ¿Es realmente el acero antitético con la vida? ¿Pueden realmente las agujas entrar en el torrente sanguíneo? ¿Cómo pudo la mujer del relato no darse cuenta de la diminuta arma metálica que le subía por el brazo hasta el sobaco, giraba por la curva axilar y ponía rumbo al sur, hacia su presa indefensa y palpitante? ¿Tendría él que contarle la historia a Ljuba, transmitirle su sabiduría críptica, sea cual sea?
—No —repite él—. No tengo tornillos dentro. Si tuviera tornillos sería un hombre mecánico. Y no lo soy.
Pero Ljuba ha perdido interés en la pierna que no es una pierna mecánica. Con un chasquido de los labios se termina el yogur y se pasa la manga del jersey por la boca. Él coge un pañuelo de papel y le limpia los labios, y ella se lo permite. Después le limpia también la manga.
Es la primera vez que ha tocado a la niña. Por un momento la muñeca de ella yace inerte en la mano de él. «Perfecta»: ninguna otra palabra puede calificarla. Llegan desde el útero con todo nuevo, con todo en perfecto orden. Hasta en los que llegan dañados, con miembros extraños o con el cerebro echando chispas, cada célula es tan nueva, tan fresca y tan limpia como en el día de la Creación. Cada nuevo nacimiento es un nuevo milagro.