26
Sobre la mesa del recibidor, una nota garabateada: «ADIÓS, SEÑOR RAYMENT. HE DEJADO UNAS CUANTAS COSAS, LAS RECOGERÉ MAÑANA. GRACIAS POR TODO. DRAGO. PD: TODAS LAS FOTOS ESTÁN ORDENADAS».
Las «cosas» a las que Drago se refiere resultan ser una bolsa de basura llena de ropa, a la que él añade unos calzoncillos que encuentra entre la ropa de cama. Por lo demás no queda ni rastro de los Jokić, ni de la madre ni del hijo. Van y vienen, no dan ninguna explicación: será mejor que se acostumbre.
¡Y, sin embargo, qué alivio estar solo otra vez! Una cosa es vivir con una mujer, y otra muy distinta compartir la casa con un joven desordenado y poco considerado. Siempre hay tensión, siempre es incómodo cuando dos hombres ocupan el mismo territorio.
Se pasa la tarde ordenando el estudio, devolviendo las cosas a su sitio; luego se ducha. Mientras lo hace, se le cae accidentalmente el frasco de champú. Cuando se agacha para recogerlo, el andador Zimmer, con el que siempre se mete en la mampara, resbala hacia un lado. Pierde el equilibrio, se cae y se golpea la cabeza contra la pared.
«Que no haya nada roto»: esa es su primera oración. Está enredado en el andador y no intenta mover los brazos ni las piernas. Un destello de dolor lacerante le recorre desde la espalda hasta la pierna buena. «Un resbalón en el baño, nada de que alarmarse, le ocurre a mucha gente, puede que no haya pasado nada malo. Hay mucho tiempo para pensar y para arreglar las cosas».
Arreglar las cosas (intenta tranquilizarse y pensar con claridad) significa: uno, desenredarse del andador; dos, conseguir salir de la ducha; tres, evaluar qué le ha pasado a su espalda; y cuatro, pasar a lo que venga a continuación.
El problema está entre los pasos uno y dos. No puede separarse del andador Zimmer sin sentarse; y no puede sentarse sin proferir un quejido de dolor.
Nadie se molestó en informarle, y a él tampoco se le ocurrió preguntar, quién es o era ese Zimmer que ha desempeñado un papel tan importante en su vida. Por simple comodidad se ha imaginado a Zimmer como un hombre de cara alargada y labios finos, vestido con el cuello alto y las medias de la década de 1830. Johann August Zimmer, hijo de campesinos austríacos, decidido a escapar de la terrible monotonía de la granja familiar, se deja las pestañas estudiando a la luz de las velas sus libros de anatomía, mientras en el establo que hay detrás de la casa la vaca lechera gimotea en sueños. Después de aprobar por los pelos los exámenes (no es un estudiante brillante), encuentra trabajo como cirujano del ejército. Se pasa los veinte años siguientes vendando heridas y cortando brazos y piernas en nombre de Su Serena Alteza Imperial Carlos José Augusto, apodado el Bueno. Luego se retira del servicio y después de varios pasos en falso acaba en Bad Schwanensee, uno de los balnearios menores de Bohemia, prescribiendo recetas para mujeres de buena familia con artritis. Y allí se le ocurre la idea de adaptar para sus pacientes más delicados el aparato que ya en Carintia llevaba siglos usándose para enseñar a andar a los niños, y así consigue una modesta inmortalidad.
Ahora él continúa en el suelo de baldosas, desnudo, inmóvil, con el invento de Zimmer encima y bloqueando la puerta de la ducha, mientras el agua sigue cayendo, el champú volcado no para de levantar espuma a su alrededor y el muñón, que ha recibido un golpe en el extremo más fácil, empieza a dolerle con su propia y única variante de dolor. «¡Qué desastre! —piensa—. ¡Gracias a Dios que Drago no tiene que ver esto! ¡Y gracias a Dios que la Costello no está aquí para reírse!».
No obstante, el hecho de no tener a Drago ni a la Costello ni a nadie que pueda oírlo presenta sus inconvenientes. Uno de ellos es que, cuando se acabe el agua caliente, se va a encontrar bajo una ducha de agua fría. Los grifos están fuera de su alcance. Está claro que puede quedarse ahí tumbado toda la noche sin riesgo de que nadie se ría de él, pero para el amanecer habrá muerto de frío.
Tarda treinta minutos largos en escapar de la cárcel que se ha construido a sí mismo. Incapaz de levantarse del suelo, incapaz de quitar de en medio el andador Zimmer, por fin rechina los dientes y empuja la puerta de la mampara hasta que las bisagras ceden con un chasquido.
Toda la vergüenza ha desaparecido. Se arrastra por el suelo, llama al número de Marijana y oye la voz de una niña.
—Con la señora Jokić, por favor —dice con los dientes castañeándole. Y luego—. Marijana, he tenido un accidente. Estoy bien, ¿pero puede venir ahora mismo?
—¿Qué es accidente?
—Me he caído. Me he hecho algo en la espalda. No me puedo mover.
—Vengo.
Tira de la ropa de cama hasta hacerla caer al suelo y se acurruca bajo ella, pero no consigue calentarse. No solo tiene las extremidades agarrotadas por el frío, el cuero cabelludo y la nariz, sino también el vientre y el corazón; le dan espasmos durante los cuales se queda demasiado rígido incluso para temblar. Bosteza hasta que los bostezos lo dejan aturdido. «Sangre vieja, sangre fría —retumban las palabras en su cerebro—. No hay bastante calor en las venas».
Se ve a sí mismo colgado de los tobillos en una cámara frigorífica en medio de una maraña de reses muertas congeladas. «No es el fuego sino el hielo».
Cae en una especie de sopor. De pronto Marijana está inclinada junto a él. Intenta esbozar una sonrisa con sus labios helados, luego palabras.
—Mi espalda —gruñe—. Cuidado.
No es necesario, a Dios gracias, explicar lo que ha pasado. Lo que ha pasado debe de estar perfectamente claro a la vista del caos en el baño y el murmullo de la ducha fría.
No queda té, pero Marijana hace café, le pone una pastilla entre los labios, lo ayuda a beber y luego, haciendo gala de una fuerza sorprendente, levanta su cuerpo del suelo y lo mete en la cama.
—Se ha asustado, ¿eh? —dice—. Ahora quizá usted deja la cosa de las duchas solo.
Él asiente obedientemente y cierra los ojos. Bajo los cuidados de esa mujer excelente y enfermera superlativa, nota que el hielo de su interior se empieza a fundir. No hay huesos rotos, la señora Putts no le reñirá y la señora Costello no se reirá de él. Lo que hay, en cambio, es la presencia tranquilizadora de un ángel que lo ha dejado todo para venir a ayudarlo.
Sin duda, a un anciano lisiado el futuro le depara todavía más percances, más caídas y más llamadas humillantes para pedir ayuda. Lo que necesita en este momento, sin embargo, no es esa idea lúgubre y deprimente, sino esta presencia suave, consoladora y eminentemente femenina. «Ya está, tranquilo, todo ha acabado»: eso es lo que quiere oír. Y también: «Yo me quedaré a su lado mientras usted duerme».
Así que cuando Marijana se levanta y se pone enérgicamente su abrigo y recoge sus llaves, él experimenta una sensación más bien infantil de agravio.
—¿No se puede quedar un poco más? —le dice—. ¿No se puede quedar a pasar la noche?
Ella se vuelve a sentar a su lado de la cama.
—¿Importa usted si fumo? —dice ella—. ¿Solo una vez? —Enciende un cigarrillo, da una calada y expulsa el humo lejos de él—. Nosotros hablamos, señor Rayment. Arreglamos las cosas. ¿Qué quiere de mí? ¿Quiere que haga mi trabajo y que vuelva y sea enfermera para usted? Entonces usted no diga cosas como… —hace un gesto con el cigarrillo—. Ya sabe usted.
—No debo hablar de mis sentimientos hacia usted.
—Usted pasa mala época, pierde la pierna y todo eso, lo entiendo. Tiene sentimientos, sentimientos de hombre, lo entiendo, no pasa nada.
Aunque el dolor parece estar disminuyendo, todavía no puede incorporarse.
—Sí, tengo sentimientos —dice, tumbado de espaldas.
—Tiene sentimientos, dice cosas, es natural, no pasa nada. Pero…
—Lábil. Esa es la palabra que está usted buscando. Soy demasiado lábil para su gusto. Estoy demasiado a merced de los sentimientos a los que usted se refiere. Hablo con demasiada sinceridad. Hablo demasiado.
—Merced. ¿Qué es merced de los sentimientos?
—No importa. Creo que la entiendo. Tengo un accidente y estoy conmocionado. Mi estado de ánimo sube y baja en picado, ya no está bajo mi control. Y en consecuencia desarrollo un afecto por la primera mujer que se cruza en mi camino, la primera mujer compasiva. Me enamoro de ella, perdone la palabra. Y me enamoro también de sus hijos, de un modo distinto. Yo, que no he tenido hijos, de repente quiero tenerlos. De ahí la actual fricción entre nosotros, entre usted y yo. Y todo se puede atribuir a mi encontronazo con la muerte en Magill Road. Magill Road me trastornó tanto que hoy todavía dejo que mis sentimientos se desborden sin tener en cuenta las consecuencias. ¿No es eso lo que me está diciendo?
Ella se encoge de hombros, pero no le contradice. Al contrario, lo deja seguir mientras ella se dedica a dar caladas con fruición y soltar el humo. Por primera vez él ve la clase de placer sensual que puede haber en el acto de fumar.
—Pues bueno, se equivoca, Marijana. No es así en absoluto. No estoy confundido. Puedo ser lábil, pero ser lábil no es una aberración. Todos deberíamos ser lábiles, todos. Esa es mi nueva opinión, reconsiderada. Tendríamos que conmocionarnos más a menudo. Deberíamos armarnos de valor y mirarnos en el espejo, aunque no nos guste lo que vemos en él. Y no me refiero a los estragos del tiempo. Me refiero a la criatura que está atrapada detrás del cristal y cuya mirada normalmente procuramos evitar. «¡Contempla a este ser que come conmigo, pasa las noches conmigo y dice “yo” en mi lugar!». Si usted me encuentra lábil, Marijana, no es porque yo sufriera un golpe. Es porque de vez en cuando el extraño que dice «yo» atraviesa el cristal y habla en mí. A través de mí. Habla esta noche. Habla ahora. Habla de amor.
Él se detiene. ¡Menudo torrente de palabras! ¡Qué poco propio de él! Marijana debe de estar sorprendida. ¿Será cierto que hay en este momento un extraño que habla a través de un espejo, que toma el control de su voz?, (pero ¿qué espejo?), ¿o la presente invectiva no es más que otro brote de labilidad, consecuencia del trauma del último accidente —el golpe en la cabeza, la espalda agarrotada, el muñón dolorido, la ducha helada y todo lo demás—, que le sale de la garganta como si fuera bilis, como vómito? De hecho, ¿no podría ser simplemente un efecto de la pastilla que le ha dado Marijana?, (¿qué sería esa pastilla?), ¿o incluso del café? No debería haberse tomado ese café. No está acostumbrado a tomar café por la noche.
«Habla de amor». No puede estar seguro, no lleva sus gafas, pero le parece que a Marijana le está subiendo un rubor desde la garganta. Marijana dice que quiere que se contenga, pero eso es una tontería, no puede decirlo en serio. ¿Qué mujer no querría que de vez en cuando derramaran sobre ella un torrente de palabras de amor, por cuestionable que sea su origen? Marijana se está sonrojando, y por la simple razón de que ella también es lábil. ¿Por lo tanto…? ¿Qué viene a continuación? «¡Por lo tanto todo concuerda!». ¡Por lo tanto hay una lógica divina funcionando tras el caos de las apariencias! Wayne Blight sale de la nada para destrozarle la pierna, «por lo tanto» meses después él se cae en la ducha, «por lo tanto» esta escena se vuelve posible: un hombre de unos sesenta años prácticamente atrapado e inmovilizado en la cama, temblando de forma intermitente, soltándole discursos filosóficos a su enfermera, rebosando amor. ¡Y, en respuesta, la sangre se agita en ella!
Exultante, él se estira («¡Ignora el dolor, a quién le importa el dolor!») y le coloca su enorme y (se da cuenta) poco atractiva mano lívida sobre la mano más pequeña y más caliente de Marijana, con sus afilados dedos que, de acuerdo con su abuela de Toulouse, son indicativos de sensualidad.
Durante un momento, Marijana deja que su mano permanezca bajo la de él. Después se suelta, apaga el cigarrillo, se pone de pie y empieza a abotonarse otra vez el abrigo.
—Marijana —dice él—. No estoy pidiendo nada, ni ahora ni en el futuro.
—¿Sí? —Ella ladea la cabeza y lo mira con expresión burlona—. ¿No pide nada? ¿Cree que no sé nada sobre los hombres? Los hombres siempre están pidiendo. Quiero, quiero, quiero. Yo quiero hacer mi trabajo, eso es lo que pido. Mi trabajo en Australia es enfermera.
Ella hace una pausa. Nunca antes se había dirigido a él con tanta fuerza, con tanta (le parece a él) furia.
—Usted telefonea y está bien que telefonea. Yo no digo que usted no puede telefonear. Urgencia, telefonee, vale. Pero esto —hace un gesto con la mano—, esto de la ducha no es una urgencia, no es una urgencia médica. Usted se cae en el baño, pues llame a una amiga. «Me he asustado, ven», le dice. —Saca otro cigarrillo pero cambia de opinión y lo devuelve al paquete—. Llame a Elizabeth o a otra amiga suya, yo no conozco a sus amigas. «Me he asustado, por favor, ven a cogerme la mano. Nada de urgencia médica, solo, por favor, ven a cogerme la mano».
—No ha sido solamente un susto. Me he hecho daño. No me puedo mover. Ya lo puede ver usted.
—Espasmo. Solo espasmo. Yo le dejo pastillas para eso. El espasmo de espalda no es urgencia —ella hace una pausa—. O, si quiere más, no solo coger la mano, también, como dice usted, el amor de verdad, entonces apúntese a club de corazones solitarios. Si tiene corazón solitario.
Ella respira hondo y se lo queda mirando con cara pensativa.
—¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo «Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso». Llego a casa cansada hasta los huesos, suena el teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: «Es urgencia, ¿puedes venir…?».
Hace unos minutos ella se estaba ruborizando. Ahora es él el que tendría que ruborizarse. «Es una urgencia… ¿puede venir?». Por supuesto, en la jerga de los profesionales sanitarios esto no se consideraría una urgencia. Uno no se muere de frío en un piso con aire acondicionado de Coniston Terrace, Adelaida Norte. Es algo que él sabía incluso mientras estaba marcando el número de los Jokić. Y, sin embargo, llamó igualmente. «¡Ven a salvarme!», gritó a través del espacio de Australia del Sur.
—Usted fue la primera persona en quien pensé —dice él—. Su nombre fue el primero que me vino. Su nombre, su cara. ¿Cree usted que eso no significa nada? ¿Ser la primera?
Ella se encoge de hombros. Cae el silencio entre ellos. Por supuesto que se trata de grandes palabras, palabras que te dejan abrumado cuando te las sueltan: «la primera». Pero no es esa expresión la que lo hace callar. «Su nombre. Su nombre vino a mí. Usted vino a mí». Palabras que han salido de él sin pensarlas, que han acudido a él. ¿Es así como son las cosas cuando uno es lábil: las palabras simplemente acuden a uno?
—Siempre he pensado —insiste él— que la enfermería es una vocación. Creía que eso era lo que la distinguía, lo que justificaba las largas horas y los sueldos bajos y la ingratitud y también los ultrajes, como los que ha mencionado usted: que usted estaba cumpliendo con su vocación. Pues bueno, cuando a una enfermera la llaman, a una enfermera como es debido, no hace preguntas, se limita a acudir. Aunque no sea una urgencia real. Aunque sea pura angustia, angustia humana, lo que usted llama asustarse. —Nunca había sermoneado a Marijana, pero tal vez el sermón sea la modalidad en que, esta noche en particular, la verdad elegirá revelarse—. Aunque solo sea amor.
«Amor»: la más grande entre las grandes palabras. Sin embargo, él la usa para golpearla a ella.
Esta vez, ella encaja bien el golpe, sin apenas parpadear. Ya tiene abrochados todos los botones del abrigo, del primero al último.
—Solo amor —repite él con cierta amargura.
—Hora de irme —dice ella—. Munno Para queda muy lejos. Hasta la vista.
Él reprime con gran esfuerzo un nuevo ataque de temblores.
—Todavía no, Marijana —dice—. Cinco minutos. Tres minutos. Por favor. Tomemos una copa juntos, tranquilicémonos, comportémonos con normalidad. No quiero tener la sensación de que no puedo llamarla nunca más por vergüenza. ¿Sí?
—Vale. Tres minutos. Pero no copa para mí, tengo que conducir, y no copa para usted, el alcohol con las pastillas no es bueno.
Ella se vuelve a sentar en su silla con ademanes un poco rígidos. Pasa uno de los tres minutos.
—¿Qué sabe exactamente su marido? —pregunta él de repente.
Ella se levanta.
—Ahora me voy —dice.
Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo, pasa toda la noche despierto. Las pastillas que Marijana dijo que le dejaría no aparecen por ninguna parte.
Amanece. Necesita ir al lavabo, e intenta arrastrarse con cuidado fuera de la cama. Antes de llegar al suelo, el dolor lo acomete de nuevo y lo deja inmovilizado.
Un dolor de espalda no es una urgencia, dice Marijana, a quien contrató para salvarlo de degradaciones como esta precisamente. ¿Acaso ser incapaz de controlar la vejiga se considera como urgencia? No, está claro que no. Solo es parte de la vida, parte de hacerse viejo. Sintiéndose miserable, se rinde y se orina en el suelo.
Esa es la postura en la que Drago —que debería estar en la escuela pero que por lo que sea parece no haber ido— lo encuentra cuando llega a recoger su bolsa llena de cosas: con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera, con la pierna enredada en la ropa de cama retorcida, atascado, congelado.
Si ya no le esconde nada a Marijana, es porque ya no puede mostrarse ante ella en un estado más lamentable de lo que ya se ha mostrado. Con Drago las cosas son distintas. Hasta el momento, ha hecho todo lo posible para no dar el espectáculo delante de Drago. Y ahora aquí está, un anciano indefenso vestido con un pijama orinado y arrastrando tras de sí un muñón obsceno de color rosado del que se están cayendo los vendajes mojados. Si no tuviera tanto frío, se ruborizaría.
¡Y Drago ni se inmuta! ¿Será cosa de familia, esa naturalidad respecto al cuerpo? Del mismo modo que la madre de Drago lo ayudó antes a meterse en la cama, ahora es Drago quien lo ayuda a salir. Y cuando él intenta explicarse, excusarse por su debilidad, es Drago quien le hace callar:
—No se preocupe, señor Rayment, tranquilícese y tendremos esto arreglado dentro de un minuto.
Y entonces quita la ropa de cama, le da la vuelta al colchón y (con un poco de torpeza, al fin y al cabo no es más que un chico) cambia las sábanas. Es Drago quien encuentra un pijama limpio y, con paciencia, apartando la vista cuando la decencia lo requiere, le ayuda a ponérselo.
—Gracias, hijo, eres un buen chico —le dice él cuando terminan.
Hay más cosas que le gustaría decir, tiene el corazón lleno de ellas, como por ejemplo: «Tu madre me ha abandonado; la señora Costello, que no para de farfullar sobre cuidar pero que procura estar bien lejos cuando se necesitan cuidados, me ha abandonado; todo el mundo me ha abandonado, incluso el hijo que nunca tuve. ¡Y entonces llegaste tú, tú!». Pero se las calla.
Tiene un acceso de llanto, ese llanto de anciano que no cuenta porque viene con demasiada facilidad y que él oculta con las manos porque los avergüenza a los dos.
Drago hace una llamada telefónica y regresa.
—Mi madre dice que tengo que traerle unas pastillas para el dolor. Tengo aquí el nombre. Dice que quería dejarle unas cuantas, pero que se olvidó. Puedo bajar a la farmacia, pero…
—Hay dinero en mi cartera, en el cajón del escritorio.
—Gracias. ¿Tiene una fregona en alguna parte?
—Detrás de la puerta de la cocina. Pero no…
—No se preocupe, señor Rayment. Solo será un minuto.
Las pastillas mágicas resultan ser simple ibuprofeno.
—Mi madre dice que se tome una cada cuatro horas. Y que tiene que comer primero. ¿Le traigo algo de la cocina?
—Tráeme un plátano o una manzana, si hay. ¿Drago?
—¿Sí?
—Ahora ya estoy bien. No hace falta que te quedes. Gracias por todo.
—No hay de qué.
Para completar el pasaje, Drago debería decir: «No hay de qué, usted habría hecho lo mismo por mí». ¡Y es verdad! Si algún cataclismo afectara a Drago, si algún desconocido imprudente los atropellara a él y a su moto, él, Paul Rayment, movería cielo y tierra y se gastaría hasta el último penique para salvarlo. Le daría al mundo una lección de cómo cuidar a un hijo amado. Lo sería todo para él, padre y madre. Velaría junto a su cama día y noche. ¡Ojalá!
En la puerta, Drago se gira, se despide con la mano y le dedica una de sus sonrisas angelicales que deben hacer que las chicas se derritan.
—¡Hasta luego!