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Es la sonrisa de Marijana, persistente en su memoria, la que provoca el esperado cambio, tan necesario desde hace tiempo. De repente, toda la melancolía, todas las nubes negras desaparecen. Él es el patrón de Marijana, su jefe, quien le paga para que sus deseos se conviertan en realidad, y sin embargo todos los días, antes de que ella llegue, se afana arriba y abajo por el apartamento para intentar poner orden lo mejor que puede, por ella. Incluso hace traer flores para combatir la monotonía.
La situación es absurda. ¿Qué quiere él de esa mujer? Quiere que sonría otra vez, está claro, que le sonría a él. Quiere ganarse un lugar en su corazón, por pequeño que sea. ¿Quiere también convertirse en su amante? Sí, quiere, en cierto sentido, fervientemente. Quiere amarla y respetarla a ella y a sus hijos, Drago y Ljuba y la tercera, aquella a quien todavía no ha visto nunca. En cuanto al marido, no abriga malos deseos hacia él, eso lo puede jurar. Le desea al marido toda la felicidad y la buena suerte del mundo. Y, sin embargo, daría lo que fuera por ser padre de esos niños hermosos y excelentes, y marido de Marijana: co-padre si hace falta, co-marido si hace falta, platónico si hace falta. Quiere cuidar de ellos, de todos ellos, protegerlos y salvarlos.
¿Salvarlos de qué? No lo sabe todavía. Pero, por encima de todos, quiere salvar a Drago. Está dispuesto a interponerse, ofreciendo su pecho desnudo, entre Drago y el rayo fulminante de los dioses envidiosos.
Es como una mujer que nunca ha dado a luz a un hijo y ahora ya es demasiado vieja, y ansía repentina y urgentemente ser madre. Lo bastante ansiosa para robar la criatura de otra persona: a tal punto llega su locura.